Casa digital del escritor Luis López Nieves


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Li Wan, la Blanca

[Cuento - Texto completo.]

Jack London

—El sol se oculta, Canim, y el calor del día se ha ido.

Así avisó Li Wan al hombre cuya cabeza quedaba oculta bajo la prenda de piel de ardilla, pero lo hizo con suavidad, como indecisa entre el deber de despertarlo y el miedo de verlo despierto. Porque aquel marido tan grande, distinto a todos los hombres que había conocido, le daba miedo.

La carne de alce crepitaba inquieta y Li Wan apartó la sartén de las brasas. Al hacerlo miró con desconfianza a los dos perros de la bahía de Hudson, cuyas lenguas rojas babeaban, y que seguían todos sus movimientos. Eran animales enormes y peludos, agazapados a sotavento bajo la delgada estela de humo del fuego para huir de los enjambres de mosquitos. Mientras Li Wan miraba hacia abajo, donde el Klondike lanzaba su cauce crecido entre las colinas, uno de los perros se arrastró hacia delante como un gusano y con un golpe de pata diestro y gatuno sacó un pedazo de carne de la sartén y lo arrojó al suelo. Pero Li Wan lo vio por el rabillo del ojo y el animal retrocedió gruñendo e intentando morder cuando ella le dio en el morro con un pedazo de leña.

—No, Olo —se rio, mientras recuperaba la carne sin dejar de mirarlo—. Siempre tienes hambre y por eso tu hocico te causa problemas.

Pero el compañero de Olo se unió a él y juntos desafiaron a la mujer. El pelo de sus lomos se erizó en oleadas recurrentes de ira, y los finos labios se retorcieron y levantaron, formando feas arrugas y dejando a la vista los colmillos desgarradores de carne, crueles y amenazantes. La pasión animal hacía temblar los morros fruncidos y gruñían como los lobos, con el odio y la maldad de la raza empujándolos a saltar sobre la mujer y derribarla.

—También tú, Bash, fiero como tu amo y nunca en paz con la mano que te alimenta. Por meterte donde no te llaman, toma ¡y toma!

Mientras gritaba, intentaba darles con la leña, pero ellos evitaban los golpes y se negaban a retroceder. Se separaron y se acercaron a ella cada uno por un lado, agazapados y gruñendo. Li Wan había luchado para dominar al perro lobo desde que daba sus primeros pasos entre los fardos de pieles de los tipis y supo que se acercaba una crisis. Bash se había detenido con los músculos tensos y rígidos para el salto; 01o aún se movía sigiloso hasta situarse a una distancia adecuada para saltar.

Agarró dos palos en llamas por el extremo carbonizado y se enfrentó a las bestias. Uno retrocedió, pero Bash saltó y ella lo golpeó en pleno salto con la madera ardiente. Se oyeron aullidos de dolor y olió a pelo y carne quemada mientras el perro rodaba sobre la tierra y la mujer aplastaba contra su morro las brasas candentes. Sin parar de abrir y cerrar la boca, se lanzó a un lado, lejos del alcance de Li Wan y, muerto de miedo, luchó por ponerse a salvo. 01o, del otro lado, había empezado la retirada cuando la joven le recordó su primacía arrojándole a las costillas un pesado trozo de madera. Los dos retrocedieron bajo una lluvia de leña y, al borde del campamento, se tumbaron para lamerse las heridas, gimoteando y gruñendo por turnos.

Li Wan sopló sobre la carne para limpiarla de la ceniza y se sentó. Su corazón latía al mismo ritmo de siempre y ya había olvidado el incidente, que formaba parte de su rutina. Canim no se había movido durante el desorden y ahora roncaba con fuerza.

—¡Vamos, Canim! —llamó—. El calor del día se ha ido y el camino espera nuestros pasos.

Un brazo moreno agitó y apartó a un lado la prenda de piel de ardilla. Luego los párpados del hombre se abrieron para volver a cerrarse.

“Lleva una carga muy pesada —pensó ella— y está cansado del trabajo de la mañana”.

