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Las dos amantes

[Novela corta - Texto completo.]

Alfred de Musset

I

¿Creéis, señora, que sea posible estar enamorado a la vez de dos personas? Si alguien me hubiera hecho esta pregunta, yo habría respondido que no. Y, sin embargo, así le ha sucedido a un amigo mío, cuya historia voy a contaros para convenceros.

Generalmente, cuando se trata de justificar dos amores simultáneos, se recurre a los contrastes. Una es alta, otra es baja; una tiene quince abriles, otra ha cumplido los treinta, y, en fin, se pretende probar que dos mujeres de edad, tipo y caracteres distintos pueden inspirar a la vez dos pasiones distintas también. Para justificar mi caso, ni siquiera tengo ese pretexto en mi favor, pues las dos mujeres a que me refiero hasta se parecían un poco. Verdad que la una era casada, y la otra viuda; la una rica, y la otra pobre; pero contaban casi los mismos años y las dos eran menudas y morenas. Aunque ni hermanas ni primas, tenían cierto aire de familia: los mismos ojos negros y grandes, la misma gentileza. Eran dos hembras semejantes. No os asustéis de que las llame así. En esta historia no ha de haber ninguna mala interpretación.

Antes de seguir hablando de ellas, debemos hablar de nuestro héroe. Hacia el año 1825 vivía en París un joven al que llamaremos Valentín. Era tan extravagante, que su extraña vida habría servido de estudio a cuantos filósofos se dedican a observar el espíritu humano. Podemos decir que en él se daban dos personalidades diferentes. Al verle, un día le habríais tomado por petimetre de la regencia. Su tono banal, su chambergo ladeado y su apariencia de barbilindo pródigo y divertido os hubieran recordado los tacones rojos de otros tiempos. Pero al siguiente día no os había parecido más que un modesto estudiante provinciano, paseando su libro bajo el brazo. Hoy iba en carroza, y arrojaba el dinero a manos llenas, y mañana apenas tenía para mal comer, buscando así el modo de que cada instante fuera perfecto. En el placer todo había de ser placer, y procuraba no turbar su alegría con un momento de tedio. Si tenía un palco en la Opera, para que la noche fuera completa, quería que el coche que le llevase se deslizase suavemente, que le hubieran servido una buena cena y que no le disgustase nada antes de salir de casa. Pero con igual conformidad se bebía un vaso de peleón en cualquier mesón o ventorro, y se confundía plebeyamente en el patio del teatro. Y aunque se adaptaba fácilmente al medio, en sus extravagancias siempre seguía cierta lógica, de manera que los dos hombres distintos que en él existían, jamás se confundieran.

Tan extraño carácter se debía a dos causas: poca fortuna y excesivo amor al placer. La familia de Valentín gozaba de cierto desahogo, mas sin pasar de una honrada mediocridad: unos doce mil francos al año, que, distribuidos con orden y economía, no son para morirse de hambre, pero tampoco para dar festines cuando toda una familia vive de ellos. A pesar de lo cual, por un capricho del destino, Valentín nació con los mismos gustos y aficiones que el hijo de un gran señor. A padre avaro, suele decirse hijo pródigo; a padres económicos, hijo gastador. Así lo quiera la tan por todos admirada Providencia.

Valentín había estudiado Derecho, y era un abogado sin pleitos, profesión muy corriente hoy día. Con el dinero que le daba su padre y lo que ganaba de vez en cuando hubiera podido vivir muy bien; pero prefería gastárselo de una vez y privarse de todo al día siguiente.

¿Recordáis, señora, esas margaritas que los niños desfloran hoja a hoja? “Mucho”, dicen al arrancar la primera; “regular”, a la segunda, y “nada”, a la tercera. Así hacía Valentín con los días de su vida, aunque suprimiendo el “regular”, que no podía sufrir.

Para que le conozcáis mejor, os contaré un rasgo de su infancia. A los diez u once años dormía en un cuarto pequeño y contiguo a la alcoba de su madre. En aquel cuarto, triste y oscuro, atestado de polvorientos armarios, trastos y ropas, había, entre otros, un antiguo retrato con hermoso marco dorado. Cuando por las mañanas entraba el sol hasta el retrato, Valentín, arrodillándose en el lecho, se acercaba a él con gran delicia. Y apoyando su frente en la esquina del marco, permanecía horas enteras mientras le creían dormido. Los rayos de luz, al reflejarse en los dorados, le envolvían en una especie de aureola que deslumbraba sus ojos. Un éxtasis extraño se apoderaba de él, y mil ensueños pasaban por su mente. Cuanto más viva era la claridad, su corazón se dilataba más. Y cuando, fatigados por el resplandor, apartaba sus ojos, cerraba los párpados, gozando en seguir curiosamente la degradación de tonos de esa mancha rojiza que se fija en nuestra retina tras haber mirado largo rato al sol; y volvía de nuevo a su contemplación, sumiéndose en un éxtasis cada vez más profundo. Esto fue —me ha confesado él mismo— lo que le hizo aficionarse apasionadamente por el oro y el sol, dos cosas divinas.

El instinto de su pasión nativa guió sus primeros pasos. En el colegio solo se trataba con los colegiales más ricos que él, no por orgullo, sino por afición. De precoz inteligencia, en sus estudios influyó menos el amor propio que un cierto deseo de distinción, y lloraba en clase ante todos cuando, llegado el sábado, perdía su puesto en el banco de honor. Ya iba a dar fin a las humanidades, que estudiaba con gran entusiasmo, cuando una dama, amiga de su madre, le regaló una hermosa turquesa; desde entonces, en vez de escuchar la lección, se distraía contemplando la sortija que relucía en su dedo, con una prematura devoción por el oro, tal como puede presentirla un niño curioso. Llegado el niño a hombre, pronto dio sus frutos tan peligrosa inclinación.

Dueño de su libertad, se entregó, sin reflexión alguna, a la vida irregular de los ricos herederos. Alegre por naturaleza, y sin miedo al porvenir, nunca pensó en su pobreza. Pero el mundo se la hizo ver. Su nombre le autorizaba a tratar de igual a igual a otros jóvenes que no tenían sobre él más ventaja que su fortuna. Y admitido por ellos, ¿cómo imitarlos? Los padres de Valentín vivían en el campo, y él, con pretexto de sus estudios, permanecía en París sin hacer otra cosa que pasearse por las Tullerías y el bulevar, ocupación muy a propósito para él; pero cuando sus amigos le abandonaban para montar a caballo, le era forzoso quedarse a pie, desairado y solitario. El sastre le fiaba; mas ¿para qué sirve el traje si está la bolsa vacía? Y su bolsa lo estaba las tres cuartas partes del año. Demasiado orgulloso para vivir a costa de nadie, tenía buen cuidado de disimular sus secretos motivos de abstinencia, y rechazaba desdeñosamente las fiestas y placeres a que no podía contribuir con su bolsillo, procurando no dejarse ver entre los ricos más que en sus días de abundancia.

Esta situación, conservada con gran dificultad, se vino abajo ante la voluntad paterna. Fue necesario elegir una ocupación, y Valentín entró en una casa de banca. Poco le agradó su empleo, y mucho menos el trabajo cotidiano, e iba cabizbajo a la oficina, porque habría necesitado renunciar a sus amigos al mismo tiempo que a su libertad. No se avergonzaba, pero se aburría. Cuando llegaba el día de la “vena dorada”, que dice André Chénier, una fiebre especial le devoraba. Si tenía que hacer algún pago o alguna compra, la presencia del oro le perturbaba hasta tal punto, que perdía el juicio. Apenas veía brillar en sus manos el precioso metal, sentía palpitar su corazón, y solo pensaba en correr a gastarlo. Correr está mal dicho: en días semejantes no corría, porque alquilaba el coche más lujoso, y haciéndose llevar a la Peña de Cancale, reclinado en el asiento, respirando el aire puro o fumando un cigarro, se dejaba balancear muellemente, sin cuidarse del mañana. Y, sin embargo, al siguiente día, como todos, volvía a ser el empleado de siempre; mas nada le importaba con tal de satisfacer su capricho a toda costa. De este modo, el sueldo del mes se evaporaba en un solo día. Decía que pasaba soñando sus horas adversas, y sus horas propicias realizando sus sueños. Y tan pronto se le veía en París a lo gran señor, como derrotado y solitario por las afueras, lo que prueba que no era vanidoso. Hacía además sus extravagancias con la naturalidad de un gran señor que se permite un capricho.

¡He ahí un buen empleado!, me diréis; tanto, que le pusieron en la calle.

Con la libertad y el ocio renacieron las tentaciones de todas clases. Cuando se tienen muchos deseos, pocos años y poco dinero, se corre el peligro de hacer tonterías. Valentín las hizo muy grandes. Llevado siempre de la manía de realizar sus sueños, acabó por tener los sueños más disparatados. Se le ocurría, por ejemplo, experimentar las delicias de una vida de cien mil francos de renta, y he aquí a mi atolondrado amigo procediendo durante todo un día ni más ni menos que si realmente fuera el personaje en cuestión. Imagináos hasta dónde puede conducir esto con un poco de inteligencia y curiosidad. En cuanto a los razonamientos que hacía Valentín para justificar su vida eran harto divertidos. Pretendía que a cada mortal le corresponde de derecho una determinada cantidad de alegría, y la comparaba con una copa llena que los avaros vacían gota a gota, y que él se bebía a grandes tragos.

—Yo no cuento los días —decía—, sino los placeres. Y el día en que me gasto veinticinco luises, me hago cuenta que tengo ciento ochenta y dos mil quinientas libras de renta.

A pesar de semejantes locuras, el amor a su madre se conservaba puro en el corazón de Valentín. Verdad que su madre siempre le mimó, lo que se dice que es perjudicar a un hijo; pero en todo caso es el mejor y más natural de los perjuicios. La que dio el ser a Valentín hizo todo lo posible porque la vida le fuese agradable. No era rica, como sabéis, y si hubiera ido guardando cuantos escudos diera en secreto a su adorado hijo, habrían formado una bonita pila. El único freno que contuvo a Valentín entre tanto desorden fue el temor de disgustar a su madre, y esta idea le siguió siempre, siendo lo que abrió su corazón a todo pensamiento noble y a todo sentimiento honrado. Aquel amor dio a Valentín la clave de un mundo que acaso, sin él, jamás hubiera comprendido. No sé quien dijo que el que es querido por alguien nunca será desgraciado del todo; también hubiera podido decir: “El que ama a su madre, jamás puede ser malo del todo”. Cuando Valentín se encerraba en su cuarto, después de haberle fracasado alguna empresa, alicaído y cabizbajo, su madre entraba a consolarle. ¿Quién puede contar la paciencia, los cuidados, las atenciones, en apariencia fáciles, y las pequeñas alegrías interiores, que son prueba silenciosa del cariño y que hacen la vida dulce y ligera? Ya, de pasada, os citaré un ejemplo:

Un día que Valentín vació su bolsa en el juego, volvió a su casa malhumorado. Con los codos en la mesa y la cabeza entre las manos, se entregaba a sus ideas sombrías cuando entró su madre con un gran ramo de rosas en un vaso de agua, que colocó dulcemente junto a él.

Volantín levantó los ojos agradecido, y su madre le dijo sonriendo: “Todas me han costado unos ochavas; ya ves que no son caras”. A pesar de lo cual, el ramo era magnífico. A solas Valentín, sintió un vivo perfume, que le pareció más vivo por la misma excitación que le dominaba. No sabría deciros qué impresión produjo en él una tan dulce sensación, un placer tan sencillo y tan inesperado. Pensó en lo que había perdido, y se dio a imaginar lo que con ello habría podido hacer la madre que le daba consuelo con tan poca cosa. Su amarga congoja se deshizo en lágrimas, y se acordó de los placeres del pobre, olvidados por él.

A medida que fue conociendo estos placeres fue amándolos. Los amó porque amaba a su madre. Poco a poco fue viendo cuanto le rodeaba, y habiendo sufrido de todo un poco, se juzgó capaz de comprenderlo todo. ¿Es ello una ventaja? Nada puedo decir. A otras alegrías, otros dolores.

Parecerá que me burlo si os digo que a medida que pasaba el tiempo, Valentín se volvía a la vez más sensato y más insensato, y, sin embargo, es la pura verdad. Una doble existencia se desenvolvía en él. Si la avidez de su espíritu le arrastraba, su corazón le detenía. Si buscando la paz se encerraba en su cuarto, el vals de un organillo callejero, pasando frente a su ventana, lo trastornaba todo. Entonces salía, y, según su costumbre, corría en pos del placer; pero a su vez, un mendigo encontrado al paso, o una frase profunda cogida por casualidad entre la huera palabrería de un drama de moda, le dejaban pensativo y tornaba de nuevo a la casa paterna. Se sentaba a trabajar y cogía la pluma; pero su pluma, en vez de escribir, dibujaba distraída la silueta de alguna mujer cuya belleza le impresionó en el baile. Si la partida de amigos alegres, reunida en casa de uno de ellos, le invitaba a quedarse a cenar, alzaba su vaso riendo y bebía copiosamente; pero al registrar sus bolsillos, ver que se le había olvidado la llave y recordar que su madre le estaría esperando, se excusaba, y dejando a los amigos tornaba a aspirar el perfume de sus queridas rosas.

Tal era el mozo, inocente y sin seso, tímido y valiente, sensible y audaz. La naturaleza le hizo rico, y el destino le hizo pobre; en vez de elegir entre uno y otro, abrazó los dos estados y fue pobre y rico a la vez. Todo cuanto en él había de paciente, reflexivo y resignado, no podía triunfar de su amor al placer; y ni sus momentos de mayor insensatez eran bastante a mancillar su corazón. No luchaba contra su corazón ni contra el placer que le atraía. Así fue como hubo dos en él, y vivió en perpetua contradición consigo mismo, lo que en seguida voy a deanostraros. Pero eso es falta de voluntad, me diréis. ¡Ah, claro que sí! No era precisamente un romano; pero tampoco estamos en Roma.

Estamos en París, señora, y se trata de unos amores. Felizmente para vos, el retrato de mis heroínas será más breve que el de mi héroe. Van a entrar en escena. Volved la página.

