Las sombras de la primavera
[Cuento - Texto completo.]
D. H. Lawrence1
A través del bosque se ahorraba una milla. Mecánicamente Syson cambió de rumbo cerca de la herrería y levantó el portón. El herrero y su compañera se quedaron inmóviles, mirando al intruso. Pero Syson tenía demasiado aspecto de caballero como para no permitirle el paso. Le dejaron atravesar en silencio el pequeño campo abierto hacia el bosque.
No había ninguna diferencia entre esta mañana y las de las brillantes primaveras de hacía seis u ocho años. Aún rascaban gallinas blancas y doradas el suelo cerca del portón, ensuciando la tierra y el campo con plumas y basuras desenterradas. Entre las dos espesuras de acebos, al borde del bosque, estaba la entrada escondida cuya cerca se debía trepar para pasar al bosque; sus barreras seguían estando rayadas por las botas del guarda. Había regresado a lo eterno.
Syson estaba extraordinariamente contento. Como un espíritu inquieto, había vuelto al país de su pasado y lo encontró aguardándole, inalterado. El avellano aún extendía sus pequeñas manos alegres hacia abajo; las campánulas todavía eran aquí oscuras y escasas entre los herbales abundantes y a la sombra de los matorrales.
El sendero del bosque, al pie mismo de una ladera, corría cierto espacio trazando leves curvas. A su alrededor había robles llenos de ramas que despedían su color dorado y claros espacios cubiertos de matojos con manchones de mercurial y racimos de jacintos. Dos árboles caídos cortaban el camino. Syson bajó trotando una empinada cuesta y volvió a campo abierto, esta vez mirando al norte como a través de una gran ventana en el bosque. Se quedó a contemplar, sobre los campos planos de la cima de la colina, el pueblo que se esparcía en la desnuda tierra alta como si hubieran descarrilado los vagones de la industria y hubiese sido olvidado. Había una pequeña iglesia rígida, moderna, gris, y manzanas e hileras de viviendas rojas puestas al azar; al fondo, las pestañeantes bocas de la mina y la inevitable colina de la mina. Todo estaba desnudo y a la intemperie, sin un solo árbol. Estaba todo bastante inalterado.
Syson giró, satisfecho, para seguir el sendero que se desviaba cuesta abajo hacia el bosque. Estaba curiosamente exaltado, se sentía de vuelta a una visión perdurable. Se sobresaltó. Un guardabosque estaba delante, a pocos metros, cerrándole el camino.
—¿Dónde va por ese camino, señor? —preguntó el hombre. El tono de la pregunta tenía un matiz desafiante. Syson observó al individuo con una mirada impersonal y atenta. Era un joven de veinticuatro o veinticinco años, rubicundo y favorecido. Sus oscuros ojos azules escudriñaban, agresivos, al intruso. Su bigote negro, muy espeso, estaba recortado breve sobre una boca pequeña, bastante blanda. En todos los demás sentidos, el individuo era viril y apuesto. Tenía una altura media; el robusto empuje delantero de su pecho y la perfecta naturalidad de su cuerpo erguido y arrogante daban la sensación de que estaba lleno de vida animal, como el gran chorro de una fuente en total equilibrio. Apoyaba la culata de su arma en el suelo, mirando incierto e inquisitivo a Syson. Los ojos oscuros e intranquilos del intruso, al examinar al hombre y penetrar en él sin prestar atención a su cargo, turbaron al guardabosque y le hicieron ruborizarse.
—¿Dónde está Naylor? ¿Le reemplaza en su trabajo? —preguntó Syson.
—Usted no es de la Casa, ¿verdad? —preguntó el guardabosque.
No podía ser, ya que todos estaban fuera.
—No, no soy de la Casa —replicó el otro. Pareció divertido.
—Entonces, ¿le podría preguntar adónde se dirige? —preguntó el guardabosque, irritado.
—¿Adónde voy? —repitió Syson—. Voy a la granja Villy-Water.
—Éste no es el camino.
—Creo que sí. Por este sendero hasta pasar el manantial, y luego por el portal blanco.
—Pero éste no es el camino público.
—Supongo que no. Yo solía venir con tanta frecuencia en tiempos de Naylor, que me había olvidado. ¿Dónde está él, dicho sea de paso?
