Lgov
[Cuento - Texto completo.]
Iván Turguéniev—Vayamos a Lgov —me dijo un día Yermolái, a quien ya conocen nuestros lectores—, cazaremos patos hasta hartarnos.
Aunque los patos salvajes no son particularmente atractivos para los cazadores de verdad, a falta de otras aves (era principios de septiembre, las becadas no habían aparecido todavía y estaba aburrido de cruzar los campos en busca de perdices) le hice caso a mi compañero y partimos hacia Lgov.
Lgov es una aldea considerable en mitad de la estepa, con una iglesia de una única torre de piedra antiquísima y dos molinos sobre el riachuelo cenagoso de Rosota. A unas cinco verstas de Lgov el riachuelo se vuelve un amplio estanque, con sus orillas salpicadas por gruesos juncos conocidos como “mayer” en la región de Oriol. Sobre dicho estanque, en los meandros y remansos, gran número de patos de todas las variedades posibles han encontrado su hábitat: ánado, mestizo, lavanco, cerceta, somormujo, etc. Pequeñas bandadas suelen tomar vuelo de continuo, sobre el agua, pero al sonido de un arma de fuego se elevan en tales nubes que el cazador debe agarrarse el sombrero y emitir un prolongado: “¡Ufff!”. Yermolái y yo empezamos por rodear el estanque, pero, en primer lugar, el pato, ave cautelosa, no se acerca a la orilla y, en segundo lugar, si algún despistado o ave de poca experiencia se hubiera expuesto y entregado su vida a nuestros disparos, nuestros perros no habrían podido atraparlos de entre los gruesos juncos, puesto que, pese a sus esfuerzos más nobles y sacrificados, no habrían podido nadar o hacer pie, y únicamente habrían herido en vano sus preciosos hocicos en los tallos filosos de los juncos.
—No —dijo al fin Yermolái—, esto no sirve de nada, tenemos que conseguir una barca. Regresemos a Lgov.
Nos pusimos en marcha. Apenas habíamos avanzado unos cuantos pasos cuando un sabueso de bastante mal aspecto se abalanzó sobre nosotros desde el tronco de un enorme sauce, y a continuación apareció un hombre de estatura mediana, con un abrigo azul hecho jirones, un chaleco amarillento y pantalones del color de gris de lin o bleu d’amour, que había sido presurosamente metido por dentro de unas botas agujereadas, con un pañuelo rojo al cuello y una escopeta de un cañón al hombro. Mientras nuestros perros, con el ceremonial chino propio de su especie, olisqueaban a su nuevo amigo (el cual, o eso parecía, se había arrepentido de su entrada y tenía el rabo entre las piernas, las orejas erizadas y el cuerpo que se balanceaba adelante y atrás, rígido y mostrando los dientes), el extraño se acercó hasta nosotros e hizo una educadísima reverencia. Parecía tener unos veinticinco años; su largo pelo castaño claro, embadurnado de kvas, se erizaba en rígidas púas, sus pequeños ojos marrones parpadeaban y todo su rostro, cubierto con un pañuelo negro como si tuviera dolor de muelas, sonreía afablemente.
—Permítanme que me presente —comenzó con tono meloso—. Soy el cazador local, Vladímir… Al saber de su llegada y que su excelencia se dirigiría hacia las orillas de nuestro estanque, me decidí, si no tiene objeción, a ofrecerle mis servicios.
El cazador Vladímir hablaba, para que nos entendamos, como un joven actor de provincias que interpreta un protagonista juvenil. Accedí a su oferta y, antes de que alcanzáramos Lgov, ya conocía la historia de su vida. Era el siervo liberado de una casa solariega; en su más tierna juventud había aprendido música, después había trabajado como ayuda de cámara, había aprendido a leer y había leído, por lo que pude entender, algunos libricos, y, viviendo ahora como tantos en Rusia, sin dinero propio y sin empleo fijo, se alimentaba prácticamente de cualquier cosa excepto maná del cielo. Se expresaba de forma elegante y poco habitual, era obvio que se envanecía de sus maneras educadas. También era, no lo dudo, un gran conquistador, y con éxito, puesto que las jóvenes rusas aman la elocuencia. Además, me contó que a menudo visitaba en la ciudad a los terratenientes locales en calidad de invitado, y que jugaba con ellos al préférence y se llevaba muy bien con la gente de la capital. Era experto en el arte de sonreír y poseía un número extraordinario de sonrisas. Una de ellas le sentaba particularmente bien, una sonrisa modesta y desprendida, que perpetraban sus labios cuando escuchaba hablar a alguien que acababa de conocer. Escuchaba y se mostraba de acuerdo en todo, pero nunca perdía su sentido de dignidad personal, y siempre buscaba la forma de hacer saber que él podía, si la ocasión se presentaba, expresar su propia opinión al respecto. Yermolái, como hombre carente de amplia cultura y nada sutil, comenzó a tutearlo. Deberían haber visto la condescendencia con la que Vladímir se dirigió a él, diciendo: “Usted, señor…”.
