Casa digital del escritor Luis López Nieves


Recibe gratis un cuento clásico semanal por correo electrónico

Las muertes

[Cuento - Texto completo.]

Inés Arredondo

A Juan Guerrero

Lo perturbador es que se trata de un asunto estético.

No quiero que se me malinterprete: no estoy hablando del cadáver o de lo macabro, ni de justicia o asesinato. Lo comprendí esta mañana cuando me irritó el dolor y el estado nervioso de Ángela ante un hecho, por lo menos, similar. No me conmovió lo que me contó ni el que saliera apresuradamente de mi despacho para ocultar las lágrimas cuando le dije: “Eso sólo les pasa a los tontos y a los borrachos”. No, no se trataba de la barbarie, sino de la forma, del estilo de la barbarie.

Vi a Ángela toda la mañana con sus ojos enrojecidos y sin atreverse a levantar los párpados para mirarme cuando la llamaba; vi su ancha cara, siempre alegre y un tanto bobalicona, inmovilizada como una máscara, su esfuerzo por mostrarse tan eficiente como si lo que sucedió no hubiese sucedido. Y no sentí nada.

El ahogo que me obligó a aflojarme la corbata y desabrochar el botón del cuello de la camisa a medida que iba leyendo los matutinos, a quitarme el saco, y después a no contestar ninguna llamada telefónica, a no recibir a los clientes, fue aumentando al grado de no poder, simplemente, firmar, porque mis manos temblaban por una impaciencia que, en realidad, no esperaba nada.

No salí a comer. No tenía a dónde ir, con quién hablar, porque sabía que en ese momento todo el mundo comentaba el hecho, así o asá, no importa; como seres racionales, poseedores de una estructura mental, por mínima que fuera, pero con la que podían ser consecuentes, fría o apasionadamente consecuentes; todos esos seres seguían comiendo, trabajando, habían dormido la noche anterior. Me sacaba de quicio sólo imaginar el tono y las opiniones de los cercanos a mí, de los que amo.

A las cuatro de la tarde no pude más. Salí de la oficina y le dije a Ángela al pasar “puede tomarse la tarde”, sin volver la cara hacia ella.

Desde esa hora estoy caminando y me he detenido solamente para leer las notas que sobre el asunto traen los periódicos. En todas las ediciones se habla casi exclusivamente de ello, precisamente para agotarlo y que ya no haya más noticias mañana. Esto fue lo primero que percibí.

Después, ya muy cansado, noté que no se me ocurrió buscar si había algo sobre lo del cuñado de Ángela. Ni aun entonces sentí la necesidad de tomar un teléfono y preguntar si estaba muerto o no. Y sin embargo, yo le tengo afecto, más del que generalmente expreso a esa mujer. Apreté contra mi costado los periódicos.

En mi casa, dentro de mi propia casa habían irrumpido e invadido todo de horror: el cadáver desnudo, hinchado, cosido en línea recta del vientre a la garganta, después de haber sido abierto en canal. Un cadáver que se exhibe por todos lados para que se vea que no tiene balazos.

Cualquier ser sensato hubiera apagado su televisor. Yo no hice eso.

Nunca he estado en un palenque. Sé de ellos lo que todo el mundo ha visto en viejas películas cuyo nombre nadie recuerda. Ignoro el ambiente y la excitación, lo que de fascinante pueda tener una pelea de gallos. Sólo sé que allí, quién sabe por qué, un hombre le dio a otro, al cuñado de Ángela, cuatro balazos en el vientre. Una muerte anacrónica, si es que ha muerto. Y absurda.

En cambio esta otra es lógica, natural: se trata de un guerrillero alzado en armas contra el gobierno.

*FIN*


Río subterráneo, 1979


Más Cuentos de Inés Arredondo