—Inválido por el reumatismo —contestó sin ganas el guardabosque.
—¿Ah, sí? —exclamó, dolorido, Syson.
—¿Y quién es usted? —preguntó el guardabosque con una entonación.
—John Adderley Syson; yo vivía en Cordy Lane.
—¿Cortejaba a Hilda Millership?
A Syson se le abrieron los ojos con una sólida sonrisa. Asintió. Se produjo un silencio molesto.
—¿Y usted… usted quién es? —preguntó Syson.
—Arthur Pilbeam. Naylor es mi tío —dijo el otro.
—¿Vive en Nuttall?
—Me hospedo en casa de mi tío, de Naylor.
—¡Ya veo!
—¿Dijo que iba a Villy-Water? —preguntó el guardabosque.
—Así es.
Se hizo una pausa de unos segundos antes de que el guardabosque espetara:
—Ahora yo cortejo a Hilda Millership.
El joven miró al intruso con terco desafío, casi patético. Syson le miró con otros ojos.
—¿De verdad? —preguntó atónito.
El guardabosque enrojeció profundamente.
—Somos novios —dijo.
—¡No lo sabía! —exclamó Syson.
El otro esperó, incómodo.
—Qué… ¿el asunto está formalizado? —preguntó el intruso.
—¿Cómo… formalizado? —replicó el otro, resentido.
—¿Se van a casar pronto y todo eso?
El guardabosque le miró en silencio unos segundos, impotente.
—Supongo que sí —contestó lleno de resentimiento.
—¡Ah! —dijo atento Syson—. Yo estoy casado —agregó al cabo de unos instantes.
—¿Casado? —replicó incrédulamente el otro. Syson se rio a su modo brillante y desganado.
—Estos últimos quince meses —dijo.
El guardabosque le contempló con ojos abiertos, dudosos, al parecer recordando algo y tratando de encontrar una explicación.
—¿Por qué? ¿No lo sabía? —preguntó Syson.
—No, no lo sabía —contestó el otro, enfurruñado. Se hizo un silencio.
—¡Pues bien! —dijo Syson—. Seguiré mi camino. Supongo que puedo hacerlo.
El guardabosque se mantuvo en silenciosa oposición. Los dos hombres vacilaron en el espació abierto y verde, rodeado de pequeños ramos de tenaces campánulas; era una pequeña plataforma abierta al pie de la colina. Syson dio unos pocos pasos vacilantes hacia delante y luego se detuvo.
—¡Me parece tan hermoso! —exclamó.
Había llegado a una vista total de la ladera. El ancho sendero corría ante sus pies como un río, y estaba lleno de campánulas, salvo por unos verdes serpenteos en el centro del mismo, por donde había caminado el guardabosque. Como una corriente de agua, el sendero se abría en bajíos azules a todos los niveles y había grupos de campánulas, con el serpenteo verde por el medio, como una débil corriente de agua helada entre lagos azules. Y desde los ramos púrpuras de los matorrales nadaba la sombra azul, como si las flores yacieran en el bosque sobre aguas de crecida.
—¡Ah, qué maravilla! —exclamó Syson; éste era su pasado, el país que él había abandonado, y le dolía verlo tan hermoso. En lo alto se arrullaban las palomas y el aire estaba ahíto del brillo del canto de los pájaros.
—Si usted está casado, ¿para qué le sigue escribiendo y enviándole esos libros de poesía y esas cosas? —preguntó el guardabosque. Syson le miró, desconcertado y humillado. Luego empezó a sonreír.
—Pues —dijo— yo no sabía que usted…
Una vez más enrojeció el guardabosque.
—Pero si está casado… —dijo acusadoramente.
—Lo estoy —contestó cínicamente el otro. Entonces, bajando la mirada al sendero azul y hermoso, Syson sintió su propia humillación. “¿Qué derecho tengo yo de aferrarme a ella?”, pensó con amargo desprecio de sí mismo.
—Ella sabe que estoy casado y todo eso —dijo.
—Pero le sigue enviando libros —desafió el guardabosque.
Syson miró en silencio al otro hombre con curiosidad, medio lastimosamente. Luego dio media vuelta.