 

II

 

De ellas, os he dicho, una era rica y otra era pobre. Ahora comprenderéis por qué razón a Valentín le gustaban las dos. También creo haberes dicho que una era casada y otra era viuda. La marquesa de Parnes (la casada) era hija de un marqués, y se había casado con otro marqués, y, lo que es mejor, tenía una gran fortuna; y lo que aún es muchísimo mejor, gozaba de absoluta libertad, porque su marido se hallaba en Holanda, retenido por sus asuntos. Aún no contaba veinticinco años, y se consideraba la reina de un pequeño reino al final de la Calzada de Antín. El cual reino consistía en un palacete de gran elegancia, que se alzaba entre un patio señorial y un hermoso jardín, postrer capricho de su suegro, que fue, hasta morir, gran señor y distinguido libertino. A decir verdad, la casa denunciaba los gustos de su antiguo dueño, y más bien parecía propia para galantes aventuras y fiestas que para servir de retiro a una mujer casada y joven, apartada del mundo durante la ausencia de su marido. En medio del jardín había un pabellón redondo, independiente de la casa, con una pequeña escalinata y una sola y amplia estancia, lujosamente dispuesta con femenil refinamiento. La marquesa de Parnes, tenida por virtuosa y discreta, moraba en la casa, y no iba jamás al pabellón. Sin embargo, algunas veces se veía luz en él. Noble concurrencia, convites como a tal corresponde, pulidos pisaverdes y elegantes lechuguinos, numerosos criados y, en fin, un tren de lujo y de opulencia, era lo que encerraba el palacio de la marquesa, la que, con una educación perfecta, había acrecentado sus dones. Poseyéndolo todo, de todo disfrutaba, sin aburrirse nunca. La indispensable tía de estos casos la acompañaba a todas partes. Cuando se hablaba de su marido, decía que estaba para volver, pero nadie lo creía.

Madame Delaunay (la viuda), siendo muy joven perdió a su marido, y vivía con su madre, de una pequeña pensión con grandes trabajos conseguida y apenas suficiente. Ocupaba un piso tercero en la calle del Plato de Estaño, y se pasaba el día bordando junto a la ventana, única cosa que sabía hacer. Como veis, su educación había sido muy descuidada. Una salita era todo su patrimonio. A las horas de comer sacaban una mesa de nogal, relegada al pasillo durante el resto del día, y por la noche extendían un armario-cama de dos lechos. Aparte de esto, todo el modesto mueblaje era objeto de una escrupulosa limpieza.

Madame Delaunay gustaba, a pesar de lo dicho, hacer vida de sociedad. Algunas antiguas amistades de su marido daban pequeñas reuniones, a las que asistía ataviada con un traje de organdí muy transparente. Como los pobres no gozan del veraneo, aquellas reuniones íntimas duraban todo el año. Ser joven y guapa, pobre y honrada, no es un mérito tan grande como se cree, pero es un mérito.

Al deciros que Valentín amaba a dos mujeres a la vez, no he pretendido decir que amase a las dos por igual. Podría salir del paso argumentando que amaba a la una y deseaba a la otra; pero no quiero recurrir a estas sutilezas, que, después de todo, no significarían otra cosa sino que deseaba a las dos. Prefiero relatar sencillamente lo que pasaba en su corazón.

La causa de que comenzase a frecuentar estas dos casas fue únicamente la ausencia de los dos maridos. Nada tan cierto como que la apariencia de conseguir fácilmente una cosa, aunque realmente no sea más que una apariencia, seduce siempre a los pocos años. Valentín fue recibido en casa de la marquesa de Parnes nada más que porque ésta recibía a todo el mundo; para ello bastó que le presentase un amigo. En cuanto a su entrada en casa de madame Delaunay, también había sido cosa fácil, aunque no tan rápida. Como Valentín iba a todas partes, la encontró en una de esas pequeñas reuniones de que acabo de hablaros. La vió, se fijó en ella, la sacó a bailar y, en fin, un buen día encontró el modo de ir a su casa para llevarla un libro recién publicado que ella quería leer. Hecha la primera visita, no se necesita un pretexto para volver, y al cabo de tres meses ya se es de la casa; esto pasa siempre. Y quien se admire de la presencia de un joven en casa de una honrada familia que con nadie se trata, se admiraría mucho más si algunas veces llegase a saber con qué pueril pretexto había entrado en ella.

Acaso os sorprendáis, señora, de la facilidad con que se prendaba el corazón de Valentín. En este caso, todo fue, por decirlo así, capricho del destino. Durante el invierno había vivido, según su costumbre, tan desordenado como alegremente. Llegado el verano se halló sin provisiones, igual que la cigarra al llegar el invierno. Todos se iban: unos al campo, otros a Inglaterra y otros a los baños. Hay años de deserción general en que todos nuestros amigos desaparecen; una bocanada sofocante se los lleva, y de pronto nos encontramos solos. Si Valentín hubiera sido más previsor y hecho lo que todos, a su tiempo, también como todos, habría partido; pero los placeres invernales le costaron caros, y su bolsa, vacía, le retenía en París. Lamentando su imprevisión, tan triste como se puede estar a los veinticinco años, pensaba el modo de pasar el verano, no en la abstinencia que debía, sino, a ser posible, en el placer que necesitaba.

Habiendo salido un día de esos que se ofrecen a la juventud propicios para todo, y sin saber adónde dirigirse, pensó que salo podía ir a casa de la marquesa de Parnes o a la de madame Delaunay. Aquel mismo día visitó a las dos, y como procedió con hartura, hallóse sin ocupación al siguiente, y algunos más, durante los cuales no pudo reanudar sus visitas.

Preguntábase cuándo le sería posible, y recordando sin querer lo que habló con las damas en aquellas dos horas tan deliciosas, la semejanza entre ambas, que ya os he dicho, y que él no había advertido hasta entonces, le hizo sonreir con sorpresa. Las comparó en su mente, detalle por detalle, y cada una a su vez le hizo acrecentar o disminuir el amor a la otra. La marquesa de Parnes era coqueta, viva, mimosa y divertida; madame Delaunay reunía también todo esto; mas no siempre, sino únicamente en el baile, y con menos ardor, debido, sin duda, a su pobreza. Pero los ojos de la viuda brillaban a veces con ardiente llama que parecía concentrarse cuando aquellos se fijaban, mientras que la mirada de la marquesa era como una viva estrella fugitiva.

“Son la misma mujer —se decía Valentín—; el mismo fuego, llameando en la una con un alegre fulgor, y cubierto en la otra de cenizas”.

Poco a poco las fue comparando. Recordó las blancas manos de la una, deslizándose sobre el marfil del clavecino, y las de la otra, reposando fatigadas en el regazo. Pensó en los pies y observó extrañado que iba mejor calzada la más pobre, aunque se hacía por sí misma sus chapines. Vio a la dama de la Calzada de Antín, reclinada en un sofá, aspirando la fragancia matinal que del jardín llegaba, con los brazos desnudos. Se preguntó si madame Delaunay también tendría unos brazos tan bellos bajo sus mangas de indiana, y no sé por qué se estremeció a la idea de ver desnudos los brazos de madame Delaunay. Pasó después al cabello, y junto a los hermosos bucles negros de madame De Parnes se le aparecía la aguja de gancho que madame Delaunay se clavaba en el moño cuando hablaba. Cogió un lápiz y un papel e intentó dibujar la doble imagen que llenaba su imaginación. A fuerza de borrar y tantear, consiguió una de esas semejanzas lejanas que a veces satisfacen a la fantasía más que un fiel retrato. Obtenido el bosquejo, se detuvo. ¿Con cuál de las dos tenía más parecido? No pudo decidirlo por sí mismo. Según el capricho de su imaginación, tan pronto se parecía a la una como a la otra.

“¡Cuántos misterios encierra el destino! —se decía—. ¿Quién sabe, pese a las apariencias, cuál de las dos es más dichosa? ¿La más rica o la más hermosa? ¿Acaso la que sea más amada? No, sino la que ame más. ¿Qué harían si mañana se despertase cada una en el puesto de la otra?”

Valentín soñaba despierto, y sin darse cuenta hacía mil castillos en el aire. Se prometió ir a verlas al siguiente día, y llevar su dibujo para compararlo con ellas y ver los defectos, al mismo tiempo que añadía un trazo, un bucle más, un nuevo pliegue al vestido. Hizo los ojos más grandes, dio mayor gracia a la silueta y volvió a pensar en el pie, en la mano, en los brazos desnudos y en otras mil cosas. En fin, estaba enamorado.

 

III

 

No es difícil enamorarse, sino saber confesarlo a quien se ama. Al siguiente día, muy temprano, salió Valentín provisto de su dibujo, dispuesto a comenzar por la marquesa. Una ocasión providencial, tan inesperada como extraña, hizo que encontrase a la dama tal como se la imaginara la víspera. Mediaba el mes de julio. Junto al pabellón, con una hermosa madreselva en flor al fondo, sentada en un banco rústico sobre blandos cojines, estaba la marquesa. Vestida con un sencillo peinador, entre el que asomaba la blancura de sus brazos desnudos, los ojos de un pastor de Virgilio la tomaran por una ninfa; y ninfa pareció a nuestro amigo la blanca Isabel, marquesa de Parnes. Le saludó con una sonrisa, siempre a punto cuando se tienen los dientes lindos, y le mostró, con la mayor indiferencia, un taburete distante de su banco. Valentín, en vez de sentarse en él, intentó acercarlo, y, como buscase un sitio para ponerlo, “¿Adónde vais?”, le preguntó la dama.

Comprendió Valentín que se había precipitado demasiado, y que la realidad no le obedecía tan de prisa como deseaba. Se detuvo, y restituyendo el taburete a su primer lugar, o acaso un poco más lejos, sentóse sin saber qué decir. Ha de advertirse que un lacayo imponente, de insolente y duro gesto, en pie ante la marquesa, ofrecíala una taza de humeante chocolate, que ella comenzó a saborear a pequeños sorbos. La presencia de aquel tercero, la exagerada atención que ponía la dama en no quemarse los labios y el poco caso que, por el contrario, hacía de su visitante, no eran muy a propósito para alentarle.

Valentín sacó solemnemente el dibujo, y, clavando sus ojos en madame De Parnes, examinó con atención, ya el original, ya la copia. Preguntóle la dama lo que hacía, y levantándose la dio el dibujo, para volver a sentarse sin pronunciar palabra. Al pronto, la marquesa entornó los ojos como buscando el parecido, hizo después ademán de haberlo encontrado, apuró el chocolate de la taza, y cuando se fue el criado sonrió de nuevo, mostrando sus preciosos dientes.

—Estoy favorecida —dijo por fin—. ¿Lo habéis dibujado de memoria? ¿Cómo os habéis valido para hacerlo?

Valentín respondió que una faz tan hermosa no precisaba posar para ser copiada, y que la había copiado de su propio corazón. Hizo la marquesa una ligera inclinación de agrado, y acercó Valentín su taburete.

Mientras hablaban de cosas indiferentes, madame de Parnes no dejaba de mirar el dibujo.

—Encuentro en él —decía— una cara que no es mi cara. Se diría que se parece a alguien que se parece a mí; pero que no soy yo la que habéis querido retratar.

Valentín enrojeció a pesar suyo, y creyó descubrir que en el fondo era a madame Delaunay a la que amaba. La observación de la marquesa le parecía un testimonio. Miró de nuevo al dibujo y a la marquesa, y se puso a pensar en la viudita.

“La que amo —se dijo— es aquella a quien más se parece este retrato. Puesto que mi corazón ha guiado a mi mano, sea mi mano quien descubra mi corazón”.

La conversación prosiguió (se trataba, creo, de una carrera de caballos, corrida el día antes en el Campo de Marte).

—Estáis a una legua —le dijo madame De Parnes.

Valentín se levantó y acercóse a ella.

—¡Qué hermosa madreselva! —dijo al pasar.

La marquesa tendió el brazo, cortó una ramita en flor y se la ofreció graciosamente.

—Tomad —le dijo—, guardadla, y decidme si verdaderamente soy yo la que quisisteis dibujar, o si dibujando a otra os resultó casualmente parecida a mí.

Valentín, un poco envanecido, en vez de coger la rama que le ofrecía la marquesa, presentóla, riéndose, su solapa, para que por sí misma se la pusiera en el ojal. Mientras la marquesa lo hacía gustosa, aunque con algún trabajo, él, de pie ante ella, contemplaba el pabellón de que os he hablado, una de cuyas persianas estaba entreabierta. Ya recordaréis que madame De Parnes pasaba por no ir a él jamás, y hasta afectaba cierto desprecio por aquel saloncillo galante y rebuscado, que juzgaba lugar pecaminoso. Valentín creyó ver, sin embargo, que nada en él, muebles ni damascos, ofrecía la menor huella de polvo, y que entre los muebles de estilo griego, magníficos e incómodos, como todo lo de la época imperio, se destacaba en la penumbra un canapé evidentemente moderno. No sé por qué le latió vivamente el corazón al sospechar que la bella marquesa utilizaba alguna vez el pabellón; pues, ¿para qué había de estar allí aquel diván sino para sentarse en él? Cogió Valentín una de las blancas manos que le ponían la flor, y se la llevó dulcemente a los labios, sin que se sepa lo que pensó de ello la marquesa.

Valentín miraba el diván, y la marquesa miraba el dibujo de Valentín, sin retirar su mano, que él retenía entre las suyas. En la escalinata apareció un criado. Llegaba una visita. Valentín soltó la mano de la marquesa, y, cosa bien singular, ésta cerró bruscamente la persiana.

Cuando entró la visita, Valentín se turbó al ver que la marquesa escondía el dibujo disimuladamente, dejando caer su pañuelo. No podía admitir aquello. Tomó el partido más rápido, y, levantándola el pañuelo, recuperó el papel. Madame de Parnes hizo un ligero signo de extrañeza.

—Quiero retocarlo —dijo en voz alta—; permitid que me lo lleve.

No insistió la marquesa, y Valentín se fue con su dibujo a casa de madame Delaunay.

Madame Delaunay estaba bordando en cañamazo, y por todo jardín tenía las flores que bordaba. Su traje, a falta de otro de mañana, era el mismo de siempre: oscuro y sencillo, sin los superfluos adornos de la riqueza. Mas, por un vano alarde de elegancia, lucía unos pendientes de mal gusto y una cadena de oropel. Añadid a esto el cabello en desorden y el cansancio de la labor constante, y convendréis en que, a primera impresión, no ofrecía la viuda nada en su favor.