Un mosquito le picó en el cuello y Li Wan embadurnó la zona desprotegida con arcilla húmeda de un montón que siempre llevaba a mano. Durante toda la mañana, en medio del esfuerzo de ascender la divisoria y envueltos en una nube de mosquitos, el hombre y la mujer se habían cubierto con el barro pegajoso que, al secarse al sol, cubría sus rostros con una máscara de arcilla. Esas máscaras se rompían por diversos sitios debido al movimiento de los músculos faciales y era necesario renovarlas continuamente, de manera que el depósito presentaba un grosor irregular y un aspecto muy curioso.

Li Wan sacudió a Canim despacio pero con insistencia, hasta que él se despertó y se sentó. Lo primero que hizo fue mirar al sol y, tras consultar el reloj celestial, se inclinó sobre el fuego y atacó la carne con hambre canina. Era un indio muy grande, de un metro ochenta de estatura, ancho de pecho y muy musculoso, de mirada más aguda y una capacidad mental mayor que la media de los de su raza. En el rostro se marcaban profundas líneas que indicaban su fuerza de voluntad y eso, junto con un aire duro y primitivo, anunciaba el carácter indómito del nativo, inquebrantable en su propósito y capaz de una crueldad huraña cuando se veía frustrado.

—Mañana, Li Wan, celebraremos un festín. —Succionó un hueso de caña, lo dejó limpio y se lo lanzó a los perros—. Tomaremos tortitas fritas en grasa de beicon y azúcar, que son más sabrosas.

—¿Tortitas? —preguntó ella, pronunciando la palabra de una forma curiosa.

—Sí —respondió Canim con superioridad—. Y te enseñaré a cocinar cosas nuevas. Tú ignoras esas cosas de las que te hablo, como ignoras muchas más. Has vivido en un pequeño rincón de la tierra y no sabes nada. Pero yo… —se estiró y la miró con orgullo—, yo soy un gran viajero y he estado en todas partes, incluso entre los blancos, y conozco sus costumbres y las de muchos pueblos. No soy un árbol que nace para permanecer siempre en un sitio, sin saber lo que hay al otro lado de la colina; porque soy Canim, la Canoa, hecho para ir de aquí allá, para viajar y recorrer todo el ancho y largo del mundo.

Ella inclinó la cabeza con humildad.

—Es cierto. Yo he comido pescado, carne y bayas toda mi vida y vivido en un pequeño rincón de la tierra. No soñaba con que el mundo fuese tan grande hasta que tú me robaste de entre los míos y cociné y cargué para ti en los caminos sin fin. —De repente levantó la cabeza y lo miró—. Dime, Canim, ¿termina alguna vez este camino?

—No —respondió él—. Mi camino es como el mundo: nunca se acaba. Mi camino es el mundo y he viajado por él desde que las piernas me lograron sostener, y así viajaré hasta que muera. Puede que mi padre y mi madre hayan muerto, pero hace mucho que no los veo y no me importa. Mi tribu es como la tuya. Permanece en un sitio, que está lejos de aquí, pero a mí no me importa mi tribu, porque soy Canim, la Canoa.

—¿Y yo, Li Wan, que estoy cansada, debo viajar siempre por tu camino hasta que me muera?

—Tú, Li Wan, eres mi mujer y la mujer recorre el camino del hombre lleve a donde lleve. Es la ley. Y si no fuese la ley, sería la ley de Canim, que hace la ley para sí mismo y para los suyos.

Ella volvió a inclinar la cabeza, porque no conocía más ley que la que decía que el hombre era el amo de la mujer.

—No tengas prisa —advirtió Canim al verla atar los pocos utensilios del campamento a su mochila—. El sol aún calienta, el camino desciende y es fácil de recorrer.

Ella dejó lo que hacía, obediente, y se sentó otra vez.

Canim la miró con interés especulativo.

—No te sientas en cuclillas como hacen las demás mujeres —comentó.

—No —respondió ella—. No me resulta fácil. Estoy incómoda y no descanso.

—¿Y por qué tus pies no apuntan en línea recta frente a ti?

—No lo sé. Solo sé que no son como los de las demás mujeres.

Un brillo de satisfacción iluminó los ojos del hombre, pero no dejó entrever más indicios.

—Tu cabello es negro, como el de las otras mujeres, pero ¿nunca te has fijado en que es suave y fino, más suave y fino que el de las demás?