—¿Por qué lleva ese pañuelo? —le pregunté—. ¿Le duelen los dientes?
—No, señor —respondió— es consecuencia de una falta de atención mucho más grave. Tengo un amigo, un buen hombre, señor, no un cazador, para nada, tal como ha resultado el caso, señor. Un día, señor, me dice: “Mi querido amigo, llévame de caza, estoy deseando saber de qué clase de diversión se trata”. Yo, por supuesto, no quería negarme a un amigo, de manera que por mi parte le procuro un arma, señor, y lo llevo de caza. Bien, señor, cazamos, como es nuestra costumbre, y después descansamos, señor. Yo me senté debajo de un árbol y él, por su parte, señor, se sentó frente a mí, y comenzó a jugar con su escopeta y a apuntarme. Le rogué que desistiera, pero, en su inexperiencia, no prestó ninguna atención, señor. Resonó un disparo y perdí mi mentón, además del dedo índice de la mano derecha.
Alcanzamos Lgov. Vladímir y Yermolái habían decidido que era imposible cazar sin una barca.
—El Nudo tiene una batea —apuntó Vladímir—, pero no sé dónde la ha escondido. Iré a verlo.
—¿Quién es ese? —pregunté.
—Hay un hombre que vive por aquí conocido como el Nudo.
Vladímir y Yermolái se pusieron en marcha para encontrar al Nudo. Les dije que esperaría cerca de la iglesia. Mirando las tumbas en el cementerio me topé con una urna de cuatro esquinas oscurecida con las siguientes inscripciones: en un lado, en francés, “Ci gît Théophile Henri, vicomte de Blangy”, y en la otra, “Debajo de esta piedra reposa el cuerpo de un francés, el Conde Blangy, nacido en 1737, muerto en 1799, habiendo alcanzado su vida los sesenta y dos años de edad”; y la tercera: “Que sus cenizas descansen en paz”, y la cuarta:
Debajo de esta piedra reposa un emigrante francés,
de linaje noble y de talento.
Después de llorar la muerte de su esposa y su familia,
dejó su país natal, pisado por tiranos;
alcanzó las orillas de las tierras rusas,
y encontró un techo acogedor para su vejez.
Educó a sus hijos, enterró a sus padres…
La justicia del más alto le permita reposar aquí…
La llegada de Yermolái, Vladímir y el hombre con el extraño mote, el Nudo, interrumpieron mis reflexiones.
El Nudo, descalzo, desastrado y sucio, parecía, a juzgar por su apariencia, un antiguo siervo sesentón de una casa solariega.
—¿Tiene usted una barca? —pregunté.
—La tengo —respondió en una voz caballuna y rota—, pero en mal estado.
—¿Qué le ocurre?
—Le entra agua. Y se han salido los remaches.
—¡Eso no es nada! —exclamó Yermolái—. Puedes rellenarlos con estopa.
—Por supuesto que sí —accedió el Nudo.
—¿Quién es usted?
—Soy el pescador del amo.
—¿Y cómo es posible que seas pescador, pero que tengas la barca en tal estado?
—Pues mire, es que no hay peces en el río.
—A los peces no les gustan las aguas pantanosas y mohosas —explicó mi cazador dándose importancia.
—Bien —le dije a Yermolái— ve y consigue algo de estopa para arreglar la barca cuanto antes.
Yermolái se alejó.
—No hay duda de que nos iremos a pique muy deprisa, ¿verdad? —le dije a Vladímir.
—El Señor es piadoso —respondió—. En cualquier caso, debemos suponer que el estanque no es profundo.
