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Las labrenas

[Cuento - Texto completo.]

Tommaso Landolfi

1

Labrenas: a veces las llamo así porque así las llamaba un compañero de infancia venezolano. En sustancia, se trata de un vulgar geco y, concretamente, del denominado (salvo error) por los zoólogos Platidáctilo muralis: especie de cocodrilo en miniatura que frecuenta y recorre serpenteando las viejas murallas y que penetra al azar incluso en las habitaciones de las casas donde, como en todas partes, acecha y sorprende a insectos varios y, especialmente, mariposas.

Por este animalito, inocuo si los hay, siempre sentí un malestar profundo, una náusea y repulsión de toda mi sustancia vital y un temblor de mis fibras más ocultas. Me cuentan que ya mi madre solía, al entrar en un cuarto vacío o al pasear por el patio, dirigir sin chistar su dedo hacia y contra su enemigo, cuya presencia le denunciaba un infalible instinto; y hacía eso para que sus acompañantes procedieran a quitar de en medio la causa de su turbación. Por lo que a mí respecta, y como en mi casa antigua me era imposible evitar toda relación con las aborrecidas labrenas, cuando era niño fantaseaba durante mucho tiempo sobre lo que me habría ocurrido si un azar maligno me hubiera obligado a contactos más directos, dicho de otro modo, a tocar a una de ellas o a sufrir su contacto. Y no recuerdo veladas más angustiosas que algunas estivales pasadas con mi familia, precisamente en el patio.

Nos sentábamos en semicírculo frente a la gran puerta. Sobre ella y en el muro exterior de la casa, una bombilla eléctrica. Oculta en la sombra del plato, una labrena extraordinariamente corpulenta que se deslizaba apenas se aproximaba, atraída por la luz, una mariposa nocturna. O mejor, esperaba que la mariposa se posara y entonces salía veloz, la mordía y se la tragaba. Y qué escalofríos, qué desmayos, qué horror me costaba a mí aquel espectáculo de laboriosidad para otros, tal vez edificante, aquel hábil aprovechamiento de circunstancias favorables. “¿Qué sería de mí —me repetía fascinado— si su fría y asquerosa piel debiera rozar por un instante la mía? ¿Superaría la prueba y podría sobrevivir?” Y me parecía —estaba seguro de ello— que, por el contrario, me habría muerto; y rogaba a Dios que me guardase.

Pero tan terrible y decisiva experiencia no debía serme evitada.

Las labrenas, ya lo he dicho, penetran a veces en los cuartos de las casas y huyen —añado— precipitadamente hacia las ventanas o los balcones cuando llegan sus legítimos habitantes. Si, además, estos últimos lo primero que hacen es cerrar los postigos, las labrenas, al verse atrapadas, corren como locas paredes arriba en busca de una salida. Y ante semejante eventualidad, en mi cuarto no faltaba nunca una larga y flexible caña con la que podía alcanzar a las tremendas intrusas casi en cualquier lugar en que se encontrasen y empujándolas poco a poco echarlas de allí (no habría tenido valor suficiente para aplastarlas; estaba seguro de que a la vista de sus vísceras esparcidas me habría desmayado).

Y sucedió que una noche en que había entrado en mi cuarto para acostarme y, habiendo apenas cerrado la ventana, vislumbré algo así como un rayo que corría por el alféizar de la misma y, aunque con el rabillo del ojo, en ese relampagueo vi una labrena lanzada en dirección al marco de la ventana. Su intención manifiesta era ponerse a salvo por la ventana, que, sin embargo (ya se vio antes), estaba cerrada. Entonces, volviendo velozmente atrás, se lanzó a recorrer como una loca las paredes, siempre en la parte alta, y acabó por refugiarse contra la bóveda, donde ni siquiera mi larga caña podía asustarla (a menos que manejase la caña perpendicularmente, pero ello suponía el grave peligro de que la labrena me cayera encima). A fin de cuentas, solo tenía que esperar a que mi adversaria se moviera, por así decir, voluntariamente, lo cual ocurrió al poco rato, cuando después de madura reflexión y sintiéndose, tal vez, poco segura en aquella posición invertida, reanudó tímidamente su camino hacia abajo. Es más, llegó tan cerca del suelo que yo creía llegado el momento de actuar. Evitando pasar por debajo de ella, abrí en primer lugar la ventana y luego me preparé para empujarla con mi caña hacia el exterior.

A menudo el destino de los hombres está confiado a un imprevisible accidente, a un ínfimo obstáculo… La punta aguda y flexible de la caña se insinuó algunos milímetros bajo el cuerpecillo de la labrena, pero, como las paredes no siempre son perfectamente lisas, tropezó y se dobló un poco en un saliente o protuberancia del revoque. El resultado de todo ello fue la consiguiente sacudida de la punta, que arrastró a la labrena y… y la proyectó con una cierta violencia contra… contra mi cara.

Tuve el tiempo justo de sentir en mi piel más estimada lo que durante toda mi vida había temido: el contacto del soez animal. Y perdí el sentido.

 

Cuando lo recobré, mi primera sensación fue la de deslumbramiento y, a la vez, de estupor por el insólito ángulo de visión al que parecía obligado. Tenía ante mí una bóveda de la sala, y con el rabillo del ojo llegaba a ver algunos muebles en escorzo, o sea, de abajo a arriba. Y todo inmerso en una luz increíblemente violenta e innaturalmente blanca hasta el punto de que devoraba los contornos de los objetos y los hacía casi irreconocibles. Además, me di cuenta de que no podía mover los ojos.

Por lo demás, un instante más tarde y con inexpresable horror tomé conciencia por entero de mi situación: además de no poder mover los ojos, no podía mover ningún miembro ni emitir ninguna voz ni hacer ninguna seña. Y, finalmente, no respiraba. Intenté escucharme el corazón por si latía: no latía.

Ésta es, pues, la horrenda verdad. Yo yacía allí supino, considerado muerto por todos (y con toda razón), y mi vida, o sobrevida, permanecía únicamente, y encima en vano, concentrada en mis sentidos supervivientes. Pero entonces alguien me cerró piadosamente los ojos, como suele hacerse con los muertos, y, como es obvio (resultando mis restantes sentidos totalmente inservibles en mi situación), me quedaron solo y como único contacto con el mundo el olfato y el oído, el segundo de los cuales demostraría ser, con mucho, el más activo.