—Me he fijado —respondió brevemente porque no le gustaba aquel análisis frío de sus deficiencias.

—Ya hace un año que te aparté de tu gente —continuó Canim—, y eres casi tan tímida y me temes casi igual que cuando te vi por primera vez. ¿Por qué?

Li Wan negó con la cabeza.

—Tengo miedo de ti, Canim, porque eres muy grande y extraño. Además, antes de que me miraras, todos los hombres jóvenes me daban miedo. No sé. No puedo explicarlo. Pero me parecía que no debía ser para ellos, como si…

—Sigue —la animó él, impaciente al verla dudar.

—Como si no fueran de mi raza.

—¿Como si no fueran de tu raza? —repitió él despacio—. Entonces, ¿cuál es tu raza?

—No lo sé. No… —Sacudió la cabeza, desconcertada—. No sé explicar lo que sentía. Había algo extraño en mí. No era como las otras doncellas, que buscan a los jóvenes con malicia. Yo no miraba a los jóvenes de esa forma. Me parecía que estaba mal y no debía hacerlo.

—¿Qué es lo primero que recuerdas? —Canim preguntó de repente, sin venir al caso.

—A Pow-Wah-Kaan, mi madre.

—¿Nada más, antes de Pow-Wah-Kaan?

—Nada más.

Pero Canim, mirándola fijamente a los ojos, examinó su alma secreta y la vio titubear.

—¡Esfuérzate y piensa, Li Wan! —amenazó.

Ella tartamudeó y sus ojos suplicaron, llenos de pena, pero la voluntad del hombre la dominó y arrancó de sus labios las palabras que no deseaban salir.

—No eran más que sueños, Canim, pesadillas de la infancia, sombras de cosas no reales, visiones como las que ven los perros cuando duermen al sol y gimen para espantarlas.

—Cuéntame —ordenó él— las cosas de antes de Pow-Wah-Kaan, tu madre.

—Son recuerdos olvidados —protestó ella—. De niña soñaba despierta, con los ojos abiertos, y cuando contaba las cosas extrañas que veía se reían de mí y los otros niños tenían miedo y me dejaban sola. Cuando le contaba a Pow-Wah-Kaan las cosas que veía, me mandaba callar y me decía que eran malas. También me pegaba. Creo que era una enfermedad, como la que ataca a los ancianos. Con el tiempo mejoré y dejé de soñar. Ahora ya no recuerdo. —Se llevó la mano a la frente, en un gesto que indicaba su confusión—. Están ahí pero no puedo encontrarlos. Solo…

—Solo… —repitió Canim para ayudarla.

—Solo una cosa. Pero te reirás de su estupidez. No es real.

—No, Li Wan. Los sueños son sueños. Pueden ser recuerdos de otras vidas que hemos vivido. Yo fui un alce. Estoy convencido de que fui un alce por las cosas que he visto y oído en sueños.

Por mucho que intentaba ocultarlo, una ansiedad cada vez mayor se despertaba en él, pero Li Wan buscaba torpemente las palabras que necesitaba para su relato y no se daba prisa.

—Veo un espacio de nieve pisoteada —empezó a decir la joven— y al otro lado de la nieve la huella de un hombre que se ha arrastrado a cuatro patas. También veo al hombre en la nieve y, cuando miro, me parece que estoy muy cerca de él. No es como los hombres reales porque tiene pelo en la cara, mucho pelo; y el pelo de la cabeza y de la cara es amarillo, como el pelaje de verano de la comadreja. Tiene los ojos cerrados, pero se abren y buscan a su alrededor. Son azules como el cielo, miran a los míos y dejan de buscar. Su mano se mueve despacio, como si estuviese débil, y yo siento…

—Sí —susurró Canim con la voz ronca—. ¿Qué sientes?

—¡No! ¡No! —se apresuró a gritar Li Wan—. No siento nada. ¿Dije “siento”? No quería decir eso. No puede ser que quisiera decir eso. Veo, solo veo, y no veo más que eso: un hombre en la nieve, con los ojos como el cielo y el pelo como el de la comadreja. Lo he visto muchas veces y siempre es igual: un hombre en la nieve…

—¿Y te ves a ti misma? —preguntó él, inclinándose hacia delante y mirándola fijamente—. ¿Te ves alguna vez con el hombre en la nieve…

—¿Por qué me iba a ver? ¿Acaso no soy real?

