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Las estrellas errantes

[Cuento - Texto completo.]

G.K. Chesterton

El más hermoso crimen que he cometido —dijo Flambeau un día, en la época de su edificante vejez— fue también, por singular coincidencia, mi último crimen. Era una Nochebuena. Como buen artista, yo siempre procuraba que los crímenes fueran apropiados a la estación del año o al escenario en que me encontraba, escogiendo esta terraza o aquel jardín para una catástrofe, como se pudieran escoger para un grupo estatuario. A los grandes señores, por ejemplo, había que estafarlos en vastos salones revestidos de roble; mientras que a los judíos convenía dejarlos sin blanca cuando menos se lo esperaran, entre las luces y biombos del café «Riche». En Inglaterra, si quería yo despojar de sus riquezas a un deán (cosa no tan fácil como pudiera suponerse), trataba de colocarlo, para entender yo mismo el caso, en los verdes prados, junto a las torres de alguna catedral de provincia. Y cuando en Francia me proponía sacar dinero de algún pícaro labriego ricachón (cosa casi imposible), me agradaba la idea de ver destacarse su indignada cabeza contra el fondo gris de los álamos trasquilados, en esas solemnes llanuras de las Galias donde ronda el potente espíritu de Millet.

Digo, pues, que mi último crimen fue un Minen de Navidad; un crimen alegre, cómodo, adecuado a la clase media de Inglaterra; un crimen género Charles Dickens. Lo llevé a cabo en una antigua y cómoda casa que hay junto a Putney, una casa también de clase media, frente a la cual se ve la curva de un paseo de coches, una casa con establo al lado, una casa con un nombre inscrito sobre las dos puertas de la reja exterior, una casa a cuya entrada se ve una araucaria. En fin: basta, ya conocen ustedes el género. Yo creo realmente que logré imitar con talento y literatura el estilo de Dickens. Casi es una lástima que esa misma noche se me ocurriera arrepentirme.

Y Flambeau se puso a contar la historia del crimen, visto «por dentro», y aun visto por dentro resultaba cosa extraordinaria. Que, por fuera, resultaba de todo punto incomprensible. Aunque es por fuera como debemos examinarlo los extraños. Desde este punto de vista, puede decirse que el drama comenzó en el instante en que las puertas de aquella casa, que daban al jardín donde estaba la araucaria, se abrieron para dejar salir a una joven que iba a echar migas a los pájaros, en la tarde del día de aguinaldos. Era una muchacha de linda cara, con fieros ojos negros; pero del resto nada se podía averiguar, porque iba tan envuelta en pieles oscuras, que no era fácil distinguir sus pieles de sus cabellos. A no ser por la linda cara, se la hubiera tomado por un osito saltarín.

La tarde de invierno parecía enrojecerse al aproximarse a la noche, y ya sobre los macizos flotaba una luz de carmín en que parecían vivir los espíritus de las rosas marchitas. A un lado de la casa, el establo; y a otro, una avenida de laureles, que conducía al vasto jardín del fondo. La muchacha, tras de arrojar las migas a los pájaros (por cuarta o quinta vez en solo aquel día, porque el perro se adelantaba siempre a los pájaros), entró por la avenida de laureles y se dirigió a un sembrado de siemprevivas. Al llegar allí lanzó una exclamación de sorpresa, real o convencional; a horcajadas en el alto muro que circundaba el jardín había una fantástica figura.

—¡No, no salte usted, Mr. Crook! —dijo muy alarmada—. Está muy alto.

El hombre que colgaba en el muro como sobre un caballo gigantesco, era alto, anguloso, de cabellos negros y erizados como cepillo, de aire inteligente y hasta distinguido, aunque algo desmedrado y cetrino, lo cual se notaba más porque llevaba una corbata de rojo chillón, única prenda de que parecía cuidarse un poco. Tal vez aquella corbata era un símbolo. Sin preocuparse de los temores de la muchacha, saltó como un saltamontes y cayó junto a ella, a riesgo de romperse una pierna.

—Yo creo que nací para ladrón —dijo sonriendo—. Y lo hubiera sido, a no haber nacido en la dichosa casa de al lado. Por lo demás, no creo que eso tenga nada de malo.

—¿Cómo puede usted decir eso? —le amonestó ella.

—Si usted —continuó el joven— hubiera nacido en el mal lado de esta pared, comprendería que está justificado saltar sobre ella.

—Nunca entiendo lo que dice usted ni lo que hace.

