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Las palabras silenciosas

[Cuento - Texto completo.]

Inés Arredondo

A José de la Colina

Nombres. También entran en el misterio, se corresponden con otras cosas. Así sucedió con Eduwiges. Él no pudo conformarse con decirle “Eluviques”, y la llamó simplemente Lu, y Lu es el nombre de un semitono de la escala musical china: justo el significado y el sonido que vibraban en él cuando la veía moverse, con su cuerpo alto, elástico y joven sobre los verdes tiernos y sombríos de su parcela, cuando la oía reír con su risa sonora que hacía aletear a los pájaros cercanos.

Ella le preguntó una vez:

—Si sabes tantas cosas ¿por qué no nos vamos a la ciudad? Yo sé que tienes guardado dinero, pero eres un tacaño. Allá hay chinos ricos, muy ricos y viven con lujo. Pon una tienda en Culiacán. Yo te ayudo.

—“¿Por qué vivo en la colina verde-jade?

Río y no respondo. Mi corazón sereno:

flor de durazno que arrastra la corriente.

No el mundo de los hombres,

bajo otro cielo vivo, en otra tierra”.

—Vete al diablo. Tú y tus tonterías.

Pero le había dado tres hijos y había cantado bajo el techo de paja.

Luego existía aquello también, el que don Hernán, de vez en cuando, hablara en serio con él y, cuando estaba de buenas, lo llamara Confucio o Li Po. Él había viajado por todo el mundo, leído todo. Y después, cuando la gran persecución a los chinos en el noroeste, no había permitido que ninguno de ellos fuera tocado, ni los ricos ni los pobres. Y le había prestado, por capricho seguramente, el libro traducido del inglés aquel, cuyos poemas había copiado con tantas dificultades, porque leer, podía leer de corrido, pero escribir, no había escrito nunca desde que aprendió: ¿a quién iba a escribirle él? Ni en chino tendría a quién hacerlo, aunque hubiese podido recordar los caracteres suficientes para ello. “No más afán de regresar / olvidar todo lo aprendido, entre los árboles”. Eso había decidido cuando llegó, ¿hacía cuántos años? Para eso no tiene memoria. Sí, recuerda a su maestro allá. El silencio…

—Manuel. Mañana tengo visitas. Quiero que me traigas unas amapolas, pero que sean las más bonitas que haya.

—Sí, sí —y mueve la cabeza como si la tuviera suelta sobre el cuello largo y pelado.

—Van a venir mis suegros, ¿sabes? Bueno, los que van a ser mis suegros. Me vienen a pedir.

—Bueno, bueno. Yo legalalte floles.

—Gracias, Manuel. ¡Ah!, desde ahora te digo que te voy a invitar a la boda.

—Bueno, muy bueno.

También él se había casado y don Hernán en persona había sido su padrino. Quizá por eso se había sentido obligado, cuando Lu se fue con Ruperto, a mandarlo llamar para decirle que podían hacerla volver, a meterla a la cárcel, quitarle a los hijos, podían… podían tantas cosas… Don Hernán estaba enojado.

No. Le había vendido hortaliza a Ruperto desde siempre y era un hombre honrado. Lu le había dado felicidad y tres hijos. Las tardes en que Ruperto iba con su camión, y entre los dos cargaban las legumbres, cuando habían terminado, Lu se acercaba y les ofrecía agua de frutas, como él le había enseñado, y no era culpa de ellos si sabían reírse a carcajadas al mismo tiempo, y hablar igual, con la misma pronunciación, de las mismas cosas, largo tiempo parados; lo había visto mientras escuchaba, quieto. Así sucedió durante años. En cuanto a los hijos; a esas pequeñas fieras sin domar… eran idénticos a ella, físicamente moldeados a su imagen, incluso. Tenían sus enormes ojos amarillos, aunque ligeramente rasgados; además lo había intentado todo para enseñarles lo que él aprendió de pequeño, tan pequeño como ellos y sólo le habían respondido con actitudes de extrañeza. Sobresalto, si no un leve repudio había sentido en todos cuando a uno por uno, a su tiempo, los había llevado a ver al San Lorenzo después de la avenida, majestuoso y calmo, y en voz baja, jugando con una hoja o acariciando una piedra había dicho lentamente: “Lejos, el río desemboca en el cielo”.

A pesar de sus advertencias, jugando pisoteaban y destruían los cuadros de almácigos, y no había conseguido que trasplantaran con cuidado una sola pequeña planta o se quedaban un instante quietos viendo algo, por ejemplo la luna, tan extraña y tan íntima.

No era ni siquiera los nombres de las personas, de las cosas lo que se le escapaba, era solamente la articulación. Y eso era todo: suficiente para que lo consideraran inferior, todos, todos; ni don Hernán, a veces, lo comprendía bien, profundamente. Solamente los otros chinos. Sí, no era una casualidad que no hablara como los demás, que tuviera su forma especial de hacerlo.

—“Viejos fantasmas, más nuevas.

Zozobra, llanto, nadie.

Envejecido, roto,

para mí sólo canto”.

La claridad empezaba. Surgida del silencio se queda un rato quieta y toca las cosas imperceptiblemente. Quieta.