Los músculos de Canim se relajaron y se echó hacia atrás, con los ojos exultantes de satisfacción. Dejó de mirarla para que ella no se diera cuenta.

—Te lo explicaré, Li Wan —dijo con decisión—. En una vida anterior fuiste un pajarito, un pájaro muy pequeño; entonces viste esas cosas y el recuerdo permanece contigo. No es raro. Yo fui un alce y el padre de mi padre se convirtió luego en un oso. Eso dijo el chamán y el chamán no miente. Así, en el camino de los dioses pasamos de vida en vida y solo los dioses lo saben y lo comprenden. Los sueños y las sombras de los sueños son recuerdos, nada más, y el perro que gime dormido al sol sin duda ve y recuerda cosas que ya ocurrieron. Bash fue un guerrero. Estoy firmemente convencido de que fue un guerrero.

—Estas pieles alcanzarán buen precio —dijo Canim después, mientras se ajustaba el mecapal y levantaba la carga del suelo—. Un buen precio. Los blancos pagan bien esas cosas porque no tienen tiempo para cazar y el frío les afecta. Pronto nos daremos un festín, Li Wan, comeremos como nunca has comido en todas las vidas que hayas vivido.

Ella gruñó para dar a entender que había comprendido y como agradecimiento por la condescendencia de su amo, se ajustó el arnés y se inclinó hacia delante para llevar mejor la carga.

—La próxima vez que nazca, naceré hombre blanco —añadió él y echó a andar por la senda que descendía hacia la garganta, a sus pies.

Los perros iban detrás de él y Li Wan cerraba la marcha. Pero sus pensamientos estaban muy lejos, más allá de las montañas de hielo, al este, en el pequeño rincón de la tierra donde había pasado su niñez. Recordaba que ya de niña la tenían por rara, por alguien que sufría algún mal. Cierto era que había soñado despierta y que le reñían y pegaban por las visiones insólitas que veía hasta que, al cabo de un tiempo, creció y dejó de tenerlas. Aunque no del todo. Ya no la molestaban cuando estaba despierta, pero acudían a ella en sueños, a pesar de que ya era una mujer adulta, y más de una noche había pasado entre pesadillas llenas de sombras que se agitaban, borrosas y sin sentido. La charla con Canim la había puesto nerviosa y mientras descendía la inclinación llena de curvas de la divisoria no dejaba de recordar las fantasías burlonas de sus sueños.

—Descansemos un rato —dijo Canim cuando habían cruzado la mitad del cauce del río principal.

Apoyó su mochila sobre una roca que sobresalía, soltó la correa que la sujetaba a su cabeza y se sentó. Li Wan se unió a él y los perros se tumbaron en el suelo junto a los dos, jadeando. A sus pies se extendía el goteo glacial de las colinas, pero parecía turbio y teñido, como si lo manchara algún desorden ocurrido en la tierra.

—¿Por qué está así? —preguntó Li Wan.

—Debido a los blancos que trabajan en la tierra. ¡Escucha! —Levantó la mano y oyeron el ruido del pico y la pala y el sonido de las voces de los hombres—. El oro los vuelve locos y trabajan sin descanso para encontrarlo. ¿El oro? Es amarillo y sale de la tierra y le dan mucho valor. También lo usan para medir los precios.

Pero Li Wan ya no lo miraba porque otra cosa había llamado su atención. A varios metros por debajo de ellos y en parte ocultos por un grupo de píceas jóvenes se alzaban los troncos escalonados de una cabaña, cubiertos por un tejado de tierra que sobresalía. Se estremeció y todos los fantasmas de sus sueños se despertaron y se revolvieron inquietos.

—Canim —susurró con angustia y aprensión—. Canim, ¿qué es eso?

—El tipi del hombre blanco, en el que come y duerme.

Li Wan miró con nostalgia, captando sus virtudes de un solo vistazo y estremeciéndose otra vez con las sensaciones inexplicables que despertaba en ella.

—Debe ser muy cálido cuando hiela —dijo en voz alta, aunque sentía que debía expresar sonidos extraños con los labios.