—Ni yo tampoco muchas veces —replicó Mr. Crook—. Pero, por lo pronto, ya estoy del buen lado de la pared.

—Pues, ¿cuál es el buen lado de la pared? —preguntó la joven sonriendo.

—Dondequiera que usted se encuentre —dijo el llamado Crook.

Cuando, juntos, se encaminaban al jardín delantero por la avenida de laureles, se oyó sonar tres veces una bocina, cada vez más cerca, y un auto elegante, verde pálido, pasó a toda velocidad frente a ellos, como un gran pájaro, y se detuvo ante la puerta, jadeante.

—Vamos —dijo el joven de la corbata roja—. Ahí llega alguno de los que han nacido del buen lado del muro. Miss Adams: no sabía yo que el san Nicolás de su familia estaba tan a la moderna.

—Es mi padrino, sir Leopold Fischer. Todos los años viene la víspera de Nochebuena.

Y tras una pausa, que inconscientemente revelaba una falta de convicción, Ruby Adams añadió:

—Es muy amable.

John Crook, que era periodista, había oído hablar de aquel magnate de la ciudad, y no era culpa suya si el magnate no había oído hablar de él, porque en alguno de sus artículos de The Ciarion y The New Age había tratado duramente a sir Leopold. Pero no dijo nada, y se limitó a ver el largo proceso de descarga del automóvil. Un chofer atlético, vestido de verde, saltó del pescante, y de atrás saltó un lacayo pequeñín, vestido de gris; entre ambos depositaron a sir Leopold en la escalinata y comenzaron a desenvolverlo cuidadosamente. Poco a poco, fueron quitándole de encima todo un bazar de mantas, toda una selva virgen de pieles y bufandas de todos los colores del arco iris, al fin dejaron al descubierto un bulto vagamente humano la figura de un anciano de aspecto amable, de aire extranjero, con una barbilla gris y una sonrisa plácida, que se frotaba la manos, metidas en unos guantes gordísimos.

Antes de que la figura humana acabara de revelarse, los dos batientes de la puerta del pórtico se abrieron de par en par, y el coronel Adams padre de la joven de las pieles salió a dar la bienvenida a su ilustre huésped. Era Adams un hombre alto, tostado por el sol, poco aficionado a hablar; llevaba un bonete rojo a la turca, y eso le daba aire de colonial inglés o bajo egipcio. A su lado estaba su cuñado, recién venido del Canadá: joven hacendado, de humor bullanguero y cuerpo fornido, que tenía unas barbas amarillas y respondía al nombre de James Blount. Y también formaba parte de la compañía una figura algo insignificante: un sacerdote católico de la parroquia vecina. La difunta esposa del coronel había sido católica y, como es costumbre, los hijos habían sido educados en la misma fe. Todo en aquel sacerdote era poco distinguido: hasta su vulgarísimo nombre: Brown. Pero el coronel le encontraba agradable, y solía invitarlo a sus reuniones familiares.

En el amplio vestíbulo había sitio bastante para que sir Leopold acabara de quitarse sus envolturas. En proporción con la casa, el pórtico y el vestíbulo eran enormes. Era éste un verdadero salón, que por el frente daba a la puerta de entrada, y por el fondo a la escalera. Frente al gran fuego de la chimenea, sobre la cual pendía la espada del coronel, sir Leopold Fischer continuó desenvolviéndose, y toda la compañía, incluso el malhumorado Crook, fue presentada al ilustre visitante. El venerable financiero todavía seguía luchando con sus inacabables envolturas y, al fin sacó del bolsillo más escondido del chaqué una caja negra, ovalada, la cual, explicó radiante de orgullo, contenía el aguinaldo para su ahijada. Con inocente vanagloria que desarmaba la crítica, mostró la caja a todos; la tapa saltó al oprimir un resorte, y todos se sintieron deslumbrados como si hubiera brotado ante sus ojos una fuente de cristal. Sobre un nido de terciopelo anaranjado, lucían, como tres huevos, tres claros y vívidos diamantes que parecían encender el aire. Fischer triunfaba benévolamente, y bebía por todo su ser el asombro y éxtasis de la muchacha, la torva admiración y rudo agradecimiento del coronel, y el entusiasmo de todos.

