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Las dos caras

[Cuento - Texto completo.]

Henry James

I

 

El criado, que, a pesar de su expresión sellada y lacrada, parecía tener sus motivos, tras anunciar el nombre aguardó inmóvil, en una actitud insólita, alguna instrucción. La señora Grantham, sin embargo, repitió sus palabras «¿Lord Gwyther?» con una breve sorpresa que, por un instante, justificó ante él incluso las chiribitas que le hicieron los ojos cuando miró al invitado y que podrían haber tenido exactamente el mismo sentido que la vacilación del mayordomo. El invitado, un hombre más bien bajo, más bien rubio y más bien joven, de rostro afeitado y vista aguda, con una celeridad que habría sorprendido a un observador —cosa que, sin duda, era el mayordomo—, se levantó de un brinco y se acercó a la chimenea, aunque la anfitriona, entre tanto, consiguió no moverse.

—¿Y bien? —dijo ella, como dando paso al visitante; a lo que añadió rápidamente un brusco—: ¿No está aquí?

—¿Debo hacerlo pasar, señora?

—¡Por supuesto! —el matiz de duda hizo que, por fin, se levantara con impaciencia, y Bates, antes de salir de la sala, quizá captara la fina ironía del comentario que su señora dirigió al caballero en comunión con el cual se encontraba hasta que el mayordomo los había interrumpido—. ¿Y por qué no iba a…? ¡Qué manera es ésta de…! —exclamó ella mientras Sutton sentía junto a la mejilla el paso de los ojos de la señora Grantham en dirección al espejo que él tenía a su espalda.

—Bates no estaba seguro de que quisiera usted ver a nadie.

—Yo no veo a «nadie». Veo a individuos concretos.

—Eso es; y, algunas veces, no los ve.

—¿Lo dice por usted? —preguntó mientras se colocaba en su sitio un mechón en forma de zarcillo—. Ahí está, precisamente, la impertinencia de Bates; y ya hablaré con él de este asunto.

—No lo haga —dijo Shirley Shutton—. No se fije nunca en nada.

—Buen consejo el que me da usted —dijo ella riendo—. ¡Usted, que se fija en todo!

—Ah, pero no digo nada.

Ella lo miró un momento.

—Es usted todavía más impertinente que Bates. Le ruego que no se mueva —prosiguió ella.

—¿De verdad? ¿Debo quedarme sentado mirando? —añadió él, cuando, pasado un minuto, ella seguía sin decir nada: únicamente, con la mirada atenta, había cambiado de sitio, en parte para dirigir otro vistazo al espejo y en parte para ver si podía mejorar de asiento. Lo que sentía era más de lo que, por inteligente y encantadora que fuera, podía ocultar—. Si se pregunta qué aspecto tiene usted, se lo diré: tremendamente cómoda y tranquila.

Ella volvió a mirarlo fijamente. Era hermosa y reflexiva.

—Y si se pregunta usted qué aspecto tiene…

—¡Oh, yo no! —rio él desde delante del fuego—. Siempre lo sé perfectamente.

—¡Pues —replicó ella— parece como si no lo supiera!

Una vez más, él la contempló un instante.

—Está usted preciosa y así sin duda la verá él. Extraordinariamente preciosa, dentro de los reducidos límites de su gama. Pero eso es suficiente. No dé muestras de ingenio.

—Si no lo hago yo, ¿quién lo va a hacer?

—¡Ya estamos! —suspiró él divertido.

—¿Lo conoce? —preguntó ella mientras, a través de la puerta que Bates había dejado abierta, oyeron pasos en el rellano.

Sutton tuvo que pensar un instante y dijo: «No» justo en el momento en que anunciaban de nuevo a lord Gwyther, lo que dio un matiz inesperado al saludo que un momento más tarde le dedicó este personaje: un hombre joven, robusto, terso y lozano, pero en absoluto tímido, que, tras saludar rápida y alegremente a la señora Grantham, le tendió la mano con un franco y agradable:

—¿Qué tal?

—El señor Shirley Sutton —explicó la señora Grantham.