—Buenos días —dijo, y se fue. Ahora todo le irritaba: los dos sauces, uno verde, plateado y sedeño, le recordaban que allí le había enseñado a ella qué era la polinización. ¡Qué idiota era! ¡Qué gran locura era todo eso!
“Ah, bien”, se dijo a sí mismo. “El pobre diablo parece tenerme inquina. Lo trataré lo mejor posible”. Sonrió para sí de muy mal humor.
2
La granja estaba a menos de cien metros de la linde del bosque. El muro de árboles formaba el cuarto lado de un cuadrado abierto. La casa daba al bosque. Con sentimientos encontrados, Syson observó el ramo del ciruelo que caía sobre las primaveras profusas y coloridas que él mismo había traído y plantado allí. Había gruesos ramos escarlatas y rojizos y pálidas primaveras púrpuras bajo los cerezos. Vio que alguien le miraba a través de la ventana de la cocina y oyó voces masculinas.
De repente se abrió la puerta: ¡ella se había convertido en una mujer!
Sintió que palidecía.
—¡Tú! ¡Addy! —exclamó ella, y quedó inmóvil.
—¿Quién? —preguntó la voz del granjero. Contestaron bajas voces masculinas. Esas voces bajas, curiosas y casi burlonas, levantaron el ánimo atormentado del visitante. Sonriendo brillantemente, espetó.
—Sí, yo mismo… ¿Por qué no?
A ella se le arrebolaron profundamente las mejillas y la garganta.
—Estamos terminando la comida —dijo.
—Entonces esperaré fuera. —Hizo un gesto para indicar que tomaría asiento en el recipiente rojo de cerámica que estaba cerca de la puerta, entre los narcisos, y que contenía el agua potable.
—Oh, no, entra —dijo ella rápidamente. La siguió. Desde la puerta echó una mirada rápida a la familia y saludó con la cabeza. Todos estaban confundidos. El granjero, su esposa y los cuatro hijos estaban sentados a la mesa burdamente puesta, los hombres con los brazos arremangados hasta los codos.
—Lamento llegar a la hora de comer —dijo Syson.
—Hola, Addy —dijo el granjero usando la antigua forma de dirigirse a él, pero con tono frío—. ¿Cómo estás?
Y se estrecharon las manos.
—¿Quieres probar un bocado? —preguntó al joven visitante dando por descontado que rechazaría la invitación. Supuso que Syson se había vuelto demasiado refinado para comer tan vulgarmente. El joven parpadeó ante la indirecta.
—¿Ya has comido? —preguntó la hija.
—No —contestó Syson—. Es demasiado temprano. Volveré a la una y media.
—Lo llamas almuerzo, ¿verdad? —preguntó el hijo mayor, casi irónico. En otros tiempos había sido íntimo amigo de este joven.
—Le daremos algo a Addy cuando hayamos terminado —dijo la madre, una inválida quejosa.
—No, no os molestéis. No quiero molestaros —dijo Syson.
—Siempre puedes vivir del aire —dijo riéndose el menor, un chico de diecinueve años.
Syson caminó alrededor de los edificios y por el huerto de atrás de la casa, donde a lo largo de la cerca se agitaban sobre sus tallos los narcisos como pájaros amarillos y confusos. Le encantaba extraordinariamente el lugar, las colinas suspendidas en derredor, con bosques como pieles de oso que cubrieran sus hombros gigantescos y pequeñas granjas rojas como broches que cerraran las vestiduras; el hilo azul de agua en el valle, la desnudez de los prados silvestres, el sonido de una miríada de cantos de pájaros, que pasaban desapercibidos en su mayoría. Hasta el último día de su vida soñaría con este sitio, cuando sentía el sol sobre su cara o veía pequeños puñados de nieve entre las ramas invernales u olía la llegada de la primavera.
Hilda era muy mujer. En su presencia él se sentía tenso. Tenía veintinueve años, igual que él, pero parecía mayor. Se sentía atontado, casi irreal, a su lado. Era tan estática… Mientras tocaba un brote de cerezo en una rama baja, ella salió por la puerta trasera a sacudir el mantel. Las gallinas salieron corriendo del patio, los pájaros susurraron en los árboles. Tenía el pelo negro con una trenza hecha un rodete sobre la cabeza. Era muy esbelta, distante en la actitud. Mientras doblada el mantel lanzó una mirada a las colinas lejanas.