En presencia de la madre, sentada junto a ella, no quiso Valentín enseñar el dibujo que traía. Pero como, al dar las tres, la buena señora saliera para preparar la comida, Valentín halló el momento esperado. Sacó nuevamente el retrato e hizo la segunda prueba. La viuda, que no era un modelo de finura, no se reconoció, y Valentín, algo confuso, vióse obligado a explicarle que era ella la que había querido retratar. Al principio se extrañó; pero luego pareció encantada, y creyendo simplemente que se trataba de un regalo que Valentín la ofrecía, descolgó un pequeño marco de madera blanca que había sobre la chimenea, para quitar de él un antiquísimo, espantoso y amarillento retrato de Napoleón, y poner el suyo en su lugar.

Valentín la dejaba hacer, sin resolverse a contener aquel impulso de satisfacción; pero la idea de que madame De Parnes volviera a pedirle el dibujo le producía tan visible contrariedad, que madame Delaunay lo apercibió, y creyendo haber cometido una indiscreción se detuvo confusa con el marco en la mano y sin saber qué hacer. Valentín, comprendiendo a la vez que había cometido una simpleza al enseñar un retrato que no podía dar, en vano buscaba el modo de salir de aquel trance. Pasado un momento de turbación y de duda, marco y papel quedaran sobre la mesa junto al Napoleón destronado, y madame Delaunay reanudó su labor.

—Quisiera —dijo al cabo Valentín— que me permitiérais sacar una copia antes de quedaros con él.

—¡Soy demasiado impulsiva! Si tenéis el dibujo en algún aprecio, lleváosle, que vuestro es; pero supongo que no pretenderéis tenerle en vuestro cuarto ni enseñárselo a los amigos.

—De ningún modo; mas le hice para mí, y no quisiera perderle por completo.

—¿Y para qué ha de serviros si, como decís, no se lo enseñaréis a nadie?

—Me servirá para contemplaros, señora, y para hablar algunas veces a vuestra imagen de lo que no me atrevo a deciros a vos misma.

Aunque esta obligada frase no fuese más que una galantería, el tono en que fue dicha hizo levantar los ojos a la viuda. Miró al joven sin severidad, pero seriamente; Valentín, ya temeroso de lo que había dicho, acabó de turbarse bajo aquella mirada, y doblando el dibujo se disponía a guardarlo en su bolsillo, cuando madame Delaunay se levantó y se lo quitó de las manos con un tímido y burlón atrevimiento. Él se rió, y arrebatándola a su vez el papel, exclamó:

—¿Y con qué derecho, señora, me quitáis lo que que es mío? ¿Es que no me pertenece?

—No —dijo ella secamente—; nadie tiene derecho a hacer un retrato sin consentimiento del modelo.

Al decir esto volvió a sentarse, y como Valentín la viera un poco agitada, se acercó a ella más seguro de sí. Fuese contrariedad por haberla dejado ver la satisfacción que el dibujo la produjera, fuese disgusto o impaciencia, la mano de madame Delaunay estaba temblorosa. Valentín, que acababa de besar la de madame De Parnes, que no temblaba, cogió, sin reflexionar, la de la viuda, la cual, ante la primera familiaridad que Valentín se permitía can ella, se quedó asombrada. Pero al verle inclinarse y aproximar los labios a su mano, se levantó, permitióle sin la menor resistencia que pusiera un largo beso en su mitón, y le dijo con una gran dulzura:

—Siento mucho tener que dejaros; pero he de ayudar a mi madre.

Y sin darle tiempo a detenerla ni esperar respuesta, le dejó a solas. Valentín, lleno de inquietud, temía haberla ofendido, y no pudiendo decidirse a marcharse, esperó de pie a que volviese. Pero quien volvió fue la madre, y al verla Valentín temió que su imprudencia le costase cara. No sucedió así, pues la buena señora, sonriendo amablemente, venía a hacerle compañía mientras que su hija repasaba su ropa para ir por la noche al baile. Aún estuvo algún tiempo en espera de que la linda ehojada le perdonase. Mas, al parecer, la ropa debía ser mucha. Llegó la hora de retirarse y tuvo que hacerlo sin conocer su destino.

Ya en su casa, nuestro héroe no quedó muy descontento de la jornada. Como el cazador que, levantada la pieza, calcula la emboscada, los enamorados calculan sus probabilidades y meditan su ataque. Así repasó Valentín en su imaginación, una por una, todas las circunstancias de sus dos visitas. La modestia no era el defecto de Valentín. Empezó conviniendo consigo mismo que la marquesa era suya. En efecto; no hubo por parte de madame De Parnes la menor sombra de severidad ni resistencia. Pensó, sin embargo, que por la misma razón pudo muy bien no haber tampoco más que una ligera sombra de coquetería. Hay damas muy hermosas del gran mundo que se dejan besar la mano como el Papa su anillo, ceremonia piadosa, tanto más cuanto que conduce al paraíso. Valentín se dijo que acaso prometía más la timidez gazmoña de la viuda que cuanto la marquesa consentía. Después de todo, madame Delaunay no había estado muy severa, pues no hizo más que retirar dulcemente su mano e irse a repasar su ropa. Al pensar en la ropa, Valentín pensó también en el baile que aquella misma noche sé celebraba, y se prometió ir a él.

Mientras se vestía, paseándose por la estancia, su imaginación se exaltaba. Iba a ver a la viuda, iba a verla a ella, con quien soñaba. Sobre la mesa había un carnet de bolsillo, bastante feo, que le tocara en una rifa, cuya cubierta tenía, muy bien guarnecido, bajo cristal, un mal paisaje a la acuarela. Valentín sustituyó hábilmente aquel paisaje por el retrato de madame De Parnes; ¡oh, no; me equivoqué!; quise decir de madame Delaunay. Hecho lo cual, se guardó el carnet en el bolsillo, con el propósito de sacarle oportunamente y hacérselo ver a su futura conquista.

“¿Qué dirá?”, se preguntaba. “¿Y qué responderé?”, volvía a preguntarse. Y rumiaba entre dientes algunas de esas frases preparadas de antemano que se saben por instinto y que jamás se dicen, cuando tuvo la idea mucho más sencilla de escribir una declaración en forma para dársela a la viuda.

Vedle ya escribiendo; ha llenado cuatro páginas. Todo el mundo sabe cómo palpita el corazón durante los instantes en que cedemos a la tentación de trasladar al papel un sentimiento acaso fugitivo. Es dulce y es peligroso, señora, atreverse a decir que se ama. La primera carilla que escribió Valentín era un poco fría y demasiado inteligible. Las comas estaban en su sitio, y los párrafos bien determinados, cosas todas que prueban poco amor. La segunda carilla era ya menos correcta; en la tercera se apretaban las líneas, y hay que convenir que la cuarta estaba llena de faltas de ortografía.

¿Cómo deciros el extraño pensamiento que se apoderó de Valentín al cerrar la carta? Escrita para la viuda, era a ésta a la que hablaba de su amor, de su beso matinal, de sus temores y de sus deseos; pero al ir a poner la dirección, advirtió, releyendo lo escrito, que no se encontraba en ello ningún particular detalle, y no pudo por menos de sonreirse a la idea de enviar la carta madame De Parnes.

Acaso, sin darse cuenta, hubo un secreto motivo que le impulsó a ejecutar tan peregrina idea. Se sentía, en el fondo, incapaz de escribir a la marquesa otra carta como aquella, y en cambio le decía el corazón que, cuando quisiera, podría muy bien redactar otra para madame Delaunay, y, aprovechando la ocasión, sin más espera, envió la declaración, hecha para la viuda, al palacete de la Calzada de Antín.

 

IV

 

La reunión en que Valentín había de encontrar a madame Delaunay se celebraba en casa de un notario llamado M. Des Andelys. Allí la halló, como se esperaba, más bella y coqueta que nunca. A pesar de su cadena y sus pendientes, vestía con gran sencillez: un simple lazo de cinta tornasolada armonizaba con su hermosura, y otro del mismo matiz lucía en su flexible y gracioso talle.

Ya he dicho que era menuda, morena, de ojos grandes; era también un poco delgada, y diferente en esto de madame De Parnes, cuya morbidez redondeaba sus líneas con un bello cendal alabastrino. Sirviéndome de una expresión de modisto, que dará exacta idea de lo que quiero decir, el conjunto de madame Delaunay estaba bien acabado; es decir, que nada en ella resaltaba del resto: ni sus cabellos eran muy negros, ni su tez muy blanca; tenía, en fin, el aire de una criollita. Madame De Parnes, por el contrario, tenía sus mejillas con una ligera púrpura, que hacía más vivo el brillo de sus ojos, y nada tan admirable como sus espesos y negrísimos cabellos, contrastando con su hermoso descote.

Pero veo que, igual que mi héroe, pienso en una cuando he de hablar de la otra. Recordemos que la marquesa no iba a las reuniones del notario.

Cuando Valentín suplicó a la viuda que le concediese una contradanza, un estoy comprometida, dicho secamente, fue toda la respuesta que obtuvo. Nuestro libertino, que se la esperaba, fingió no haber comprendido, respondió “Mil gracias” y dio algunos pasos. Madame Delaunay corrió tras él para advertirle su engaño.

—En ese caso —preguntó él al punto—, ¿qué turno me reserváis?

Ella enrojeció, y sin atreverse a negarse, hojeó un cuadernito de baile donde apuntaba sus parejas, y le respondió vacilante:

—Este libro me equivoca; hay en él una porción de nombres sin borrar, y me confundo.

Era la mejor ocasión de sacar el carnet con el retrato, y Valentín la aprovechó.

—Tomad —dijo—, escribid mi nombre en la primera página de este álbum. Así me será aún más querido.

Esta vez, madame Delaunay se reconoció. Tomó el carnet, escribió el nombre de Valentín en la primera página, y al devolvérselo le dijo muy tristemente:

—Es preciso que hablemos; necesito deciros dos palabras, pero no me es posible bailar con vos.

Y seguida de Valentín entró en una estancia inmediata, donde se jugaba. Parecía excesivamente turbada, y le dijo:

—Lo que voy a preguntaros acaso os parezca muy ridículo, y yo misma comprendo que tendréis razón para juzgarlo así. Esta mañana, cuando estuvisteis a verme, me habéis… cogido la mano —añadió tímidamente—. No soy tan niña ni tan necia para ignorar que eso es cosa que no puede ofender a nadie ni significa nada. En el gran mundo, en ese gran mundo en que vos vivís, lo que digo no es más que una simple cortesía; pero nosotros estábamos solos, y vos ni llegabais ni os ibais. Convendréis, o, mejor dicho, comprenderéis que por amistad hacia mí…

Se detuvo, mitad temerosa y mitad avergonzada.

Valentín, a quien este preámbulo causaba un mortal pavor, esperaba que siguiese, cuando una súbita idea le acometió. Sin reflexionar lo que hacía, y cediendo a su primera intención, exclamó:

—¿Lo ha visto vuestra madre?

—No —respondió la viuda dignamente—, no, señor; mi madre no ha visto nada.

Al decir estas palabras comenzó la contradanza, su pareja vino a buscarla y la viuda desapareció entre la concurrencia. Valentín esperó impacientemente, como supondréis, a que terminase la contradanza. Al fin llegó el instante deseado; pero madame Delaunay volvió a su sitio, y aunque él hizo por acercarse a ella, no pudo hablarla. Madame Delaunay no parecía dudar lo que la faltaba decirle, sino pensar cómo decírselo. Valentín se hacía mil preguntas, y todas le conducían a la misma consecuencia: “Quiere decirme que no vuelva más a su casa”. Sin embargo, semejante determinación por tan pequeño motivo, le indignaba. Veía en ello más que una ridiculez; veía en ello una severidad injustificada o una falsa virtud pronta a hacerse valer.

“O es una mogigata o es una coqueta”, se dijo.

Ya veis, señora, cómo se piensa a los veinticinco años.

Madame Delaunay comprendía perfectamente lo que pasaba en Valentín. Hasta cierto punto lo había previsto; pero, al verle, la faltaba valor. No era su intención prohibirle por completo la entrada en su casa; pero, como todo lo que la faltaba de inteligencia la sobraba de corazón, aquella mañana había presentido claramente que no se trataba de una galantéria pasajera, sino que la esperaba un cerio ataque. Tienen las mujeres cierto instinto que las advierte la proximidad del combate. Las más se exponen a él porque se crean bien seguras o porque aman el peligro. Las escaramuzas amorosas son el pasatiempo de las bellas desocupadas. Saben defenderse, y cuando quieren, hallan ocasión de distraerse.

Pero madame Delaunay tenía mucho que hacer, y en su sedentaria vida frecuentaba muy poco el mundo, y trabajaba demasiado, siempre con el hilo y la aguja, que permiten y a veces hacen soñar; en una palabra, era muy pobre para dejarse besar la mano. No es que por el momento se creyese en peligro; pero ¿qué iba a suceder si mañana Valentín la hablaba de amor, y pasado mañana tenía que cerrarle la puerta, y al día siguiente se arrepentía de habérsela cerrado? ¿Y mientras descuidaba su labor? ¿Y si al llegar la noche no había dado las puntadas necesarias? (Más tarde os explicaré todo esto.) Pero, en todo caso, ¿qué decirle? Una mujer que vive casi sola está más expuesta que cualquier otra. ¿No debe ser más severa? Madame Delaunay se decía que, a riesgo de ser ridícula, era preciso alejar a Valentín antes de que turbase su reposo. Así, pues, quería hablar; pero ella era mujer, él estaba allí, y el derecho de presencia es el mayor de todos y el más difícil de combatir.

En un instante en que todos los motivos que brevemente acabo de indicaros se la representaron con mayor viveza, se levantó. Valentín estaba frente a ella, y sus miradas se encontraron. Una hora hacía que el mozo, solitario y aparte, reflexionaba y leía a su vez en los hermosos ojos de la señora Delaunay todos sus pensamientos. A su impaciencia primera había sucedido la tristeza. Se preguntaba si, en efecto, era una gazmoña o una coqueta, y cuanto más repasaba lo sucedido, cuanto más examinaba el semblante pensativo y tímido que tenía frente a él, más se sentía poseído de un cierto respeto. Preguntábase si su atrevimiento habría sido más grave que él creía. Cuando madame Delaunay se le acercó, ya sabía él lo que iba a preguntarle. Quiso evitarla tal violencia; pero la vió tan trémula y hermosa, que prefirió dejarla hablar.