—Oh, sí —dijo el segundo visitante, como si lo conociera; cosa que, dado que no era posible, tuvo para el primero el interés de confirmar cierta sensación de que lord Gwyther estaría… no, en absoluto incómodo, por lo general, si bien en aquel momento se encontraba excepcional y especialmente agitado. Y dado que, en realidad, lo que nos interesa de manera particular y casi exclusiva son las impresiones de Sutton, podría mencionarse a continuación que no le resultó menos clara la elegancia con que el joven se comportó y gracias a la cual —aunque con la debida ayuda—, poco a poco acabó por desenvolverse con naturalidad. Durante aquellos veinte minutos se le ocurrieron a Sutton todo tipo de cosas, aunque ninguna fue, en definitiva, que debiera marcharse. Una de ellas era que su anfitriona lo estaba haciendo a la perfección —sencilla, fácil, amablemente— aunque con una expresión un poquito rara en sus maravillosos ojos; otra era que, si el otro invitado lo había reconocido sin el menor motivo se debía a cierta tensión nerviosa que lo empujaba a actos incoherentes; y la última era que, aun en el caso de que hubiera sido oportuno que se marchara, la rara promesa de aquella escena lo habría disuadido. Sobre todo, después de que lord Gwyther no solo anunciara que estaba casado, sino que dijera, además, que deseaba presentarle su esposa a la señora Grantham por el beneficio que, sin duda, de ello se derivaría. La escena inmediatamente posterior a estas palabras fue causa, por así decirlo, de la intensa inmovilidad de Sutton. Ya tenía noticias del matrimonio, al igual que la señora Grantham, de la misma manera que también sabía otras cosas; y eso, sin duda, le daba mejor medida de lo que sucedía ante él y más nítida conciencia de la rápida mirada que, en un momento concreto —aunque no se dirigiera más a él que a su compañero—, la señora Grantham le permitió que captara.

Ella sonreía pero la mirada era grave.

—Me parece, sabe usted, que tendría que habérmelo dicho antes.

—¿Antes? ¿Cuando me comprometí? Bueno, sucedió muy lejos y, en realidad, se lo contamos a muy poca gente de aquí.

Oh, tal vez hubiera razones; pero no habían sido muy correctas.

—¿Se casaron en Stuttgart? No está tan lejos que no alcance mi interés.

—Es usted tremendamente amable; por supuesto, ya sabía que lo sería. Pero no fue en Stuttgart; fue cerca de ahí, pero en el campo. Deberíamos habernos casado en Inglaterra, pero, como es natural, su madre quería estar presente y su salud no le permitía venir. Así pues, lo despachamos en un rincón perdido de Alemania.

En lugar de contener las protestas de la señora Grantham, la explicación despertó en ella una leve inquietud.

—Entonces, ella será alemana, ¿no?

Sutton sabía que la señora Grantham sabía perfectamente lo que «era» lady Gwyther, pero, en esta ocasión, mientras su amigo daba explicaciones, él se interesaba ya en otra cosa.

—¡Oh, no, por Dios! Mi suegro jamás ha renunciado al orgulloso derecho de nacimiento de un ciudadano británico. Pero, ya ve, su esposa tiene una finca en Würtemberg, heredada de su madre, la condesa Kremnitz, gracias a la que, dada la terrible situación de su patrimonio en Inglaterra, han encontrado durante años magníficos recursos para vivir. Así que, aunque Valda, por fortuna, nació aquí, ha pasado allí casi toda su vida.

—Oh, ya veo —después, tras una ligera pausa—: ¿Y es Valda su bonito nombre? —preguntó la señora Grantham.

—Bueno —dijo el joven, que, en su inocencia, estaba claro que solo deseaba que lo interrogaran—, siguiendo las costumbres de la familia de su madre, tiene unos trece nombres; pero ése es el único por el que la llamamos normalmente.

La señora Grantham apenas dudó un instante.

—Entonces, ¿podré llamarla así yo normalmente?

—Sería encantador por su parte; y nada le daría a ella mayor placer… igual que, se lo aseguro, nada me lo daría a mí —lord Gwyther resplandecía al pensarlo.

—En ese caso, en lugar de venir solo a verme, creo que debería haberla traído.

—Para eso exactamente —replicó él al instante— he venido a pedirle permiso.