—Seguro que no —el Nudo habló de forma algo extraña, medio adormecida—. Seguro que tiene el fondo lleno de algas y hierbajos, y seguro que está lleno de hierba crecida demasiado, eso será. Pero cuidado, que también tiene unos agujeros profundísimos.
—De todas formas, si la hierba es demasiado gruesa —apuntó Vladímir— no será posible remar.
—¿Y quién rema en una batea, eh? Tienes que empujarla. Yo iré con ustedes, porque tengo el palo allí. O también es posible usar una pala.
—Una pala lo hace más incómodo, algunas veces no se llega hasta el fondo —dijo Vladímir.
—Es cierto, es más incómodo.
Me senté sobre una tumba a esperar a Yermolái. Un poco por educación Vladímir se alejó y también se sentó. El Nudo se quedó de pie donde estaba, con la cabeza gacha y sus manos detrás de la espalda, de acuerdo con la vieja costumbre.
—Dígame, por favor —comencé—, ¿ha sido pescador aquí durante mucho tiempo?
—Ya es el séptimo año —fue su respuesta, enderezándose.
—¿Y qué eras antes de eso?
—Antes era cochero.
—¿Y por qué dejaste de serlo?
—Nuestra nueva señora.
—¿Qué señora?
—La que nos compró. Usted no la conoce, señor: Aliona Timoféievna, una dama gorda… nada joven.
—¿Y por qué demonios se hizo pescador?
—Dios lo sabe. Vino desde su finca, desde Tambov, y nos ordenó a todos los trabajadores que nos agrupáramos, y vino a inspeccionarnos. Primero fuimos a besarle la mano y no le importó, no se enojó… Luego comenzó a preguntarnos uno tras otro qué hacíamos, en qué nos empleábamos. Cuando llegó mi turno, me preguntó: “¿Y tú que hacías?”. Le dije: “Cochero”. “¿Cochero? Vaya, ¿qué clase de cochero crees que eres? Solo tienes que mirarte en el espejo, piensa en ello, ¿eh? No está bien que seas cochero, pero puedes ser mi pescador y te afeitas la barba. Siempre que tenga ocasión de venir a visitaros y me quede a cenar, tendrás pescado listo, ¿me oyes?”. Desde entonces se me considera pescador. “Y preocúpate de que mi estanque de agua esté en buenas condiciones”, me dijo. Pero ¿cómo puedo hacer eso?
—¿De quién habías sido siervo antes?
—Serguéi Serguéich Pajterev. Éramos parte de su herencia. Pero no por mucho tiempo, solo seis años. A causa de él era yo cochero, aunque nunca en la ciudad, para la ciudad tenía otros, solo para el campo.
—¿Siempre fuiste cochero?
—¡No siempre! Me convertí en cochero bajo Serguéi Serguéich, pero antes fui cocinero, pero no de la ciudad, cocinero aquí en el campo.
—¿Y para quién fuiste cocinero?
—Para el caballero de antes, Afanasi Nefédich, el tío de Serguéi Serguéich. Él compró Lgov, eso hizo Afanasi Nefédich, mientras que Serguéi Serguéich heredó la finca.
—¿Y de quién lo compró?
—De Tatiana Vasílievna.
—¿Qué Tatiana Vasílievna?
—La que murió el año pasado cerca de Vólkov, esto es, cerca de Karáchev, la soltera, la que nunca se casó. ¿Tal vez usted la conocía? Pasamos a su posesión a través de su padre, de Vasili Semiónich. Fue nuestra dueña durante mucho, mucho tiempo, unos veinte años más o menos…
—¿Así que eras cocinero para ella?
—Al principio solo era eso, un cocinero, pero luego me convertí en cafecial.
—¿En qué?
—Un cafecial.
—¿Y qué clase de trabajo es ese?
—En realidad no lo sé, señor. Estar de pie al lado del aparador y que te llamen Antón en lugar de Kuzma. Eso es lo que ordenó su excelencia.
—¿Tu nombre verdadero es Kuzma?
—Kuzma.
—¿Y fuiste un cafecial todo el tiempo?
—No, no todo el tiempo. También fui actor.
—¿De veras?
—De veras. Un actor en un teatra. Nuestra señora tenía un teatra.
—¿Y qué papeles solías interpretar?
—¿Perdone?
