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Las reverencias (1648)

[Cuento - Texto completo.]

Manuel Mujica Lainez

Margarita cruza la Plaza Mayor en la silla de manos del gobernador del Río de la Plata. Va al Fuerte, a hacer su reverencia ante la señora Francisca Navarrete, la gobernadora. Su falda de raso amarilla es tan enorme que hubo que abrir las dos portezuelas, para albergar en el vehículo su rígida armazón. Los negros que transportan la caja, entre las varas esculpidas, caminan muy despacio, como si llevaran en andas una imagen religiosa, no sea que el lodo salpique el atavío de la niña. Ayer llovió y como siempre la Plaza se ha transformado en un pantano en el que las carretas emergen como lotes. Margarita se asoma y logra ver, detrás, la silla de su tía doña Inés Romero de Santa Cruz. Se balancea peligrosamente sobre los charcos.

Quisiera que llegaran de una vez; quisiera que la ceremonia hubiera terminado ya. Doña Inés, tan minuciosa en lo que atañe a la cortesana liturgia, la obsesiona hace diez días con su presentación en el Fuerte. Han sido días de intenso trabajo, desde que desembarcó en el puerto el maravilloso vestido enviado de España. Hubo que adaptarlo al cuerpo de la niña de trece años, y a Margarita la sofoca. ¡Pero qué hermoso es; qué hermoso el guardainfante hinchado, qué bella la pollera amarilla que lo cubre! Doña Inés parpadeó un minuto frente a la audacia del escote. La moda cambia en Madrid y ahora se muestra lo que antes se ocultaba; pero si la moda lo exige, así vestirá Margarita.

¡Y la reverencia, la complicación de la reverencia que no debe ser ni muy profunda ni muy leve; ni muy lenta ni muy rápida; ni muy sobria ni muy florida! Los ensayos nunca acababan. Las primeras veces, cayó sentada sobre el almohadón oportuno, llorando. Le resultaba imposible doblarse, quebrarse bajo la armadura que la oprime.

Ya marchan cerca de las tapias del convento de la Compañía de Jesús. Flota en el aire un perfume de naranjas y de limas; un alivio después del hedor de carroñas que llena los huecos de la Plaza. Sobre el muro asoman, flexibles, las palmeras de dátiles y el pino de Castilla.

Aquí está la entrada del Fuerte; aquí los bancos de piedra, donde el gobernador don Jacinto de Lariz duerme la siesta medio desnudo, las tardes calurosas, para escándalo de la población.

El corazón de Margarita acelera su latir asustado. La niña se lleva las manos a él y palpa sin querer, bajo el encaje, los pechos casi descubiertos, tímidos.

Tendrá que saludar a don Jacinto y eso será lo peor. Lariz goza de una fama terrible. Sus querellas con el obispo y sus constantes vejaciones al vecindario han tejido en su torno la leyenda de la locura. Es el ogro que vive en el Fuerte, que azota a los capellanes y que se acuesta semidesnudo, mitológico, en el ancho portal. A esta hora estará jugando a los naipes con los otros blasfemos. Ojalá consiguiera esquivarle, porque a doña Francisca Navarrete, su esposa, no la teme. Al contrario. La señora no habla más que de los dulces que prepara en unos tarros de porcelana suave, y del calor de la ciudad, y de su nostalgia de las diversiones de la Corte. Esas charlas iluminan la mirada de la tía Inés Romero. Ella también ambiciona ir a España, pues aunque criolla la tienta su lejano brillo. Es viuda de un gran caballero, el maestre de campo don Enrique Enríquez de Guzmán, y cuenta en la metrópoli con parientes de pro.

Ahora descienden en el patio de armas. Doña Inés alza el pañolito perfumado porque la marea la catinga de los negros de Angola. Con las puntas de los dedos endereza los moños color de fuego sobre los bucles dorados de la niña. Van por los corredores, nerviosas, crujiendo sus almidones. La señora se refresca con el abanico, el ventalle, orgulloso como un guión de cofradía. Murmura:

—No olvides: un paso atrás y entonces, sin esfuerzo, con naturalidad…

En el estrado resuenan las voces hirientes o gangosas. Ríe doña Francisca y se le nota la afectación. Hay varias damas allí. Las recién venidas las adivinan en lo oscuro de la sala.

¡Pobre Margarita, pobre pequeña Margarita, de palidez, de ojeras, con sus trece años y su vestido absurdo como un caparazón! En la espalda desnuda se le marcan los huesitos. No tiene ninguna gracia, ningún arte, mientras se dobla, flaqueándole las piernas, bajo la mirada de su tía.

Aplaude la gobernadora:

—¡Preciosa —dice—, preciosa! Y pronto, una mujer…

Las demás prolongan el coro.

La fragancia de las pastillas aromáticas es tan recia que Margarita piensa que se va a desvanecer. Cierra los ojos, y ya la rodean todas y le manosean el raso amarillo y los encajes y las cintas de fuego, y hablan a un tiempo, cacareando, suspirando, resollando. ¡Pobre Margarita!

Margarita quisiera estar a varias cuadras de ahí, en el patio de su casa, jugando con los esclavos. Para hacerlo debe esconderse, pues doña Inés no lo permite. La viuda desearía tenerla siempre a su lado, con una aguja en la diestra o un libro de historias de santos y de reyes. Y ella solo es feliz entre los negros, trepando a los árboles de la huerta, corriendo como un muchacho. Parece un muchacho esmirriado y no una doncella principal. Aun hoy, con su escote y sus randas y el broche de corales, lo parece, y eso la hace sufrir.