Se sintió empujada a emitirlos, pero no lo hizo y al instante siguiente Canim dijo:

—Se llama cabaña.

A la joven le dio un vuelco el corazón. ¡Los sonidos! ¡Eran esos sonidos! Miró a su alrededor con miedo. ¿Cómo podía saber una palabra tan rara antes de haberla oído. ¿Qué le pasaba? Luego, con un escalofrío de miedo y placer, comprendió que por primera vez en su vida los dictados de sus sueños tenían sentido y reflejaban cordura.

“Cabaña”, repitió para sus adentros. “Cabaña”. Un flujo incoherente de imágenes oníricas se desbordó en su interior hasta que la cabeza le dio vueltas y el corazón parecía a punto de estallar. Sombras, siluetas amenazantes y asociaciones ininteligibles se agitaban y se arremolinaban mientras ella intentaba en vano comprenderlas y controlarlas con la mente. Porque sentía que allí, en aquel aluvión de recuerdos, se encontraba la clave del misterio. Si lograba comprenderlo y controlarlo, lo vería todo claro…

¡Canim! ¡Pow-Wah-Kaan! ¿Qué eran aquellas sombras y siluetas?

Se volvió hacia Canim, sin poder hablar, temblando, las imágenes oníricas desbocadas e irrefrenables. Estaba mareada y se sentía a punto de desmayarse y solo podía oír los sonidos cautivadores que salían de la cabaña con un ritmo asombroso.

—Sí, violín —se dignó a responder Canim.

Sin embargo, ella no lo oyó porque en medio del éxtasis que experimentaba le pareció que por fin todo iba a aclararse. ¡Ahora! ¡Ahora!, pensó. Los ojos se le humedecieron y las lágrimas rodaron por sus mejillas. El misterio se resolvía, pero el mareo se apoderaba de ella. ¡Si lograra retrasarlo lo bastante! ¡Si lograra…! Pero el paisaje cedió y se derrumbó y las colinas se balancearon hacia delante y hacia atrás en el cielo cuando ella se levantó de un salto y gritó: “¡Papá! ¡Papá!”. Luego el sol desapareció, la oscuridad la invadió y se desmayó entre las rocas.

Canim comprobó que la pesada carga no le hubiese roto el cuello, emitió un gruñido de satisfacción y le echó agua del arroyo en la cara. Ella recuperó la consciencia poco a poco, entre sollozos, y se sentó.

—No es bueno tanto sol en la cabeza —comentó él.

Y ella respondió:

—No, no es bueno. Y llevar tanto peso me ha cansado.

—Acamparemos pronto para que duermas mucho y recuperes fuerzas —dijo Canim con dulzura—. Si nos vamos ya, antes podremos dormir.

Li Wan no dijo nada, se puso en pie obediente e hizo levantarse a los perros. Siguió el ritmo del hombre mecánicamente y pasó junto a la cabaña casi sin atreverse a respirar. Pero ya no salían sonidos, aunque la puerta estaba abierta y del tubo de hierro de la cocina surgía el humo.

En la curva del arroyo se encontraron con un hombre de piel blanca y ojos azules y por un momento Li Wan vio al otro hombre en la nieve. Aunque lo vio borroso porque estaba débil y cansada debido a todo lo que le había ocurrido. Aun así, lo miró con curiosidad y se detuvo junto a Canim para observar cómo trabajaba. Lavaba gravilla en una batea grande y lo hacía con un movimiento circular y ladeado. Mientras miraban, el hombre dejó a la vista, con un hábil meneo, una franja de oro amarillo en el fondo de la batea.

—Este arroyo es muy rico —le dijo Canim a Li Wan cuando partieron—. Un día yo encontraré un arroyo así y seré un gran hombre.

