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Las falsas apariencias

[Poema - Texto completo.]

José Batres Montúfar

Si me dicen que el sol, que por el cielo
describir un gran círculo se mira,
camina en el torno de él con raudo vuelo,
como sé que la tierra es la que gira
sobre sus mismos polos, sin recelo
digo que lo que dicen es mentira
aunque la vista así lo represente:
¿Por qué? Porque el discurso lo desmiente.

Si sumerjo en un líquido una caña
y la veo quebrada desde afuera,
entonces digo yo que la vista engaña
porque sé que la caña estaba entera.
Si encuentro al regresar de la campaña
a mi mujer con un galán cualquiera
en alguna no lícita entrevista,
digo también que me engañó la vista.

Pues mal pudiera una mujer honrada
siendo yo su legítimo marido
recibir a un galán en su morada,
dando al diablo mi honor y mi apellido.
Antes creyera yo tener turbada
la vista, y el olfato y el oído,
que creer que mi casta y digna esposa
fuese capaz de semejante cosa.

Y todo el que se precie de prudente
debe pensar lo mismo que yo pienso
si quiere tener paz entre la gente,
como voy a probarlo por extenso
con un suceso de Don Juan del Puente,
contrabandista, rico y muy propenso
a la desconfianza y a los celos,
a que debió mil llantos y desvelos.

Don Juan frecuentemente se ausentaba
de casa y de repente aparecía,
sin anunciar jamás cuando marchaba
y mucho menos cuando volvería,
porque en el fondo él mismo lo ignoraba:
y era la causa de esto que tenía
fincado su comercio en ir comprando
sedas, tabaco y ron de contrabando.

Compraba muy barato en el camino,
y por un extravío conocido
traía el cargamento a su destino,
y a media noche entrábalo escondido
a la tienda de un socio su vecino,
de la cual se pasaba sin ruido
a su mansión por una angosta puerta
que había allí tras un tapiz cubierta.

Hubo siempre y habrá contrabandistas
que al Gobierno defrauden sus caudales,
a pesar de los guardas, de los vistas,
los administradores, los fiscales;
inútilmente los economistas
con su ciencia y sus fórmulas legales
en medio de evitarlo van buscando:
¡Mientras más leyes hay, más contrabando!

Y yo de sopetón, sin que se entienda
que en materias que ignoro me entrometo
a la dificultad hallo la enmienda;
y la quiero callar con el objeto
de colocarme al frente de la hacienda:
cuando lo obtenga se sabrá el secreto
que, en reserva, sin tropas y sin balas,
consiste en suprimir las alcabalas.

¡Cara y desventurada patria mía!
Con razón barre el polvo tu diadema,
con razón tu existencia es agonía,
¡con razón tu destino es anatema!
¿Por qué no dejas la fatal porfía?
¿Por qué no abjuras el mortal sistema
de hacer que el sabio en un rincón se oculte
y en la inacción su mérito sepulte?

El brillo de tu gloria vi empañado
por los traidores que tu seno encierra,
y vi escupir en tu blasón dorado,
y vide hollar tu pabellón por tierra.
Más de un Gobierno, más de un diputado
en vez de hacerte bien te hicieron guerra
y quisieron pintar, ¡oh, escarnio crudo!
lagartos y colmenas en tu escudo.

El nombre de la patria me enardece
porque la adoro, estando persuadido
de ser ella quien menos lo merece
de cuantas patrias hay, habrá y ha habido.
Mas como otra no tengo, me parece
que debo amarla como el ave al nido,
y a los diablos me doy si considero
que la quieren vender al extranjero.

Cual nubecilla a discreción del viento,
o cual barca a merced de la laguna,
así vagando va mi pensamiento
sin que pueda fijarse en cosa alguna.
En mis lectoras sí, que ni un momento
las sé olvidar, mas tengo la fortuna
de que aunque a veces el turbión sucumbo
torno a seguir el primitivo rumbo.