El gobernador don Jacinto de Lariz surge por la puerta vecina, con unos naipes en la mano. Viene a averiguar la causa del alboroto. Trae desabrochado el jubón que decora la insignia de Santiago y que huele a vino. Detrás se encrespan, curiosas, las cabezas de los jugadores.

Y Margarita debe hacer de nuevo su reverencia. Es tal su miedo ante el ogro, que titubea y sucede lo que más puede afligirla: cae sentada en el piso de baldosas, con tal mala suerte que la campana del guardainfante muestra, como un badajo, sus piernas flacas de pilluelo.

Adelántase don Jacinto, riendo, y le tiende la mano con el anillo de escudo. Se curva a su vez en una reverencia bufona y la alza. Los jugadores —el escribano Campuzano, Cristóbal de Ahumada, un bravucón, y Miguel de Camino, quien ha bebido bastante— estallan en carcajadas sonoras. Las damas ríen su risita de pajarera, por acompañarles, por adularles. Hasta doña Inés se sonríe, desesperada.

Entra Fernán, el paje, con una bandeja de refrescos.

El gobernador, sin disfrazar su hilaridad, ofrece uno a la pequeña. Ésta se muerde los labios para no llorar; se tortura para no arrancarse las cintas rojas y echar a correr.

Doña Francisca Navarrete se apiada:

—Que Fernán te conduzca al pasadizo de ronda, para que veas el río.

Doña Inés hubiera protestado, mas no se atreve. No está bien que su sobrina pasee sola por los bastiones con el mocito.

En el misterio del atardecer, el río y la ciudad parecen hechizados. La noche se anuncia ya como un velo de neblina. Se han recostado en el parapeto, junto a un cañón herrumbroso, sin decir palabra. Llega hasta ellos, subterráneo, el parloteo de las señoras, mezclado a los juramentos del gobernador que guerrea con la baraja.

El paje hace como si mirara a las aguas quietas y a la llanura, mientras señala al azar un velamen, un campanario, pero sus ojos, disimulando, se entornan hacia la niña. Están muy próximos el uno del otro: ella, desazonada por el ridículo de lo que le ha sucedido, por la perspectiva de las reprimendas de la tía, cuando regresen a su casa; él, turbado por la presencia de la muchachita cuyo seno comienza a dibujarse entre las blondas. Poco a poco Margarita se calma y siente que una zozobra distinta la estremece y la ahoga, como cuando el gato familiar se frota contra sus brazos desnudos. Solo que esto es más agudo y más dulce. En su inocencia no discierne el porqué de su desconcierto, mas advierte que fluye del hombre que se acoda a su vera, en la balaustrada. Nunca hasta ahora ha estado tan cerca de un hombre. Los negros no lo son. ¡Y esa torpeza, esa estupidez de la reverencia desgraciada, que el otro vio cuando avanzó con los refrescos en la bandeja de plata del Perú! No. Las cosas no pueden quedar así. Es necesario que le explique, que le diga que ella no es siempre así; que ésas son tonterías que doña Inés le impone, pero que si algún día la visita en su huerta la conocerá tal cual es, como una reina en medio de sus esclavos y de sus frutales. Si Margarita prefiere trepar a la copa del naranjo a departir inútilmente con las señoras, eso es asunto suyo. Fernán la comprenderá, porque no por nada son ambos casi niños y los niños se entienden.

Se torna hacia él y en el instante en que va a hablar algo se desprende de la muralla y revolotea sobre sus bucles.

Es un murciélago, negro, peludo, y la pequeña grita de terror. De un brinco, el paje lo espanta. La tiene en sus brazos, trémula, y aprovecha la confusión para ceñirla, para apretar como al descuido con sus manos ávidas esos pechos cuyo nacimiento se insinúa en la gracia de la curva y del hueco breve. Solo unos segundos dura la escena, pero ello basta. Margarita rechaza a su compañero con un ademán imperioso. Por primera vez ha tenido conciencia de sus senos, de lo que ellos significan. Encendida como una manzana de su huerto, escapa hacia el estrado.

Doña Inés Romero la aguarda de pie, para despedirse. Los tahúres se han incorporado al grupo femenino. Forman un curioso tapiz de figuras, en la oscilación de las luces, con la base de los guardainfantes solemnes y la corola de las golillas.

En cuanto entra la jovencita, los contertulios se percatan de que algo ha acontecido. Es algo muy sutil, algo como un cambio en la atmósfera, como si a la atmósfera se hubiera añadido un elemento nuevo, impalpable y rico.

Margarita pone ambas manos en la armazón de su falda majestuosa y se inclina como una menina de palacio, para hacer la reverencia más perfecta del mundo. Don Jacinto de Lariz tuerce la ceja, asombrado, y chasquea la lengua. Se calza los anteojos de cuerno: ¿qué le ha pasado a la niña, a esta niña blanca y rosa, repentinamente deseable, acariciable, adorable?

El paje circula con los refrescos y los vasos se entrechocan como si quisieran bailar sobre la bandeja labrada.

*FIN*


Misteriosa Buenos Aires, 1950


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