—Y ahora me los vuelvo a guardar —dijo Fischer, volviendo el estuche a los faldones de su chaqué—. He tenido que traerlos con precauciones. Son nada menos que los tres famosos diamantes africanos llamados «Las estrellas errantes» por la frecuencia con que han sido robados. Cuantos ladrones de nota hay en el mundo andan en pos de ellos; cuantos vagabundos andan por las calles y los hoteles se sienten atraídos por ellos. Bien pudieron escapárseme en el camino. No tendría nada de extraño.

—Y añadiré que hasta sería muy natural gruñó el de la corbata roja—. Tanto, que yo no censuraría al que los robase. Cuando la gente pide pan y no le dan ni una piedra en cambio, hace bien en tomarse por sí mismo las piedras.

—No me gusta oírle a usted hablar así —dijo la muchacha, que estaba muy excitada—. Solo eso sabe usted hablar desde que se ha vuelto un odioso yo no sé qué. Ya saben ustedes lo que quiero decir. ¿Cómo se llama eso? ¿Cómo llaman al que quisiera darle un beso al deshollinador?

—Un santo —dijo el padre Brown.

—Creo —dijo sir Leopold con una sonrisa de importancia— que Ruby quiere decir «un socialista».

—Pero radical no quiere decir hombre que solo se alimenta con raíces —observó Crook con cierta impaciencia—, así como conservador no significa hombre que conserva o preserva el jamón. Tampoco socialista, lo aseguro a ustedes, significa hombre que desea pasarse una noche de tertulia con un deshollinador. Un socialista es un hombre que desea que todas las chimeneas sean deshollinadas, y todos los deshollinadores recompensados por su trabajo.

—Pero —completó el sacerdote en voz baja— que no le consiente a uno ser dueño siquiera de su propio hollín.

Crook le miró con respetuoso interés.

—¿Y qué necesidad tiene uno de poseer hollín? —preguntó.

—Alguna —contestó Brown, con aire pensativo—. He oído decir que los jardineros lo usan. Y yo una vez, por Navidad, habiendo faltado el prestidigitador que había de divertirlos, hice la felicidad de seis niños jugando a tiznarlos con hollín.

—¡Espléndido! ¡Espléndido! —exclamó entusiasmada Ruby—. ¿Por qué no lo hace usted para divertirnos a nosotros?

Mr. Blount, el ruidoso canadiense, alzó su estruendosa voz para aplaudir el proyecto, y también el asombrado financiero la suya, algo cascada, cuando alguien llamó a la puerta. El sacerdote fue a abrir, y los batientes plegados dejaron ver el jardín de siemprevivas, con su araucaria y demás encantos, destacándose como bultos negros sobre el opulento crepúsculo violeta. Aquel delicado fondo parecía una pintoresca decoración de teatro, y todos, por un momento, hicieron más caso del escenario que de la insignificante figura que en él apareció.

Era un hombre de aspecto descuidado, que llevaba un gabán raído: un mensajero, sin duda

—¿Alguno de estos caballeros es Mr. Blount? —preguntó alargando una carta.

Mr. Blount se levantó y lanzó un grito de asentimiento. Rasgó el sobre y leyó el mensaje con evidente asombro; pareció turbarse un momento, después se tranquilizó y, dirigiéndose a su cuñado y huésped:

—Coronel —dijo con esa cortesía jovial propia de las colonias—, lamento tener que causar una molestia. ¿Le incomodaría a usted que se presentara por aquí esta noche un conocido mío a tratar de negocios? Es el francés Florian, famoso acróbata y actor cómico. Le conocí hace años en el Oeste (es canadiense de nacimiento), y parece que tiene algún trato que proponerme, aunque no me imagino qué podrá ser.

—No faltaba más —replicó el coronel—. Cualquier amigo de usted tiene aquí entrada libre, querido mío. Estoy seguro de que nos resultará un compañero agradable.

—Quiere usted decir que se tiznará la cara para divertirnos, ¿verdad? —dijo Blount riendo—. No lo dudo, y también a los demás nos hará bromas. Yo, por mi parte, me divierto con esas cosas: no soy refinado. Me encantan las pantomimas a la antigua, en que un hombre se sienta sobre la copa de un sombrero.

—Pues que no se siente sobre el mío, ¿estamos? —dijo sir Leopold Fischer con dignidad.

—Bueno, bueno —dijo Crook alegremente—. Por eso no hay que reñir. Todavía hay burlas más pesadas que sentarse en la copa del sombrero.