Pero sin insistir sobre mis sentimientos de angustia y de terror, sin especificar por qué medio conseguí darme un poco de valor y concluyendo que, a fin de cuentas, aunque muerto, estaba vivo y que, en consecuencia, tenía alguna probabilidad de revelarme como tal —intentaré exponer aquí con un cierto orden el curso de los acontecimientos, de los mínimos acontecimientos de los cuales, aunque no fui partícipe, era de alguna manera protagonista—. Es claro que al principio mis impresiones fueron sumamente confusas, pero pronto me fue dado reconocer claramente hombres y cosas.

 

2

 

La gran agitación que primero percibí alrededor de mi cadáver dio paso en breve a una fúnebre calma. Una puerta se abría y se cerraba a intervalos casi regulares; pasos ligeros se acercaban a lo que debía suponer que era mi catafalco; luego oía un chapucero gemido o sollozo, una palabra de pésame murmurada y a veces hasta interrumpida por las lágrimas; luego, una vez más, los pasos se alejaban y la puerta devolvía la libertad al pío visitante.

Estas idas y venidas duraron un buen rato pero al final cesaron y en mi capilla ardiente cayó un pesado silencio. Solo de vez en cuando oía algo así como el suspiro o soplo de una llama de cirio movida por el viento o como el chisporroteo de un pabilo… ¡Oh, nueva angustia! En efecto, posiblemente en relación con mi loca esperanza de hacer saber que estaba vivo, ahora lo que más temía era la soledad. Pero entonces, de improviso y cuando menos pensaba en pedirle ayuda, mi olfato se vio agredido por un olor áspero y fuerte sobre cuya naturaleza me habría sido difícil engañarme: era vinagre lo que alguien manejaba justo a mi lado. ¿Y qué significaba eso? Considerando que mi piel era totalmente insensible; la explicación no podía ser más que inductiva, pero, a fin de cuentas, bastante fácil. El caso es que recordé que en nuestra tierra es costumbre extender en la cara de los muertos un pañuelo empapado en vinagre para que los queridos rasgos se conserven frescos y firmes durante la larga noche fúnebre. Y la verdad es que una leve disminución de mis facultades auditivas (porque el pañuelo había tapado también mis orejas) me confirmó tal interpretación. Pero, mientras tanto, aquel prepotente olor había anulado, por así decirlo, mi ya débil olfato. A partir de ese momento no podía contar más que con mi oído, que, además, estaba mermado. El mundo, en lugar de acercarse, se alejaba de mí. Ya solo un finísimo hilo me unía a él, un hilo que de un momento a otro podía romperse.

Debo decir que no tenía una idea precisa del tiempo. Si he de referir en términos propios mi absurda sensación, el tiempo era como un rodar más que un proceder. De todos modos, a lo largo de este rodar se produjeron algunos episodios sonoros más o menos dignos de mención, pero, a fin de cuentas, carentes de interés para mí, como el inesperado abatirse de un cuerpo pesado (¿alguna visitante particularmente sensible?) o, más tarde, el siniestro gemido de muebles cargados (tal vez) de ponderosas coronas fúnebres. Tampoco hay que olvidar las odiosas preces y solfas varias recitadas en mi cabecera por voces sofocadas y quedas (de monjas, seguro). Episodios —repito— de pocas consecuencias para mi situación. Salvo uno, al que voy a referirme.

De repente, la puerta de siempre se abrió por enésima vez, pero ahora no avanzó el habitual paso tímido, sino un paso fuerte y casi jactancioso que me pareció reconocer a la primera. Sin embargo, para estar seguro de su identificación, esperé a que el recién llegado hablase. Cuando lo hizo, en voz baja y, sin embargo, autoritaria, ya no tuve la menor duda.

—Querida, querida Enrichetta —oí en la voz de mi primo el barón S. (pues se trataba de él mismo)—, acabo de enterarme. ¡Cuánto lo siento!… ¿Y tú, prima?

—¿Yo?… ¿Qué quieres decir? —oí que mi mujer le devolvía la pregunta con un hilo de voz.

—Quiero decir que lo siento también por ti y… ¿Hay algo que yo pueda hacer para ayudarte?

—¿Y qué podrías hacer? —replicó Enrichetta entre lágrimas—. ¿O es que tienes algún poder contra la muerte?

—Contra la muerte no, pero en favor de la vida sí —dijo mi primo con una extraña entonación.

—¡Oh, Adalberto! No te comprendo y no es momento para discursos. ¿Qué quieres decir? —añadió, femeninamente curiosa—. ¿De qué modo querrías…?

—Yo te amo —declaró él perentoriamente.

—Y yo te agradezco mucho tu afecto —consintió mi mujer con una punta de perplejidad o de temor—, me es de gran consuelo en estas tristes circunstancias…

—¿Pero qué afecto? —interrumpió agresivamente mi primo—. Enrichetta, yo, y hace tiempo que tú lo sabes, te amo con amor.

—¡Calla! ¿Qué dices?

—Lo que por su propia virtud me sube a los labios.

—Pero… me dices eso aquí. ¿No te avergüenzas? ¿Aquí, ante el cuerpo muerto de mi marido?

—¿Y qué lugar o qué testigo más oportunos? —exclamó el otro como arrebatado—. Mientras vivió respeté a mi querido pariente y amigo. Ahora que está muerto, ¿para qué callar?… Amigo —siguió diciendo, seguro que dirigiéndose a mí mismo—, tú sabes, ahora que se te abre la plena consciencia, que he sufrido, que supe por consideración a ti aplacar las tempestades del corazón, sofocar los nocturnos arrebatos de mi alma. Ahora, ahora que estás muerto, ¿por qué no debería romper mi voto?… Enrichetta, yo te amo y tú me amas.

—¡No es verdad!

—Es verdad, si es cierto que no se puede amar sin ser amado.

—Pero eso último no es verdad —rebatió débilmente mi mujer, como quien intenta encauzar las ardientes razones del corazón con las inútiles del intelecto.

—¡Oh! —resopló mi primo—. Yo no quiero de ti que disimules con vanos argumentos. Yo quiero que nosotros dos nos juremos aquí eterna devoción. Quiero que tú aceptes mi ofrenda así como yo recibo con toda el alma la tuya, aunque vacilante y, acaso, oscura para ti misma, pero evidente desde siempre para mí… No temas, mi adorada, tendrás tiempo para disponerte a nuestra unión. No turbaré ninguno de tus dolores. Esperaré a que estés enteramente volcada en dicha unión. Pero desde ahora debes… Ven, ven.

—¿Qué haces, Adalberto?… ¡Oh, Dios mío!… Mira que pueden vernos… ¡No, no! —fueron las siguientes, agitadas y sofocadas palabras de mi mujer.

A las cuales siguió una breve pausa. Breve y, por así decir, plena. Una pausa en la que me pareció oír el leve, levísimo, el imperceptible (para cualquier otro oyente) sonido que puede venir de dos bocas ávidas que por fin se unen.