Al rato Syson volvió a entrar en la casa. Ella le había preparado huevos y queso cuajado, grosellas silvestres y crema.
—Ya que cenarás esta noche —dijo ella—, solo te he preparado un almuerzo ligero.
—Está muy bien —dijo él—. Mantienes un ambiente realmente idílico con tu cinturón de paja y los brotes de hiedra.
Aún se dolían mutuamente. Estaba molesto ante ella. Las palabras medidas de ella, seguras, su actitud distante, le eran desconocidas. Volvió a admirar las cejas negras y grisáceas y las pestañas. Se encontraron sus miradas. Él vio, en el hermoso negro y gris de su mirada, lágrimas y una extraña luz, y al fondo de todo, una serena aceptación de sí misma y un triunfo sobre él.
Se sintió sobrecogido. Con un esfuerzo, mantuvo el acento irónico.
Ella le envió a la sala mientras lavaba los platos. La larga habitación baja había sido amueblada de nuevo con las compras hechas en la abadía, sillas tapizadas en tela color clarete, muy viejas, una mesa ovalada de nogal barnizado y otro piano, hermoso aunque antiguo. Pese a las novedades, se sintió satisfecho. Al abrir un alto aparador empotrado en la gruesa pared lo encontró lleno de sus libros, sus viejos libros de texto, y los volúmenes de poesía que le había enviado en inglés y alemán. Los narcisos en las blancas repisas de las ventanas brillaban en toda la habitación; casi pudo sentir sus rayos. El antiguo encanto le volvió a apresar. Sus propias acuarelas juveniles ya no le hicieron sonreír; recordó con qué fervor había tratado de pintarlas para ella hacía ya doce años.
Ella entró secando un plato y volvió a ver la belleza brillante y blanca como de almendra de sus brazos.
—Estáis bastante espléndidos aquí —dijo él, y se encontraron las miradas.
—¿Te gusta? —preguntó ella.
Era el viejo, ronco y bajo tono de la intimidad. El sintió que se iniciaba en su sangre un súbito cambio. Era la vieja y deliciosa sublimación, la transparencia, casi la vaporización de sí mismo, como si su espíritu estuviera a punto de liberarse.
—Sí —contestó él con un movimiento de cabeza, sonriéndole como si volviera a ser un chico. Ella agachó la cabeza.
—Ésa era la silla de la condesa —dijo ella en bajo tono—. Entre el relleno encontré sus tijeras.
—¿De verdad? ¿Dónde están?
Rápida, con un movimiento airoso, ella buscó en su costurero, y ambos examinaron las viejas tijeras.
—¡Qué balada de damas muertas! —dijo él riéndose mientras metía los dedos en los ojos redondos de las tijeras de la condesa.
—Ya sabía que las podías usar —dijo ella con seguridad. El se miró los dedos y las tijeras. Ella quiso decir que sus dedos eran lo suficientemente finos como para caber en los pequeños ojos que remataban la tijera.
—Se puede decir eso muy bien de mí —dijo riéndose, y puso la tijera a un lado. Ella miró hacia la ventana. El notó la curva fina y clara de la mejilla y del labio superior, el cuello blanco, suave, como la garganta de una flor de ortiga, y los antebrazos, brillantes como almendras recién blanqueadas. La miraba con ojos nuevos, era una persona diferente: No la conocía. Pero ahora la podía considerar objetivamente.
—¿Salimos un rato? —preguntó ella.
—¡Sí! —le contestó. Pero la emoción predominante, la que perturbaba la excitación y perplejidad de su corazón, era el miedo, miedo de lo que veía. En ella estaba el mismo aire, la misma entonación de voz, ahora como entonces, pero no era tal como él la había conocido. Poco a poco se daba cuenta de que era otra cosa y de que siempre lo había sido.
No se cubrió la cabeza, simplemente se quitó el delantal, diciendo:
—Iremos por los alerces.
Cuando pasaron el viejo huerto ella le llamó para mostrarle el nido de un picamadero en uno de los manzanos y el de un sicón sobre la cerca viva. El se sintió suspicaz de su seguridad, de cierta dureza como arrogante escondida bajo su humildad.