Explicó que, por el momento, lady Gwyther no estaba en la ciudad, puesto que, nada más llegar, había tenido que ir a Torquay a pasar varios días con una de sus tías y también con su abuela, para las cuales era objeto de gran interés. No había visto a nadie y nadie —aunque eso no importaba— la había visto; no sabía nada de Londres y le asustaba muchísimo enfrentarse a la ciudad y a lo que, por poco que fuera, pudiera esperarse de ella.

—Desearía contar con alguien —dijo lord Gwyther—, alguien que lo conozca todo, ¿entiende? Que sea muy amable e inteligente, como usted sería, si se me permite decirlo, si la llevara de la mano.

Al llegar a este punto y con estas palabras las miradas de los dos interlocutores de lord Gwyther se cruzaron de modo magnífico e inevitable. Pero nada en el modo en que éste siguió hablando demostró que lo hubiera advertido.

—Desea, si puedo decírselo, una amiga de verdad en este gran laberinto; y mientras me preguntaba qué podía hacer yo para allanarle el camino y quién sería la mejor mujer en Londres…

—¿Naturalmente, pensó en mí? —la señora Grantham había estado escuchando sin otro gesto que la breve mirada que acabamos de mencionar; en este momento, sin embargo, volvió hacia Shirley Sutton su expresivo rostro, lo que de inmediato llevó a éste, mirando el reloj, a ponerse en pie de nuevo.

—¡Es la mejor mujer de Londres! —dijo Sutton con una carcajada, dirigiéndose al otro visitante, pero tendió la mano a la anfitriona en un gesto de despedida.

—¿Se va usted?

—Tengo que irme —dijo sin escrúpulo alguno.

—Entonces, ¿nos veremos para cenar?

—Eso espero.

Tras lo cual, para despedirse, devolvió con gran interés a lord Gwyther el amistoso apretón que había recibido poco antes.

 

II

 

En efecto, se vieron a la hora de la cena y, si bien resultó que no estuvieron juntos, después lo compensaron en el mejor ángulo de un salón que ofrecía tanto luces como sombras, y que era muy apreciado, en el círculo en que se movían, por los acogedores «rincones» que había creado la hábil dueña de la casa. El rostro de la señora Grantham, en el que se mostraba el efecto de la visita de lord Gwyther, había acompañado a Sutton de manera tan constante durante las horas precedentes que, cuando ella lo regañó, nada más verlo, por cómo la había tratado por la tarde, él estuvo a punto de atribuir a su rostro el motivo de su marcha. Algo nuevo había aparecido de repente en su belleza; no podía todavía decir en qué consistía ni tampoco, en conjunto, si le sentaba bien o mal. En cualquier caso, no diría nada hasta que pudiera tomar una decisión al respecto; por lo que, con el necesario aplomo, esgrimió una excusa mejor. De modo que si, en resumidas cuentas, a pesar de la petición de la señora Grantham, la había dejado sola con lord Gwyther, había sido sencillamente porque la situación se había convertido de repente en algo tan estimulante que casi había temido contagiarse, caer en la tentación, totalmente inadecuada, de agregar algo.

En aquel momento, podían hablar a sus anchas de estas cosas. Otras parejas, cómodamente arrellanadas y dispersas, disfrutaban del mismo privilegio, y, por así decirlo, Sutton gozaba cada vez más de la ventaja de sentir que su interés por la señora Grantham se había convertido —tal era el lujo de un código social tan elevado— en una amistad reconocida y protegida. Sutton conocía lo bastante bien su mundo londinense para saber que estaba en camino de que lo consideraran el principal consuelo por la mala pasada que, varios meses antes, le había jugado en público lord Gwyther a la señora Grantham. No eran muchos los que, de acuerdo con el elevado código social en cuestión, creyeran que lord Gwyther tuviera derecho a aparecer de aquella manera, de un día para otro, comprometido. Pero Sutton, por su parte, pensaba que Londres, con sus atajos y su psicología barata, daba mucho por sentado. En su opinión, él nunca había sido —ni estaba en la naturaleza de las cosas que lo fuera— «sucesor» de ningún hombre. Lo que otros predecesores habían tenido en común era, aparentemente, que habían sido capaces de decidirse. Él, con peor suerte, se encontraba a merced del rostro de ella: ahora, más que nunca, a su merced, lo que, además, no implicaba que lo hubiera convertido en un esclavo, sino, en un sentido desconcertante, en un escéptico. Su rostro poseía la absoluta perfección de lo hermoso; pero, de un modo u otro, las cosas acababan reflejándose en él.