—¿Qué hacías en el teatro?
—¿Usted no sabe lo que hacíamos?, ya. Me cogían y me disfrazaban, y tenía que andar por allí todo emperifollado, o quedarme quieto, lo que se necesitara. Me decían, tú dices esto, y yo lo decía. Una vez interpreté a un ciego. Me pusieron un guisante debajo de cada párpado… Eso hicieron.
—¿Y después qué hiciste?
—Después volví a ser cocinero.
—¿Y por qué te rebajaron a cocinero?
—Porque mi hermano se escapó.
—Ya veo. Pero ¿qué hacías bajo el padre de tu señora?
—Tuve varias ocupaciones: primero fui lacayo, luego corría al lado del carruaje, luego jardinero, luego cazador.
—¿Cazador? ¿Entonces te ocupabas de las jaurías?
—Pues sí, pero me hice daño. Me caí del caballo y el rocín se lastimó. El viejo amo era muy estricto con nosotros. Ordenó que me azotaran y me envió a Moscú para ser aprendiz de zapatero.
—¿Para ser aprendiz? Pero ya no serías un niño cuando te pusieron de cazador, ¿no?
—No, tenía veinte años más o menos.
—¿Qué clase de aprendiz serías con veinte años?
—Eso no importaba, es lo que habría ocurrido puesto que el amo lo había ordenado. Por suerte, se murió poco después y me enviaron de vuelta al campo.
—¿Cuándo aprendiste a cocinar?
El Nudo elevó su delgado y amarillento rostro y sonrió.
—¿Es que se tiene que aprender eso? ¡Es trabajo de mujeres!
—Bien —dije—, ¡has visto algunas cosas en tu vida, Kuzma! ¿Qué haces ahora como pescador si no hay peces?
—No me quejo, señor. Y gracias a Dios que me hicieron Pescador. Hay otro hombre viejo como yo, Andréi Pupir, su señoría le ordenó trabajar en las salas de la tina en la fábrica de papel. “Es un pecado”, dijo la señora, “que coma pan a cambio de nada”… Pero Pupir había esperado que le concediera el favor: tenía un pariente trabajando como oficinista para ella. Había prometido decir una palabra en su favor, recordárselo, ya sabe… Bueno, ¡se lo recordó pero bien! Pupir, sabe, se había doblado hasta los pies de su pariente delante de mis ojos…
—¿Tienes familia? ¿Estuviste casado?
—No señor, nunca lo estuve. La difunta Tatiana Vasílievna, ¡el Señor guarde su gloria!, no nos dejaba casarnos. ¡El cielo lo evite! Ella solía decir: “He vivido soltera, así que, ¿qué bobadas son esas? ¿Qué es lo que quieren estos?”.
—¿Cómo te ganas la vida ahora? ¿Tienes paga?
—¿Paga, señor? ¡No…! Me dan comida, y el Señor sea alabado, estoy muy satisfecho. ¡El Señor le dé una larga vida a su señoría!
Yermolái regresó.
—La barca está bien —dijo muy serio—. ¡Ve y coge tu vara!
El Nudo corrió por su vara. Durante mi conversación con el pobre anciano el cazador Vladímir había estado echándole miradas y sonriendo con ironía.
—Un hombre estúpido, señor —dijo cuando el otro se hubo marchado—, sin educación alguna, señor, nada más que un campesino. No se le puede llamar un sirviente doméstico, señor… Y qué aires se da… ¿Cómo iba a pasar por actor? ¡Júzguelo usted mismo! ¡Ha perdido usted el tiempo, habiéndole como lo ha hecho, señor!
En un cuarto de hora estábamos ya sentados en la batea del Nudo. (Dejamos a los perros en una cabaña de campesinos a cargo del cochero Iegúdiil). No era muy cómodo para todos nosotros, pero los cazadores nunca son exigentes. En la parte trasera alargada estaba de pie el Nudo “dándole” a la vara. Vladímir y yo íbamos sentados en los tablones del centro, y Yermolái se encaramó al frente, en la parte arqueada. A pesar de la estopa, el agua no tardó en aparecer a nuestros pies. Por suerte el tiempo estaba tranquilo y el estanque parecía haberse literalmente dormido.