—Mira los brotes del manzano —dijo ella; y pudo ver una miríada de pequeñas bolitas escarlatas entre las ramas colgantes. Al mirar su cara, a ella se le endureció la mirada. Vio que se le caían las anteojeras; finalmente, él la vería tal cual era. Era lo que más había temido en el pasado y lo que más necesitaba por su propio bien. Ahora no la amaría y sabría que jamás podía haberla amado. Desaparecida la vieja ilusión, eran totales desconocidos. Pero él le daría su pago y ella tendría pago para él.
Brillaba como jamás la había visto. Le mostraba nidos: uno de rey de zarza en una rama baja.
—¡Mira el del rey de bandos! —exclamó ella. Le sorprendió oírle decir el nombre local. Ella pasó la mano con cuidado entre las zarzas y puso un dedo sobre la puerta redonda del nido.
—¡Hay cinco! —dijo—. Cinco cositas brillantes.
Le mostró nidos de petirrojos, de pinzones, jilgueros y gorriones trigueros; de una nevatilla, al lado del agua.
—Y si bajamos más cerca del lago, te mostraré uno de martín pescador… Entre los abetos jóvenes los hay de malvís y de mirlos casi en cada rama. El primer día, cuando los vi, sentí como si no debiera ir al bosque. Parecía una ciudad de pájaros. Y a la mañana, al oírlos a todos, pensé en los ruidosos mercados del alba. Sentí miedo de entrar en mi propio bosque.
Ella usaba el lenguaje que ambos habían inventado. Ahora era solo de ella. Él lo había dejado. A ella no le importó su silencio; era siempre dominante, enseñándole su bosque. Cuando llegaron a un sendero pantanoso donde se abrían nomeolvides en ricas hileras azules, ella dijo:
—Conocemos todos los pájaros, pero hay muchas flores que no podemos encontrar. —Era casi una apelación a él, que conocía los nombres de las cosas.
Miró ensoñadoramente hacia los campos abiertos que dormitaban al sol.
—También tengo un amante —dijo ella con seguridad, cayendo no obstante de nuevo en un tono casi íntimo.
Eso despertó en él las ganas de reñir.
—Creo que lo he conocido. Es apuesto… también en Arcadia.
Sin contestarle, ella giró por un sendero oscuro que subía la colina, donde los árboles y los matorrales eran muy espesos.
—Hacían bien en la antigüedad —dijo ella finalmente— en tener varios altares con varios dioses.
—Ah, sí —contestó él—. ¿A quién está dedicado este nuevo altar?
—Ya no existen los antiguos —dijo ella—. Yo siempre he buscado a éste.
—¿Y de quién es? —preguntó él.
—No lo sé —dijo ella mirándole a la cara.
—Me alegro por tu bien —dijo— de que te sientas satisfecha.
—Sí, pero el hombre no importa mucho —dijo ella. Se hizo una pausa.
—¡No! —exclamó él atónito, y, sin embargo reconociendo en ella su auténtica personalidad.
—Es uno mismo lo que importa —dijo ella—. Siempre que uno sea él mismo y sirva al propio Dios.
Se produjo un silencio durante el cual él reflexionó. El sendero casi no tenía flores; era lóbrego. A un lado, sus tacones se hundieron en la arcilla blanda.
3
Ella dijo muy lentamente:
—Yo me casé la misma noche que tú.
El la miró.
—No legalmente, por supuesto —dijo ella—, pero realmente.
—¿Con el guardabosque? —preguntó él sin saber qué más decir.
—¿Pensaste que no podía? —dijo ella. Pero pese a toda su seguridad, afloró un profundo rubor en sus mejillas y cuello.
Él aún no dijo nada.
—¿Ves? —dijo ella haciendo un esfuerzo por explicar—, yo también tenía que comprender.
—¿Y qué quiere decir este comprender? —preguntó.
—Mucho. ¿Para ti no? —replicó ella—. Uno es libre.
—Pero ¿es una cuestión de medio ambiente? —dijo él. Él la había considerado toda espíritu.
—Soy como una planta —replicó ella—. Solo puedo crecer en mi propio suelo.