Pero Fischer, a quien le disgustaba mucho el joven de la corbata roja, en razón de sus opiniones extremas y de su notoria intimidad con la linda ahijada, dijo con el tono más sarcástico y magistral del mundo:

—¿De modo que ha encontrado usted algo peor, más humillante que sentarse uno en un sombrero de copa? ¿Y qué es ello, si puede saberse?

—¡Toma! Que el sombrero de copa se le siente a uno encima.

—Vamos, vamos —exclamó el hacendado canadiense con su benevolencia bárbara—. No echemos a perder la fiesta. Lo que yo digo es que hay que inventar alguna diversión para esta noche. Nada de tiznarse la cara con hollín ni sentarse en la copa del sombrero, si eso no les gusta a ustedes; pero alguna otra cosa por el estilo. ¿Por qué no una vieja pantomima inglesa, de ésas en que aparecen el clown y Colombina y demás figuras? Cuando salí de Inglaterra, a los doce años de edad, recuerdo haber visto una, y desde entonces me parece que la llevo adentro encendida como una hoguera. Regresé a la patria el año pasado, y me encuentro con que la costumbre se ha extinguido; con que ya no hay sino un montón de comedias fantásticas del género lacrimoso. No, señor: yo pido un diablo que atice el fogón y un policía hecho salchicha, y solo me dan princesas moralizantes a la luz de la luna, pájaros azules y cosa así. El Barba Azul está más en mi género, y nada me gusta tanto como verle transformado en Arlequín.

—Yo también estoy por ver a un policía hecho salchicha —dijo John Crook—. Es una definición del socialismo mucho mejor que la propuesta antes. Pero será difícil encontrar los disfraces y montar la pieza.

—¡No! —exclamó Blount, casi con transporte—. Nada es más fácil que arreglar una arlequinada. Por dos razones: primera, porque todo lo que a uno se le antoje hacer sale bien, y segunda, porque todos los muebles y objetos son cosas domésticas: mesas, toalleros, cestos de ropa y cosas por el estilo.

—Cierto —asintió Crook, paseando por la estancia—. Pero, ¿de dónde sacar el uniforme de policía? Yo no he matado a ningún policía últimamente.

Blount reflexionó un poco, y luego, dándose con la mano en el muslo, gritó:

—¡Sí, podemos obtenerlo también! Aquí tengo las señas de Florian, y Florian conoce a todos los sastres de Londres. Voy a decirle por teléfono que traiga consigo un uniforme de policía.

Y se dirigió resuelto al teléfono.

—¡Qué gusto, padrino! —exclamó Ruby, casi bailando de alegría—. Yo haré de Colombina, y usted hará de Pantalón.

El millonario, muy rígido y con cierta solemnidad pagana, contestó:

—Hija mía, creo que debes buscar a otro para Pantalón.

—Si quieres, yo seré Pantalón —dijo el coronel Adams, por primera y última vez.

—¡Merecerá usted que le alcen una estatua! —gritó el canadiense, que volvía, radiante, del teléfono—. De suerte que todo está arreglado. Mr. Crook hará de clown: es periodista, y conocerá todos los chistes viejos. Yo seré Arlequín, para lo cual no hace falta más que tener largas piernas y saber saltar. Mi amigo Florian dice que traerá consigo el uniforme de policía y se mudará el traje en el camino. La representación puede hacerse en esta misma sala. El público se sentará en las gradas de la escalera, en varias filas. La puerta de entrada será el fondo del escenario, y, según esté cerrada o abierta, representará, ya un interior inglés, ya un jardín al claro de luna. Todo, como por obra de magia.

Y sacando del bolsillo un trozo de yeso, de esos con que se apuntan los tantos del billar, trazó una raya en mitad del suelo, entre la escalera y la puerta, para marcar el sitio de las candilejas.