Atravesamos el agua muy lentamente. El viejo tenía dificultad para sacar su larga vara del barro pegajoso porque se enredaba con los hilillos verdes de la hierba que crecía bajo la superficie, y los círculos hieráticos de los lirios de la ciénaga también demoraban el avance de la barca. Al cabo de un rato alcanzamos las matas de juncos y comenzó la diversión. Los patos alzaron el vuelo con ruido infernal, “explotando” desde el estanque, asustados por nuestra súbita aparición en sus dominios, y resonaron las escopetas al unísono tras ellos, y era una delicia ver a las pesadas aves alcanzadas en el aire caer aleteando de nuevo al agua. Por supuesto no recogimos todas las presas. Algunos de los heridos se sumergieron, algunos de los muertos cayeron entre matorrales tan espesos que ni siquiera Yermolái, que tenía ojos de lince, podía encontrarlos. Sin embargo, para la hora de la cena nuestra barca estaba llena hasta los bordes con nuestro botín.
Vladímir, para gran satisfacción de Yermolái, no era, por cierto, un tirador experto y tras cada fracaso demostraba su sorpresa, inspeccionaba su escopeta, soplaba dentro, expresaba su perplejidad y al cabo explicaba las razones por las que había errado el tiro. Yermolái, como de costumbre, salió triunfador, y yo, como de costumbre también, tuve un resultado mediocre. El Nudo nos observaba con los ojos de quien se ha pasado la vida al servicio de otros, y de tanto en tanto gritaba: “¡Ahí hay uno, un pato!”, rascándose la espalda todo el tiempo no con sus manos, sino con movimientos de sus hombros. El clima continuó perfecto: sobre nosotros colgaban nubes blancas y redondas en perfecta calma, y se reflejaban con claridad sobre el agua, los juncos murmuraban en voz baja a nuestro alrededor; en ciertos lugares el estanque refulgía bajo el sol dorado como si fuera de acero. Estábamos a punto de regresar a la aldea cuando, de pronto tuvo lugar algo bastante desagradable.
Hacía un rato que habíamos observado que el agua se estaba filtrando dentro de la batea. A Vladímir se le había asignado la tarea de achicarla con un cazo que mi prudente cazador había tomado prestado de una anciana medio dormida. Todo iría bien mientras Vladímir recordase su cometido. Pero hacia el final de nuestra cacería, como si se estuvieran despidiendo, los patos comenzaron a volar en tales bandadas que apenas teníamos tiempo para cargar nuestras escopetas. En la excitación causada por los fogonazos dejamos de prestarle atención al estado de la batea, cuando de repente (como resultado de un movimiento brusco de Yermolái, quien se había extendido en toda su altura sobre la borda para alcanzar un ave), nuestra vieja nave se movió hacia un lado, se volcó y se fue a pique solemnemente, por suerte en una zona poco profunda. Gritamos pero ya era demasiado tarde; en un momento estábamos con el agua hasta el cuello, rodeados por los cadáveres flotantes de los patos muertos. Ahora no puedo evitar recordar sin asomo de risa las caras pálidas y asustadas de mis camaradas (era muy probable que en ese instante tampoco la mía propia estuviera cubierta por el rubor de la salud), pero debo confesar que en aquel momento no se me ocurrió reírme de nada. Cada uno de nosotros sostuvo su escopeta sobre la cabeza y el Nudo, sin duda a causa de su costumbre de imitar siempre a sus amos, también elevó su vara. El primero en romper el silencio fue Yermolái.
—¡Uf, todo perdido! —se quejó, escupiendo en el agua—. ¡Vaya gracia! ¡Y todo culpa tuya, viejo demonio! —añadió con enojo, volviéndose hacia el Nudo—. ¿Qué clase de barca tienes?
—Lo siento —murmuró el anciano.
—Sí, y tú también te has portado de maravilla —continuó mi cazador, volviendo la cabeza en dirección a Vladímir—. ¿Adónde estabas mirando? ¿Por qué dejaste de achicar? Tú, tú, tú…
Pero Vladímir no estaba de humor para responderle nada puesto que temblaba como una hoja, los dientes le castañeteaban a pesar de tener la boca abierta en una sonrisa sin sentido. ¿Adónde habían ido a parar su elocuencia y su sentido de las elegantes buenas maneras, y su dignidad personal?