Toda confusa, se decidió por fin a explicarse. El femenino orgullo tenía que sufrir, en aquella circunstancia, una ruda prueba. Había de demostrar que era sensible, pero sin dejarlo ver; había de decir que lo comprendió todo, pero como si nada hubiera comprendido, y había, en fin, de confesar lo último que confiesa una mujer: ¡que le temía! ¡Y era tan pueril la causa de aquel temor! Desde sus primeras palabras, madame Delaunay comprendió que no tenía otro medio de no parecer débil ni gazmoña, coqueta ni ridícula, sino siendo sincera. Habló, pues, y todo lo que dijo podía reducirse a esto: “Alejáos; tengo miedo de amaros”.

Cuando calló, Valentín la miró con sorpresa, disgusto y placer indecible a la vez.

No sé por qué se llenó de orgullo. Siempre se apresura el corazón cuando llaman a él. Abría 1os labios para responder, y cien respuestas se le ocurrían a un tiempo. Ante la presencia de la mujer que así le hablaba, se embriagaba de emoción. Quería decirla que la amaba, quería prometerla obediencia, quería jurarla que jamás se separaría de ella, quería mostrarla su gratitud por la felicidad que le daba, quería hablarla de su dolor; en fin, mil ideas contradictorias, mil tormentos y mil delicias se agolpaban en su alma, y, sobre todo esto, se hallaba a punto de exclamar, a pesar suyo: “¡Pero me amáis!”

Mientras tanto, en el salón bailaban un galop, muy de moda en 1825; se habían lanzado algunas parejas, que iban dando la vuelta al salón.

La viuda, esperando aún la respuesta de Valentín, se levantó. Una extraña tentación se arpoderó de éste al ver pasar la vertiginosa y alegre caravana.

—¡Pues bien, sí —dijo—, os juro que ésta será la última vez que me veáis!

Y diciendo así, rodeó con su brazo el talle de madame Delaunay. Sus ojos parecían decir: “Por esta vez, seamos aún amigos, imitémosles.”

Ella se dejó llevar sin decir palabra, y pronto, como dos pájaros, volaron al compás de la música.

Ya era tarde y estaba el salón casi vacío, aunque en las mesas de juego había gran animación, y es que como el comedor del notario comunicaba con el salón y a aquellas horas se hall1ba completamente desierto, las parejas llegaban hasta él y daban la vuelta a la mesa para volver de nuevo al salón. Y sucedió que cuando Valentín y la señora Delaunay pasaron a su vez al comedor, nadie los seguía, y de pronto, sin pensarlo, se encontraron bailando a solas. Una rápida mirada alrededor, convenció a Valentín de que ningún espejo ni puerta podía traicionarle, y estrechando a la viudita contra su corazón, sin decirla nada, puso los labios en sus hombros desnudos.

El menor grito escapado a madame Delaunay habría causado un escándalo afrentoso. Afortunadamente para el atrevido, su pareja se mostró prudente; pero no pudo mostrarse también con fortaleza, y falta de fuerzas se hubiera caído si él no la hubiera sostenido. Sostenida por él, se dirigió al salón, y al entrar se detuvo, pudiendo apenas respirar, apoyada en su brazo. ¡Qué no hubiera dado él por contar los latidos de aquel corazón trémulo! Pero la música cesaba, era preciso partir, y madame Delaunay no quiso responder a lo que Valentín pudo aún decirla.

 

V

 

No se engañaba nuestro héroe al sospechar si habría juzgado demasiado propicia la amabilidad de la marquesa. Estando aún, al día siguiente, a medio despertar, entregáronle una carta concebida así, poco más o menos:

“Señor: No sé con qué derecho os habéis permitido escribirme en términos semejantes. De todos modos, es una burla o una impertinencia. Y os devuelvo esa carta que nunca habéis debido dirigirme”.

Entregado todavía por entero a un recuerdo más vivo, apenas se acordaba Valentín de la declaración que enviara a madame De Parnes. Dos o tres veces leyó la carta antes de lograr comprender claramente su sentido. Avergonzado al pronto de ella, buscaba en vano qué responder. Se levantó, y frotándose los ojos discurrió con mayor claridad. Parecióle que aquel lenguaje no era el de una dama ofendida. Madame Delaunay no se habría expresado así. Releyó la carta que le devolvía la marquesa, y no encontró en ella nada merecedor de tanta cólera. Era una carta apasionada, desatinada quizá, pero sincera y respetuosa. La dejó sobre la mesa y se prometió no volver e ocuparse de ella.

Semejantes promesas no se cumplen mucho tiempo. La velada de la víspera había dejado en el alma de Valentín profunda huella, y acaso no hubiera vuelto a pensar en la carta, si ésta, en vez de ser severa, hubiera sido tierna, o simplemente cortés. Pero la cólera es contagiosa: comenzó por limpiar su navaja de afeitar con la carta de la marquesa, la rompió después y la tiró al suelo; en seguida quemó su declaración; luego se vistió, se paseó a grandes pasos por la estancia, pidió el desayuno y, siéndole imposible tomar bocado, cogió, en fin, su chambergo y se fue a casa de madame De Parnes.

Le dijeron que había salido, y queriendo averiguar si era cierto, respondió: “Esta bien, ya lo sé”, y atravesó el patio con decisión. El portero iba tras él cuando Valentín se encontró a la doncella. La abordó, la llevó aparte, y sin más preámbulo púsola un luis en la mano. Madame de Parnes estaba en casa. Convino con la sirviente aparentar que nadie le había visto y que entró en un descuido. Se internó en la casa, atravesó el salón y halló a la marquesa sola en su alcoba.

Le pareció, todo hay que decirlo, mucho más pacífica que se mostraba en su carta.

No obstante, como os podéis imaginar, le reprochó su conducta y le preguntó secamente cómo había llegado hasta allí. Él la respondió, con naturalidad, que no había encontrado ningún criado para hacerse anunciar, y que venía a ofrecerla, humildemente, las más humildes excusas por su conducta.

—¿Y qué excusas podéis darme? —preguntó madame De Parnes.

La palabra “burla” consignada en la carta de la marquesa vino casualmente a la memoria de Valentín, y se le ocurrió tomar este pretexto para decir la verdad. Respondió, pues, que la insolente carta de que estaba quejosa la marquesa no había sido escrita para ella, y que solo por error se la entregaran. Como vos pensaréis muy bien, no era fácil persuadirla de tal error.

—¿Es posible —decía él— escribir un nombre y una dirección por burla?

No he de explicaros yo por qué razón madame De Parnes creyó, o fingió creer, lo que Valentín la decía. Después, con más sinceridad que ella esperaba, contóla que estaba enamorado de una viudita; que dicha viudita, por la más rara casualidad, se parecía extraordinariamente a la señora marquesa, que la veía con frecuencia, que la había visto el día antes, y, en una palabra, todo cuanto podía decir de la viuda, menos el nombre y ciertos pequeños detalles que ya comprenderéis.

No es cosa rara que un enamorado novicio se sirva de fábulas de este género para desahogar su pasión. Decir a una mujer que amamos en ella a otra que la es semejante en absoluto, no es, en verdad, sino un medio novelesco que puede autorizarnos a hablarla de amor; mas, yo creo, se precisa para ello que la persona con la cual se emplean estratagemas parecidas, ponga mi poco de buena voluntad. ¿Lo comprendió así la marquesa? Lo ignoro. Más que el amor, había guiado a Valentín la propia vanidad herida; más que el amor, la propia vanidad halagada apaciguó a madame De Parnes; por ella acabó la marquesa misma haciendo a Valentín algunas preguntas sobre la viuda, y extrañada por la gran semejanza de que él la hablaba, le dijo que sentía curiosidad por verla con sus propios ojos.

—¿Qué edad tiene? —le preguntaba—. ¿Es más baja o más alta que yo? ¿Es distinguida? ¿Dónde se la ve? ¿No la conozco?

A todas estas preguntas Valentín respondía con la verdad hasta donde le era posible. Y en cada palabra, su sinceridad tenía la apariencia de una indirecta lisonja.

—No es ni más alta ni más baja que vos —la decía—; como vos, tiene una deliciosa gentileza; como vos, tiene un pie incomparable; como vos, tiene unos ojos hermosos y ardientes.

La conversación, mantenida en este tono, no disgustaba a la marquesa. Escuchándole siempre atentamente, pero can cierto indiferente descuido, se miraba al espejo de reojo. A decir verdad, aquella insinuante táctica causaba gran extrañeza a Valentín; no podía comprender aquella medio virtud y aquella medio hipocresía de una mujer que se ofendía por una palabra franca y lo permitía todo veladamente. Al ver las miradas que a sí misma se echaba en el espejo, sintió deseo de decírselo todo, el nombre de la viuda, la calle en que vivía y el beso que la dio en el baile, tomándose así completa revancha de la carta que le escribió la marquesa.

Una pregunta de ésta despejó el malhumor de Valentín. Preguntóle, con tono burlón, si podía decirla, cuando menos el nombre de pila de la viuda.

—Julia —replicó él rápidamente.

Había en su respuesta tan poca vacilación y tanta espontaneidad, que convenció a madame De Parnes.

—Un nombre muy bonito —dijo.

Desde aquel instante la conversación decayó.

Entonces sucedió una cosa que acaso sea difícil de explicar y fácil de comprender. Cuando la marquesa creyó seriamente que aquella declaración que la ofendiera no era en realidad para ella, pareció sorprendida y casi contrariada. Fuese que la ligereza de Valentín amando a otra en ella la pareciese demasiado, fuese que se arrepintiera de haberse ofendido a destiempo, ello es que mostróse pensativa y, lo más extraño, coqueta y furiosa a la vez. Quería no haberle perdonado, y buscando un modo de reñir con Valentín, se sentó al tocador. Desató la cinta que la ceñía el cuello y volvió a atarla; pareció descontenta de su peinado, y cogió un peine; se arreglaba un bucle y se desarreglaba otro; al retocarse el moño se la cayó el peine, y, por cogerle, soltó el pelo, cuya hermosa mata negra la cubrió los hombros.

—¿Queréis que llame? —preguntó Valentín—. ¿Necesitáis que venga vuestra doncella?

—No vale la pena —respondió la marquesa, hundiendo el peine en sus cabellos impacientemente—. No sé qué hacen mis criados. Deben haber salido todos, pues les prohibí esta mañana que dejasen entrar a nadie.

—En ese caso —dijo Valentín— he cometido una incorrección y me retiro.

Dió algunos pasos hacia la puerta, e iba a salir en efecto, cuando la marquesa, que volvió la espalda aparentando no haberle oído, le dijo:

—Dadme esa caja que está en la chimenea.

Valentín obedeció. La marquesa cogió de la caja unas horquillas y dio fin a su tocado.

—A propósito —le dijo—, ¿y el retrato que hicisteis?

—No sé dónde le tengo —respondió Valentín—; ya parecerá, y si me lo permitís, cuando le haya retocado os le daré.

Entró un criado con una carta que esperaba contestación. La marquesa se puso a escribir. Valentín se levantó y salió al jardín. Al pasar junto al pabellón, vio que la puerta estaba abierta y que la doncella, que encontró al llegar, limpiaba los muebles. Curioso de examinar de cerca aquel misterioso retiro que se decía abandonado, entró. Al verle, la criada se puso a reir con ese aire protector que toma todo lacayo después de una confidencia. Era una joven bastante bonita. Se acercó a ella deliberadamente, y se dejó caer en un sillón.

—¿No viene aquí vuestra señora alguna vez? —preguntó como distraído.

La confidente pareció dudar la respuesta y siguió su limpieza; pero al pasar ante el moderno canapé de que ya creo haberes hablado, dijo a media voz:

—Aquí se sienta la señora.

—¿Y por qué —repuso Valentín— la señora dice que no viene aquí nunca?

—Señor —respondió la criada—, es que el antiguo marqués —no os mováis— hizo de las suyas en este pabellón, que tiene mala fama en el barrio. Cuando oyen algazara por aquí, suelen decir: “Será en el pabellón de Parnes”. Por eso se guarda la señora.

—¿Y qué viene a hacer aquí la señora? —preguntó de nuevo Valentín.

Por toda respuesta, la confidente se encogió ligeramente de hombros, como diciendo: Poca cosa.

Valentín miró por la ventana si la marquesa seguía escribiendo. Mientras hablaba se había llevado la mano al bolsillo del chaleco; la casualidad quiso que en aquel momento estuviese en plena “vena de oro”, y una curiosidad caprichosa le pasó por la imaginación; sacó un doble luis, que relucía maravillosamente al sol, y dijo a su cómplice:

—Escóndeme aquí.

Después de lo sucedido, dedujo la doncella que Valentín no era mal visto por su ama. Para entrar autoritariamente en la casa de una dama hace falta cierta seguridad de ser bien recibido, y cuando después de haberse internado por fuerza en sus habitaciones íntimas se pasa en ellas media hora, ya saben los criados a qué atenerse. Sin embargo, la proposición era arriesgada: esconderse para sorprender es una idea de enamorado, pero no de amante; por tentador que fuera el doble luis, no podía vencer el temor de ser despedida.

“Pero, después de todo —pensó la criada—, cuando se está tan enamorado, no se está lejos de acabar en amante. ¿Quién sabe? ¡Quién sabe si en vez de despedirme me lo agradecerán!” Así, pues, aceptó suspirando el doble luis, y riéndose mostró una gran alacena, donde se metió Valentín.

—¿Pero dónde estáis? —preguntaba la marquesa, que acababa de bajar al jardín.

La criada respondió que Valentín había salido por el saloncillo. Madame De Parnes miró a todas partes como para asegurarse de que se fue. Entró luego en el pabellón, echó una mirada y salió tras de haber cerrado la puerta con llave.

Acaso penséis, señora, que os hago un relato inverosímil. Conozco gentes de talento que sostendrían muy seriamente que cosas así no son posibles en este prosaico siglo, y que desde la Revolución nadie ha vuelto a esconderse en un pabellón. Para estos incrédulos no hay más que una respuesta: indudablemente, han olvidado aquellos tiempos en que estaban enamorados.

Valentín, al verse solo, pensó, como es natural, si se pasaría allí hasta el día siguiente. Cuando, después de haberlo examinado todo, consolas y tapices, hasta sacarlo brillo, quedó satisfecha su curiosidad, hallóse con gran apetito ante un azucarero y una garrafa.

Ya os he dicho que la matinal epístola impidióle probar becado; pero en aquel momento no había motivo alguno para hacer lo mismo. Se comió dos o tres terrones de azúcar, y se acordó de aquel viejo aldeano que al preguntarle si le gustaban las mujeres respondió: “Mucho me gusta una buena moza, pero más me gusta una buena chuleta”. Pensaba Valentín en los festines de que, al decir de su cómplice, fuera testigo el pabellón; y a la vista de una gran mesa redonda que ocupaba el centro de la estancia, de buen grado hubiera evocado los espíritus presentes a los pequeños festines del difunto marqués.