Las cabañas y los hombres fueron aumentando en abundancia hasta que llegaron a un punto donde pudieron ver la parte principal del arroyo. Era el escenario de una gran devastación. La tierra estaba abierta y rasgada por todas partes, como si allí hubiese tenido lugar una lucha de titanes. Donde no había montículos de gravilla se abrían trincheras, agujeros enormes y-simas donde la espesa capa de tierra había sido arrancada hasta dejar el lecho rocoso al descubierto. Ya no había canal erosionado para el arroyo y sus aguas, embalsadas y desviadas, se lanzaban desde toboganes muy altos, se derramaban sobre depresiones y lugares más bajos y se utilizaban una y otra vez, mil veces, elevadas por ruedas hidráulicas. Habían arrancado todos los árboles de las colinas y corneado y perforado las laderas desnudas con grandes toboganes de madera y agujeros de prospección. Por encima de todo eso, como una raza monstruosa de hormigas, campaba a sus anchas un ejército de hombres —hombres desaliñados, sucios, cubiertos de barro— que se arrastraban dentro y fuera de sus excavaciones, se deslizaban como bichos por sus toboganes y se afanaban sudorosos en los montones de grava sin detenerse jamás. Hasta donde alcanzaba la vista, incluso en las cimas, había hombres cavando, arrancando y erosionando el rostro de la naturaleza.

Li Wan se quedó horrorizada ante semejante catástrofe.

—Esos hombres están locos —le dijo a Canim.

—Es normal. El oro que buscan es algo muy bueno —contestó—. Es lo mejor del mundo.

Durante horas avanzaron sorteando aquel caos de avaricia, Canim ansioso, decidido, y Li Wan débil y desanimada. Sabía que había estado a punto de hacer un descubrimiento y aún se sentía a punto de hacerlo, pero la tensión nerviosa que había sufrido la había dejado tan agotada que ahora esperaba pasivamente a que eso, lo que fuera, ocurriese. Los sentidos se le escapaban de las manos y le transmitían innumerables impresiones, cada una de las cuales estimulaba vagamente su imaginación ya saturada. En algún lugar de su interior había notas receptivas que respondían a lo que veía fuera, se renovaban relaciones olvidadas e inimaginables y ella se preocupaba y se daba cuenta de todo, pero con indiferencia, y no alcanzaba la euforia mental necesaria para transmutarlo y comprender. Así que continuó caminando con esfuerzo tras los pasos de su amo, contentándose con esperar a que eso que ella sabía ocurriese de alguna forma, en algún lugar.

Tras soportar la esclavitud absurda a la que lo sometía el hombre, el arroyo volvía por fin a su cauce de siempre, manchado y mancillado por el esfuerzo, y zigzagueaba despacio entre las llanuras y los bosques donde el valle se extendía hasta la desembocadura. Allí ya no había grandes filones y los hombres eran reacios a entretenerse: el ansia de oro los llevaba más lejos. Y fue allí, al detenerse Li Wan para espolear a 01o con su bastón, cuando oyó la risa delicada y argentina de una mujer.

Delante de una cabaña se sentaba una mujer, de piel clara y rosada como la de un niño, sonriendo encantada a las palabras que otra mujer le decía desde el umbral. En un momento dado, la que estaba sentada sacudió su impresionante melena de cabello oscuro y mojado para que se secara a la cálida caricia del sol.

Li Wan se quedó paralizada un instante. Luego sintió un destello cegador y un chasquido, como si algo cediera: la mujer de la cabaña desapareció, junto con la cabaña, el bosque de píceas y el escarpado horizonte, y Li Wan vio a otra mujer, a la luz de otro sol, cepillándose una impresionante mata de cabello negro y cantando mientras lo hacía. Li Wan oyó las palabras de la canción, comprendió y volvió a ser niña. Se apoderó de ella una visión en la que emergían todos los sueños molestos y se convertían en uno, y las siluetas y las sombras ocupaban su lugar correspondiente y todo quedó claro, evidente, real. Las imágenes se abrían paso: escenas desconocidas, árboles, flores y personas. Las vio y las reconoció.

—Cuando eras un pajarito, un pájaro muy pequeño… —dijo Canim mientras la taladraba con los ojos.

—Cuando era un pajarito… —susurró ella, tan bajo que casi no la oyó. Pero, al inclinar la cabeza bajo el peso de la carga y echar a andar, ya sabía que estaba mintiendo.

Tan extraño le resultaba todo que lo real se convirtió en irreal. La caminata y el campamento a la orilla del arroyo le parecieron elementos de una pesadilla. Cocinó, dio de comer a los perros y desató el cargamento como si viviera un sueño y no volvió en sí hasta que Canim empezó a esbozar su siguiente viaje.