—¡Oh, no! ¡Basta! ¡Vete! —imploró y ordenó Enrichetta un instante después.

Es inútil expresar qué sentimientos y qué profunda amargura infundió en mi ánimo el coloquio que acababa de oír. Pero en ese momento algo más urgente reclamaba mi atención.

De la concurrencia de sonidos variados y, sobre todo, de un trinar de pájaros que llegaba a mi oído a través de una ventana ruidosamente abierta de par en par, llegué a la conclusión de que ya era de día. Y toda la casa se despertaba, otras ventanas se abrían estridentes, las puertas se abrían con mayor frecuencia y naturalidad y los pasos cruzaban velozmente la sala. Al mismo tiempo, mi oído volvía a ser límpido como al principio, de lo que deduje que me habían quitado el pañuelo empapado en vinagre, pero para debilitarse al poco rato y más sensiblemente, como si un macizo diafragma se interpusiera entre mí y las cosas o personas a mi alrededor. De lo cual no podía deducir más que un hecho: me habían colocado en mi ataúd. En efecto, oí unas voces desconocidas. “Está bien así, no hace falta nada más. Bueno, levántale un poco la cabeza y endereza la corona entre sus manos.” “¡Cómo le ha crecido la barba! ¿No deberíamos afeitarle?”

Entonces, el peligro era grave y amenazador: los ignaros se disponían a sepultarme y yo ya no podía aplazar mis intentos de establecer una comunicación con ellos. Tenía que hacer cuanto estuviera en mí para hacerles saber que estaba vivo.

Desgraciadamente, ninguno de mis intentos dio resultado. Peor aún: me di cuenta de que cualquiera que fuera el empeño puesto en emitir un grito o un suspiro, cualquiera que fuera la concentración de mi voluntad para imprimir el más mínimo movimiento a mis miembros yertos, todo ello me colocaba ante un obstáculo más difícil de superar. Por tanto, decidí dejarme ir, o sea, ante todo, calmarme y sucesivamente reiterar mis conatos pillándome por sorpresa. Pero una nueva circunstancia me apremió y me heló la sangre en las venas.

De repente, mi oído, ya muy limitado por las paredes del ataúd, se embotó aún más hasta casi aislarme del mundo. Ya solo percibía claramente los sonidos más fuertes y los restantes los percibía a duras penas. Y entre esos sonidos más fuertes oí entonces unos golpes sordos, cuyo significado (por la única fuerza del oído, porque, como ya he dicho, mi cuerpo no recibía estímulos ni solicitaciones) se me hizo inmediatamente evidente: habían cerrado el ataúd que me contenía y lo estaban clavando a martillazos.

Al poco rato el ataúd se movió, las pisadas pesadas de los portadores y sus jadeos me dieron fe de ello. Y salí a la vía pública donde en la recta interpretación de los acontecimientos me fueron de guía las campanas de la iglesia mayor, los comentarios de los vecinos y los sonidos mismos que el azul transmite. Me estaban llevando a mi entierro. Y yo estaba devorado por el pánico. Ya me parecía que me faltaba el aire en mi encierro y, además, sabía muy bien que dentro de pocos minutos toda tentativa resultaría inútil, aunque diera resultado, porque los ruidos exteriores habrían apagado cualquier señal mía, incluso aunque ello fuera posible. En efecto, en ésas oí estallar sobre mi cabeza la tempestad de los cánticos y de los acordes con que en las iglesias se suele celebrar el tránsito de un hombre, y me di por perdido. “Estas músicas —pensé— acompañan mi hora extrema; yo acabaré con ellas, si es que llego a tanto; pero a tanto no podré llegar y moriré antes asfixiado.”

El oficio fúnebre seguía con zumbidos de órgano y voces argentinas de niños o de mujeres mientras yo languidecía resignado esperando la verdadera muerte. Por otra parte, ¡qué extraño!, los previstos síntomas de asfixia aún no se hacían presentes. No sentía en absoluto que me asfixiaba y, en general, no estaba ni mejor ni peor que un poco antes… Y entonces, con inmenso alivio, me di cuenta de mi error: la falta de aire no podía perjudicarme de ningún modo desde el momento en que no respiraba. Esta constatación me devolvió el valor aunque mi situación no mejoró ni un poco. Pero, al menos, se me concedía reservar mis supremos esfuerzos para la última parte del drama, cuando, acabadas aquellas sagradas y ruidosas liturgias, me llevasen en lento cortejo al cementerio y con largos ritos me depositasen en la tumba.

Me imaginé que muchas personas me acompañaban a mi última morada. Algunas de ellas discurrían fútilmente, otras tejían con sincera amargura mis alabanzas, todas ellas en tono quedo. A fin de cuentas había suficiente silencio como para permitirme oír gritos remotos y solitarios de pájaros y hasta el susurro de las frondas. Es decir, era el instante oportuno para tensar de nuevo mis fuerzas e intentar mandar una señal a aquellas gentes de afuera.

¡Ay de mí! No tuve más éxito que antes. Al contrario, mi espasmódica tensión me provocaba cada vez más una obnubilación de todas mis facultades (o de la única que permanecía activa), semejante a lo que, a no estar yo como muerto, se diría que fuera un deliquio o sopor del que tardaba en recobrarme. Y en tales alternativas de sopores y de desgarradoras velas, siempre entremezcladas con agónicos intentos, pasó un cierto tiempo. Mientras tanto, mi comitiva fúnebre cruzaba el umbral del cementerio. Oí chirriar la gran cancela y reconocí la voz del guarda, al que, por casualidad, conocía.

 

A menudo había observado a lo largo del camino central que llevaba a nuestro panteón familiar una rama de pitospora tan baja que era casi imposible no chocar la cabeza con ella. Entonces calculé que si mis porteadores llevaban (como era de suponer) el ataúd a hombros, la misma rama, una vez llegados al lugar, lo golpearía fuertemente. Y eso se produjo puntualmente e igualmente puntuales fueron los sucesivos y menudos acontecimientos que mi imaginación (o más bien mi oído) anticipaba.