Cómo se las arreglaron para preparar aquella mojiganga en tan poco tiempo, es inexplicable. Pero todos contribuyeron a ello, con esa mezcla de atrevimiento e industria que aparece siempre cuando hay juventud en casa; y aquella noche había juventud en casa, aunque no todos sabían precisar cuáles eran las dos caras, los dos corazones de donde irradiaba, la juventud. Como siempre sucede, la invención, a pesar de la mansedumbre de las conveniencias burguesas en que fue concebida, se fue poniendo cada vez más fantástica. Colombina estaba encantadora con una falda hueca que tenía un extraño parecido con la enorme pantalla que solía verse en la lámpara del salón. El clown y Arlequín se pusieron blancos con la harina que les dio el cocinero, y rojos con rojo que les proporcionó alguna otra persona del servicio, la cual, como los verdaderos bienhechores cristianos, quiso permanecer anónima. A Arlequín, vestido con papel de plata de cajas de puros, costó trabajo impedirle que rompiera los viejos candelabros victorianos para adornarse con cristales resplandecientes. Y sin duda los hubiera roto, a no ser porque Ruby desenterró unas joyas falsas que había usado en un baile de máscaras para hacer de Reina de los Diamantes. Verdaderamente, su tío, James Blount, estaba en un estado de excitación increíble: parecía un muchacho. Hizo una cabeza de asno de papel y se la acomodó nada menos que al padre Brown, quien la aceptó pacientemente, y llevó su amabilidad hasta descubrir por su cuenta el medio de mover las orejas. Al propio sir Leopold Fischer en nada estuvo que le colgara en los faldones la cola del asno. Pero al caballero no le hizo mucha gracia.

—El tío está imposible —le había dicho Ruby a Crook quitándose el cigarro de la boca y decidiéndose a hablar al tiempo de acomodarle sobre los hombros, muy seriamente, un collar de salchichas—. ¿Qué le pasa?

—Nada: que es el Arlequín de tal Colombina —dijo Crook—. Yo solo soy el pobre clown al que toca decir los chistes viejos.

—De veras hubiera yo querido que usted fuera el Arlequín —dijo ella, dejando colgar el collar de salchichas.

El padre Brown, aunque estaba al tanto de todos los secretos de entre bastidores y hasta había merecido aplausos transformando una almohada en un bebé que parecía hablar, prefirió sentarse entre el público, demostrando la misma expectación solemne del niño que asiste por primera vez a un espectáculo. Los espectadores eran pocos: algunos parientes, uno o dos vecinos y los criados. Sir Leopold estaba en el asiento de honor, al frente, tapando con su cuerpo, todavía envuelto en pieles, al curita, que estaba sentado detrás de él. Pero si el curita perdió mucho con eso, no lo han decidido nunca las autoridades artísticas. La representación fue de lo más caótica, aunque no por eso desdeñable. Por toda ella corrió una fecunda vena de improvisación, brotada, sobre todo, del cerebro de Crook el clown. Era siempre hombre muy ingenioso; pero aquella noche parecía dotado de facultades omniscientes, con una locura más sabia que todas las sabidurías: ésa que se apodera de un joven cuando cree descubrir por un instante una expresión particular en un rostro particular. Aunque hacía de clown, lo era todo o casi todo: era el autor (hasta donde había autor en aquel caos), el apuntador, el pintor escenógrafo, el tramoyista, y, sobre todo, la orquesta. A intervalos inesperados con disfraz y todo, corría hacia el piano y se soltaba tocando algún aire popular, tan absurdo como apropiado al caso.

Pero el instante supremo fue cuando se abrieron de par en par los batientes de la puerta del fondo, dejando ver el lindo jardín, bañado por la luz de la luna, y dejando ver, sobre todo, al famoso huésped profesional: al gran Florian vestido de policía. El clown se puso a tocar en el piano el coro de los alguaciles de Los Piratas de Penzance; pero la música quedó ahogada bajo los ensordecedores aplausos, porque todos y cada uno de los ademanes del gran actor cómico eran una reproducción exacta y correcta de los modales corrientes del policía. Arlequín saltó sobre él y le dio un golpe en el casco. El pianista ejecutó entonces el aria ¿De dónde sacaste ese sombrero?, y el guardia miró entonces alrededor con un asombro admirablemente fingido. Arlequín da otro salto, y vuelve a pegarle en el casco, mientras el pianista esbozaba unos compases de Venga otro más. Y entonces Arlequín se arroja entre los brazos del policía y le cae encima entre una salva de aplausos. Y fue aquí donde el actor extranjero hizo la célebre imitación del hombre muerto de que todavía cuenta la fama de los alrededores de Putney. Imposible creer que una persona viva pudiera afectar tal flacidez.

El atlético Arlequín parecía volverle del revés como a un saco, o esgrimirle como a una cachiporra india, y todo esto al compás de los enloquecedores y caprichosos acordes del piano. Cuando Arlequín levantó del suelo, con su esfuerzo, al cómico policía, el clown tocó el aire Me despierto de soñar contigo. Cuando se le echó a la espalda, el aire Con mi fardo a la espalda, y cuando después Arlequín le dejó caer con un ruido convincente, el lunático del piano atacó una tonada de retintines, cuya letra, era según parece, Una carta le escribí a mi amor y de camino, la dejé caer.

