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Las limitaciones del serang Pambé

[Cuento - Texto completo.]

Rudyard Kipling

Si se consideran las circunstancias del caso, era lo único que él podía hacer. Sin embargo el serang Pambé fue colgado del cuello hasta su muerte, y Nurkeed también está muerto.

Hace tres años, cuando el Saarbruck, un vapor de la Elsass-Lothringen, estaba cargando carbón en Adén y el tiempo era realmente tórrido, Nurkeed, el alto y gordo fogonero de Zanzíbar que alimentaba la segunda caldera de la derecha, a treinta pies abajo en la bodega, pidió permiso para ir a tierra. Salió hecho un «criado de un sidi», que así les llaman a los fogoneros, y volvió hecho un sultán de Zanzíbar de cuerpo entero: su alteza Sayid Burgash, con una botella en cada mano. Entonces se sentó en la escotilla de proa a comer pescado salado y unas cebollas, cantando las canciones de un país lejano. La comida pertenecía a Pambé, el serang o capataz de los lascares. Acababa de cocinarla para sí, había ido a pedir un poco de sal, y cuando volvió se encontró con que los sucios dedos negros de Nurkeed estaban removiendo el arroz.

Un serang es una persona de importancia, muy por encima de un fogonero, aunque este gana más dinero. Es él quien comienza el coro de «¡Vamos allá, Hi, Ha, Hi!» cuando el bote del capitán es izado hasta el pescante, es él quien pesa el plomo también, y a veces, cuando todo el barco holgazanea, se pone la muselina más blanca y un gran fajín rojo y juega con los niños de los pasajeros en el alcázar. Entonces los pasajeros le dan dinero y él se lo guarda para una orgía en Bombay, Calcuta o Pulu Penang.

—¡Eh tú, tonel negro y gordo, que te estás comiendo mi comida! —dijo Pambé en la otra lingua franca que comienza donde termina la lengua de Levante y que se extiende desde Port Said hacia el este, donde el este es oeste y los bergantines de las Islas Kuriles cotillean con los juncos perdidos de Hakodate.

—Hijo de Eblis, cara de mono, hígado seco de tiburón, pigmeo, yo soy el sultán Sayid Burgash y el comandante de este barco. Llévate tu basura —y Nurkeed tiró su plato de estaño vacío a la mano a Pambé.

Pambé sacudió un barreño por encima de la cabeza lanuda de Nurkeed. Nurkeed sacó su navaja e hirió a Pambé en la pierna. Pambé sacó su navaja, pero Nurkeed se derrumbó en la oscuridad de la bodega y escupió a Pambé a través de las rejas, porque estaba ensuciando el castillo de proa con su sangre.

Solo la luna blanca vio estos acontecimientos porque los oficiales estaban supervisando la carga de carbón y los pasajeros se revolvían en sus cerrados camarotes.

—Está bien —dijo Pambé, y se fue a vendarse la pierna—, arreglaremos cuentas más tarde.

Era un malayo nacido en India, casado una vez en Birmania, donde su mujer tenía una tienda de puros en la carretera de Shwe-Dagon, otra vez en Singapur, con una muchacha china, y otra vez en Madrás, con una mujer musulmana que vendía aves. El marinero inglés no puede casarse tan profusamente como solía, debido a las oficinas postales y telegráficas, pero los marineros nativos sí que pueden, al no sentir la influencia de las invenciones bárbaras del salvaje occidental. Pambé era un buen marido cuando coincidía que recordaba la existencia de una esposa, pero también era un buen malayo, y no es prudente ofender a un malayo, porque no olvida nada. Además, en el caso de Pambé, se había vertido su sangre y se había echado a perder su comida.

