Casa digital del escritor Luis López Nieves


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Las ratoneras prohibidas

[Cuento - Texto completo.]

Saki

 —¿Te dedicas a actividades de casamentero?

Hugo Peterby planteó la pregunta con cierto interés personal.

—No es mi especialidad —contestó Clovis—. Todo va muy bien mientras lo estás haciendo, pero los efectos secundarios resultan a veces tan desconcertantes… las miradas de reproche mudo de las mismas personas a las que has ayudado e incitado a experimentos matrimoniales. Es tan malo como vender a un hombre un caballo con media docena de vicios ocultos y ver que los descubre, hecho pedazos, durante la estación de caza. Supongo que estarás pensando en la joven Coulterneb. Cierto que es divertida, que en cuanto al físico está muy bien y creo que tiene algo de dinero. Lo que no veo es cómo conseguirás nunca proponérselo. Desde que la conozco no recuerdo que haya dejado de hablar tres minutos seguidos. Tendríais que apostar a correr seis veces alrededor del prado de hierba, para lanzarle luego tu propuesta antes de que ella recuperara el aliento. El prado está preparado para el heno, pero si realmente estás enamorado de ella no dejarás que ese tipo de consideraciones te detengan; sobre todo porque el heno no es tuyo.

—Creo que podría arreglármelas bastante bien con la proposición si pudiera quedarme a solas con ella cuatro o cinco horas —contestó Hugo—. El problema es que no es probable que consiga todo ese tiempo de gracia. El tipo ése, Lanner, está mostrando signos de interesarse en la misma dirección. Es angustiosamente rico, y bastante guapo a su manera; la verdad es que hasta nuestra anfitriona está evidentemente halagada de tenerlo aquí. Si se entera de que está predispuesto a sentirse atraído por Betty Coulterneb, ella lo considerará una unión espléndida y se pasará el día entero arrojándole a uno en brazos del otro. ¿Y qué oportunidades tendré yo entonces? Lo que me preocupa es mantenerlo lejos de ella lo más posible, y si tú pudieras ayudarme…

—Si lo que quieres es que me lleve a Lanner por la zona, a ver supuestos restos romanos y estudiar los métodos locales del cuidado de las abejas y los cultivos, me temo que no podré servirte —dijo Clovis—. Desde la otra noche en el salón de fumadores me tiene algo de aversión.

—¿Qué sucedió en la sala de fumadores?

—Salió con un chiste viejísimo, como si fuera lo último en buenas historias, y con mucha inocencia comenté que no era capaz de recordar si era Jorge II o Jaime II al que le encantaba esa historia, y ahora me contempla con un desagrado cortésmente encubierto. Haré todo lo que pueda por ti, si surge la oportunidad, pero tendrá que ser de una manera indirecta e impersonal.

—Es tan agradable tener aquí al señor Lanner —le confió la señora Olston a Clovis la tarde siguiente—. En las ocasiones anteriores en que se lo pedí, siempre estaba comprometido. Qué hombre tan agradable; tendría que casarse con alguna joven atractiva. Entre usted y yo, tengo la idea de que vino aquí por alguna razón concreta.

—Pues yo he tenido la misma idea —contestó Clovis bajando la voz—. En realidad, casi estoy seguro de ello.

—¿Quiere decir usted que se siente atraído por…? —empezó a decir la señora Olston ilusionada.

—Lo que quiero decir es que ha venido aquí por lo que puede conseguir —contestó Clovis.

—¿Pero qué puede conseguir? —preguntó la anfitriona con un toque de indignación en la voz—. ¿A qué se refiere? Es un hombre muy rico. ¿Qué puede querer conseguir aquí?

—Le domina una pasión y aquí puede obtener algo que, por lo que sé, ni por amor ni por dinero podría lograr en parte alguna del país.

—¿Pero qué es? ¿A qué se refiere? ¿Cuál es su pasión dominante?

—Su colección de huevos —contestó Clovis—. Tiene agentes por todo el mundo que le reúnen huevos raros; su colección es una de las mejores de Europa. Pero su gran ambición es coger sus tesoros personalmente. Para lograrlo, ningún problema ni gasto le detienen.

—¡Cielos! ¡Las águilas ratoneras, las ratoneras de patas duras! —exclamó la señora Olston—. ¿Cree usted que piensa atacar el nido?

—¿Qué opina usted? —preguntó Clovis—. La única pareja de ratoneras que se sabe vive en este país anidan en sus bosques. Muy pocas personas saben de ellas, pero como él es miembro de la liga para la protección de aves raras, puede contar con esa información. Vine en el tren con él y observé que un grueso volumen de Dresser, Aves de Europa, iba en su equipo de viaje. Era el volumen que trata de las ratoneras y halcones de alas cortas.