Al llegar a este límite de la anarquía mental, la vista del padre Brown quedó oscurecida del todo; el magnate que estaba frente a él se había puesto de pie, y hurgaba con desesperación sus muchos y recónditos bolsillos. Sentóse después con aire inquieto y, siempre hurgándose volvió a levantarse. Por un instante pareció de veras que iba a salvar la línea de las candilejas; después volvióse a ver con ojos de fuego al clown, que seguía manoteando en el piano; y, al fin, sin decir palabra, salió de la habitación.

El cura pudo contemplar un rato a sus anchas la danza absurda, pero no inelegante, del Arlequín «amateur» sobre el cuerpo espléndidamente inconsciente de su enemigo vencido. Con un arte rudo y sincero, Arlequín danzaba ahora retrocediendo hacia la puerta que daba al jardín, lleno de silencio y de luna. El grotesco traje de plata y lentejuelas —demasiado resplandeciente a la luz de las candilejas— se veía más plateado y mágico a medida que el danzante se alejaba bajo los fulgores de la luna. Y el auditorio estalló en cataratas de aplausos. En este momento, el padre Brown sintió un toquecito en el brazo, y oyó una voz que le invitaba, cuchicheando, a pasar al estudio del coronel.

Y siguió, muy intrigado, al que le llamaba, y la escena con que se encontró en el estudio llena de solemne ridiculez, no hizo más que aumentar su curiosidad. Allí estaba el coronel Adams, todavía disfrazado de Pantalón, llevando en la cabeza la barba de ballena con la bolita en la punta que se balanceaba sobre sus cejas, pero con una expresión tal en sus tristes ojos de viejo, que hubiera enfriado hasta los entusiasmos de una fiesta saturnal. Sir Leopold Fischer, apoyado en el muro de la chimenea, jadeaba casi con toda la importancia del pánico.

—Se trata de algo muy penoso, padre Brown —dijo Adams—. El caso es que esos diamantes que todos hemos admirado esta misma tarde han desaparecido de los faldones del chaqué de mi amigo. Y como da la casualidad de que usted…

—De que yo —completó el padre Brown con una mueca expresiva— estaba sentado justamente detrás de él…

—Nadie se ha atrevido a hacer la menor suposición —dijo el coronel Adams, dirigiendo una mirada firme a Fischer, que más bien denunciaba que sí se había atrevido alguien a hacer suposiciones—. Yo solo le pido a usted que me proporcione el auxilio que, en este caso, es de esperar de un caballero.

—Y que consiste, ante todo, en volverse del revés los bolsillos —dijo el padre Brown.

Y procedió a hacerlo. En sus bolsillos se encontraron siete peniques y un medio chelín, el billete de regreso, un pequeño crucifijo de plata, un pequeño breviario y una barrita de chocolate.

El coronel le miró atentamente, y después dijo:

—¿Sabe usted? Más que el contenido de sus bolsillos quisiera yo ver el contenido de su cabeza. Mi hija, lo sé, le interesa a usted como persona de su propia familia. Pues bien: mi hija, de un tiempo a esta parte, ha…

Y se detuvo. Pero el viejo Fischer continuó, rabioso:

—De un tiempo a esta parte ha abierto las puertas de la casa paterna a un socialista asesino, que declara cínicamente que no tendría empacho en robarle cualquier cosa a un rico. Y aquí está todo el asunto: aquí tiene usted al hombre rico… que ya no lo es tanto.

—Si quiere usted ver el interior de mi cabeza, no hay inconveniente —dijo Brown como con aburrimiento—. Ya verá usted si vale la pena. Yo, lo único que encuentro en ese bolsillo viejo de mi ser es esto: que los que roban diamantes no hablan nunca de socialismo, sino que más bien —añadió modestamente—, más bien denuncian al socialismo.

Sus dos interlocutores desviaron los ojos, y el sacerdote continuó:

—Vean ustedes: nosotros conocemos a esa gente más o menos bien. Este socialista es incapaz de robar un diamante, como es incapaz de robar una pirámide. Debemos, ante todo, pensar en el desconocido, en el que hizo de policía: en ese Florian. Y, a propósito, me pregunto dónde se habrá metido a estas horas.

