Cuando la frente infante, con sus rojas tormentas convoca al blanco enjambre de los sueños difusos, llegan junto a su cama dos hermanas risueñas con sus gráciles dedos de uñas argentinas.
Sientan al niño frente al ventanal abierto, donde el aire azul baña torbellinos de flores y por su denso pelo preñado de rocío sus dedos se pasean, seductores, terribles.
Él, escucha el cantar de sus hálitos tímidos que expanden amplias mieles vegetales y rosas y que interrumpe a veces un silbido ––saliva que los labios absorben o ganas de besar.
Escucha sus pestañas latir en el silencio perfumado; y sus dedos, eléctricos y suaves, provocan los chasquidos , entre indolencias grises, de los piojillos muertos, por sus uñas de reina.
Y un vino de Pereza sube en él, un suspiro de armónica, capaz de llegar al delirio: y el niño siente, al ritmo lento de las caricias, cómo brotan y mueren sus ansias de llorar.
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