Primero fue un ligero roce acompañado de un suspiro de satisfacción (habíamos llegado al panteón y los fatigados porteadores habían depositado mi féretro en el suelo). Luego hubo un tétrico murmullo de preces, con un imperceptible choque contra la tapa (tal vez el cura la rociaba con alguna agua bendita). Luego, después de una larga pausa, una voz nasal (¿del alcalde?) que enumeraba mis virtudes y llevaba alados consuelos a mis seres queridos, especialmente a mi mujer. Luego, de nuevo, el cura. Y, finalmente, un sonido metálico (de llana de albañil, sin duda) y un siniestro ruido de guijarros al mezclarse. En pocas palabras, estaban cerrando mi tumba, o sea el nicho destinado a mí, pues, por si necesitara más pruebas, empecé a percibir los sonidos externos como si vinieran desde arriba: el murete de ladrillos debía haber alcanzado una notable altura. Acaso solo una fisura quedase todavía abierta; tal vez la próxima fila de ladrillos cerraría para siempre mi féretro a las miradas de mis allegados y amigos ¡Ahora o nunca! Si podía, ahora, o nunca, debía lanzar mi llamada.

Reunidas en un espasmo casi insostenible todas mis energías, la lncé; y lo hice con la voz, ya que no sé por qué me figuré que gritar me habría sido más fácil que moverme, que quitar el sello a mis yertos miembros. La verdad es que cien veces, entre un desmayo y otro, había lanzado una llamada semejante sin ningún resultado; el silencio había contestado dentro de mí mismo a tan desesperadas y frenéticas angustias… Ahora, en cambio, esta suprema y postrera vez, y mientras toda esperanza estaba a punto de cerrárseme para siempre, ahora, con un inmenso júbilo, oí un débil sonido responder y corresponder a mi agonía.

Demasiado débil, sí. No debió de ser más que un feble lamento, tan feble que ninguno de los sepultureros lo percibió. Pero yo había, por así decir, hallado la vía y reforcé el primer gemido con un segundo y con un tercero. Y entonces, de repente, la obra de los albañiles se detuvo, los murmullos cesaron y los de afuera parecieron ser todo oídos. Al instante una voz femenina exclamó:

—¡Oh, Dios! ¡Dios mío! Me ha parecido… ¿A ti también?

—Pues sí, pero… —replicó otra voz de mujer.

—¿Qué pasa? —se informó una voz de hombre y, enterado de qué se trataba, sentenció—: Las mujeres demasiado sensibles no deberían…

—Hay que abrir en seguida la caja —gritó con providencial resolución una tercera mujer en quien reconocí a mi buena hermana.

—Pero —se entremetió una voz desconocida—, no podemos hacerlo sin permiso de… del…

—¡Qué permiso ni qué permiso! —saltó mi hermana—. ¡En un momento así ponerse a hablar de permisos!… Vengan aquí ustedes; saquen la caja del nicho y dense prisa. Bajo mi responsabilidad.

A lo cual, de momento, no siguió nada, es decir, ninguno de los sonidos que una pronta ejecución de la orden habría provocado. Intenté extraer un ulterior y más persuasivo gemido; no lo conseguí; me había vuelto a quedar mudo; aquel fuego de paja en mi pecho se había extinguido y volvía a deslizarme en uno de mis desmayos del que, con toda seguridad, no me recuperaría nunca.

Por último, parecieron entender lo que había que hacer y en una secuencia cada vez más precipitada, a mi alrededor se alzaron los suspirados ruidos: golpe de mi ataúd contra el suelo, martillazos, estridor de clavos desclavados, rumor del gentío, clamores…

Pero un instante después ya no estaba en condiciones de oír todo aquello. La emoción de saberme salvado había acabado con la poca consciencia que me quedaba.

 

3

 

Mi nuevo despertar (más tarde me dijeron que al cabo de dos días) fue de los más alegres. Aunque todavía debilísimo, tenía pleno dominio de mis movimientos y de todas mis facultades. Sentía mis miembros invadidos por un agradable hormigueo y una benéfica tibieza, portadora de nueva vida. La ventana que tenía en frente servía de marco a un gran almendro en flor recortado contra un cielo azul y sacudido apenas por la ligera brisa primaveral.

La primera persona que se puso delante de mí fue mi mujer en actitud de amorosa solicitud, pero yo habría preferido más bien ver al demonio, y a su festiva sonrisa todo mi ser respondió con una sacudida de horror. Si bien es verdad que había podido olvidarla, con todo lo que a ella se relacionaba en el último momento de mi terrible experiencia (cuando me parecía inevitable la muerte), ahora resurgían en mí de golpe los amargos, los atroces sentimientos provocados por su sorprendida y ambigua conversación con mi primo.

Afortunadamente había renacido a la vida, ¿pero a qué precio? En particular, ¿cómo salía mi mujer de las circunstancias de las que una excepcional condición me había hecho partícipe y testigo? ¿Mi mujer, mi buena, mi amada y amante mujer, la guardiana de mis pálpitos más secretos, la urna de mi fe o (dicho a la antigua) el lugar de mi reposo? ¿La que nunca me había traicionado y nunca había sufrido traición, la que siempre me había sostenido en mi camino terrenal y confortado en mi paso vacilante? ¿Mi segunda o, tal vez, mi primera alma? ¿Mi Enrichetta, en fin? Y yo digo: ¿Era, por el contrario, una mentirosa, una infiel, una abusadora de mi confianza y de mi amor? ¿Era una serpiente incubada en mi seno, o, hablando de un modo general, una mujer despreciable? Ésas eran las preguntas que me angustiaban y que con el restablecimiento (gracias también a sus amorosos cuidados) de mis fuerzas se me planteaban con toda su cruda urgencia.

Empecé, claro, a pasar revista punto por punto a aquel desgraciado coloquio tal como lo recordaba (pero estaba seguro de recordarlo bien). Dejando a un lado las ilaciones a las que, tal vez, me abandoné al referirme a él y que, además, son consecuencia de un posterior juicio mío, las primeras y también las segundas frases de aquel coloquio parecían ser sin hiel ni mancha e incluso obvias. La hiel o el veneno y la mancha anidaban, en todo caso, en el estrambote. Pero a propósito de esto conviene una vez más aclararse. El hecho de que Adalberto amase a mi mujer no podía contener ofensa ni amenaza para nuestro amor conyugal, aunque resultase poco augurable. Habría habido ofensa y amenaza si Enrichetta hubiera aceptado o solo tolerado el fervor de mi primo. Cosa obvia por demás y que en el fondo podía reducirse a la siguiente cuestión: ¿Si de verdad entre los dos se intercambió un beso, con qué ánimo lo había acogido mi mujer? ¿Lo había solo soportado o bien lo devolvió con todo su corazón? En el primer caso, ¿cómo es que no me había llegado el eco, un eco concreto (el sonido de un acto, de una palabra) de su enojo? En el segundo… bueno, el segundo caso se comentaba por sí solo. Pero también hay que decir que la materia seguía, de todos modos, siendo opinable: razones de oportunidad, por ejemplo, el legítimo deseo de evitar un escándalo en un momento tan delicado, podían haber retraído a mi mujer y haberla inducido a no tomárselo excesivamente a mal… Pero, ¿y aquel aire como de entendimiento entre los dos que parecía aludir a una precedente familiaridad, a antiguas relaciones…?