—He tenido la sensación —dijo— de que habían llegado a un punto en el que tenían derecho a sentirse cómodos sin la presencia de oyentes. He pensado que, cuando me ha hecho prometer que me quedaría, no había usted imaginado…

—¿Que vendría a verme con ese extraordinario recado? No, claro que no lo imaginaba. ¿Quién iba a imaginarlo? Pero ¿no ha visto lo poco que me preocupaba?

Sutton, indeciso, hizo una pausa. Y después, con una sonrisa, añadió:

—Creo que él ha visto lo poco que le preocupaba a usted.

—¿Y usted no?

Sutton se contuvo de nuevo, pero no tanto que no contestara:

—Ha estado magnífico, ¿verdad?

—Creo que sí —contestó ella al cabo de un momento. A lo que añadió—: ¿Y por qué ha fingido que lo conocía a usted?

—No ha fingido. En aquel momento le ha parecido que éramos amigos —Sutton había llegado más tarde a esa conclusión y le parecía verosímil—. Ha sido una efusión de alegría y esperanza, tanto se ha alegrado de verme allí y de encontrarla a usted feliz.

—¿Feliz?

—Feliz. ¿No lo es?

—¿Gracias a usted?

—Bien, ésa ha sido la impresión que ha tenido él al entrar.

—Entonces, ¿ha sido una impresión repentina e inesperada?

Su interlocutor pensó un poco.

—Preparada en cierto modo, pero confirmada al vernos allí juntos, tan comunicativos y contentos junto al fuego de la chimenea.

—Entonces, si él sabía que yo era feliz (cosa que, por otra parte, no es asunto suyo ni tampoco de usted), ¿se puede saber por qué ha venido?

—Bueno, como muestra de buena educación y empujado por su idea —dijo Sutton.

Ella lo escuchó sin que ningún gesto adusto o rencoroso pareciera impedir la discusión.

—Cuando usted habla de su idea, ¿se refiere a la propuesta de que actúe como abuela de su esposa? Y, si así es, ¿la propuesta es el motivo de que lo llame usted «magnífico»?

Sutton se echó a reír.

—Y, si se puede saber, el motivo de usted, ¿cuál es? —dado que se trataba de una pregunta y ella tardaba en contestarla (y, durante un momento, solo pareció interesarle un grupo que se había formado en el otro extremo de la sala), prosiguió—: ¿Y cuál es el de él? A mi parecer, ésa sería la cuestión fundamental. Por su motivo me refiero a la decisión de lanzar a su mujercita, atada de pies y manos, en sus brazos. Inteligente como es usted y con estas tres o cuatro horas que ha tenido para reflexionar, todavía no entiendo que eso no consiga desconcertarla.

Ella seguía mirando a los vecinos de enfrente.

—Mujercita, la ha llamado. ¿Tan pequeña es?

—Diminuta, diminuta: tiene que serlo; diferente en todos los sentidos, necesariamente, de usted. Siempre son el polo opuesto, ya sabe —dijo Shirley Sutton.

Ella lo miró.

—¡Me parece usted de un descaro…!

—No, no. Solo quiero que lo averigüemos juntos.

Ella miró otra vez a lo lejos y, al cabo de un poco, prosiguió:

—Estoy segura de que es encantadora y solo espero que nadie deduzca que se ha cansado ya de ella.

—¡En absoluto! Está enamoradísimo y seguirá estándolo.

—Tanto mejor. Y si se trata —dijo la señora Grantham— de hacer lo que se pueda por ella, tal como le dije después de que usted se marchara, solo tiene que darme la oportunidad.

—¡Estupendo! Entonces, ¿va a confiarla a su cuidado?

—Utiliza usted expresiones raras, pero ya hemos acordado que la traerá.

—¿Y va a ayudarla de veras?

—¿De veras? —preguntó la señora Grantham, otra vez con los ojos en él—. ¿Por qué no? ¿Por qué me toma?

—Ah, ¿no es eso lo que todavía, para mi inquietud, me pregunto cada día de mi vida?