A la mañana siguiente Nurkeed se levantó con la mente en blanco. Ya no era el sultán de Zanzíbar, sino un fogonero con mucho calor. Así que se fue a cubierta y se abrió la chaqueta para respirar el aire de la mañana, hasta que una navaja surgió como un pez volador y se clavó en la madera del fogón de la cocina a media pulgada de su axila. Bajó corriendo antes que fuera su hora, tratando de recordar lo que podía haberle dicho al dueño del arma. A mediodía, cuando todos los lascares del barco estaban comiendo, Nurkeed se metió entre ellos y, como era un hombre plácido que apreciaba en mucho su piel, abrió las negociaciones diciendo: «Hombres del barco, ayer por la noche estaba borracho y hoy por la mañana sé que me comporté mal con alguno de ustedes. ¿Quién fue ese hombre, para que me pueda enfrentar a él cara a cara y confesarle que estaba borracho?».

Pambé midió la distancia al pecho desnudo de Nurkeed. Si saltaba podía tropezar, y un golpe ciego en el pecho a veces se queda tan solo en un corte en el esternón. Es difícil penetrar entre las costillas a no ser que el sujeto en cuestión esté dormido. Así que no dijo nada, ni tampoco los otros lascares. Sus rostros perdieron inmediatamente toda expresión, como es costumbre entre los orientales cuando huelen la muerte o se presenta cualquier posibilidad de problemas. Nurkeed se quedó mirando largo rato aquellos ojos en blanco. No era más que un africano y no sabía leer la personalidad. Un gran suspiro —casi un gemido— se le escapó, y volvió a las calderas. Los lascares retomaron la conversación donde la habían interrumpido. Hablaban de la mejor manera de cocer el arroz.

Nurkeed sufrió mucho debido a la falta de aire fresco en el trayecto a Bombay. Solo subía a cubierta a respirar cuando estaba llena de gente; e incluso así, un día cayó un bloque pesado de una grúa a escasos pies de su cabeza y una rejilla al parecer bien sujeta que pisó empezó a girar con la intención de dejarlo caer en una bodega de carga completamente cerrada, quince pies más abajo; y una noche insoportable, la navaja cayó del castillo de proa, y esta vez produjo sangre. Y Nurkeed se quejó; y, cuando el Saarbruck llegó a Bombay, huyó y se encerró entre ochocientas mil personas y no se enroló hasta que el barco llevaba ya un mes en alta mar. Pambé también esperó, pero su esposa de Bombay empezaba a chillar demasiado y se vio obligado a enrolarse en el Spicheren hasta Hong Kong, porque se dio cuenta de que no se puede estar toda la vida sin trabajar. En los brumosos mares de China pensó mucho en Nurkeed, y cuando los vapores de la Elsass-Lothringen tocaban el mismo puerto que el Spicheren preguntaba por él, y así se enteró de que había ido a Inglaterra, vía El Cabo, a bordo del Gravelotte. Pambé llegó a Inglaterra en el Worth. El Spicberen lo alcanzó en el faro Nore. Nurkeed salía rumbo a la costa de Calicut en el Spicberen.

—¿Quieres encontrar a un amigo, mi querido cubo de carbón bocazas? —dijo un caballero en el servicio mercantil—. No hay nada más fácil. Espera en los muelles de Nyanza hasta que llegue. Todo el mundo acaba pasando por los muelles de Nyanza. Espera, pobre pagano.