Una noche que a casa regresaba
nuestro contrabandista muy contento,
después de acomodar lo que llevaba
acercose al tapiz y con gran tiento
quitó la llave, levantó la aldaba,
abrió la puerta, entrose en su aposento
y se llegó a la cama de su esposa,
que era una morenilla deliciosa.

¡Cómo duerme, decía, cómo duerme
mi hermosa, mi querida Mariquita!
¡Cual demuestran su ardor para quererme
los suspiros que da, lo que se agita!
Grande es el gusto que tendrá de verme
y de darme un abrazo, ¡pobrecita!
Yo te adoro también, querida mía,
más que el Inca adoró la luz del día.

Decir esto, quitarse su capote,
inclinarse a besar la esposa amada
y dar un furiosísimo rebote,
cosa fue que casi a un tiempo ejecutada.
Y, ¿por qué? Porque dio con un bigote.
En lugar de la boca delicada
de su cara mitad, y oyó un bufido
al resuello de un toro parecido.

Se deduce de aquí, por consecuencia,
que el galán que a una cita prepara
debe tener presente la advertencia
de no llevar bigotes en la cara,
ni botas que rechinen: la experiencia
junto con la razón nos la declara,
y por eso mis bellas compatriotas
detestan los bigotes y las botas.

Cuando una jovencilla por el prado
vaga cortando y recogiendo flores
puesta la mente, ajena de cuidado,
en el dichoso fin de sus amores,
si al cortar un pimpollo salpicado
de varios y bellísimos colores
toca un áspid oculto la doncella
se asusta el áspid y se asusta ella.

Pero más se asustó don Juan del Puente
y el dueño del bigote malhadado
que en lugar habíase acostado.
¡Cómo se quedaría el delincuente
al sentir aquel beso tan bien dado,
y el bueno de don Juan, por vida mía,
pensar un poco cuál se quedaría!

Ardía en un rincón del aposento
un angosto candil con débil llama
del cual don Juan se apoderó violento
y lo acercó a la orilla de la cama.
Miráronse las caras un momento
los suspensos rivales y la dama
sin decirse palabra, como muertos,
con los ojos estáticos y abiertos.

El marido por fin habló primero
con furor dirigiéndose al amante:
“¿Qué hace usted en mi cama caballero?”
Y aquél volvió su estúpido semblante
(porque era un animal, muy majadero)
a la dama que estaba allí delante,
con turbación y duda manifiesta,
como quien le consulta la respuesta.

Yo digo que don Juan estaba loco
al preguntar al otro qué venía.
A buscar a su cama: ved un poco
si es fácil acertar lo que quería.
Es como preguntar a un pez, a un troco,
que busca por el agua: ¡niñería!
O qué busca en los bosques un camello:
¿Qué hace usted en mi cama?… ¡Qué resuello!

Repitió la pregunta el impaciente
don Juan con voz sonora a su enemigo
diciéndole: “Canalla, últimamente
¿responde usted o a responder le obligo?
¿Qué hace aquí?” Y el amante, balbuciente,
díjole: “Eso es lo mismo que yo digo,
¿Qué hago yo aquí? Yo mismo no lo sé”.
“Pues yo”, dijo don Juan, “se lo diré”.

Y echando a su mujer una mirada
con los ojos de tigre que tenía
crujió los dientes y sacó la espada.
En vano le juró doña María
que no le habían ofendido en nada,
que era equivocación, que no sabía
que estuviese aquel hombre allí cubierto.
Y el del bigote decía: “¡Es cierto!”

La astuta dama en medio de su apuro
discurría por cientos las mentiras:
“Mira que es todo falso, te lo juro,
le decía a don Juan, “calma tus iras,
es falso eso que piensas, te aseguro
que no es más de apariencias lo que miras,
perezca yo, si miento, en un cadalso”.
Y repetía el del bigote: “¡Es falso!”

“Mira, querido Juan, que yo ignoraba
que aquí se hubiese este hombre introducido,
tal vez quedó la puerta sin aldaba
o yo no sé por dónde se ha metido”.
Y el hombre del bigote replicaba
(tal estaba asustado y aturdido):
“Es cierto. Dice bien doña María,
puesto que yo tampoco lo sabía”.