“¡Oh, qué bien se estaría aquí —decíase— de tertulia en una noche estival, can las ventanas abiertas, cerradas las persianas, encendidas las luces y la mesa servida! Dichoso tiempo aquel en que nuestros antepasados no tenían más que golpear con el pie en el suelo para hacer que apareciese una suculenta mesa”.

Y diciendo así, golpeó Valentín con el pie, pero nada le respondió más que el eco de la bóveda y la vibración de un arpa.

El ruido de una llave en la cerradura hízole volverse precipitadamente a su alacena. ¿Sería la marquesa o su doncella? Ésta podía ponerle en libertad, o darle, al menos, un poco de pan.

¿Me acusaréis de novelero si os digo que Valentín no sabía en tal momento cuál de las dos deseaba que entrase?

Quien apareció fue la marquesa. ¿A qué venía? La curiosidad fue tan grande, que todo lo demás se desvaneció. Madame de Parnes acababa de levantarse de la mesa. Había hecho precisamente lo que Valentín estaba soñando. Abrió las ventanas, cerró las persianas y encendió dos bujías. Comenzaba a oscurecer. Dejó sobre la mesa un libro que traía, dio algunos pasos tarareando una canción y se acomodó en el canapé.

“¿A qué vendrá?” —se repetía Valentín.

Pese a la opinión de la criada, no podía por menos de creer que iba a descubrir algún misterio.

“¡Quién sabe! —pensaba—; acaso espera a alguien. ¡Bonito papel haría yo si llegase a venir un tercero!”

La marquesa abrió el libro al azar, volvió a cerrarle y pareció reflexionar. Valentín creyó advertir que miraba hacia la alacena. Por la rendija de la puerta seguía todos sus movimientos, cuando tuvo una extraña idea. ¿Habría hablado la criada? ¿Sabría la marquesa que estaba él allí?

Esa es, diréis vos, una idea disparatada, y sobre todo muy poco verosímil. ¿Cómo suponer que después de su carta, advertida la marquesa de la presencia de Valentín, no le hubiera hecho poner en la puerta, o no le hubiera puesto ella misma, cuando menos?

Empiezo por deciros, señora, que yo he hecho la misma reflexión que vos; pero debo añadir, para tranquilidad de mi conciencia que bajo ningún pretexto he de intentar poner en claro estas cosas. Hay quienes siempre lo creen todo posible, y quienes jamás creen posible nada: el deber de un historiador es relatar, dejando que cada cual se divierta en pensar lo que quiera.

Todo cuanto puedo decir es que evidentemente la declaración de Valentín había disgustado a madame De Parnes; que, probablemente, no había vuelto a ocuparse de él; que, según toda apariencia, le creía ausente; que aún más probablemente habría comido bien, y que venía a echar la siesta al pabellón; pero es lo cierto que comenzó por extender una pierna sobre el canapé y luego la otra; que reclinó la cabeza en un almohadón, cerrando los ojos dulcemente, y que después de esto me parece difícil no creer que se durmiera.

Sintió deseos Valentín de probar a hacerse pasar por un sueño, como dice Valmont. Empujó la puerta de la alacena, y un chirrido le hizo estremecerse; la marquesa abrió los ojos, se incorporó y miró en derredor. Como supondréis, Valentín no se movió. Y no habiendo vuelto a oír ni a ver nada, madame De Parnes se durmió de nuevo. Valentín avanzó en puntillas, y palpitante el corazón, sin casi respirar, llegó como Roberto el Diablo hasta la adormecida Isabela.

No es corriente reflexionar en tales circunstancias. Jamás madame De Parnes estuvo tan bella; sus entreabiertos labios parecían más rojos; un más vivo color pintaba sus mejillas, y su respiración, dulce y pausada, movía suavemente su seno alabastrino, cubierto de una blonda sutil. No más bello, del mármol de Carrara, saliera el Ángel de la Noche bajo el cincel de Miguel Ángel. De cierto, aun ofendida, una mujer tan bella, sorprendida así, debe perdonar el deseo que inspira. Sin embargo, un ligero movimiento de la marquesa detuvo a Valentín. ¿Dormía? A pesar suyo, esta duda le acobardaba.

“¿Qué importa? —se dijo—. ¿Y si es un ardid? ¡Qué caprichosa locura! ¿Por qué ha de apagarse el amor al advertir que le corresponden? ¿Hay algo más claro y menos comprometido para una mujer que dejar adivinar el engaño? Si duerme, ¿hay algo más bello que su sueño? Y si no duerme, ¿hay algo más encantador que su ficción?”

Mientras hacía estas reflexiones permanecía inmóvil; mas no podía por menos de imaginar un modo de saber la verdad. Dominado por esta idea, cogió un terroncito de azúcar que aún quedaba, y escondiéndose tras la marquesa, lo dejó caer en la mano, sin que la marquesa hiciera el menor movimiento. Acercó una silla, primero suavemente, después haciendo ruido; tampoco fue advertido por la dama. Extendió el brazo hasta el libro que madame De Parnes había dejado sobre la mesa, y lo dejó caer al suelo. Creyó que esta vez la había despertado, y se agazapó detrás del canapé; mas tampoco notó el menor movimiento. Entonces se levantó y, como la persiana entreabierta exponía a la marquesa al relente, cerróla con precaución.

Comprenderéis, señora, que yo no estaba en el pabellón, y desde el momento en que la persiana se cerró, me fue imposible ver nada más.

 

VI

 

No hacía quince días de esto, cuando Valentín, al salir de casa de madame Delaunay, se dejó olvidado su pañuelo en un sillón. Madame Delaunay recogió el pañuelo, y, habiéndose fijado casualmente en la marca, vio una I y una P bordadas con toda delicadeza. Aquellas no eran las iniciales de Valentín. ¿A quién pertenecía el pañuelo? El nombre de Isabel de Parnes no había llegado hasta la calle del Plato de Estaño, y, por consiguiente, la viuda se perdía en vanas conjeturas. Examinaba el pañuelo en todos sentidos, y miraba una punta y luego la otra, como esperando descubrir en alguna parte el verdadero nombre de su propietario. ¿Y a qué, me preguntaréis, tanta curiosidad por tan poca cosa? Con frecuencia se presta un pañuelo a un amigo que después le pierde. Esto no quiere decir nada. ¿Qué tiene de extraordinario? A pesar de todo, madame Delaunay examinaba de cerca la fina batista, y su aspecto femenino la hacía mover la cabeza. Ella era muy entendida en bordados, y el dibujo de aquél la parecía demasiado fino para pertenecer a un hombre. Un imprevisto indicio la descubrió la verdad. Por los pliegues del pañuelo conoció que una de las puntas había sido anudada para servir de bolsillo, y vos sabéis que este modo de guardar el dinero no es propio más que de mujeres. Ante aquel descubrimiento palideció, y después de haber estado algún tiempo pensativa, con los ojos fijos en el pañuelo, tuvo que utilizarle para enjugarse una lágrima que corría por su mejilla..

¡Una lágrima, diréis, una lágrima ya!.

Sí, señora; estaba llorando. ¿Qué había pasado? Voy a decíroslo; mas para ello es preciso retroceder un poco.

Ha de saberse que dos días después del baile se presentó Valentín en casa de madame Delaunay. La madre abriole la puerta y le respondió que su hija había salido. En cuanto a ésta, le había escrito una larga carta recordándole lo convenido en su última entrevista y suplicándole que no volviese a verla. Apelaba a su palabra, a su caballerosidad y a su amistad; pero ni se mostraba ofendida ni hacía alusión alguna a lo sucedido durante el galop. En una palabra; Valentín leyó su carta de cabo a cabo y no halló en ella nada corto ni excesivo. Sintióse conmovido, y acaso obedeciera, a no ser por la última frase. Verdad que esta última frase había sido borrada, pera tan a la ligera, que se leía perfectamente: “Adiós”, decía la viuda al acabar su carta; “que seáis dichoso”.

¿Qué significa, señora, decir a un amante desterrado “que seáis dichoso”? ¿No es tanto coma decirle: “yo no lo soy”?.

Llegado el viernes, dudó Valentín si ir o no ir a casa del notario. A pesar de su poca edad y su poco juicio, no podía soportar la idea de ser molesto a nadie. No sabía qué decidir, cuando se repitió de nuevo: “¡Que seáis dichoso!”; y corrió a casa de M. Des Andelys.

¿Por qué estaba allí madame Delaunay? Cuando entró en el salón, nuestro héroe la vio poner una expresión harto significativa. Para quien juzgase por el gesto, había en él cierta coquetería; pero, en el fondo, nadie tan inocente y tan inexperta como madame Delaunay. Al advertir el peligro, pudo atreverse a intentar su defensa; pero no tenía las armas necesarias para resistir una lucha empeñada. Desconocía los hábiles manejos y los recursos, siempre a punto, con que una mujer experta sabe, en cada momento, atraer, alejar o tener a raya al amor. Y cuando Valentín la dio el beso en la mano, ella se dijo: “He aquí un hombre peligroso, de quien puedo llegar a enamorarme; debo dejarle inmediatamente”. Pero al verle en casa del notario, ceñida la corbata, la sonrisa en los labios, entrando gallardamente con leve paso y acercándose a saludarla con un gracioso respeto, a pesar de su prohibición, la viuda se dijo: “He aquí un hombre más obstinado y más astuto que yo. No me siento capaz de luchar con él, y quien sabe si me ama de veras, puesto que ha vuelto”.

Esta vez no le negó la contradanza que la pidió. Desde las primeras palabras, Valentín vio en ella una gran resignación y una gran inquietud. En el fondo de aquella alma recta y tímida había cierto hastío de la vida, y aunque anhelando siempre el reposo, sentía el cansancio de su constante soledad. Su marido, M. Delaunay, muerto muy joven, no la tuvo un gran amor; más la tomó por ama de gobierno que por esposa, y aunque no aportó dote alguna, al casarse con ella, hizo lo que se llama un matrimonio de conveniencia. Y así fueron la economía, el orden, la vigilancia, la estimación pública, la amistad de su marido y, en fin, las virtudes domésticas, lo único que madame Delaunay conocía de este mundo. Tenía Valentín, entre los invitados de M. Des Andelys, la reputación que tiene todo joven cuyo sastre es capaz de deslumbrar en la casa de un notario. No se hablaba de él más que como de un elegante, cliente de Tortoni, y las damiselas y madaminas cuchicheaban entre sí las historias del gran mundo que le atribuían. En casa de una baronesa había entrado por una chimenea; desde un piso quinto, donde vivía una duquesa, se había descolgado a la calle, por una ventana, sin hacerse el menor daño, etc., etc., y todo por amor.

Madame Delaunay tenía muy buen sentido para no prestar oído a semejantes naderías; pero quizás hubiera hecho mejor escuchándolas, que suponiéndoselas por algunas palabras sueltas cogidas al azar. En este mundo todo es según el color del cristal con que se mira. Valentín llevaba de ventaja a madame Delaunay el conducirse como un colegial. Madame Delaunay esperaba que la pidiese perdón para reprocharle su presencia allí. Pero, como podéis suponeros, Valentín se guardó muy bien. Si, como ella le creía, hubiera sido galán afortunado y experto en amores, acaso no hubiera logrado lo que deseaba, porque entonces ella le habría encontrado muy hábil y muy seguro de sí; pero como al acercarse a ella temblaba, tal prueba de amor, unida a cierto temblor por parte de ella, turbó a su vez a la viuda y aceleró su corazón. A todo esto, no hicieron la menor referencia a lo sucedido en el comedor del notario, y los dos parecían haberlo olvidado; pero cuando, al comenzar el galop, vino Valentín a invitar a la viuda, hubieron de acordarse por fuerza.

Me ha asegurado Valentín que no vio en su vida un rostro más bello que el de madame Delaunay, cuando la hizo tal invitación. Su frente y sus mejillas cubriéronse de un intenso rubor, y toda la sangre de sus venas se agolpó en torno a sus grandes ojos negros, como para avivar su llama. Intentó levantarse, pronta a aceptar; pero no se atrevió a hacerlo del todo y un ligero escalofrío la recorrió la nuca, que no estaba descotada como la otra vez. Valentín la estrechaba la mano dulcemente, como diciéndola: “No temáis ya nada; he comprendido que me amáis”.

¿Habéis pensado alguna vez en la situación de una mujer que perdona un beso que la robaron? Desde el momento en que se propone olvidarlo, es casi como si lo concediese. Valentín se atrevió a reprochar su cólera a madame Delaunay; se dolió de su severidad y del apartamiento en que le tenía, hasta que acabó, no sin titubeos, hablándola de un jardinillo situado a espaldas de su casa, lugar retirado entre espeso follaje, donde no podían penetrar indiscretas miradas. El rumor y la frescura de una cascada transparente protegerían sus palabras, y la soledad del rincón protegería su amor. Ningún ruido, ningún testigo, ningún peligro. Hablar de un lugar semejante en la mundanal inquietud, al compás de la música y entre el torbellino de una fiesta, a una mujer joven y hermosa que os escucha sin aceptar ni rechazar, pero sonriendo y dejándoos que habléis… ¡ah, señora!, hablar así, de un lugar semejante, es acaso más dulce que hallarse en él.

Mientras Valentín se entregaba sin reservas, la viuda escuchaba sin reflexionar. De vez en cuando le oponía una pequeña objeción a sus deseos; de vez en cuando fingía no escucharle; mas si se le escapaba una palabra, le pedía, enrojeciendo, que la repitiese. Su mano, presa entre las de él, quería estar fría e inmóvil, pero abrasaba y se estremecía. La casualidad, que protege a los amantes, quiso que al pasar por el comedor volvieran a encontrarse a solas como la vez pasada. Valentín no pensó siquiera turbar el ensueño de su pareja, y, en lugar del deseo, madame Delaunay vió en él el amor.

¿Qué más deciros? Aquel respeto, aquella audacia, la estancia solitaria, el baile, la ocasión, todo se reunía para seducirla. Entornó los ojos, suspiró… y no prometió nada.

He aquí señora, por qué razón madame Delauny rompió a llorar cuando se encontró el pañuelo de la marquesa.

 

VII

 

No porque Valentín hubiera olvidado su pañuelo ha de creerse que no tuviese otro en el bolsillo.