Llegaron a un lugar donde las matas desaparecían dejando un espacio desnudo, pardo, con los pilares rojos y púrpura como ladrillos de los troncos de los pinos. En el borde, colgaba el verde umbrío de los árboles más viejos, con flores planas y abiertas; abajo estaban los pendones brillantes y desenrollados del helecho. En el centro del espacio abierto estaba la choza de madera del guardabosque. Había jaulas de faisanes aquí y allí, algunas ocupadas por ruidosas aves, otras vacías.
Hilda caminó sobre las marrones agujas de los pinos hasta la cabaña, retiró una llave del alero y abrió la puerta. Era un lugar desnudo de madera con un banco de carpintero, herramientas de carpintero, un hacha, trampas, lazos, algunas pieles claveteadas, todo en orden. Hilda cerró la puerta. Syson examinó los extraños abrigos lisos de pieles de animales salvajes que estaban claveteados curándose. Ella movió un picaporte en una pared lateral y descubrió una segunda y pequeña habitación.
—¡Qué romántico! —dijo Syson.
—Sí, él es muy curioso. Tiene algo de la astucia del animal salvaje, en el mejor sentido, y es inventivo y reflexivo, pero no más allá de cierto nivel.
Apartó una oscura cortina verde. El apartamento estaba ocupado casi por completo por una gran cama de brezo y helecho sobre la que se extendía una inmensa colcha de pieles de conejo, mientras que de la pared colgaban otras pieles. Hilda bajó una y se la puso. Era una capa de conejo y piel blanca, con una capucha al parecer de pieles de armiño. Se rio de Syson desde su bárbaro abrigo, diciendo:
—¿Qué te parece?
—¡Ah, te felicito por tu hombre! —replicó él.
—¡Y mira! —dijo ella.
En un pequeño jarrón, sobre un estante, había unas ramitas de madreselva tempraneras.
—Por la noche perfuman el lugar —dijo.
Él miró en derredor curiosamente.
—Entonces, ¿qué le falta a él? —preguntó. Ella le miró durante unos segundos. Luego, volviéndose a un lado, le dijo:
—Las estrellas no son las mismas con él. Tú podías hacerlas resplandecer y titilar, y los nomeolvides llegaban a mí como fosforescencias. Tú podías hacerme maravillosas las cosas. Lo he averiguado. Es verdad. Pero ahora las tengo todas para mí.
Él se rio y dijo:
—Después de todo, las estrellas y los nomeolvides son solo lujos. Deberías hacer poesía.
—Sí —asintió ella—, pero ahora los tengo todos.
De nuevo él volvió a reírse amargamente.
Ella dio media vuelta rápidamente. Él se apoyaba contra la pequeña ventana del cuarto diminuto y oscuro y la observaba en la puerta, aún abrigada por la capa. Él se había sacado la suya, de modo que ella podía verle claramente la cara y la cabeza en la habitación sombría. Su cabello negro, lacio y lustroso estaba bien peinado, de la frente hacia atrás. Sus ojos negros la miraban y su cara, que era clara, cremosa y perfectamente lisa, despedía una luz trémula.
—Somos muy diferentes —dijo ella con amargura en la voz.
Él se volvió a reír.
—Ya veo que me desapruebas —dijo él.
—Desapruebo lo que ahora eres —le contestó.
—¿Piensas que podríamos —miró por la cabaña— haber sido así tú y yo?
Ella meneó la cabeza.
—¡Tú! ¡No, nunca! Tú arrancabas una cosa y la observabas hasta que descubrías lo que querías saber acerca de ella; entonces, la tirabas.
—¿Lo hacía? —preguntó él—. ¿Y tu manera de ser jamás podría haber sido la mía? Supongo que no.
—¿Por qué habría de serlo? —dijo ella—. Yo soy una persona aparte.
—Pero seguramente a veces dos personas van por el mismo camino —dijo él.
—Tú me separabas de mí misma —afirmó ella.
Él sabía que la había confundido, que la había tomado por algo que no era. Era culpa suya, no de ella.
—¿Y tú siempre lo supiste? —preguntó él.
—No, tú nunca me dejaste saberlo. Me engañaste. Yo no podía hacer nada al respecto. Realmente, me alegré cuando me dejaste.
—Lo sé —dijo él, pero palideció hasta tener una luminosidad casi mortífera.