Mientras Sutton decía esto, ella había hecho un gesto para ponerse de pie y, como si estuviera cansada del tono de su amigo, sus últimas palabras parecieron decidirla. Pero él la retuvo, mientras estaban ya los dos de pie, tiempo suficiente para que oyera lo que aún tenía que decir.

—Si de verdad la ayuda, le demostrará a él que lo ha entendido, ¿sabe?

—¿Que he entendido qué?

—Vaya, pues su idea: el profundo y agudo razonamiento que lo ha llevado a coger, por así decirlo, el toro por los cuernos; la reflexión de que, dado que, en cualquier caso, si usted pudiera meterse con ella probablemente querría hacerlo, opta por una jugada hábil y osada al dar por sentada su generosidad y ponerla públicamente en un compromiso.

La señora Grantham no solo dio muestras de haberle escuchado sino, por un instante, de haber meditado.

—¿En qué consistiría eso que usted califica elegantemente de «meterse con ella»?

—Él se arriesga, pero lo convierte para usted en una cuestión de honor.

Ella pensó un poco más.

—Qué profundidades sobre el más sencillo de los asuntos. Y si su idea es —prosiguió— que si la ayudo le demostraré a él que lo he entendido, eso implica que si no lo hago…

—¿Le demostrará a él que no lo ha entendido? —prosiguió Sutton—. Exactamente. Pero, a pesar de que no desea usted que parezca que ha entendido demasiado…

—¿Todavía se puede confiar en que haré lo que pueda? Sin duda. Ya verá en qué cosas se puede confiar todavía que haga.

Y se alejó.

 

III

 

Sin duda, en aquel momento no hubo nada en su forma de despedirse, algo brusca, que prolongara ni sostuviera esa interrupción; sin embargo, aconteció que, con el concurso de las circunstancias, no se volvieron a ver antes de la gran fiesta de Burbeck. La ocasión estaba destinada a reunir a una treintena de personas desde un viernes al siguiente lunes, y Sutton se presentó el viernes. Sabía de antemano que la señora Grantham estaría allí y eso, tal vez, durante el período de impedimento, lo había ayudado un poco a ser paciente. Tenía ante sí la certeza de una copa llena, rebosante, durante dos días, de su presencia. No obstante, al llegar se encontró con que ella todavía no había llegado al terreno de juego y se enteró de que acudiría con un pequeño grupo que se uniría al general al día siguiente. Ese conocimiento lo obtuvo de la señorita Banker, que era siempre la primera en presentarse en cualquier reunión que fuera a disfrutar de su presencia, y gracias a la cual, además —en parte, por esa misma razón—, tanto los indecisos como los especulativos podían considerarse bien aconsejados a la hora de iniciarse lo antes posible en las etapas previas de cualquier asunto. Era recia, rubicunda, rica, madura, universal: un volumen macizo y manoseado, alfabético, maravilloso, con un buen índice y que se abría en la página que uno buscaba. Para Sutton, se abrió instintivamente en la G, lo que resultó muy conveniente.

—En realidad, está esperando para traer a lady Gwyther.

—Ah, ¿vienen los Gwyther?

—Sí; gracias a la señora Grantham, han dado con ellos a tiempo. Ella será lo más destacado, todo el mundo quiere verla.

La indecisión y la especulación se unieron y combinaron en aquel momento en Shirley Sutton.

—¿Se refiere… a la señora Grantham?

—¡Oh, no, claro que no! A la pobre lady Gwyther, que, recién llegada a Inglaterra, aparece ahora literalmente por primera vez en su vida en sociedad y de la que ella, precisamente ella (¿no conoce la extraordinaria historia? Debería conocerla, ¡sobre todo usted!), se está ocupando tan maravillosamente. Será como… estos días, aquí, como si ella la presentara.

Sutton, por supuesto, entendió más de lo que le decía.

—Nunca sé lo que debería saber; solo sé, de manera inveterada, lo que no debiera. Así pues, ¿cuál es esa historia extraordinaria?

—¿De verdad que nadie se la ha contado…?

—¡De verdad! —contestó él sin pestañear.