La batea maldita se balanceaba débilmente bajo nuestros pies… Un momento después del naufragio el agua nos había parecido extremadamente fría, pero pronto nos acostumbramos a ella. Cuando pasó el susto miré a mi alrededor y vi que a diez pasos más o menos de donde nos encontrábamos había juncos, y que más allá, sobre los penachos, podía verse la orilla. “¡Nada bueno!”, pensé.
—¿Qué podemos hacer? —le pregunté a Yermolái.
—Bien, echemos un vistazo, no podemos pasarnos la noche aquí —respondió—. Toma, agarra mi escopeta —le dijo a Vladímir.
Vladímir obedeció sin articular palabra.
—Voy a buscar un lugar por donde vadear —continuó Yermolái, con la convicción de que cada trozo de estanque debía de poseer un vado. Agarró la vara del Nudo y se puso en marcha en dirección de la orilla, probando con cuidado cada paso que daba por el fondo.
—¿Sabes nadar? —le pregunté.
—No —resonó su voz más allá de los juncos.
—Bien, pues se ahogará —comentó con indiferencia el Nudo, quien, como antes, no había sentido miedo tanto por el peligro en sí como por nuestra cólera, y que ahora, completamente calmado, se limitaba a emitir un largo suspiro ocasional, y daba la impresión de que se resignaba a su postura.
—Y su muerte será en vano, señor —añadió con piedad Vladímir.
Yermolái tardó más de una hora en volver. La hora nos pareció una eternidad. Al principio intercambiamos gritos entusiastas con él, pero al cabo respondía cada vez con menos frecuencia, y al final cesó por completo. En la aldea repiqueteaban las campanas para el servicio vespertino. No hablábamos entre nosotros y tratábamos de evitar mirarnos a los ojos. Los patos pasaban volando por encima; algunos a punto estuvieron de posarse a nuestro lado, pero de pronto salían volando, como suele decirse, en formación, y se alejaban entre graznidos. Empezamos a sentirnos rígidos. El Nudo comenzó a parpadear como si estuviera a punto de quedarse dormido.
Al fin, para nuestra indescriptible dicha, regresó Yermolái.
—Bien, ¿qué has encontrado?
—He estado en la orilla y hay un sitio por donde vadear… Pongámonos en marcha.
Nos habría gustado ponernos en camino de inmediato, pero primero Yermolái extrajo una cuerda del bolsillo bajo el agua y ató todos los patos que habíamos cazado por sus aletas, agarró las dos puntas de la cuerda con los dientes y marchó delante de nosotros, Vladímir detrás de él y yo detrás de Vladímir. El Nudo iba el último. Eran unos doscientos pasos hasta la orilla y Yermolái nos condujo hasta allí con coraje y sin detenerse ni una vez (tan bien había memorizado la ruta), solo gritando de cuando en cuando: “¡A la izquierda! ¡Hay un agujero a la derecha!”, o bien: “¡A la derecha! A la izquierda os quedaréis atrapados…”. En ocasiones el agua nos llegaba hasta el cuello, y una o dos veces el pobre Nudo se limitó a arrastrarse como pudo, a dar saltitos con las piernas extendidas y de alguna forma logró alcanzar una zona menos profunda, pero ni en los tramos más difíciles soltó mi abrigo. Por fin, agotados, sucios, y empapados, alcanzamos la orilla.
Un par de horas más tarde estábamos todos, secos en la medida de lo posible, sentados en un enorme granero esperando la cena. El cochero Iegúdiil, un hombre de movimientos extremadamente lentos, arrastrados, deliberados y pesados, estaba de pie en el umbral y no paraba de compartir rapé con el Nudo. (He observado que los cocheros en Rusia hacen amistad con rapidez). El Nudo aspiraba con ansiedad, casi hasta el punto de enfermarse: escupía y tosía y era obvio que estaba disfrutando. Vladímir parecía melancólico, tenía la cabeza ladeada y apenas hablaba. Yermolái se dedicaba a limpiar nuestras escopetas. Los perros meneaban sus colas de forma exagerada anticipando su avena, mientras que los caballos estampaban sus cascos y relinchaban bajo el toldo. El sol caía despacio. Sus últimos rayos recorrían la tierra en franjas anchas y rosadas. Pequeñas nubes doradas se extendían sobre el cielo, achicándose, deshilachándose… Desde la aldea llegaba una canción.
*FIN*