—Sí —dijo él—, fuiste tú quien me enviaste por el camino que he tomado.
—¡Yo! —exclamó ella, orgullosa.
—Tú me hiciste aceptar la beca de la escuela. Y tú me hiciste fomentar la ferviente dependencia que de mí tenía el pobre Botell, hasta que no pudo vivir sin mí. Y todo porque Botell era rico e influyente. Tú triunfaste con la oferta del mercader de vinos para que yo fuera a Cambridge a ocuparme de su único hijo. Y durante todo ese tiempo tú me alejabas de ti. Cada éxito mío interponía una separación entre nosotros, y más para ti que para mí. Nunca quisiste venir conmigo: solo querías enviarme para ver cómo eran las cosas. Creo que hasta quisiste que me casara con una dama. Tú quisiste triunfar conmigo sobre la sociedad.
—Y yo soy la responsable —dijo ella con sarcasmo.
—Me distinguí para satisfacerte —replicó él.
—¡Ah! —exclamó ella—, tú siempre quisiste cambios, como un niño.
—¡Muy bien! Y ahora soy un éxito y lo sé y hago un buen trabajo. Pero pensé que tú eras diferente. ¿Qué derecho tienes tú a un hombre?
—¿Qué es lo que quieres? —dijo ella mirándole con los ojos abiertos y temerosos.
Él le devolvió la mirada con los ojos puntiagudos como armas.
—Pues nada —dijo con una risa corta.
Se oyó un ruido en el otro picaporte y entró el guardabosque. La mujer miró en derredor pero siguió erguida, con el abrigo de pieles, en la puerta interior. Syson no se movió.
Entró el otro hombre, vio y dio media vuelta sin hablar. Ambos quedaron en silencio.
Pilbeam se ocupó de sus pieles.
—Debo irme —dijo Syson.
—Sí —contestó ella.
—Entonces te ofrezco: “A tus vastas y variadas fortunas”. —Él levantó una mano como en brindis.
—“A tus vastas y variadas fortunas” —contestó ella gravemente y hablando con frío tono.
—¡Arthur! —dijo ella.
El guardabosque simuló no oírla. Syson, observando atento, empezó a sonreír. La mujer se compuso.
—¡Arthur! —repitió con una curiosa inflexión aguda que avisó a ambos hombres de que le temblaba el alma en una crisis peligrosa.
El guardabosque dejó lentamente su herramienta y se acercó a ella.
—Sí —dijo.
—Quería presentarte —dijo ella, temblorosa.
—Ya le he conocido —dijo el guardabosque.
—Oh, ¿sí? Es Addy, el señor Syson, de quien te he hablado: Este es Arthur, el señor Pilbeam —agregó dirigiéndose a Syson. Este último alargó la mano al guardabosque y se estrecharon las manos en silencio.
—Me alegro de haberle conocido —dijo Syson—. ¿Terminamos con nuestra correspondencia, Hilda?
—¿Qué necesidad hay? —preguntó ella.
Los dos hombres quedaron perplejos.
—¿No hay necesidad? —dijo Syson.
Se mantuvo en silencio y al fin dijo:
—Que sea como tú quieras.
Los tres salieron juntos por el sendero sombrío.
—“Qu’il était bleu, le ciel, et grand l’espoir” —citó Syson sin saber qué decir.
—¿Qué quieres decir? —dijo ella—. Además, nosotros no podemos caminar por nuestra avena silvestre. Nunca la segamos.
Syson la miró. Estaba sorprendido de ver a su joven amor, a su monja, a su ángel de Botticelli, tan al desnudo. Era él quien había hecho el idiota. Ella y él estaban más separados de lo que podían estarlo dos desconocidos cualesquiera. Ella solo quería mantener con él una correspondencia; y él, por supuesto, quería mantenerla para poder escribir como Dante a una Beatriz que nunca había existido salvo en la imaginación de un hombre.
Al final del sendero ella le dejó. Él siguió con el guardabosque hacia el campo abierto, hacia la puerta que se cerraba en el bosque. Los dos hablaban casi como amigos. No profundizaron en el tema de sus pensamientos.