Y así sucesivamente, con una indagación que ya amenazaba con convertirse en demencial.

 

Resumiendo: tenía ante mí a una mujer nueva (o que yo sospechaba que lo era). Pero un hombre no menos nuevo era el que ella veía ante sí. Yo no reconocía a mi amorosa compañera, o bien me obstinaba en ver en su rostro una máscara de impureza y de mentira. Ella, a su vez, no volvía a ver al afable y benigno consorte y amigo. Nos escrutábamos ceñudos, como adversarios ansiosos cada uno de penetrar la guardia del otro, y la paz estaba perdida y cualquier abandono negado. Enrichetta ya no era Enrichetta; era una apariencia de la que no debía esperarme más que incertidumbre y engaño.

Sin embargo, entre estas torturas de la imaginación, supe contener durante un largo rato mi inicial e instintivo propósito: el de no decirle ni una palabra de mi pasada experiencia ni, mucho menos, de mis descubrimientos reales o presuntos acerca de ella. Es más, nadie debía sospechar que durante mi muerte aparente, de donde milagrosamente había vuelto a la vida, yo había conservado una luz de consciencia. Tal vez pensaba que con esa ficción sorprendería mejor los secretos ajenos. Mientras tanto, iba imaginando febrilmente a qué prueba habría podido someter a mi mujer para obligarla a traicionarse. Prueba o, mejor, careo. ¿Y qué prueba más definitiva o careo más decisivo que convocar a mi primo en persona? Por lo que a mí respecta, tendría los ojos bien abiertos.

Adalberto vino y, con su habitual tono arrogante y altaneramente ceremonioso, dijo:

—¡Oh, querido! He venido volando a tu llamada. No me creía con derecho a turbar tu convalecencia… Dime, resucitado, ¿cómo estás? ¿Y qué nuevas nos traes de Aqueronte?… ¡Enrichetta! No te había visto. Tú también debiste pasarlo mal…

Etcétera, etcétera. Y yo los observaba atentamente a los dos y no veía nada. Nada especial ni significativo. Mi primo tenía el aire de un primo que visita a su primo enfermo; mi mujer, el aire de la mujer que cuida de su marido enfermo y lo muestra al primo que viene de visita, vigilante para que tal visita no perjudique a su marido enfermo… y, bueno, una vez más todo parecía normal y en nada era posible atisbar nada singular ni, mucho menos, pecaminoso.

Pero he aquí que, al despedirse y después de haberme abrazado, Adalberto alargó una mano para una caricia en la cara de mi mujer; caricia, claro, entendida como algo familiar y, en efecto, tuve que admirar la perfecta naturalidad del gesto. De todos modos, era más de lo que me esperaba. ¿Cómo habría reaccionado Enrichetta? Redoblé mi atención y pude constatar dos cosas: primera: que la caricia se prolongaba una pizca más de lo necesario; segunda: que mi mujer respondía a ella con un casi inapreciable poner los ojos en blanco, como se observa a veces en las mujeres enamoradas para las que el mínimo contacto es memoria y prenda de más intensas voluptuosidades.

¡Oh, Dios! También esto era materia opinable, tanto más que el comportamiento aparente de los dos no sufrió variaciones.

—A ponerse bien, primo —concluyó Adalberto, y a Enrichetta con retintín—: Cuídate, prima.

Y ella:

—Gracias, gracias —y a mi—: Querido, ya sabes que Adalberto se preocupó mucho por tu… por tu desgracia y debo decir que estuvo muy cerca de mí en esta tremenda prueba…

Pero mi primo ya le había besado calurosamente la mano y se había retirado.

Perplejidad, angustia, terror. En última instancia eso es lo que me quedaba de mis pesquisas y de mis elucubraciones. Y cada vez era más fuerte la tentación de echarle en cara abiertamente a mi mujer sus aventuras. Tentación a la que un día, contra todo propósito, no supe resistirme. Empecé como distraídamente y como quien no quiere la cosa:

—Enrichetta, deseo plantearte una cuestión. Supongamos que yo me hubiera muerto: ¿Tú…?

—¿Qué quieres decir? —replicó.

—No, te pregunto: ¿Tú qué harías?

—Nada… llorar.

—Comprendo. ¿Y luego?

—¿Luego qué?

—No podrías seguir llorando toda la vida.

—¿Y entonces?

—Te lo pregunto a ti. Al final deberías tomar una decisión, creo yo.

—¡Una decisión! —repitió, presa de una imprevista agitación—. ¡Qué estúpida y cruel pregunta! —continuó mientras se le saltaban las lágrimas—. ¿Te parece que no lloré ya demasiado cuando te lloraba muerto?… Y, sobre todo, ¡qué estúpida insinuación! ¿Debería refugiarme en otro afecto? ¿Es eso lo que quieres decir? Pues bien, debes saber que eso no ocurrirá jamás. Bueno o malo, en tu sano juicio o, como ahora, trastornado por una horrible experiencia, incluso vivo o muerto, tú, solo tú me has sido dado y quiero conservarme eternamente fiel a ti… ¿Qué sabes tú de estas cosas? Sí, podría llorar el resto de mi vida y no desear otra suerte.

Y la verdad es que lloraba sin contenerse, y, de momento, no tuve valor para insistir, si bien mis actitudes inquisitoriales me impidieron apreciar cuánto podía haber de consolador en sus palabras. Pero una semana más tarde volví a la carga:

—Supón que en aquellos días yo no hubiera estado realmente como muerto. Supón que hubiera conservado una facultad, tal vez una sola, el oído o yo qué sé cuál, mediante la cual me mantuve en contacto con el mundo…

—¡Qué extraña fantasía!

—No pienses en eso.

—De acuerdo. ¿Y bien?

—Pues que yo podría haber oído… haber oído todas las conversaciones alrededor de mi presunto cadáver.

—Conversaciones muy poco divertidas.

—Poquísimo, pero, tal vez, instructivas.

—¿En qué sentido?

—¡Dios mío! Alguien, creyéndome muerto, podría haber desnudado su alma.

—¿Alguien? ¿Y quién?

A esta pregunta tan directa, de momento, no me atrevía a responder. Y mi mujer se marchó encogiéndose de hombros, moviendo la cabeza y lanzándome una larga mirada, no sin decir desde la puerta:

—De un tiempo a esta parte te encuentro extraño. ¡Qué demonios! Tú también deberías hacer un esfuerzo para volver a ser el que eras.