Ella, entre tanto, alzábase del lecho,
lánguido el rostro, sueltos los cabellos,
mal encubierto el palpitante pecho,
bien dibujados los contornos bellos,
fatiga, amor, placer, temor, despecho,
retrataban sus ojos, y por ellos
corría un llanto tal que, si lo viera,
las entrañas de un turco conmoviera.

No niego que tuviese fundamento
don Juan para pensar alguna cosa
que pudiera entenderse en detrimento
del honor y pureza de su esposa,
pero, ¿qué más quería aquel jumento
que verla asegurar toda llorosa
que el hombre se introdujo sin su anuencia?
¿Podría estar más clara su inocencia?

Pues no, señor, el terco del marido
se arrojó sobre el hombre del bigote
tirándole un revés, que a no haber sido
porque topó la espada en un barrote,
sin remedio le deja allí tendido;
más él hurtole el cuerpo y dando un bote
y saltando por cima de una banca
corrió a la puerta y agarró la tranca.

Con tranca el uno, el otro con espada
trabaron un combate semejante
en el tajo, el revés y la estocada,
al que suelen contar del elefante,
con aquella su trompa ponderada
contra el cuerno que tiene hacia adelante
su rival, el feroz rinoceronte,
cada vez que se encuentran en el monte.

Al patio se salieron con presteza
lidiando cuerpo a cuerpo y brazo a brazo
iguales en la fuerza, en la destreza,
en el valor y en el desembarazo.
El del bigote al fin con gran fiereza
en una pierna le acertó un trancazo
a don Juan, que le trajo medio mudo
a tierra, y se largó por donde pudo.

Yo me acuerdo allá lejos de una cosa.
Y es que don Juan, ya ciego de un ojo,
muy viejo, con la frente muy canosa
y algunas hebras de cabello rojo,
tenía tienda frente a Santa Rosa:
usábanle llamar “Don Juan el cojo”
y arrugaba la cara todavía
cuando algunos bigotes descubría.

Así que vio correr al del bigote,
se fue arrastrando en busca de madama,
la cual no estaba armada de garrote,
mas ya don Juan no la encontró en la cama,
porque cogió la ropa y el capote
del Galán y, si creemos a la fama,
se escapó por la puerta de la tienda.
Dios la lleve con bien y la defienda.

No digo yo que siempre que estén juntos
un mozo y una joven en un lecho
se ocupen sólo en discutir asuntos
de historia, de moral o de derecho.
Todo tiene sus comas y sus puntos,
mas no se debe asegurar un hecho
si no es que de tan claro y de tan llano
se toque, como dicen, con la mano.

Porque a veces engaña la apariencia
y yo he visto ocasiones repetidas
aparecer culpada la inocencia
con pruebas alteradas o fingidas.
Mas en teniendo un poco de paciencia
dichas pruebas se encuentran desmentidas,
cual, verbigracia, en el siguiente caso
que por final referiré de paso.

Al entrar en mi casa cierto día
vi a mi mujer en brazos de un extraño,
o se me figuró que la veía,
mas ella es incapaz de mal tamaño.
Y así luego pensé que aquel sería
como son otros muchos, un engaño
de los ojos turbados, y al instante
me puse entrambas manos por delante.

Y así que me los hube restregado
por cinco o seis minutos de seguida,
vi a mi mujer sentada en el estrado,
sola y en su labor entretenida.
¿Qué tal? Si yo me hubiera gobernado
por la vista falaz y fementida,
¿en qué viene a parar mi matrimonio,
mi casa y mi mujer? ¡En el demonio!

Y así vuelvo a mi tema y aconsejo
que imiten mi conducta los casados
que no se quieran ver en el espejo
de don Juan, tras cornudos apaleados.
A vuestro juicio y discreción lo dejo,
lectoras de ojos bellos y rasgados:
don Juan del Puente quiero que me llamen
si no aprobáis vosotras mi dictamen.



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