En vez de ir directamente hasta el portón del camino alto, Syson fue por el costado del bosque donde el arroyo se extendía en un pequeño pantano, y bajo los alisos, entre las cañas, brillaban grandes plantas amarillas y ramos de flamenquillas. Hilos de agua pasaban goteando, tocados por el oro de las flores. De pronto, hubo un rayo azul en el aire cuando pasó un martín pescador.
Syson estaba extraordinariamente emocionado. Trepó por la ribera hasta los arbustos de aulaga cuyas chispas de brotes aún no se habían reunido en una llamarada. Sobre los terrenos secos de tierra marrón descubrió ramitas de diminutas polígalas púrpuras y manchas rojizas de gallarditos. Qué mundo maravilloso era aquél, maravilloso, siempre nuevo. Sintió como si fuera ultratumba, los campos del monótono infierno, a pesar de todo. En su pecho tenía un dolor como una herida. Recordó el poema de William Morris en que, en la capilla de Lyonesse, yace un caballero herido con la punta de una lanza clavada en lo profundo del pecho, echado como muerto; no obstante no moría; día tras día la luz coloreada del sol traspasaba la ventana pintada a través del cancel, y se iba. Ahora sabía que nunca había sido verdad lo que había entre él y ella, ni por un instante. La verdad había estado lejos todo el tiempo.
Syson dio media vuelta. El aire estaba lleno de alondras, como si la luz de arriba se condensara y cayera en una lluvia. Entre ese sonido refulgente, las voces resonaron pequeñas y nítidas.
—Pero si está casado y está dispuesto a dejarlo, ¿qué tienes en contra? —dijo la voz del hombre.
—No quiero ni hablar de eso. Quiero estar sola.
Syson miró a través de las matas. Hilda estaba en el bosque, cerca del portón. El hombre estaba en el campo, vagabundeando por una linde y jugueteando con las abejas cuando éstas se posaban sobre las flores blancas del frambueso.
Se hizo un silencio durante un rato; Syson imaginó la voluntad de ella entre el brillo de las alondras. De pronto el guardabosque lanzó una exclamación y echó una maldición. Se agarraba de la manga del abrigo, cerca del hombro. Se sacó la chaqueta, la tiró al suelo y, ausente, se arremangó la camisa hasta el hombro.
—¡Ah! —dijo vindicativamente cuando cogió la abeja y la arrojó al aire. Retorció su brazo fino y claro, escudriñando torpemente por encima del hombro.
—¿Qué es? —preguntó Hilda—. Una abeja que me ha subido por el brazo —le contestó él.
—Ven aquí, a mi lado —dijo ella.
El guardabosque fue hasta ella, como un niño enfurruñado. Ella le cogió el brazo con las manos.
—Aquí está. Y dejó el aguijón… ¡pobre abeja!
Ella sacó el aguijón, le puso la boca contra el brazo y chupó la gota de veneno. Cuando vio la marca roja que había hecho su boca, dijo riéndose:
—Ése es el beso más rojo que jamás tendrás.
Cuando Syson volvió a levantar la mirada, ante el sonido de las voces, vio la sombra del guardabosque con la boca en la garganta de su amada, cuya cabeza estaba echada para atrás y cuyo pelo había caído como una soga desordenada de pelo oscuro que colgaba sobre sus brazos desnudos.
—No —contestó la mujer—, no estoy dolorida porque él se haya ido. No comprendes…
Syson no pudo oír lo que dijo el hombre. Hilda contestó, clara y nítidamente:
—Tú sabes que te amo. Él se ha alejado mucho de mi vida. No te preocupes por él… —La besó murmurando algo. Ella se rio sepulcralmente—. Sí —dijo ella indulgente—. Nos casaremos, nos casaremos. Pero todavía no. —Él volvió a hablar. Syson no oyó nada durante un rato. Luego ella dijo—: Debes irte a casa ahora, querido. No dormirás lo suficiente.
Una vez más oyó el murmullo de la voz del guardabosque perturbado por la pasión y el temor.
—Pero ¿por qué casarnos de inmediato? —dijo ella—. ¿Qué más tendrías estando casado? Es muy hermoso así.
Al final, él se puso el abrigo y partió. Ella se quedó en el portón sin mirarle, volviéndose al campo soleado.
Cuando por último ella se fue, Syson también partió, de regreso al pueblo.
*FIN*