 

Pero hubo una tercera vez. Una noche en que el extravío y la angustia se habían vuelto insoportables, resolví hacer frente a Enrichetta en términos más claros. La ocasión, vale decir el impulso psicológico, me lo dio mi propio abatimiento físico. Yacía en la tumbona con tres almohadas bajo la cabeza y debía parecer extremadamente pálido. Mi mujer me cuidaba, si bien con una sombra de disgusto o desconfianza, con su habitual solicitud. Me compadecía, me mimaba y aquella imagen de afectos domésticos me enternecía hasta el llanto pero, al mismo tiempo, relajaba mi control y, por imprevisible efecto, me volvía audaz. Sí, además, la comparaba con la otra imagen de perfidia que la memoria me devolvía…

Visto que me había demostrado incapaz de llevar a buen puerto mis preguntas tortuosas, esta vez incluso llegué a agredir a Enrichetta.

—¡Pobrecito mío, cuánto sufres! —dijo ella inclinándose sobre mí para arreglarme las almohadas. Y yo:

—¡Cómo no voy a sufrir! Enrichetta, yo te oí realmente hablar con Adalberto.

—Lo creo —respondió sin que una nube pasase por sus claros ojos azules fijos en mí—. He hablado muchas veces con él, y la última en tu presencia. ¿Y bien?

—¡Enrichetta! Te oí hablar con él no vivo, sino muerto, la noche en que me llorabais o, mejor, hacíais de todo menos llorarme, en mi capilla ardiente.

Aquí su mirada se aguzó, frunció los párpados, pareció vacilar, y acabó diciendo:

—¡Qué dolor me das, querido! Sí, tú persiste en tu funesta fantasía, tú te figuras haber conservado una chispa de consciencia durante tu… tu espantoso desmayo, cuando ni el arte médico ni el amor de una esposa fiel podían ni habrían podido resucitarte, y pueblas de vanos fantasmas esa noche del alma…

—¡Vanos fantasmas! ¿Vanos fantasmas las voces, las palabras oídas claramente por mí mientras vosotros me creíais muerto y que tan bien me representaban el juego alternativo y concorde de vuestros sentimientos y tal vez de vuestros apetitos?

—¿Vuestros? ¿Pero de quién, mi pobre amigo?

—¡Tuyos y de Adalberto! —estallé ofendido, furioso.

—¿Míos? ¿De Adalberto? ¿Pero cuándo?

—Ya te he dicho que durante la vela fúnebre.

—El caso es —objetó entre digna y disgustada (de mi estado mental)—, el caso es que esa noche Adalberto no estuvo aquí. Estaba fuera y aún no sabía…

—¿Entonces yo estoy loco, vivo y muerto? —grité—. ¿Lo que oí fue mero fruto de mi imaginación, una pesadilla generada y fomentada por mi mal?

—Cálmate —replicó, eligiendo la vía de la dulzura—, yo no digo eso y tú no estás loco. Pero, por lo que se refiere a una posible influencia de ese ignoto mal en las figuraciones de tu intelecto, debes admitir…

—Yo no admito nada. ¿Y qué tiene que ver el intelecto? Aún tengo presentes en mi oído vuestras palabras. Este vivo recuerdo no puede ser efecto de la locura.

—Y, además —completó ella su pensamiento sin hacerme caso y con una cierta sutileza—, es verosímil que esas fantasías sean el resultado, precisamente, de tu renacimiento a la vida y que, de alguna manera, sean una interpretación posterior, aunque distorsionada. Quiero decir que esa noche tú yacías allí como un leño y habría sido difícil atribuirte el mínimo sentimiento ni, incluso, el mínimo sentido.

—¡Te equivocas, te equivocas! —volví a gritar—. En ese leño (como tú lo llamas), a pesar de todo, latía un corazón… es decir, no latía y, ¡al diablo!… Pero, bueno, aunque no latiese, sufría, era capaz de sufrir…

—Está bien, está bien —dijo con ostentosa condescendencia—. ¿Pero qué oíste en realidad?

—¿Cómo? Os oí hablar.

—¿Es decir, a Adalberto (que no estaba) y a mí?

—Claro.

—¿Y de qué hablábamos?

—De nada.

—¿De nada? En ese caso…

—De esa nada que hace que las conversaciones sean significativas o, mejor dicho, decisivas.

—Vamos. ¿Más detalles?

—Adalberto te acosaba y al final te pidió un beso.

—Y apuesto a que yo se lo di.

—¡Lo que hay que oír! Tu tono ligero, paciente y casi divertido es el peor ultraje que puedas infligirme. ¿Es que para ti mi angustia es motivo de befa?

—Pero, bueno, ¿qué quieres? —exclamó Enrichetta, ya intranquila realmente—. ¿Que yo confirme y avale para tu tranquilidad lo que nunca fue? Mira —añadió lloriqueando a su modo— que me costaría poco hacerlo… Pues sí: Adalberto vino, me pidió un beso y yo, aprovechando que tú estabas sin sentido o, mejor (por lo que yo sabía), muerto, y la libertad que tu muerte me daba, le concedí aquel beso… ¿Está bien así? ¿Estás contento?

—Mírate más bien a ti misma —repliqué— y no te fíes demasiado ciegamente del amor que te he tenido y que todavía te tengo. ¿Te atreves a afirmar que…?

—Lo afirmo sin ninguna duda y con todas mis fuerzas —gritó—. O sea, para hablar un poco más coherentemente, afirmo que no. Lo niego. Lo niego todo —luego cambiando de tono y asumiendo una expresión grave—: la verdad es que tú estás enfermo. Tu mal no es el de ayer, o no ha cesado; tal vez acaba de empezar ahora. ¡Ojalá mi afecto te libre de él!

Y con esta frase un poco rebuscada (no de otra manera se expresaba su sinceridad) me abandonó a mis pensamientos.

 

A mis pensamientos, a mis incertidumbres, las cuales y los cuales se centraban en algunos puntos en particular. Ante todo, según la misma Enrichetta había alegado, podía ser que la enfermedad hubiera confundido mi mente hasta hacerme entreoír aquella noche. Pero, por otro lado, mi mujer se había referido con mucha precisión, y no sin finura, a su única posible justificación, lo cual, directa o indirectamente, me confirmaba en mi propia opinión. Para mayor claridad, ella parecía haber querido argumentar: “Desde el momento en que tú estabas muerto, aun admitiendo una traición por mi parte, no habría sido realmente una traición: se puede traicionar a los vivos, no a los muertos”. Sea, ¿pero qué era eso sino una confesión? ¿Una confesión implícita e inconsciente escapada de sus labios en el calor de la rabia y del sarcasmo? Y venga a rumiar todo aquello y a darle vueltas a lo que, por último, se añadió subrepticiamente una incertidumbre, por así decir, de fondo.