—Lo cierto es que sucedió hace poco —dijo la señorita Banker—, pero todo el mundo está ya dándole vueltas. Gwyther ha puesto a su esposa en manos de la señora Grantham, pero no le creeré a usted si simula no saber por qué no habría debido hacerlo.

Sutton se preguntó entonces qué cosa podría simular.

—¿Lo dice porque sus manos son peligrosas?

La señorita Banker vaciló.

—Si no lo sabe, tal vez no debería decírselo yo.

A él le gustaba la señorita Banker y encontró el tono idóneo para suplicarle.

—Por favor, dígamelo.

—Bueno —suspiró—, ¡será culpa suya! Han sido tan amigos que solo puede darse un nombre a la crueldad del original procédé de lord Gwyther. Cuando era joven lo llamábamos dejar plantado. En francés lo llaman lâcher. Pero me refiero no tanto al hecho mismo como a los modos, aunque podrá decir usted, naturalmente, que en estos casos solo hay una manera de hacer las cosas. Cuanto menos se diga, mejor.

Sutton pareció pensar un poco.

—Oh, ¿él dijo demasiado?

—No dijo nada, eso fue todo.

Sutton siguió adelante.

—Pero ¿qué fue eso?

—¡Vaya! Eso fue lo que a ella, como cualquier mujer, debió de parecerle una muestra de perfidia. Él se limitó a ir y hacerlo: es decir; se casó con esa niña sin los preliminares de un escándalo o una ruptura… antes de que ella pudiera reaccionar.

—Entiendo. Pero, por lo que cuenta usted, parece como si ahora ella hubiera reaccionado.

—Bien —la señorita Banker rio—: nosotros mismos veremos hasta qué punto. Eso es lo que todos intentarán ver.

—Oh, en ese caso, ¡tendremos mucho trabajo!

Y Sutton tuvo la sensación de que él, sin duda, tenía trabajo, impresión que no disminuyó tras una conversación posterior con la señorita Banker en el curso de un breve paseo por el campo, al día siguiente. Sutton habló como quien ha examinado diversos aspectos.

—Si no me equivoco, ¿dijo usted ayer que lady Gwyther es una «niña»?

—Nadie lo sabe. Es asombroso cómo ha conseguido…

—¿Cómo lady Gwyther ha conseguido…?

—No, cómo May Grantham la ha tenido oculta hasta este momento.

Sutton apeló rápidamente al reloj.

—Cuando dice «este momento», ¿quiere decir que los esperamos ahora?

—No llegarán hasta la hora del té. Todos los demás llegan juntos a tiempo de tomarlo —era evidente que, desde el día anterior, la señorita Banker había llenado sus lagunas y, por así decirlo, ofrecía ahora una versión revisada y ampliada—: Es como si hubiera impedido que la viera hasta el gato y solo para poder sacarla ella a la luz.

—Bien —meditó Sutton—, eso habría sido una respuesta muy noble…

—¿A la conducta de Gwyther? Desde luego. Me da escalofríos.

—¿Escalofríos?

—Porque, para la chica, del modo en que empiece, bien o mal, dependen los signos y presagios de su primera aparición. Ésta es una gran casa y una gran ocasión, y estamos reunidos aquí, me da la impresión, igual que las multitudes romanas en el circo, dispuestas a contemplar cómo echan a los tigres a la siguiente doncella cristiana.

—¡Oh, si es una doncella cristiana…! —murmuró Sutton. Pero se detuvo ante lo que evocaba su imaginación.

Quizá alimentara un poco esa facultad el hecho de que la señorita Banker tuviera el efecto de dar a entender que la señora Grantham podría ser, en cualquier caso, algo parecido a una matrona romana.

—La ha tenido encerrada para que solo pudiéramos recibirla de su mano. La habrá formado para nosotros.

—¿En tan pocos días?

—Bueno, la habrá preparado, la habrá engalanado para el sacrificio con cintas y flores.

—¡Ah, si eso significa que solo la ha llevado a su modista…!

Y de golpe se le ocurrió a Sutton, como una idea nueva y casi, al mismo tiempo, como freno a su ansiedad, que quizá era eso lo único que deseaba el pobre Gwyther de su común amiga, tal vez receloso del gusto formado en Stuttgart.