Mientras lloraba madame Delaunay, nuestro amigo, que lo ignoraba, hallábase muy lejos de llorar. En un saloncillo, recargado de tallas y dorados como una bombonera, hundido en un gran sillón de damasco violeta, después de haber comido bien, escuchaba la “Invitación al vals”, de Weber, y, saboreando un excelente café, contemplaba de vez en cuando el blanco cuello de madame De Parnes. Ésta, en toda su hermosura, y excitada, como dice Hoffmann, por una taza de té bien azucarada, tenía puesta su atención en sus divinas manos.

Hay que decir, en justicia, que tocaba con gran perfección, e ignoro quién merecía más elogios, si el sentimental compositor alemán, la inteligente pianista o el admirable clavecino de Erard, que transmitía en sonoras vibraciones la doble inspiración que le animaba.

Con la última nota levantóse Valentín, y, sacando un pañuelo del bolsillo, dijo:

—Tomad el pañuelo que me prestasteis, y muchas gracias.

La marquesa hizo exactamente lo mismo que hiciera madame Delaunay: examinar la marca, advirtiendo al tacto que aquel pañuelo era muy áspero para ella.

Aunque el pañuelo apenas estaba bordado, era lo bastante para denunciar su dueña a la marquesa, que también era muy entendida. Dio algunas vueltas al pañuelo, se lo acercó tímidamente a la nariz, volvió a mirarlo y se lo arrojó a Valentín, diciéndole:

—Os habéis engañado; lo que me dais aquí pertenece a alguna doncella de vuestra madre.

Valentín, que sin darse cuenta había cambiado el pañuelo de madame De Parnes con el de madame Delaunay, reconoció el de ésta y se sintió ofendido por las palabras de la marquesa.

—¿Por qué pertenece a una doncella? —preguntó.

Pero la marquesa se había vuelto al piano. Poco la importaba una rival que se sonaba en tela tan ordinaria. Reanudó el “presto” de su vals e hizo como si nada hubiera oído.

Aquella indiferencia molestó a Valentín. Dio unos pasos y cogió su chambergo.

—¿Pero adónde vais? —preguntó madame De Parnes.

—A casa de mi madre, a devolver a su doncella el pañuelo que me ha prestado.

—¿Os dejaréis ver mañana? Tendremos música, y espero me hagáis el placer de venir a comer.

—No. Mañana tengo mucho que hacer.

Valentín seguía acercándose a la puerta, sin decidirse a salir. La marquesa se levantó y fue hacia él.

—¡Qué raro sois! —le dijo—. ¡Os gustaría verme celosa!

—¿A mí? De ningún modo. Detesto los celos.

—Entonces, ¿a qué enfadaron porque este pañuelo me parezca digno de una criada? ¿Tenéis vos la culpa? ¿La tengo yo?

—No me he enfadado por eso, y me parece muy natural.

Y al decir esto volvió la espalda. Madame de Parnes se adelantó sigilosamente, se apoderó del pañuelo de madame Delaunay y, acercándose a una ventana que estaba abierta, le arrojó a la calle.

—¿Qué hacéis? —exclamó Valentín.

Y se abalanzó para detenerla, pero ya era tarde.

—Quiero saber —dijo riéndose la marquesa— hasta qué punto le estimáis y si sois capaz de bajar a recogerle.

Dudó Valentín un momento y enrojeció de despecho. Hubiera querido vengarse de la marquesa con alguna réplica mordaz; pero, como siempre sucede, le ofuscaba la cólera. Madame de Parnes se echó a reir graciosamente. Valentín se caló el chapeo y salió diciendo:

—Voy a buscarle.

En efecto, durante algún tiempo estuvo buscándole. Pero un pañuelo que se pierde es recogido en seguida, y en vano Valentín recorrió dos veces la acera de punta a punta. La marquesa, desde su ventana, seguía riéndose, viéndole lo que hacía. Cansado, al fin, y un poco avergonzado, se alejó sin levantar la cabeza, fingiendo no apercibirse de que le observaban. Pero al llegar a la esquina se volvió y vió a madame De Parnes, que ya no se reía y le seguía con los ojos.

Anduvo sin saber dónde ir, y maquinalmente tomó el camino de la calle del Plato de Estaño. Hacía una hermosa noche y el cielo estaba raso. La viuda, también en la ventana, había pasado el día tristemente.

—Necesito que me tranquilicéis —le dijo en cuanto entró—. ¿De quién es un pañuelo que os habéis dejado aquí?

Gentes hay que, sabiendo engañar, no saben mentir. Ante aquella pregunta, Valentín se turbó evidentemente, y sin esperar su respuesta, madame Delaunay le dijo:

—Escuchadme. Ahora ya sabéis que os amo. Vos conocéis mucha gente, y yo, en cambio, no me trato con nadie. Tan imposible es para mí saber lo que hacéis, como fácil para vos conocer al detalle mis menores acciones, si éstas llegasen a preocuparas. Podéis engañarme cómoda e impunemente, puesto que no puedo vigilaros ni dejar de amaras. Pero acordáos, os ruego, de lo que voy a deciros: tarde o temprano, todo se sabe, y creedme que cuando esto sucede es muy triste.

Valentínn quiso interrumpirla; mas ella le cogió la mano y prosiguió:

—No os he dicho bastante; no es muy triste, sino lo más triste de este mundo. Así como nada más dulce que recordar la felicidad, nada tan horrible como apercibirse de que la dicha pasada fue un engaño. ¿Habéis pensado alguna vez en lo que debe ser llegar a odiar a los que se ha querido? ¿Concebís nada más cruel? Reflexionad en ello, os lo aconsejo. Los que gustan de engañar a los demás, y se envanecen de ello, creen tener cierta superioridad sobre sus víctimas, superioridad bien fugaz, que ¿a qué conduce? Nada tan fácil como el mal. Un hombre, a vuestros años, puede engañar a su amante solamente por pasar el rato; pero, con el tiempo, la verdad se descubre, ¿y qué queda? Una pobre criatura engañada se cree amada y es dichosa; de vos ha hecho su único bien ¡Pensad lo que la espera si hacéis que llegue a aborreceros!

La inocencia de aquellas palabras habían conmovido a Valentín hasta el fondo de su alma.

—Os amo —la dijo—; no lo dudéis. No quiero a nadie más que a vos.

—Necesito creeros —respondió la viuda—, y si decís verdad, jamás volveremos a hablar de lo que hoy he sufrido. Pero dejadme aún añadir algo que me es absolutamente preciso deciros. Yo vi a mi padre, cuando tenía sesenta años, descubrir de pronto que un amigo de su infancia le había engañado en un negocio; encontró una carta en la que él mismo contaba su perfidia, y se envanecía de la triste habilidad que le había proporcionado algunos billetes de Banco, con perjuicio nuestro. Yo vi a mi padre leyendo esta canta con la cabeza baja, estupefacto y abismado de dolor. Parecía tan avergonzado como si él mismo hubiera sido el culpable. Se enjugó una lágrima, arrojó la carta al fuego y exclamó: “¡Cuán poca cosa son la vanidad y el interés! ¡Y qué horrible es perder un amigo!” Si vos hubierais estado allí, Valentín, habríais hecho juramento de no engañar a nadie nunca.

Madame Delaunay, al decir esto, dejó correr algunas lágrimas. Valentín, sentado junto a ella, por toda respuesta la atrajo hacia sí; ella reclinó a cabeza en su hombro, y sacando del bolsillo del delantal el pañuelo de la marquesa, dijo:

—Es muy bonito y está muy bien bordado. ¿Me dejáis que me quede con él? Su dueña no se apercibirá de que lo ha perdido. Cuando se tiene un pañuelo así, quedan muchos más. Yo solo tengo una docena, y no son una maravilla. Me devolveréis el mío, que os habéis llevado, y que no os dará ninguna honra. Pero yo me quedaré con éste.

—¿Para qué —respondió Valentín—, si no habéis de usarle?

—Sí, amigo mío; para consolarme de habérmele encontrado en ese sillón; quiero enjugar con él mis lágrimas hasta que deje de llorar.

—¡Este beso las enjugará! —exclamó Valentín.

Y tomando el pañuelo de madame De Parnes, le arrojó por la ventana.

 

VIII

 

Indudablemente, es muy difícil que el hombre se conozca a sí mismo. Seis semanas habían transcurrido, y Valentín seguía sin saber a cuál de sus dos amantes amaba más. A pesar de sus momentos de sinceridad y los impulsos de su corazón, que le llevaban al lado de madame Delaunay, no podía resolverse a olvidar el camino de la Calzada de Antín. A pesar de la hermosura de madame De Parnes, de su talento, de su gracia y de todos cuantos placeres hallaba en casa de ella, no podía renunciar al cuartito de la calle del Plato de Estaño.

El jardinillo de Valentín veía, una tras otra, a la viuda y a la marquesa, paseando del brazo del joven; y el murmullo de la cascada apagaba con su monotonía los juramentos repetidos y traicionados siempre con el mismo ardor. ¿Preciso será creer que la inconstancia gusta de los mismos placeres que la fidelidad? Muchas veces, aún se oía alejarse el coche sin lacayos en que madame de Parnes había venido de incógnito, cuando madame Delaunay aparecía en la esquina, cubierta de un velo, encaminándose con temeroso paso a casa de Valentín, que, escondido tras de su reja, sonreía a tales encuentros, y sin el menor remordimiento se entregaba al peligroso atractivo de la aventura.

Es cosa infalible que acaben amando el peligro los que se familiarizan con él. Expuesto siempre a ver su doble intriga descubierta por un azar cualquiera, sometido a la difícil situación del que constantemente ha de mentir sin traicionarse nunca, nuestro temerario amigo sentíase orgulloso de aquella extraña posición, y, después de haber acostumbrado a ello su corazón, acostumbró también su vanidad. Los temores que antes le acobardaban, los escrúpulos que le detenían, llegaron a serle queridos. Regaló a sus dos amigas dos sortijas semejantes. Consiguió de madame Delaunay que en vez de su collar de oropel llevase una cadenilla de oro elegida por él, y le pareció divertido hacer que la marquesa se pusiera el collar de oropel, lo que logró un día en que aquella iba de baile. Esta fue, sin duda, la mayor prueba de cariño que le dio la marquesa.

Madame Delaunay, ciega de amor, no podía creer en la inconstancia de Valentín. Pero había días en las que de pronto se la aparecía la verdad clara e irrecusable. Entonces clamaba en reproches, se deshacía en lágrimas y quería morirse; pero una palabra de su amante la engañaba de nuevo, un apretón de manos la consolaba, y, tranquila y feliz, tornaba a su casa. Madame De Parnes, ciega de orgullo, no quería descubrir ni saber nada, y se decía:

“Será alguna antigua amante que no se atreverá a dejar”.

Y no se dignaba rebajarse pidiéndole un sacrificio. Tenía el amor por un pasatiempo, y los celos por una ridiculez. Además contaba con su belleza como con un talismán al que nada podía resistirse.

Si recordáis, señora, el carácter de nuestro héroe, tal como intenté pintárosle en la primera página de esta historia, comprenderéis y acaso disculparéis su conducta, a pesar de cuanto tiene de justamente vituperable. El doble amor que sentía, o creía sentir, era, por así decirlo, la imagen de su vida entera. Buscando siempre los extremos y gustando a la vez los placeres del rico y del pobre, hallaba en aquellas dos mujeres el contraste que quería, y en un mismo día era realmente pobre y rico a la vez.

Si a la caída de la tarde, entre siete y ocho, hubierais ido a la Avenida de los Campos Elíseos, habríais visto dos hermosos caballos tordos arrastrando suavemente, a trote corto, un cupé enguatado de seda, en cuyo fondo, bajo una gran pamela, una hermosa dama sonreía a un guapo mozo, recostado indolentemente junto a ella: eran Valentín y madame De Parnes, que se daban su paseo después de comer. Si por la mañana, a la salida del sol, hubierais llegado casualmente hasta el precioso bosque de Romainville, acaso, bajo el verde emparrado de un ventorrillo, habríais visto a dos enamorados hablando en voz baja o leyendo juntos a La Fontaine: eran Valentín y madame Delaunay, que habían paseado sobre el rociado césped.

¿Estuvisteis la otra noche en el gran baile de la Embajada austriaca? ¿Visteis en medio de un lucido corro de damas y damiselas una de arrogante hermosura, más cortejada y desdeñosa que las otras? ¿Visteis su turbante de oro, cuyas plumas se balanceaban como rosas que el céfiro moviera? La por todos admirada, la embellecida por su triunfo, la que, a pesar de todo, parece entregada a un ensueño, es la marquesa de Parnes. No lejos de ella, apoyado en una columna, Valentín la mira. Nadie conoce su secreto, nadie puede interpretar su mirada ni adivinar el gozo del amante. El reflejo de las arañas, el ruido de la música, los murmullos de los invitados, el perfume de las flores, todo le penetra, todo le transporta, y la radiante imagen de su amada le embriaga y le deslumbra. Hasta él mismo duda de su dicha y de que tan raro tesoro le pertenezca. En torno suyo oye decir: “¡Qué mujer! ¡Qué sonrisa! ¡Qué elegancial…” Y en voz baja se repite estas palabras. Ha llegado la hora de la comida. Un joven oficial enrojece de orgullo al ofrecer el brazo a la marquesa. La rodean, la siguen, todos quieren acercarse a ella y solicitan una palabra de sus labios, y ha sido entonces cuando al pasar junto a Valentín le ha dicho al oído: “Hasta mañana”. ¡Qué inefable dicha en aquellas palabras!

Sin embargo, al día siguiente, al anochecer, Valentín sube a tientas una escalera sin luz. Con gran trabajo consigue llegar al piso tercero, y llama suavemente a una puertecilla. La puerta está abierta, y Valentín entra. Madame Delaunay, sola ante una mesa, trabaja esperándole. Valentín se sienta junto a ella; ella le mira, le coge una mano y le expresa su gratitud porque aún la quiere. Solo una lámpara alumbra débilmente la pequeña estancia; pero bajo ella sonríe un rostro amigo, tranquilo y cariñoso. No hay para él testigos solícitos, ni alabanzas de admiración. Mas Valentín, no solo no echa de menos el gran mundo, sino que se ha olvidado de él. La madre entra, se sienta en su sillón, y hasta que den las diez han de escuchar sus relatos de otros tiempos, acariciar el gato y despabilar la lámpara que se extingue. Alguna veces no hay más remedio que leerla un nuevo folletín, y Valentín, al bajar el libro para cortar las hojas, con su pie busca el de su amante. Otras veces hay que jugar con la anciana un piqué de a ochavo la ficha, cuidando no hacer un juego demasiado bueno.