El Klondike desemboca en el Yukón —le decía—, un río poderoso, más que el Mackenzie, al que ya conoces. Tú y yo bajaremos hasta Fort Yukón. Con perros, en invierno, está a veinte sueños. Luego seguiremos el Yukón hacia el Oeste, cien sueños o doscientos, no lo sé con seguridad. Está muy lejos. Así llegaremos al mar. Tú no sabes nada del mar, pero yo te lo contaré. Como el lago es a la isla, el mar es a la tierra. Los ríos desembocan en él y no tiene fin. Yo lo vi en la Bahía de Hudson. Aún no lo he visto en Alaska. Luego podremos salir al mar en una gran canoa, tú y yo, Li Wan, o podremos seguir por tierra hacia el sur durante muchos cientos de sueños. Después ya no sé. Solo sé que soy Canim, la Canoa, viajero y caminante del mundo.

Li Wan permaneció sentada, escuchando, y el miedo se apoderó de ella al pensar en sumergirse en aquel elemento salvaje e ilimitado.

—Es un camino agotador fue lo único que dijo, con la cabeza inclinada hacia las rodillas, resignada.

Entonces se le ocurrió una idea increíble y el asombro que le produjo la animó. Se acercó al arroyo y se lavó la arcilla seca de la cara. Cuando el agua recuperó la quietud, observó los rasgos que se reflejaban en ella, pero el sol y el clima habían hecho de las suyas y su piel era áspera y color bronce, no suave y con hoyuelos como la de un niño. Sin embargo, la idea le seguía pareciendo increíble y no perdió el ánimo al acostarse junto a su marido bajo la manta.

Permaneció despierta, mirando el azul del cielo y esperando a que Canim durmiera profundamente. Luego se apartó de él despacio, lo arropó y se puso de pie. Cuando dio el segundo paso, Bash gruñó como una fiera. Ella susurró para tranquilizarlo y miró al hombre: Canim continuaba roncando. Le dio la espalda y con pasos rápidos y silenciosos desanduvo veloz el camino andado.

 

* * *

 

La señora Van Wyck —Evelyn— se preparaba para acostarse. Aburrida de los deberes que le imponía la sociedad, su riqueza y la dicha de la viudez, había viajado hasta la región septentrional y se alojaba en una acogedora cabaña algo apartada de las prospecciones. Allí, ayudada y respaldada por su amiga y compañera Myrtle Giddings, jugaba a vivir en plena naturaleza y cultivaba lo primitivo con refinado abandono.

Buscaba alejarse de las muchas generaciones de selección cultural y social para sentir la llamada de la tierra a la que sus antepasados habían renunciado. También se provocaba a sí misma estados mentales que creía cercanos a los de la Edad de Piedra y en aquel mismo momento, mientras se recogía el pelo para dormir, disfrutaba imaginándose un cortejo paleolítico. Los detalles consistían sobre todo en cuevas y huesos de caña machacados, intercalados con carnívoros feroces, mamuts peludos y combates con hachas de pedernal toscamente talladas; pero la sensación que aquello le producía era deliciosa. Y mientras Evelyn Van Wyck huía por los oscuros senderos de los bosques de las ardientes insinuaciones de su pretendiente de frente inclinada y cubierto con pieles, se abrió la puerta de la cabaña sin una sola llamada de cortesía y entró una mujer cubierta con pieles, salvaje y primitiva.

—¡Cielos!

Con un salto propio de una mujer de las cavernas, la señorita Giddings aterrizó a salvo tras la mesa. Pero la señora Van Wyck defendió el terreno. Percibió que la intrusa luchaba por controlar su nerviosismo y echó una rápida mirada hacia atrás para asegurarse de que tenía el camino libre hasta el catre, donde el enorme Colt descansaba bajo la almohada.

—Saludos, mujer del pelo maravilloso —dijo Li Wan.

Pero lo dijo en su propia lengua, la que solo se hablaba en un pequeño rincón de la tierra, y las mujeres no la entendieron.

—¿Voy a pedir ayuda? —tembló la señorita Giddings.

—Creo que la pobre criatura es inofensiva —contestó la señora Van Wyck—. Mira su ropa: está raída y gastada de tanto viajar y demás. Son unas prendas únicas. Se las compraré para mi colección. Por favor, Myrtle, trae mi bolsa del oro y la balanza.