El curso de mis reflexiones a menudo me había llevado a cavilar acerca de la verdadera naturaleza de mi pasada enfermedad, noción que parecía necesaria para el reconocimiento de las circunstancias y que, sin embargo, no sé por qué había (o, tal vez, porque desde el principio me había impuesto el silencio) evitado aclarar mediante una completa investigación. Sobre este punto, las fugaces alusiones de Enrichetta a mi “terrible experiencia”, así como alguna frase suya aparentemente inequívoca (pero igualmente interpretable como mera imagen), no me habían sido de ninguna ayuda ni lo fueron sus respuestas directas o reticentes o llenas de lagunas cuando me decidí a interrogarla. Por lo cual quise oír a nuestro médico, que también era un viejo amigo.

—Doctor —le dije un buen día—, hace tiempo que deseo ser informado con más detalle del origen de mi mal. Ahora que estoy casi curado, creo que usted puede decirme todo sin escrúpulos. ¿Qué enfermedad fue ésa?

Su respuesta me llegó inesperada y me desconcertó no poco.

—Querido amigo —dijo—, ¡qué cosas se le ocurren! ¿De verdad le interesa, ahora que (como justamente usted afirma) casi está curado, conocer con todo detalle las causas de su pasada enfermedad, su desarrollo y sus modalidades? Preocúpese más bien en recuperar completamente sus fuerzas.

Luego, ante mis protestas:

—Bueno, su caso no es tan raro. No conviene que se preocupe.

—Doctor —exclamé—, sus palabras parecen dichas aposta para despertar, si no otra cosa, mi curiosidad. Le recuerdo su deber profesional y mi derecho a conocer cuanto me afecta. No soy ningún niño. Hable.

—Pues bien —dijo de mala gana—. ¿Qué es lo que desea saber exactamente?

—Se lo repetiré: de qué especie y de qué naturaleza fue mi enfermedad.

—Desengáñese, no estoy en situación de responder a tales preguntas. Usted pretende demasiado de los hombres de ciencia… ¡nada menos que la especie y la naturaleza! —añadió refunfuñando entre dientes—. No hay nada de eso. Su enfermedad fue de una naturaleza no muy bien precisable. Eso es todo.

—Convendrá usted conmigo en que sus diagnósticos son muy singulares. De todos modos, ¿qué me dice de sus síntomas y de sus manifestaciones?

—Eso es fácil. De repente y de un minuto a otro usted cayó en una ardentísima fiebre cerebral y… y no sé decirle nada más.

—¿Cómo es que no sabe, doctor? Pero bueno, ¿cuándo y cómo se produjo el incidente mortal, el que me llevó dentro de mi tumba y del que por un milagro me salvé?

—¿Mortal? ¿Tumba? —repitió maravillado—. Perdone, pero no entiendo muy bien de qué me habla.

—¿Pero cómo? —salté, empezando a agitarme—. ¿Fui atacado, sí o no, por un síncope o una catalepsia, si lo prefiere, que me hizo pasar por muerto? ¿Me llevaron o no al cementerio y casi me emparedan en mi sepulcro?

—¡No! —declaró tajantemente.

—¿No? —grité, incapaz de contenerme—. Doctor, tenga cuidado y no intente engañarme, aunque sea por mi bien. Desde el fondo de mi muerte aparente, cuando todos ustedes creían apagada mi última facultad, yo conservaba una chispa, y algo más que una chispa, de consciencia, por lo que hoy me sería muy fácil desmentirle.

—¡Muerte aparente! —repitió como un eco con una especie de tétrico estupor—. Pero yo no pude observar nada semejante en usted… Todo lo que puedo decirle es que, en un determinado momento, su estado hizo temer seriamente por su vida. Por lo demás, de eso a lo que tan oscuramente se refiere, no sé nada.

—¡Usted no sabe nada! —estallé encolerizado levantándome del sillón donde transcurría mi larga convalecencia, arrojando la manta que cubría mis piernas y caminando a pasos agitados por la habitación—. ¡Usted no sabe nada! Pues escúcheme…

Y en ese momento descubrí en los ojos del médico una mirada extraña, casi furtiva, y sus posteriores palabras me parecieron precipitadas.

—Por lo demás —dijo—, a lo mejor tiene usted razón.

—¿Qué razón?

—Bueno, pensándolo bien, hubo un momento en el que parecía como muerto…

—¿Como muerto, dice?

—No, no, cálmese: muerto del todo.

—¡A buenas horas!

Pero había algo poco convincente en aquella admisión o retirada del médico. Además, se despidió a toda prisa y yo me quedé con la desagradabilísima sensación de haber sido tratado como un mentecato al que no hay que llevarle la contraria si no se quiere que se lo lleven todos los demonios.

 

4

 

Y héme aquí en el tiempo presente, aunque, a decir verdad, sobre eso ya no tengo claras las ideas. Habrán sido sus reticencias o descaradas respuestas a mis ansiosas preguntas, habrá sido todo eso, esta especie de complot tramado en la sombra a mi alrededor, y seguro que las perspectivas temporales se me han alterado o algo así. Yo, por ejemplo, creía, y todavía creo, que todo lo que anteriormente he contado ocurrió en un pasado notablemente lejano. Y ellos, al menos hasta que no doy claras señales de malhumor, pretenden que es algo de ayer, además de otros avasallamientos. Pero, a fin de cuentas, la cuestión del tiempo no es esencial. Volvamos a lo nuestro.

Continuando mi observación y estudio del comportamiento y las reacciones de Enrichetta y comparándolos con los resultados de mi (¿cómo he de llamarlo?) involuntaria escucha de muerto, habida cuenta del irrefrenable terror que se le pinta en la cara cada vez que viene ante mi presencia y, para ser breve, utilizando todos los elementos de que dispongo, habría llegado a la siguiente conclusión: mi mujer, enamorada desde hacía mucho tiempo del primo Adalberto y, por lo tanto, decidida a suprimirme, tramó aquel medio odioso; por así decir, me echó en brazos de las labrenas. En efecto, ella conocía muy bien mi aversión o, mejor, fisiológico rechazo por los inmundos animales, y esperó a que los mismos pudieran llevar a cabo su (de mi mujer) obra nefanda. La cual, si no le salió bien a ella y a sus aliadas no fue culpa de nadie por un feliz azar.