Por lo general, en Burbeck sucedían varias cosas a la vez; así que, en estas ocasiones, allí donde se sirviera el té, éste discurría con una inigualable falta de pompa, si el tiempo lo permitía, en una zona sombreada de una de las terrazas, ante uno de los paisajes. Shirley Sutton, que, a medida que declinaba la tarde, se movía de un lado para otro más inquieto, mezclándose en grupos dispersos solo para no encontrar nada que lo tranquilizara, dio con el té al doblar una esquina de la casa: lo vio desplegado con todo lujo. Podría decirse que en Burbeck, como a tantas otras cosas, se le sacaba el máximo partido. Constituía, de inmediato, con múltiples mesas y platos resplandecientes, alfombras, cojines, helados y frutas, hermosa porcelana y bellas mujeres, una escena de esplendor, casi un acontecimiento de gran ópera. Casi cabía esperar que una de las hermosas mujeres se pusiera de pie con una copa dorada y entonara una célebre canción.

Y, en efecto, una de ellas se levantó cuando Sutton se acercaba y éste se encontró poco después en presencia, ni más ni menos, que de la señora Grantham. Se reunieron en la terraza, algo alejados de los demás, y el movimiento en el que la detuvo podría haber sido el de retirada. No obstante, enseguida vio que si la señora Grantham estaba a punto de entrar en la casa solo era por algún recado —para buscar algo o llamar a alguien— que la habría devuelto de inmediato al público. Por algún motivo, tuvo entonces la sensación —y más que nunca, aunque la impresión no le resultaba del todo nueva— de que la señora Grantham se sentía como si fuera una figura en la vanguardia del escenario y, sin duda, habría bastado un vistazo para que cualquiera la identificara como prima donna assoluta. En efecto, durante los pocos minutos que estuvo hablando con ella, le provocó una extraordinaria serie de oleadas que recorrieron sus sentidos a una velocidad extraordinaria, y no fue lo menos característico del fenómeno el hecho de que la aparición con que terminó fuera la misma con que había empezado. «La cara… la cara…», iba repitiendo en silencio; eso fue, tanto al final como al principio, lo único que vio con claridad. La señora Grantham poseía una esplendorosa perfección, pero ¿qué había hecho esa perfección a su belleza? Era su belleza, sin duda, lo que destacaba, pero cuando sus ojos se encontraron, se dio cuenta de que él, misteriosamente, estaba contemplando otra cosa.

Se diría que había cambiado como consecuencia de algún acontecimiento, y con esa súbita impresión, algo lo obligó a buscar con la mirada a lady Gwyther. Pero mientras él examinaba el grupo que se había congregado —las identidades añadidas a última hora a las de las veinticuatro horas previas—, vio que lady Gwyther no estaba entre las personas que iba reconociendo, una de las cuales era el marido de la ausente. Nada en todo aquel asunto era más singular que su conciencia de que, mientras volvía a su interlocutora tras los saludos con la cabeza, con la mano y las sonrisas que había prodigado, ella sabía lo que él había estado pensando. Lo sabía por su forma de buscar en vano; pero ¿por qué aquella certeza había endurecido y tensado sus rasgos, precisamente en un momento en que mostraba una magnificencia sin precedentes? La aprensión indefinible que, de un modo u otro, le había sobrevenido tras su conversación con la señorita Banker y, después, había surgido perversamente de nuevo, aquella ansiedad sin nombre, le produjo en aquel momento, con una punzada más aguda y repentina, el efecto de una gran expectación. A su vez, le mostró que todavía no había comprendido cuánto se jugaba con aquello. Se le reveló por primera vez que le «importaba de veras» saber si la señora Grantham era una persona bondadosa. Era ridículo que pendiera de semejante hilo, pero, sin duda, algo había en el aire que se lo diría de manera definitiva.

Lo que estaba en el aire descendió a la tierra al momento siguiente. Sutton se dio media vuelta en cuanto captó la expresión con que los ojos de ella acompañaban a algo que se acercaba. Una persona menuda, muy joven y muy arreglada, había salido de la casa, y la expresión de los ojos de la señora Grantham era la de un artista ante su obra, interesado, incluso hasta la impaciencia, en el juicio de los demás. La personita se acercó y aunque la acompañante de Sutton, sin mirarlo ya, se dirigió a ella por su nombre y la saludó, él estaba ya seguro. Vio muchas cosas —demasiadas: parecían ser plumas, volantes, excrecencias de seda y encaje— apretujadas y en conflicto y, tras un momento, también vio, luchando por salir de ahí, una carita que le pareció asustada o enferma. Después, volviendo de nuevo los ojos a la señora Grantham, vio otra cara.