El caballero decía la verdad. Hay tres grandes puertas en el mundo donde, si esperas el tiempo suficiente, te encuentras con quien quieras. Una de ellas es la cabeza del Canal de Suez, pero también la muerte pasa por ella; la estación de Charing Cross es la segunda… en lo que se refiere al tráfico terrestre; y los muelles de Nyanza es la tercera. En cada uno de estos lugares encuentras hombres y mujeres esperando eternamente a los que con seguridad van a aparecer por allí. Así que Pambé esperó en los muelles. El tiempo no constituía obstáculo alguno para él, y sus mujeres podían esperar, como lo hacía él, día tras día, semana tras semana, mes tras mes, junto a las chimeneas de los Blue Diamond, a los conductos de humos de los Red Dot, a los Yellow Streaks, y los sórdidos gitanos anónimos del mar, que cargaban y descargaban, se abrían paso a empujones, silbaban y rugían en la niebla perenne. Cuando se le acabó el dinero, un caballero le dijo que se hiciera cristiano, y Pambé se hizo cristiano a toda velocidad, adquiriendo su instrucción religiosa entre la llegada de un barco y la de otro, y también seis o siete chelines a la semana por distribuir panfletos religiosos a los marineros. Qué era la fe no le importaba a Pambé lo más mínimo; pero sabía que si decía «Qui-ris-tia-no nativo, señor» a hombres con largas levitas negras, podía conseguir unos cuantos peniques; y los panfletos se podían mercar en una pequeña taberna que vendía la picadura de tabaco por tomín, que es un peso menor que el adarme, que es menos de media onza, y representa un comercio al por menor de lo más provechoso.

Pero pasados ocho meses Pambé cayó enfermo de neumonía, contraída por permanecer mucho tiempo inmóvil en el lodo, y muy en contra de su voluntad se vio obligado a meterse en la cama en su habitación de dos chelines y seis peniques bramando contra el destino.

El amable caballero se sentó a su lado, y se apenó al ver que Pambé hablaba lenguas extrañas, en lugar de escuchar los buenos libros, y que casi parecía convertirse en un ignorante pagano de nuevo, hasta que un día lo despertó de su estupor una voz en la calle, junto a la cabeza del muelle.

—Mi amigo… él… —susurró Pambé—. Llámelo ahora, llame a Nurkeed. ¡Rápido! ¡Dios lo ha enviado!

—Necesitaba a alguien de su raza —dijo el amable caballero.

Y, saliendo, gritó «¡Nurkeed!» con toda la fuerza de sus pulmones. Un hombre demasiado moreno, con una chirriante camisa blanca y pantalones completamente nuevos, un alfiler de corbata y un sombrero reluciente, se volvió. Sus muchos viajes habían enseñado a Nurkeed a gastarse el dinero y habían hecho de él un ciudadano del mundo.

—¡Hola! ¡Sí! —dijo, cuando le explicaron la situación—. Sí, lo conozco, un negro muy negro, de cuando estaba en el Saarbruck. El viejo Pambé, el buen viejo Pambé. Un lascar. Llévame hasta él, señor.

Y lo siguió a la habitación. Una simple mirada informó al fogonero de lo que el amable caballero había pasado por alto. Pambé era desesperadamente pobre. Nurkeed se metió las manos en los bolsillos y luego se adelantó con los puños cerrados hacia el enfermo, gritando: «¡Ay, Pambé, hola, hola, takilo takilo! ¡Vamos, Pambé, me conoces, mírame, gordo y viejo!».

Pambé lo llamó con la mano izquierda. La derecha la tenía bajo la almohada. Nurkeed se quitó su espléndido sombrero y se inclinó sobre Pambé para alcanzar a oír un débil susurro.

—¡Qué bello! —dijo el amable caballero—. ¡Estos orientales se quieren como chiquillos!

—Dilo de una vez —dijo Nurkeed, inclinándose sobre Pambé todavía más.

—Por aquel pescado y aquellas cebollas —dijo Pambé y metió el cuchillo en su lugar, entre las costillas, hacia arriba y bien adentro.

Se oyó una tos densa y malsana, y el cuerpo del africano se resbaló despacio desde la cama y sus manos cerradas dejaron caer una lluvia de monedas de plata que se esparcieron por la habitación.

—¡Ahora ya puedo morir! —dijo Pambé.

Pero no murió. Lo cuidaron y lo devolvieron a la vida con toda la habilidad que proporciona el dinero, porque la Ley lo perseguía; y al final se puso lo suficientemente sano y en forma como para ser colgado en forma debida y conveniente.

A Pambé no le importó demasiado, pero fue un golpe muy triste para el amable caballero.

FIN


“The Limitations of Pambé Serang”,
Life’s Handicap, 1891


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