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Las peregrinaciones de Turismundo

[Cuento - Texto completo.]

Miguel de Unamuno

La ciudad de Espeja

 

Cuando ya el pobre Turismundo se creía en el páramo inacabable, a morir de hambre, de sed y de sueño al pie de un berrueco, al tropezar en un tocón vio a lo lejos, derretidas en el horizonte, las torres de una ciudad. Brotó sobre ellas, como una inmensa peonía que revienta, el Sol, y la ciudad centelleaba. Recogió Turismundo lo que de vida le quedaba y fue hacia la ciudad que, según él, se le acercaba, y el sol subía en el cielo, engrandeciéndose ella. Mas cuando ya estaba a su entrada, el aire parecía espesarse y oponerle un muro.

Era, en efecto, un muro transparente e invisible. Siguió a lo largo de él, bordeando la ciudad, hasta que entró en ésta por una que parecía puerta en el muro invisible.

Las calles, espaciosas y soleadas, estaban desiertas, aunque de vez en cuando pasaban por ella vehículos vacíos y que marchaban solos, sin nadie que los llevase ni guiase. Las casas, todas de un piso, tenían así como fisonomía humana; con sus ventanas y puertas y balcones, todo ello abierto de par en par, parecían observar al peregrino y a las veces sonreírle. Turismundo había olvidado su hambre, su sed y su sueño.

Desde la calle podía verse el interior de las casas, abiertas a toda luz y todo aire. En casi todas ellas, junto a muebles relucientes, al lado de camas que convidaban al descanso, grandes cuadros con retratos de los dueños acaso, o de sus antepasados. Y ni una sola persona viva. De algunas casas salían tocatas como de armonio. Y llegó a ver por una ventana de un piso bajo, el armonio que sonaba. Sonaba solo; nadie lo tocaba.

Detrás de las tapias de los sendos jardinillos de las casas alzábanse cipreses en que piaban y chillaban bandadas de gorriones. Y de todo como que rezumaba una quietud apacible y luminosa.

Fue a dar Turismundo a una larga calle con soportales. Se asomó a una de las abiertas casas y descubrió una gran biblioteca. Los libros estaban todos al alcance de su mano. Pero siguió calle adelante, por los soportales, hasta ir a dar a una plaza espaciosísima, toda poblada de estatuas y cruces y obeliscos. Era un gran cementerio; el cementerio, sin duda, de la ciudad desierta. Hallándose en el cual oyó sacudir del cielo los toques de una campana, y entonces se le despertaron, con fuerza devoradora, el hambre, la sed y el sueño.

Entró en la primera calleja, luego en la primera casa -todas estaban abiertas-, y llegó a un comedor, en medio del cual y en mesa limpia había de comer y de beber en abundancia y a escoger. Comió y bebió, no mucho, pero hasta satisfacerse, y luego procurose la cama y cayó rendido de sueño sobre ella antes de poder desnudarse.

Cuando se despertó al día siguiente, Turismundo sentíase otro. Un indecible gozo de paz corría por sus entrañas. Fuese al comedor, desayunó un desayuno con aromoso y caliente café -¿hecho por quién?- y salió a la calle a descubrir mejor la ciudad. De cuando en cuando cruzaba algún vehículo vacío y un caballo solo y en pelo. Al pasar junto a la casa de la biblioteca entrose en ella, buscó un libro, el más a mano -y eso que estaba allí el catálogo y era facilísimo por él dar con cualquier otro-, y se puso a leerlo.

Cuando volvió a salir a las calles de la ciudad invadiole un extraño y misterioso sentimiento. Era como si una espesísima, pero invisible, intangible e inoíble muchedumbre humana le rodease. Sentíase entre un tropel de prójimos y como si se clavasen en él miles de miradas invisibles. Y hasta sintió, en las entrañas y no en los oídos, el eco de risas silenciosas. Apretó el paso y la muchedumbre aquella no cesaba. Y no era, no, que le siguiesen; era que las calles y cantones y plazuelas y corrillos estaban todos atestados de aquella gente, a la que ni veía, ni oía, ni tocaba. Aunque a ratos sentía como voces misteriosas y el apretamiento de la muchedumbre.