Pantalón se levantó entonces de un salto, y salió del estudio. Y hubo un paréntesis mudo, durante el cual el millonario se quedó mirando al sacerdote, y éste mirando su breviario. Después Pantalón reapareció, y dijo con un staccato lleno de gravedad.

—El policía yace todavía sobre el suelo: el telón se ha levantado seis veces, y él sigue todavía tendido.

El padre Brown soltó su breviario y dejó ver una expresión como de ruina mental completa. Poco a poco comenzó a brillar una luz en el fondo de sus ojos grises, y después dejó salir esta pregunta difícilmente oportuna:

—Perdone, coronel, ¿cuánto tiempo hace que murió su esposa?

—¡Mi esposa! —replicó el militar asombrado—. Murió hace un año y dos meses. Su hermano James, que venía a verla, llegó una semana más tarde.

El curita saltó como un conejo herido.

—¡Vengan ustedes! —dijo con extraña excitación—; ¡vengan ustedes! Hay que observar a ese policía.

Y entraron precipitadamente al escenario, cubierto ahora por el telón, y rompiendo bruscamente por entre Colombina y el clown —que a la sazón cuchicheaban muy alegres—, el padre Brown se inclinó sobre el cuerpo derribado del policía.

—Cloroformo —dijo incorporándose—. Apenas ahora me he dado cuenta.

Hubo un silencio, y al fin, el coronel, con mucha lentitud, le dijo:

—Haga usted el favor de explicarnos lo que significa todo esto.

El padre Brown soltó la risa; después se contuvo, y al hablar tuvo que esforzarse un poco para no reír otra vez.

—Señores —dijo—, no hay tiempo de hablar mucho. Tengo que correr en persecución del ladrón. Pero conste que este gran actor francés que tan admirablemente representó el policía, este inteligentísimo sujeto a quien nuestro Arlequín bamboleó y estrujó y arrojó al suelo, era…

—¿Era…? —preguntó Fischer.

—Un verdadero policía —concluyó el padre Brown, y echó a correr entre la oscuridad de la noche.

En el extremo de aquel exuberante jardín hay huecos y emparrados; los laureles y otros arbustos inmortales se destacan sobre el cielo de zafiro y la luna de plata, luciendo, aun en mitad del invierno, los cálidos colores del Sur. La verde alegría de los laureles cabeceantes, el rico tono morado e índigo de la noche, el cristal monstruoso de la luna, forman un cuadro «irresponsablemente» romántico. Y por entre las ramas más altas de los árboles mírase una extraña figura que no parece ya tan romántica cuanto imposible. Brilla de pies a cabeza, como si estuviera vestida con un millón de lunas. La luna real la ilumina a cada movimiento, haciendo centellear una nueva parte de su cuerpo. Y el bulto se columpia, relampagueante y triunfal, saltando del árbol más pequeño que está en este jardín al árbol más alto que sobresale en el vecino jardín; y solo se detiene en sus saltos porque una sombra se ha deslizado hasta debajo del árbol menor y se ha dirigido a él inequívocamente:

—¡Eh, Flambeau! —dice la voz—. Que parece usted realmente una estrella errante. Lo cual, en definitiva, quiere decir una estrella que cae.

La relampagueante y argentada figura parece inclinarse, desde la copa del laurel, para escuchar a la pequeña figura de abajo, con la seguridad de poder escapar en todo caso.

—Flambeau nunca ha hecho usted cosa más acabada. Ya hace falta ingenio para venir del Canadá (supongo que con un billete de París) justamente una semana después de la muerte de Mrs. Adams, es decir, cuando nadie estaba en ánimo de preguntarle a usted nada. Todavía es más inteligente el haber dado con la pista de las «Estrellas Errantes» y fijar el día de la visita de Fischer. Pero lo demás ya es más que talento: es verdadero genio. Supongo que el mero hecho de sustraer las piedras fue para usted una bagatela. Lo pudo usted hacer con mil distintos juegos de manos, sin contar con ese subterfugio de empeñarse en prenderle a Fischer en el chaqué una cola de papel. Pero en lo demás, realmente se eclipsó usted a sí mismo.

La plateada figura que estaba entre las hojas verdes parece hipnotizada, y aunque el camino de la fuga está franco a sus pies, no se mueve: no hace más que contemplar con asombro al hombre que le habla desde abajo.

—¡Ah, naturalmente! —dice éste—. Ya estoy al cabo de todo. Sé que no solo nos obligó usted a representar la pantomima, sino que la hizo servir para un doble uso. Usted no se proponía más que robar tranquilamente las piedras, pero un cómplice le envió a decir a usted que ya estaba usted descubierto, y que aquella misma noche un oficial de policía le iba a echar a usted la mano.