No volvió a hablar con la señorita Banker hasta el final de la velada, tras una tarde en la que había tenido la sensación de guardar un silencio demasiado perceptible; pero algo se habían dicho sin palabras, separados por la mesa de la cena y el salón, y, cuando al final las encontraron, fue en la necesaria calma de un tranquilo extremo de la larga e iluminada galería, cuando ella volvió a abrirse en el párrafo preciso.

—Tenía usted razón, eso era. Ella hizo lo único que podía hacer, con tan poco tiempo. La llevó a su modista.

Sutton, dando la espalda a la galería, había enterrado los ojos durante un minuto entre las manos, como si quisiera ocultar una visión.

—Y oh, ¡la cara, su cara!

—¿La de quién?

—La de cualquiera que uno mire.

—Pero la de May Grantham es maravillosa. Se ha vestido muy bien…

—Con un espléndido buen gusto y un buen sentido del efecto que quería lograr, ¿no? Sí —Sutton demostró que veía más lejos.

—Desde luego, tiene sentido del efecto. ¡El sentido del efecto tal como se veía en el traje de lady Gwyther…! —a la señorita Banker le faltaban palabras para expresarlo—. Todo el mundo está abrumado. Aquí, ya sabe, este tipo de cosas son graves. La pobre criatura está perdida.

—¿Perdida?

—Puesto que, como decimos, tanto depende de la primera impresión. La primera impresión ya está hecha… ¡oh, y tan hecha! La desafío ahora a que la deshaga jamás. Su marido, que es orgulloso, no la apreciará especialmente por todo esto —prosiguió la señorita Banker—. Y no creo yo que su belleza fuera tanta para destrozarla así… apenas posee una frescura febril, asustada. ¿Qué vio en ella?… Se ha hecho con un arte atroz…

—¿También toma a la modista por alguien diabólico?

—¡Oh, las londinenses y sus modistas! —dijo la señora Banker riendo.

—Pero la cara… ¡la cara! —repitió Sutton tristemente.

—¿La de May?

—La de la niña. Es exquisita.

—¿Exquisita?

—De un patetismo inimaginable.

—¡Oh! —exclamó la señora Banker.

—Por fin ha empezado a ver —una vez más, Sutton mostró hasta qué punto él también veía—. Brilla sobre su inocencia. Va entendiendo poco a poco lo que han hecho con ella. Esta noche está incluso peor que cuando ha llegado, ¡cómo iba para la cena! Sí —dijo con seguridad—, se ha dado cuenta y lo sabe, ¿cómo no iba a darse cuenta, con la ayuda de todos ustedes?

—¡Tendría que haberse dado cuenta antes! —suspiró la señorita Banker inteligentemente.

—No, en ese caso no habría sido tan hermosa.

—¿Hermosa? —exclamó la señorita Banker—: ¡Si va emperifollada como un mono de feria!

—Sí, su cara; llega directamente al corazón. Eso es lo que la hace hermosa —dijo Shirley Sutton—. Y eso es —reflexionó— lo que hace a la otra…

—¿Intencionada?

—¡Horrible!

—Se lo toma muy a mal —dijo la señorita Banker.

Lord Gwyther, justo antes de estas palabras de la señorita Banker, había aparecido y ahora estaba cerca de ellos. Sutton, como si quisiera evitarlo, antes de contestar a la observación de su interlocutora, se dirigió a una puerta cercana que se abría oportunamente.

—Tan mal —contestó desde allí— que me marcharé mañana por la mañana.

—¿Y se perderá lo que aún falta? —preguntó ella a su espalda.

Pero Sutton se había ido ya, y lord Gwyther, aproximándose, retomó amablemente su pregunta.

—¿Lo que aún falta de qué?

La señorita Banker lo miró a los ojos.

—Del vestuario de la señora Grantham.

*FIN*


“The Two Faces”,
Harper’s Bazaar, 1900


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