Al salir de allí, Valentín regresa a pie. La noche anterior bebió Champagne en la cena, tarareando el soniquete del último minueto. Esta noche escribe versos a su amiga, y por toda cena se bebe un tazón de leche. La marquesa, en tanto, está furiosa porque Valentín ha faltado a su palabra, y uno de sus soberbios lacayos de peluca empolvada le lleva una carta que trasciende a almizcle y está llena de tiernos reproches. Valentín ha roto el sobre. Madame de Parnes dice que viene. La ventana está abierta. Hace una hermosa noche. He aquí de nuevo a nuestro banal amigo convertido en gran señor.

De este modo, siendo en cada instante otro diferente, sabía, sin ser jamás sincero, decir la verdad, y el amante de la marquesa no era nunca el de la viuda.

—¿Y por qué elegir? —me decía un día en que, paseándonos juntos, trataba de justificarse—. ¿Por qué ha de ser necesario amar de un modo exclusivo? ¿Puede censurarse que a mi edad me haya enamorado de madame De Parnes? ¿No la admiran? ¿No la envidian? ¿No alaban su talento y sus encantos? El más sensato se apasiona por ella. Y por otra parte, ¿qué pueden reprocharme porque me haya prendado de la bondad, la ternura y el candor de madame Delaunay? ¿No es digna de constituir la alegría y la felicidad de un hombre? Aunque menos bella, ¿no sería, por sus cualidades, una amiga inapreciable? Y siendo como es, ¿habrá en el mundo una amante más encantadora? Entonces, ¿de qué soy culpable, queriendo a las dos, si cada una por si merece que la quiera? ¿Y por qué no he de hacer feliz a una más que causando la infelicidad de la otra? ¿Por qué la dulce sonrisa que a mi presencia brota en los labios de la linda viuda ha de brotar a costa de una lágrima derramada por la marquesa? ¿Tienen ellas la culpa de que el destino me haya puesto en su camino, de que yo las haya acercado y de que ellas me hayan permitido amarlas? ¿Y por qué ha de merecer la una más que la otra mi preferencia o mi abandono? ¿Qué queréis que responda cuando madame Delaunay me dice que su vida entera me pertenece? ¿He de rechazarla, desengañándola y dejándola descorazonada y triste? Cuando madame De Parnes se sienta al piano para entregarse a la noble inspiración de su alma, cuando siento elevarse mi espíritu exaltado por el suyo, haciéndome disfrutar con su afinidad los más exquisitos goces de la inteligencia, ¿he de decirla que se engaña y que es culpable un tan dulce placer? ¿He de cambiar en odio o en despreció el recuerdo de estos ratos deliciosos? No, amigo mío; mentiría si dijese a una de las dos que no la quiero a que no la he querido; antes preferiría perderlas a la vez que elegir entre ellas.

Ya veis, señora, cómo el insensato hacía lo que todos. No pudiendo corregirse de su locura, pretendía darla una sensata apariencia. Pero ciertos días, a pesar suyo, su corazón se negaba a seguir representando aquel doble papel. Procuraba turbar lo menos posible la tranquilidad de madame De Parnes, cuyo orgullo, a pesar de todo, le obligaba a soportar más de un capricho.

—Esta mujer no tiene más que inteligencia y vanidad —me decía de ella alguna vez.

También solía sucederle que, al dejar a madame de Parnes, la ingenuidad de la viuda le hacía sonreír, pareciéndole que ésta, a su vez, tenía muy poco talento y muy poco orgullo. Se lamentaba de su falta de libertad, y tan pronto le daba por renunciar a visitarlas, yéndose a comer solo en el campo, con un libro bajo el brazo, como maldecía cualquier casual circunstancia que hacía imposible concederle la entrevista que las pedía. En el fondo, madame Delaunay era su preferida; pero ni él mismo lo sabía, y esta rara incertidumbre quizá habría durado largo tiempo si una circunstancia, insignificante al parecer, no le hubiera iluminado de pronto sobre sus sentimientos verdaderos.

Corría el estío, y las noches en el jardín eran deliciosas. Un día, al sentarse la marquesa en un banco rústico cercano a la cascada, se la ocurrió hallarle demasiado duro.

—Yo os regalaré un cojín —dijo a Valentín.

A la mañana siguiente recibió una elegante causeuse, acompañada de un precioso almohadón bordado, de parte de madame De Parnes.

Quizá recordéis que madame Delaunay era bordadora. Un mes hacía que Valentín la veia trabajar constantemente en una labor como aquella, cuyo dibujo le causara admiración, no porque tuviese nada de notable, pues era, según creo, una guirnalda de flores como las de todos los bordados del mundo, sino por el encanto de sus colores. Además. ¿qué hará una mano adorada que no nos parezca una obra maestra? Cien veces, por la noche, a la luz de la lámpara, había seguido Valentín con sus ojos los hábiles dedos de la viuda corriendo sobré el cañamazo. Cien veces, en medio de una conversación animada, había detenido sus ojos, contemplando a la amada con un religioso silencio, mientras ella contaba los puntos; y cien veces había interrumpido su labor, y, estrechando la mano fatigada, habíala infundido fuerzas con un beso.

Valentín ordenó que dejasen la causeuse salita que daba al jardín. Bajó luego a ver el regalo, y al fijarse en el almohadón creyó reconocerle. Le cogió, le dio la vuelta, le dejó en su sitio y se preguntó dónde le habría visto antes.

“Estoy trascordado —se dijo—; todos los cojines se parecen, y éste no tiene nada de extraordinario”.

Pero de pronto, una manchita que había en el fondo blanco atrajo su atención. Ya no cabía engaño. El mismo Valentín había echado aquella mancha, dejando caer una gota de tinta en la labor de madame Delaunay, una noche que estaba escribiendo junto a ella.

Como podéis pensar, aquel descubrimiento le sumió en una gran extrañeza.

“¿Es posible —se preguntaba— que pueda enviarme la marquesa un almohadón bordado por madame Delaunay?”

Le examinó de nuevo.

“No hay duda; son las mismas flores y los colores mismos”.

Reconoció su brillo y su manera de estar bordado. Lo palpó como para asegurarse de que no era víctima de una ilusión, y se quedó perplejo sin saber cómo explicarse lo que veía.

No necesito decir que hizo mil conjeturas a cual más inverosímiles. Ya suponía si la casualidad habría hecho que se encontrasen la viuda y la marquesa, y que, puestas de acuerdo, le enviasen aquel cojín para mostrarle que habían desenmascarado su perfidia; ya se decía si Madame de Delaunay habría sorprendido su conversación con la marquesa, y para avergonzarle cumpliría ella la promesa que la otra hiciera. De todos modos ya se veía abandonado por alguna de sus dos amantes, cuando menos. Después de haberse pasado una hora haciendo suposiciones, resolvió salir de aquella incertidumbre, y se dirigió a casa de madame Delaunay, que le recibió como de costumbre, y cuyo semblante no expresaba más que cierta extrañeza al verle allí tan de mañana.

Tranquilizado al pronto por aquella acogida, Valentín habló algún tiempo de cosas indiferentes; pero, dominado luego por la inquietud, preguntó a la viuda si había concluído su labor.

—Sí —respondió ella.

—¿Y dónde está? —prosiguió él.

Ante aquella pregunta, madame Delaunay enrojeció turbada.

—En la tienda —respondió vivamente.

Inmediatamente se repuso y añadió:

—Lo he llevado a que lo armen. Ya me lo traerán.

Si mucho se había sorprendido Valentín al reconocer el almohadón, se sorprendió mucho más cuando vio que la viuda se turbaba al hablarla de aquél. Sin atreverse a hacer nuevas preguntas, temiendo descubrirse, salió en seguida y se fue a casa de la marquesa. Pero esta visita aún le aclaró menos sus dudas. Al hablar de la causeuse, Madame De Parnes, por toda respuesta, sonrió e hizo un ligero movimiento de cabeza, como diciéndole: “Encantada de que os haya gustado”. Nuestro inconstante amigo entró, pues, en su casa menos inquieto, es cierto, que cuando salió, pero creyendo que había soñado. ¿Qué misterio o qué capricho del destino ocultaba aquel envío singular?

“Una borda un cojín, y otra me lo regala; una se pasa un mes trabajando en su labor, y al acabarla pasa la otra a ser su propietaria; no se han visto jamás, y las dos están de acuerdo para jugarme una mala pasada de la que se creen bien seguras”.

Indudablemente, la cosa era para dar qué pensar, y así Valentín buscaba de mil modos la clave del enigma que le atormentaba.

Examinando el almohadón, encontró las señas de la tienda en que lo habían comprado. Pegada en una punta había una etiqueta que decía: “A El Padre de Familia, calle del Delfín”.

En cuanto Valentín hubo leído estas palabras se creyó seguro de dar con la verdad. Corrió al almacén de El Padre de Familia, y preguntó si aquella misma mañana habían vendido a cierta dama un almohadón bordado. Dibujó el adorno, y en seguida lo reconocieron. A las preguntas que siguió haciendo para saber quién le había bordado y de dónde provenía, le respondieron con gran reserva; no recordaban la bordadora; en el almacén había muchos objetos parecidos; en fin, no quisieron decirle nada.

A pesar de las vaguedades con que le respondió el comerciante, Valentín comprendió muy pronto que en todo ello había un misterio que no sospechaba, y que muchos ignoran. Y es que hay en París un gran número de señoritas pobres que, aun cuando en sociedad aparenten cierto rango y hasta cierta distinción a veces, tienen que trabajar en secreto para poder vivir. Los comerciantes, de este modo, tienen hábiles obreras a poco coste. Más de una familia en cuya casa, no obstante, se dan tes y reuniones, viven estrechamente del trabajo de las hijas, que constantemente están con la aguja en la mano; pero, como no son lo bastante ricas para poder llevar las prendas que cosen, han de vender sus labores en tul para comprarse un humilde percal. Aquella que desciende de nobles antepasados y tiene un nombre y una cuna ilustres, se dedica a marcar pañuelos; esa que se muestra en el baile tan jovial, tan ligera y coqueta, mantiene a su madre haciendo flores de tela, y esta otra, de mejor posición, procura el modo de ganarse algo para los caprichos de su toaleta. Y los sombreros de fantasía y los saquitos bordados puestos en los escaparates y comprados al pasar, son la labor secreta, y a veces santa, de una mano desconocida. Pocos hombres se prestarían a esto, y antes preferirían su orgullosa pobreza. Pocas mujeres se niegan a ello cuando lo necesitan, y ninguna se avergüenza de hacerlo. Sucede también que una de estas laboriosas damitas se encuentra con una amiga de la infancia sumida en la pobreza; como no puede socorrerla por sí, la revela su modo de vivir, la alienta, la cita casos semejantes, la recomienda en su almacén y la procura una pequeña clientela. Tres meses después, la amiga vive contenta y, a su vez, presta el mismo servicio a una tercera. Estas cosas pasan todos los días sin que lo sepa nadie, afortunadamente, pues los que se avergüenzan del trabajo hallarían pronto el modo de deshonrar lo que hay de más honroso en este mundo.

—¿Cuánto tiempo —preguntó Valentín— hace falta, aproximadamente, para hacer un almohadón como el que os digo, y cuánto cobra por él la bordadora?

—Señor —respondió el comerciante—, para hacer un almohadón así hacen falta cerca de dos meses, seis semanas lo menos. La bordadora pone la lana, ya se sabe, y, como es consiguiente, tanto como valga la lana, es dinero menos para ella. La lana inglesa, siendo buena, cuesta a diez francos la libra; el cañamazo y los madroños cuestan quince francos. Para ese almohadón hace falta libra y media o algo más de lana, y habrán pagado por él de cuarenta a cincuenta francos.

 

IX

 

Cuando Valentín volvió a su casa, al hallarse ante el almohadón, lo que acababa de saber le produjo un efecto inesperado. Pensando que madame Delaunay había empleado seis semanas en bordarle para ganar dos luises, y que madame De Parnes lo había comprado caprichosamente durante un paseo, sintió una emoción conmovedora. La diferencia entre el destino de las dos mujeres se mostraba ante sus ojos en aquel momento tan palpablemente, que no pudo por menos de entristecerse.

La idea de que la marquesa, que estaba al llegar, se sentase apoyándose en el almohadón y profanase con su brazo desnudo las huellas del llanto de la viuda, se le hizo insoportable. Cogió el almohadón y lo guardó en un armario.

“Que piense lo que quiera —se dijo—; este almohadón me da lástima, y no puedo verle aquí”.

Bien pronto llegó madame De Parnes, extrañándose de no ver allí su regalo.

En vez de inventar una excusa, Valentín respondió que no quería tenerle allí y que jamás le usaría. Pronunció estas palabras bruscamente y sin reflexionar lo que hacía.

—¿Y por qué? —preguntó la marquesa.

—Porque no me gusta.

—¿Cómo no os gusta? Esta misma mañana me habéis dicho lo contrario.

—Es posible, pero ahora no. ¿Cuánto os ha costado?

—¡Qué pregunta! —dijo Madame De Parnes—; ¿qué es lo que estáis pensando?

Ha de saberse que hacía unos días Valentín se enteró por la madre de madame Delaunay de que ésta se hallaba muy apurada. Su casero era un avaro, que amenazaba al primer retraso, y la había dado un último plazo para pagarle su alquiler.

Valentín, sin poder hacerla una oferta que ella no le habría dejado acabar, no le quedó otro partido que ocultar su inquietud. Por lo que había dicho el dependiente de El Padre de Familia, era probable que el producto del almohadón no hubiese bastado para sacar a la viuda de su apuro. La marquesa no tenía culpa de ello; pero el espíritu humano es a veces tan absurdo, que Valentín llegó casi a creer que madame De Parnes había fijado el módico precio de su compra, y sin fijarse en la inconveniencia de su pregunta, dijo amargamente:

—Os ha costado cuarenta o cincuenta francos, y ¿sabéis cuánto tiempo han empleado en él?

—Lo sé y tanto más —respondió la marquesa—, puesto que le he hecho yo misma.

—¿Vos?

—Yo, y para vos. He tardado quince días. Ya veis si me lo debéis agradecer.

—¿Quince días? ¡Se necesitan dos meses, y dos meses de trabajo asiduo, para una labor semejante! Si vos la emprendierais, lo menos tardaríais seis meses en acabarla.