Era el mejor momento para hundir el pie desnudo y enjuto en la tierra esponjosa para tantear en la penumbra la primera lechuga húmeda, no vista sino recordada del día anterior, de tantos días anteriores en que ya sabía cuándo estaría en sazón; para cortarla, sin ruido, con el filoso cuchillo. Y seguir así, disfrutando en el silencio de aquello que no era trabajo sino adivinación y conocimiento. Luego, sigilosa, la claridad iba asomándose, hasta que despertaban los pájaros. “Canta un gallo. Campanas y tambores en la orilla. Un grito y otro. Cien pájaros de pronto”.

Seguía trajinando de rodillas entre los surcos, acendrando dentro de sí las palabras: no había por qué detenerse. Mientras, sentía en la cara, en la espalda, en los flancos tranquilos, cómo comenzaba la respiración profunda de las huertas que cercaban su parcela. Siempre oscuras y secretas, cerradas sobre sí mismas, las huertas enormes empezaban a moverse. Cuando la luz era ya demasiado viva, bastaba con levantar un poco la cabeza y los ojos descansaban en la mancha oscura que proyectaban los árboles.

Ya no era hora de cultivar, es hora de vender. Entra a la choza de bambú y paja, fresca siempre bajo el gran mango que ha dejado en medio de su sembradío, desayuna alguna cosa y se prepara. No se da cuenta, quizá porque nunca, nadie, se lo hizo notar, de que se viste igual que en su país, de que el enorme sombrero cónico que tejió con sus propias manos no es el que usan los hombres del pueblo, a excepción, claro, del resto de los de su raza que viven allí. Carga, cuidando el equilibrio, las dos cestas, tan grandes; arregla los mecates, las acomoda en los extremos del largo palo que coloca sobre sus hombros y levanta el peso como si no lo sintiera. Por el borde del canal que atraviesa la huerta, y luego derecho por la avenida polvosa que hay entre los frutales va trotando uniformemente. Pasa por enfrente de la casa-hacienda y saluda a los que andan por los jardines, por los patios, sin alterar el ritmo de sus saltitos de pájaro.

Desde que está cerca de las primeras casas, sin levantar demasiado la voz, comienza a anunciarse.

—Valula, valula.

Sabe que se dice “verdura”, pero no lo puede pronunciar. Hay tantas cosas que quisiera decir, que ha intentado decir, pero renunció a ello porque suenan ridículas, él las oye ridículas en su tartajeo de niño que todavía no sabe hablar. Sólo don Hernán… Pero con los otros no insiste, comprende que si uno no se explica los otros piensan que es inútil responderle, hablarle, porque sienten que no entiende, que su imposibilidad de expresión correcta es indicio seguro de imposibilidad de comprensión verdadera. No tenía rencor ni se azoraba, lo sabía desde que era un niño: “Si no conocemos el valor de las palabras de los hombres, no los conocemos a ellos”. Y él es un hombre, aunque esté viejo, aunque por la torpeza inexplicable de su paladar, de su lengua, se resigna a los tratos más simples y los demás no lo ven como realmente es. Lo quieren, sí, le piden y le hacen favores, pero no hablan con él como entre ellos, aunque algunos sean tan tontos.

—¡Manuel! ¿Traes calabacitas?

—¡Manuel!

¿Desde cuándo se llama así? ¿Cuántos años tiene en este pueblo? ¿Cuántos años hace que nació? Allá, en el fondo, está su verdadero nombre, pero no se lo ha dicho a nadie. Ni siquiera en secreto, al oído, hace muchos años, a Lu.

Termina pronto de vender y vuelve a trabajar.

Al fondo está el cuadro de las adormideras.

Hermoso de ver como ninguno. Piensa en el inglés, en De Quincey, cuyas palabras ha copiado, que nunca las vio en su esplendor aéreo, llenando el aire con su frágil encanto. Es febrero, en marzo tendrá que trabajar su cosecha personal de opio, pero tampoco es trabajo: le produce placer, un intenso placer. Mientras las cultiva, las mira y escucha los susurros de corolas apretadas. Corta un capullo.

—“No me avergüenza, a mis años, ponerme una flor en el pelo. La avergonzada es la flor coronando la cabeza de un viejo”.

En marzo cosechó las amapolas dobles, triples, que la gente compraba con avidez. Pero guardó la reserva, y comenzó a destilar el espeso jugo del corazón de las flores.

Todos los años hacía eso, y lo guardaba secretamente para las noches de luna, algunas de soledad, o cuando iba a conversar, pausadamente, con los suyos.

En mayo, cuando el sol deslumbra, hace sudar, pero todavía no agobia ni adormece, llegaron ellos.

Sus tres hijos y un extraño en el camión fuerte y moderno de Ruperto:

—Estos jóvenes vienen a reclamar su herencia, su derecho sobre sus tierras…

No escuchó más. No quiso escuchar más.

Miró a sus hijos altos, fieros, extraños.

Él sabía que las tierras eran de don Hernán, quien se las había dado para que las cultivara, para que en el pueblo hubiera verduras, flores, y que don Hernán no iba a dejarse quitar ni un terrón de esas tierras. Pero no se trataba de eso.

Esperó a la noche. Comenzó a fumar su larga pipa, lentamente. No había prisa. Cuando juzgó que estaba cerca del paraíso, prendió fuego a su choza de bambú, se tendió en su cama y siguió fumando.

*FIN*


Río subterráneo, 1979


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