Clovis era de los que opinaba que cuando merecía la pena contar una mentira, había que contarla bien.

—Esto es terrible, mi marido nunca me perdonaría si le sucediera algo a esas aves —comentó la señora Olston—. Se las ha visto por los bosques los dos últimos años, pero es la primera vez que han anidado. Tal como dice usted, probablemente sean la única pareja que se sabe habita en toda Gran Bretaña; y ahora su nido va a ser asolado por un invitado que duerme bajo mi techo. He de hacer algo para evitarlo. ¿Cree usted que si apelo a él…? Clovis le interrumpió con una carcajada.

—Corre por ahí una historia, que creo cierta en la mayoría de sus detalles, acerca de algo que sucedió no hace mucho en algún lugar de la costa del Mar de Mármara, en la que intervino nuestro amigo. Se sabía que un chotacabras sirio, o un pájaro semejante, criaba en los olivares de un rico armenio que, por una u otra razón, no permitía que Lanner entrara para llevarse los huevos, aunque le ofreció dinero a cambio del permiso. Uno o dos días más tarde encontraron al armenio muerto de una paliza, y derribadas sus vallas. Se supuso que era un caso de agresión musulmana y como tal se anotó en todos los informes consulares; pero los huevos están en la colección de Lanner. No, si yo fuera usted no pensaría en apelar a sus mejores sentimientos.

—Pues debo hacer algo —exclamó llorosa la señora Olston—. Las palabras de despedida de mi esposo cuando se fue a Noruega fueron una orden de que me preocupara de que no se molestara a esas aves, y pregunta por ellas cada vez que escribe. Sugiérame algo.

—Iba a sugerirle unos piquetes de guardia —contestó Clovis.

—¡Piquetes! ¿Quiere decir poner guardias alrededor de las aves?

—No; alrededor de Lanner. Durante la noche no podrá abrirse camino por esos bosques; y podría disponer que usted, o Evelyn, Jack o la institutriz alemana estuvieran por turnos a su lado durante todo el día. De un invitado podría deshacerse, pero no podría hacerlo de los miembros de la casa, y ni siquiera el coleccionista más decidido podría subir a un árbol para coger los huevos de las ratoneras prohibidas con una institutriz alemana colgando de su cuello, por así decirlo.

Lanner, que había estado aguardando pacientemente la oportunidad de proseguir su cortejeo a la joven Coulterneb, descubrió de pronto que no tenía posibilidad de conseguir estar a solas con ella ni siquiera diez minutos. Aunque la joven lo estuviera, eso nunca le sucedía a él. De repente la actitud de su anfitriona había cambiado, por lo que a él concernía, de ser de ese tipo deseable que permite que sus invitados hagan lo que les plazca, a esa otra anfitriona que no deja de arrastrarles por toda la zona. Le enseñó el jardín de hierbas y los invernaderos, la iglesia del pueblo, algunas acuarelas que su hermana había pintado en Córcega, y el lugar donde se esperaba que brotara apio al siguiente año. Le mostraron todos los patitos de Aylesbury y la fila de colmenas de madera en las que debería haber abejas de no ser por una epidemia de abejas. También le condujeron al extremo de un largo sendero para enseñarle un distante montículo en el cual, según la tradición local, en otro tiempo los daneses levantaron un campamento. Y cuando su anfitriona tenía que abandonarle temporalmente porque la reclamaban otros deberes, encontraba a Evelyn caminando solemnemente a su lado. Evelyn tenía catorce años y hablaba principalmente acerca del bien y el mal, y de cómo uno podría regenerar el mundo si estuviera totalmente decidido a esforzarse al máximo. En general era un alivio cuando la sustituía Jack, de nueve años, que hablaba exclusivamente de la Guerra de los Balcanes sin arrojar ninguna luz sobre su historia política o militar. La institutriz alemana le habló a Lanner sobre Schiller más de lo que había oído en toda su vida sobre nadie; quizás fuera culpa suya, por haberle dicho que no estaba interesado en Goethe. Cuando la institutriz abandonaba el servicio de guardia, allí volvía a estar la anfitriona con una invitación, que no podía rechazarse, para visitar la casa de campo de una anciana que se acordaba de Charles James Fox; la anciana hacía dos o tres años que había muerto, pero la casa de campo seguía allí. A Lanner le reclamaron desde la ciudad y tuvo que irse antes de lo que había pensado.

Hugo no tuvo éxito en su asunto con Betty Coulterneb. Nunca ha logrado averiguarse con exactitud si es que ella le rechazó o si, tal como generalmente se supone, él no tuvo oportunidad de decir tres palabras seguidas. En cualquier caso, ella sigue siendo la divertida joven Coulterneb.

Las ratoneras consiguieron criar dos aguiluchos que después mató un peluquero del lugar.

*FIN*


Beasts and Super-Beasts, 1914


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