Naturalmente, echarle eso en cara con palabras claras (como lo he hecho) no sirve de nada; solo se obtienen negativas y lágrimas. Sin embargo, yo —lo repito y lo proclamo— tengo mis razones y mis pruebas tan incontrovertibles como que dos y dos son cuatro. ¡Demonios! He reflexionado mucho sobre ello, he llamado a mi memoria las más menudas circunstancias. Supongamos que esa noche soplaba un viento seco y tenso. Pues bien, con un tiempo así (lo he observado mil veces) las labrenas no entran en las habitaciones. Si en la mía había una, quiere decir que alguien la había metido allí.

Y sea como sea, ¿qué pensar de las numerosas labrenas que desde aquel día me asedian y me persiguen? Ahora casi todos los días descubro una en mi cuarto, aunque sea difícil saber por dónde entran, pues tengo puertas y ventanas cerradas. Pero mi mujer sí entra en mi habitación y así me explico el arcano. Mi querida Enrichetta vuelve a intentarlo, sabiendo muy bien que no sobreviviría a una segunda vez… No sobreviviré, conviene decir, desde el momento en que cada vez son más audaces y se me acercan cada vez más, mientras que yo todavía me encuentro muy débil y ni siquiera tengo la caña para defenderme… Por cierto, ¿por qué ya no tengo mi caña? Creo que eso tiene algo que ver con alguna intemperancia mía de la que me confieso culpable de mil amores, aunque está más que justificada por el estado de exasperación en que Enrichetta y todos, a menudo, me arrojan. Intentaré reconstruir el episodio.

Parece fácil hacer como si nada y callar, al menos mientras los otros tienen la sartén por el mango, pero llega un momento en el que uno ya no puede más y entonces, a lo mejor (ayer):

—Enrichetta, ven aquí y mírame a los ojos… No, no desvíes la mirada: a los ojos, te he dicho… ¿Por qué tiemblas, necia? No me hagas perder la paciencia. Bueno, Enrichetta, ya puedo declararte que… sí, que te he descubierto; he descubierto tus designios, el papel que desempeñaste en mi horrible mal, tus actuales intenciones, tus culpables sentimientos por otro hombre, en suma, todo. Y tú, ésa es la verdad, lo negaste todo, pero yo no me dejé engañar por tu impudicia… ¿Eh? ¿Qué pasa? ¿Ahora te castañetean los dientes? Perfecto: señal de que sabes lo que ahora quiero de ti, ahora, en seguida. Quiero una confesión completa, una lista detallada de todas tus culpas. Conque déjate de cuentos. Habla, di la verdad, libera tu conciencia. ¿Tú querías y quieres, no, matarme? ¿Para ser libre y abandonarte al amor de Adalberto, al que tú amas locamente? Vamos, estoy esperando. Y fíjate bien: no es que yo pretenda oponerme, podría ser que aceptase sacrificarme por tu felicidad. Así que no temas: solo se te pide que manifiestes sin más subterfugios ni fingimientos tus deseos… ¡Vamos, ánimo! Si no, acabaré por perder la calma.

Pero ella se pasaba una mano por la frente con una expresión de extravío… que no habría engañado ni a un niño, y seguía temblando y parecía que no encontrase palabras con que contestar. Y en ese punto, es lógico, yo empecé a alzar la voz:

—Enrichetta, si se te pide que hables significa que debes hablar. ¿Qué te pasa?

—Pero si yo —balbuceó por fin—, si yo nunca he querido ni quiero matarte…

¡Bueno! Eso ya era demasiado, ese papel de corderito. ¿Qué habrían hecho ustedes?

—¿No quieres matarme? —grité fuera de mí—. Pues intenta explicarme la presencia aquí dentro de esa… de eso que está ahí.

—¿De qué? —tuvo la caradura de preguntar.

—¡De esa labrena! —aullé con todo el aire que tenía en el pecho—. Esa que está ahí, en la pared. ¿La ves o finges no verla?

—Yo… ¡Oh, Señor!… yo no veo nada —dijo soltando unas lagrimitas, como si tal cosa.

Y ante tanta doblez, ante tanta perversa obstinación, ante tanta criminal astucia, yo ya no vi nada más: agarré mi flexible caña y le di unos azotes en las piernas capaces de hacerle saltar la piel a tiras. Ella huyó y yo detrás de ella, pero tropezó y salté sobre ella.

La verdad es que si no me la quitan de las manos… A lo mejor ahora estoy arrepentido, pero —vuelvo a repetirlo— si me ponen furioso, ¿por qué maravillarse si pierdo el control? Por eso, precisamente, me han quitado la caña.

Hasta con el médico tuve que enfadarme y hasta con mi buena hermana, la misma que en el cementerio, cuando gemía en mi ataúd, me devolvió a la vida.

Es como una conjuración, ya lo he dicho.

 

Por otra parte, ni siquiera es eso; es que…

Mi convalecencia, que parecía ir por buen camino, ahora, en cambio… No hay duda, se trata de una peligrosa recaída. Empiezo a figurarme, a ver cosas raras, espantosas…

Al despertarme esta mañana incluso me pareció que no estaba en mi casa sino en un lugar horrendo, desconocido. Me pareció… vacilo al decirlo… que el cielo enmarcado por la ventana no fuera libre y puro sino como marcado y dividido por una siniestra sombra negra… ¡Señor! ¿Una reja?

¿Y por qué esta habitación no tiene ningún objeto? ¿Por qué el lecho del que acabo de levantarme no es más que un jergón? ¿Por qué, por qué las mortecinas paredes me parecen… ¡Oh, Dios mío, sálvame del horror!… me parecen acolchadas? ¿Por qué, por qué me es imposible mover los brazos y las manos, como si estuvieran atados en cruz sobre mi pecho?

Desde una mirilla en la puerta me observa un rostro burlón o compasivo, lo mismo da. Si solo pudiera alcanzarlo, lo juro, no se reiría ni se apiadaría de nadie por toda la eternidad… ¿O es que ese rostro es el de la propia Enrichetta, venida a disfrutar de su nuevo triunfo?

Y por encima de todo, dominándolo todo y motriz de todo, esta labrena…

Una vez más, ¿por dónde entró si en este cuarto nadie entra nunca, ni siquiera mi mujer?… ¿Y cómo defenderme de ella en mi situación?

Me mira con sus redondos, saltones y brillantes ojos. Acecha la ocasión de caer sobre mi pecho, de caer sobre mí, cara contra cara… Me mira con sus redondos, saltones y brillantes ojos. Acecha la ocasión de caer sobre mi pecho, de caer sobre mí, cara contra cara… Conoce su mirada, su inmenso poder…

En ella se concentra todo el mal, todo el dolor del mundo…

¡Dios mío, sálvame!

*FIN*


“Le labrene”,
Le labrene, 1974


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