—Me parece que estáis muy enterado de estas cosas. ¿A quien se debe vuestra experiencia?

—A una bordadora que conozco, y que, en verdad, no se equivoca.

—Pues bien, esa bordadora no os lo ha dicho todo! No sabéis que en estas labores lo más importante son las flores, y que venden cañamazos ya preparados con el fondo relleno; así queda por hacer lo más difícil; pero ya está hecho lo más pesado y aburrido. Comprando de este modo mi cojín no me ha costado cuarenta francos ni mucho menos, pues el fondo no vale nada por ser labor mecánica para la que no hacen falta más que la lana y las manos.

Lo de labor mecánica desagradó a Valentín.

—Por eso no me gusta —replicó—; pero ni el fondo ni las flores son obra vuestra.

—¿Pues de quién? ¿Acaso de la bordadora que conocéis?

—Acaso.

La marquesa pareció dudar un momento entre la cólera y la risa. Optó por la última, y exclamó riéndose:

—Decidme, pues, os lo ruego; decidme, pues, el nombre de la misteriosa amiga que os tiene tan bien informado.

—Julia —respondió Valentín.

Su expresión y el tono de su voz recordaron de pronto a madame De Parnes que aquel día en que la habló de una viuda a la que amaba, pronunció el mismo nombre. Y, como entonces, el acento de verdad con que la respondiera desconcertó a la marquesa. Vagamente recordaba la historia de aquella viuda, tomada entonces como pretexto para hablar; pero, así repetido, aquel nombre la pareció el de una seria rival.

—Si lo que me decís es una confidencia —repuso—, no es galante ni correcta.

Valentín no respondió. Comprendía que su primer impulso le había llevado demasiado lejos, y empezaba a reflexionar. A su vez, la marquesa guardó silencio durante algún tiempo. Esperaba una explicación; pero Valentín pensaba el modo de eludirla. Al fin, cuando él, decidiéndose a hablar iba quizá a retractarse, la marquesa, agotada su paciencia, se levantó bruscamente.

—Esto ¿es una querella o es una ruptura? —le preguntó en tan violento tono, que Valentín no pudo conservar su sangre fría.

—Lo que queráis —respondió.

—Muy bien —dijo la marquesa, y salió.

Pero a los cinco minutos llamaron a la puerta.

Abrió Valentín, y hallóse a la marquesa, pálida y demudada bajo su mantilla, y apoyada en la pared con los brazos cruzados. Tenía una intensa palidez y parecía pronta a caer desvanecida. La tomó en sus brazos, la sentó y procuró tranquilizarla. Pidióla perdón por su mal humor, rogóla que olvidase aquella enojosa escena, y se acusó de un acceso de irritabilidad sin causa alguna.

—No sé qué me pasaba —la dijo—. Una mala noticia que he tenido me ha irritado. Sin motivo ninguno os he buscado disputa. No penséis nunca en lo que os he dicho, sino como en un momento de locura por mi parte.

—No hablemos más —dijo la marquesa, vuelta en sí—, y traedme el almohadón.

Valentín obedeció de mala gana. Madame De Parnes tiró el cojín al suelo y puso los pies encima. Aquello, como podéis suponer, no fue agradable a Valentín. Frunció el entrecejo, a su pesar, y se dijo que después de todo se había prestado por debilidad a una comedia de mujer.

No sé si tenía razón, y tampoco sé por qué pueril obstinación quiso la marquesa obtener aquel pequeño triunfo a toda costa. No es la primera vez que una mujer, y una mujer espiritual, se ha negado a someterse en ocasión semejante; pero puede suceder que la salgan mal sus cálculos, y que el hombre, después de obedecer, se arrepienta de su complacencia, porque cuando el orgullo se interpone, lo pueril se convierte en grave, y surge la discordia por menos de un almohadón bordado.

Mientras Madame De Parnes, recobrando su gracia, no trataba de disimular su alegría, Valentín no quitaba sus ojos del cojín, que, a decir verdad, no se había hecho para servir de taburete. Contra su costumbre, la marquesa había venido a pie, y el almohadón, rechazado en seguida hasta el centro de la estancia, mostraba las huellas polvorientas del brodequín que las marcara. Valentín levantó el almohadón, la sacudó y le puso en un sillón.

—¿Volvemos a pelearnos? —dijo sonriendo la marquesa—. Creí que ya me dejábais hacer, y que la paz estaba firmada.

—¿Por qué manchar este almohadón, que es blanco?

—Por usarle, y cuando se ensucie, Mademoiselle Julia nos hará otros como él.

—Escuchad, señora marquesa —dijo Valentín—. Comprenderéis muy bien que no soy tan tonto que conceda importancia a un capricho ni a una bagatela semejante. Si en verdad, existe algún motivo que vos ignoráis, para que me disguste lo que acabáis de hacer, lo más prudente es que no pretendáis profundizar. Yo no quiero saber si vuestro repentino desvanecimiento ha sido real o fingido; pero ya que habéis conseguido lo que deseabais, no intentéis seguir adelante.

—Comprenderéis —respondió Madame De Parnes— que tampoco yo soy tan tonta que conceda a esta bagatela más importancia que vos; y si he insistido, también comprenderéis que ha sido porque deseaba saber hasta qué punto es esto una bagatela.

—Sea; mas para responderos necesito saber si os impulsa el orgullo o el amor.

—Lo uno y lo otro. Aún no sabéis quién soy yo. La ligereza de mi conducta con vos os ha hecho formar de mí una opinión que no quiero quitaros, porque sé que a nadie se la diréis. Pensad de mí como queráis, y sedme infiel si ello os place, pero guardáos de ofenderme.

—Acaso sea el orgullo lo que ahora os hace hablar así, pero confesad que no es el amor.

—No lo sé. Es cierto que solo por desdén no soy celosa. Como solamente reconozco en Monsieur de Parnes el derecho a vigilarme, tampoco pretendo vigilar a nadie. Mas ¿cómo os habéis atrevido a repetirme por dos veces un nombre que debisteis callar?

—¿Por qué callarle cuando me lo preguntasteis? Ese nombre no tiene por qué avergonzar a la persona a quien pertenece ni a la que lo pronuncia.

—¡Pues bien! Acabemos. Decidle de una vez.

Valentín dudó un momento.

—No —respondió—, no le diré, por respeto a quien lo lleva.

Al oír esto, la marquesa se levantó, se arregló la mantilla y dijo con un tono glacial:

—El coche debe estar esperándome. Acompañadme hasta él..

 

X

 

La marquesa de Parnes, más que orgullosa era altanera. Acostumbrada desde niña a ver satisfechos todos sus caprichos, abandonada por su marido, mimada por su tía y adulada por cuantos la rodeaban, su único consejero, en medio de una libertad tan peligrosa, era esta altivez nativa que triunfaba hasta de sus pasiones. Al llegar a su casa rompió a llorar amargamente. Prohibió que entrase nadie, y se puso a reflexionar lo que debía hacer, resuelta a no sufrir más.

Cuando al día siguiente fue Valentín a ver a madame Delaunay, le pareció notar que le seguían. Así era, en efecto, y bien pronto supo la marquesa quién era la viuda; cómo se llamaba, dónde vivía y las frecuentes visitas que la hacía Valentín. No la bastó saberlo, y quiso verlo por sí misma, para lo que se sirvió de un medio que, aunque puede parecer un poco inverosímil, la dio el resultado que buscaba..

A las siete de la mañana llamó a su doncella y la hizo traer un traje de percal, un delantal, un pañuelo de algodón y un gorro blanco, cuyos anchos volantes ocultasen su rostro lo más posible. Así disfrazada, con un cestillo al brazo, dirigióse al Mercado de los Inocentes. Era la hora en que madame Delaunay solía ir a él, y la marquesa no tuvo que esperar mucho tiempo. Sabiendo que la viuda se parecía a ella, bien pronto apercibió, comprando cerezas ante un puesto de frutas, una joven de su misma estatura, ojos negros y maneras humildes. Se acercó a ella..

—¿Es a madame Delaunay a quien tengo el honor de hablar?.

—Sí, señorita. ¿Qué me queréis?.

La marquesa no respondió. Satisfecha su curiosidad, poco la importaba dejar perpleja a la viuda. Echó a ésta una mirada rápida y curiosa, la examinó de pies a cabeza, dio media vuelta y desapareció..

Valentín no había vuelto a casa de madame De Parnes, cuando recibió de ésta una invitación impresa para un baile, al que creyó debía ir por cortesía. Al entrar quedó sorprendido, viendo que no había más que una ventana iluminada. La marquesa estaba sola y le esperaba..

—Perdonadme —le dijo— la estratagema que he empleado para haceros venir. Creí que no me responderíais si os escribía pidiéndoos un cuarto de hora para hablar, y necesito deciros algo, a lo que os ruego me respondáis sinceramente..

Valentín, incapaz de guardar rencor a nadie, y en el que todo resentimiento nacía y moría con igual facilidad, quiso dar a la conversación un tono jovial, y comenzó a bromear sobre el supuesto baile..

Ella le cortó la palabra, diciendo:.

—He conocido a madame Delaunay. No os asustéis —añadió viendo cambiar de cara a Valentín—. La he visto sin que sepa quién era yo, y de modo que no pueda reconocerme. Es guapa, y en verdad se parece un poco a mí. Habladme francamente: ¿la amábais ya cuando me enviásteis aquella carta que habíais escrito para ella?.

Valentín dudaba..

—Hablad, hablad sin miedo —dijo la marquesa—. Será el único modo de probarme que me estimáis en algo..

Pronunció estas palabras con tanta tristeza, que Valentín se conmovió. Se sentó junto a ella y la contó fielmente cuanto había pasado en su corazón..

—Ya la quería entonces —dijo para acabar—, y todavía la quiero. Esta es la verdad..

—Todo ha terminado entre nosotros —respondió la marquesa, levantándose..

Se acercó a un espejo, se miró satisfecha de sí misma, y continuó:.

—Por vos he cometido la única culpa de mi vida en que no he pensado en nada. No me arrepiento; pero quisiera no ser yo la única para recordarlo..

Se quitó una sortija, con una gema engarzada en oro, y dándosela a Valentín le dijo:.

—Tomad, llevadla en recuerdo de mi amor. Esta piedra parece una lágrima..

Y al ofrecerle su sortija quiso Valentín besarla la mano..

—Cuidado —le dijo ella—; pensad que conozco a vuestra amante; no lo olvidemos tan pronto..

-¡Ah! —respondió Valentín—. A ella la amo todavía, pero sé que a vos os amaré siempre..

—Lo creo —replicó la marquesa—. Y acaso por eso me voy mañana a Holanda para reunirme con mi marido..

—Os seguiré —exclamó Valentín—; no lo dudéis. Si dejáis Francia, saldré al mismo tiempo que vos..

—Os libraréis muy bien. Eso sería perderme. En vano intentaríais volver a verme..

—Nada me importa. Aunque hubiera de seguiros a diez leguas de distancia, así os probaré cuando menos la sinceridad de mi amor, y a pesar vuestro tendréis que creer en él..

—Pero si creo en él, os lo aseguro —respondió Madame De Parnes, con una maliciosa sonrisa—. Adiós, pues, y no hagáis locura tal..

Tendió la mano a Valentín, y entreabrió, para retirarse, la puerta de su alcoba..

—No hagáis esa locura —añadió en ligero tono—; y si por casualidad la hacéis, escribidme unas letras a Bruselas, porque desde allí se puede variar el rumbo..

La puerta se cerró tras de aquellas palabras, y Valentín, al verse solo, salió en la mayor turbación..

No pudo dormir en toda la noche, y al amanecer del día siguiente aun no había tomado partido alguno sobre la conducta que había de seguir. Una carta bastante triste de madame Delaunay, que recibió muy temprano, le conmovió sin decidirle. Ante la idea de dejar a la viuda, se le desgarraba el corazón; pero ante la de seguir en posta a la audaz y coqueta marquesa, se estremecía de deseo. Mirando el horizonte, le parecía oír el estrépito de las ruedas y cascabeles, y todas las locas aventuras del pasado acudían a su memoria. ¿Qué os diré yo? Pensaba en Italia, en el placer, en el escándalo de pasar el Lauzun disfrazado de postillón. Y, por otra parte, su imaginación inquieta recordaba los temores que una noche le confesara ingenuamente Madame Delaunay. ¡Qué triste porvenir iba a dejarla! Y se repetía las palabras de la viuda: “¿Tendré que aborreceros algún día?” Pasó todo el día encerrado, y agotados todos los caprichosos y fantásticos proyectos de su imaginación, se decía: “¿Pero qué es lo que quiero? Si he elegido voluntariamente entre estas dos mujeres, ¿a qué esta incertidumbre? Y si quiero igualmente a las dos, ¿por qué me he puesto, voluntariamente también, en el caso de tener que renunciar a la una o a la otra? ¿Soy un loco? ¿Tengo mis razones? ¿Soy pérfido o sincero? ¿Me falta valor o me falta cariño?”.

Sentóse a la mesa, y cogiendo el dibujo que en otra ocasión hiciera, consideró atentamente aquel retrato infiel que se parecía a sus dos amantes. Todo cuanto le había pasado en aquellos dos meses acudió a su mente; el pabellón y el sotabanco, el traje de indiana y el blanco descote, las grandes cenas y los pequeños desayunos, el piano y la aguja de hacer punto, los dos pañuelos, el almohadón bordado, todo, én fin, lo recordó. Y cada instante de su vida le daba un consejo diferente..

“No —se dijo al fin—, no es entre dos mujeres donde tengo que escoger, sino entre dos caminos que he querido seguir a la vez y que no podían conducir al mismo fin: la una es la alegría y el placer, la otra es el amor. ¿Cuál debo elegir? ¿Cuál conduce a la dicha?”.

Ya os dije al comenzar mi relato que Valentín tenía una madre a la que amaba tiernamente. La madre entró en su cuarto estando él sumido en sus pensamientos..

—Hijo mío —le dijo—, esta mañana te he visto triste. ¿Qué tienes? ¿Puedo servirte de algo? ¿Necesitas algún dinero? Si no me es posible hacer nada por ti, al menos debo saber tus penas y consolarte..

—Gracias, madre —respondió Valentín—. Pensaba emprender un viaje y me preguntaba qué nos hace más felices, si el amor o el placer, y había olvidado la amistad. No saldré de mi patria, y no quiero abrir mi corazón más que a la única mujer que merezca compartirle contigo.

*FIN*


“Les Deux Maîtresses”,
Revue des Deux Mondes, 1837


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