Buscando encontrarse solo, alzó la voz para increpar a la turba invisible, silenciosa e implacable, y la sangre se le paró, helada de terror, en las venas, porque no se oyó a sí mismo. Parecía que el ámbito saturado de hombres, hecho de ellos, humanado -no humanizado-, ahogaba su voz y con ella le ahogaba a él. Y sintió hambre y sed y sueño de soledad; ansió con ansias mortales encontrarse solo, enteramente solo, viendo miradas y oyendo voces de hombres y de mujeres, tocando a prójimos. Y comprendió que la soledad, la verdadera soledad, la que le pone a uno cara a cara de Dios y lejos de sí mismo, es la que se logra en medio del tráfago y tumulto de la gente.

Quiso salir de la ciudad y no pudo. Ceñíale aquel muro invisible, aquella faja de aire hecho como acero. Y desesperado se volvió por entre aquella muchedumbre invisible, silenciosa e intangible, al cementerio central, a la gran plaza. Y paseándose, henchido de congoja, por entre las tumbas y las estatuas, en cuyo mármol cantaba el sol, vio que la hermosa laude se entreabría como la valva de una ostra. Al acercarse él cerrose. Se detuvo Turismundo, buscó luego una tranca y aguardó junto a la tumba. Y cuando la laude volvió a empezar a entreabrirse metió la tranca por la rendija e hizo fuerza como con una palanca.

-¡No, por fuerza no! -dijo una voz que salía de la tumba.

Al poco rato salía a luz un enano huesudo y cetrino.

-¿Y tú quién eres? -le preguntó Turismundo.

-¿Yo? Yo soy Quindofa, y tú, Turismundo, desde hoy mi amo.

-¿Qué hacías ahí?

-¿Yo? ¿Qué hacía yo aquí? Pues yo hacía aquí, dormir.

-Pues que me llamaste tu amo, ¿me enseñarás a salir de la ciudad?

-¿De esta ciudad de Espeja? Sí, te enseñaré a salir de ella. Saldremos, y juntos correremos mundo.

-¿Y esa muchedumbre invisible, silenciosa e impalpable que llena esta ciudad y no me deja solo un solo momento?

-¿No te viste nunca en un cuarto cuyas cuatro paredes y el techo y el suelo fuesen seis espejos? ¡La de gente que te rodearía allí! ¡Pues esto y no otra cosa es lo que aquí te ocurre! Aquí todo es espejo.

-Y cuando quise hablarles no me oí.

-¡Es natural! El que habla solo y para sí solo, no se oye.

-Pues ahora, al hablarte, me oigo.

-Sí, porque yo, Quindofa, tu criado, te sirvo de eco. Si no repercutieran en mí y desde mí a ti tus palabras, no te oirías. Pero ahora vamos. Dame la mano.

Le dio Turismundo la mano a Quindofa, el enano huesudo y eterno, y sintió al punto que toda aquella muchedumbre invisible, silenciosa e intangible que llenara la ciudad se había recogido a sus moradas, y por las calles desiertas fueron hasta la misma puerta invisible por donde el peregrino había entrado. Y pronto se encontraron en el páramo.

-¿Y ahora? -preguntó Turismundo.

-¿Ahora? -contestó Quindofa-. ¿No ves allí, lejos, muy lejos, aquello que parece una nube? Pues aquello es la montaña Queda. Vamos a subir a ella y me agradecerás la visita. Es una de las cosas más maravillosas que en este nuestro mundo -el tuyo y el mío- pueden verse. ¡Y aquella águila! ¡Y aquellas abejas!

*FIN*


Los Lunes de El Imparcial, Madrid, 9-I-1921


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