Un ratero común se habría conformado con agradecer el soplo y ponerse a salvo; pero usted es todo un poeta. Y a usted se le había ocurrido la sutil idea de esconder las joyas verdaderas entre el resplandor de las joyas falsas del teatro. Y ahora se le ocurrió a usted la idea, no menos sutil, de que si el disfraz adoptado era el de Arlequín, la aparición de un policía no tendría nada de extraordinario. El digno agente salía de la estación de policía de Putney para atraparle a usted, y cayó redondo en la trampa más ingeniosa que ha visto el mundo. Al abrirse ante él la puerta, se encontró sobre el escenario de una pantomima de Navidad, donde fue posible que el danzante Arlequín le golpeara, le sacudiera, le aturdiera y le narcotizara, entre los alaridos de risa de la gente más respetable de Putney. ¡Oh, no! No será usted capaz de hacer nunca otra cosa mejor. Y ahora, de paso, conviene que me devuelva usted esos diamantes.

La verde rama en que la figura centelleante estaba colgada se balanceó, acusando un movimiento de sorpresa.

Pero la voz continuó, abajo:

—Quiero que me los devuelva usted, Flambeau, y quiero que abandone usted esta vida. Todavía tiene usted bastante juventud, buen humor y posibilidades de vida honrada. No crea usted que semejantes riquezas le han de durar mucho si continúa usted así. Los hombres han podido establecer una especie de nivel para el bien. Pero, ¿quién ha sido capaz de establecer el nivel del mal? Ése es un camino que baja y baja incesantemente. El hombre bondadoso que se embriaga se vuelve cruel; el hombre sincero que mata, miente después de ocultarlo. Muchos hombres he conocido yo que comenzaron, como usted, por ser unos picarillos alegres, unos honestos ladronzuelos de gente rica, y acabaron hundidos en el cieno. Maurice Blum comenzó siendo un anarquista de principios, un padre de los pobres, y acabó siendo un sucio espía, un soplón de todos, que unos y otros empleaban y desdeñaban. Henry Burke comenzó su campaña por la libertad del dinero con bastante sinceridad, y ahora vive estafando a una hermana medio arruinada para poder dedicarse incesantemente al brandy and soda. Lord Amber entró en la sociedad ilegal en un rapto caballeresco, y a estas horas se dedica a hacer chantajes por cuenta de los más miserables buitres de Londres. El capitán Barillon era, antes del advenimiento de usted, el caballero apache más brillante, y paró en un manicomio, aullando lleno de pavor contra los delatores y encubridores que le habían traicionado y perdido. Ya sé, Flambeau, que ante usted se abre muy libre el campo; ya sé que se puede usted meter por él como un mono. Pero un día se encontrará usted con que es un viejo mono gris, Flambeau. Y entonces, en su libre campo se encontrará usted con el corazón frío y sintiendo próxima la muerte, y entonces las copas de los árboles estarán muy desnudas… Todo permaneció inmóvil, como si el hombrecillo de abajo tuviera cogido al del árbol con un lazo invisible.

Y la voz continuó:

—Ya usted ha comenzado también a decaer. Usted acostumbraba a jactarse de que nunca cometía una ruindad; pero esta noche ha incurrido usted en una ruindad: deja usted tras de sí la sospecha contra un honrado muchacho que ya se tiene bien ganada la enemiga de los poderosos; usted le separa de la mujer a quien ama y de quien es amado. Pero todavía cometerá usted peores ruindades en adelante.

Tres diamantes como tres rayos cayeron sobre el césped, lanzados desde la copa del árbol. El hombre pequeñín se inclinó a recogerlos, y cuando volvió a alzar los ojos hacia la verde jaula del árbol, vio que ya el pájaro de plata la había abandonado.

La recuperación de las joyas —y le tocó realizarla al padre Brown, de casualidad, como siempre— fue la causa de que aquella noche acabara en jubiloso triunfo. Sir Leopold, en un rapto de buen humor, hasta se atrevió a decirle al cura que aunque él, en lo personal, tenía miras mucho más amplias, no era incapaz de respetar a aquellos que, en razón de su credo, estaban obligados a vivir como enclaustrados e ignorantes de las cosas del mundo.

*FIN*


“The Flying Stars”,
The Saturday Evening Post, 1911


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