Li Wan seguía los movimientos de los labios, pero las palabras le resultaban ininteligibles. Entonces, por primera vez comprendió, en un momento de incertidumbre e indecisión, que no existía una forma de comunicarse.

Y la pasión de su incapacidad para expresarse la hizo gritar con los brazos abiertos:

—¡Mujer, eres mi hermana!

Las lágrimas resbalaban por sus mejillas en su ansia por acercarse a ellas y el tono roto de su voz transmitió la pena que no podía expresar de otra forma. Pero la señorita Giddings estaba temblando e incluso la señora Van Wyck se conmovió.

—Viviré como tú. Mis costumbres son las tuyas y serán una sola. Mi esposo es Canim, la Canoa, un hombre grande y extraño y yo tengo miedo. Su camino le lleva por todo el mundo y no tiene fin y yo estoy cansada. Mi madre era como tú, su pelo era el tuyo y sus ojos. Entonces la vida era fácil para mí y el sol calentaba.

Se arrodilló humildemente e inclinó la cabeza a los pies de la señora Van Wyck, que retrocedió asustada por su vehemencia.

Li Wan se puso en pie, jadeando al intentar hablar. Sus labios inútiles no lograban articular la conciencia de clase que la dominaba.

—¿Comerciar? ¿Tú comerciar? —preguntó la señora Van Wyck, pasando a la lengua simplificada que solían utilizar los pueblos superiores.

Tocó la ropa de piel raída de Li Wan para indicar lo que deseaba y vertió el oro en el platillo. Removió el polvo dorado y lo dejó caer entre sus dedos de un modo tentador. Pero Li Wan solo veía los dedos, blancos como la leche y bien formados, que se estrechaban con delicadeza hasta las uñas rosadas, como joyas. Puso su mano al lado, llena de callos y estropeada por el trabajo, y lloró.

La señora Van Wyck no lo entendió.

—Oro —quiso animarla—. ¡Oro bueno! ¿Comerciar? ¿Cambiar? —Y volvió a tocar la ropa de piel de Li Wan—. ¿Cuánto? ¿Vender? ¿Cuánto? —insistió, pasando la mano a contrapelo para asegurarse de que las costuras estaban hechas con hilo de tendón.

Pero Li Wan también estaba sorda y lo que decía la mujer no tenía significado para ella. Se sintió consternada por su fracaso. ¿Cómo podía identificarse con aquellas mujeres? Porque sabía que pertenecían a una misma raza, que eran hermanas de sangre entre los hombres y sus mujeres. Sus ojos registraron el interior y se fijaron en las suaves cortinas, las prendas femeninas, el espejo oval y los delicados accesorios de aseo situados bajo él. Esas cosas la atrajeron porque las había visto antes y, mientras las miraba, involuntariamente sus labios formaron sonidos que hicieron temblar su garganta en su esfuerzo por emitirlos. La asaltó un pensamiento que la hizo reunir fuerzas. Debía calmarse. Debía controlarse porque esa vez no podía haber malentendidos, de lo contrario… El esfuerzo por sofocar las lágrimas la hizo estremecerse y luego volvió a recuperarse.

Apoyó la mano sobre la mesa.

—Mesa —pronunció con claridad—. Mesa —repitió.

Miró a la señora Van Wyck, quien asintió para mostrar su aprobación. Li Wan se emocionó, pero controló su voluntad y se mantuvo serena.

—Cocina —continuó—. Cocina.

Cada señal de asentimiento de la señora Van Wyck hacía aumentar la emoción de Li Wan. Trastabillando, interrumpiéndose y otra vez con prisa, siguiendo el ritmo al que recuperaba las palabras olvidadas, se movió por la cabaña, nombrando artículo tras artículo. Cuando por fin se detuvo lo hizo triunfante, con el cuerpo erguido y la cabeza hacia atrás, expectante, aguardando.

—Masa —pronunció la señora Van Wyck como si estuviera en un jardín de infancia, riéndose—. La-ma-sa-es-tá-en-la-me-sa.

Li Wan asintió son la cabeza, muy seria. Por fin empezaban a comprenderla. Al pensarlo, se sonrojó y su piel bronce se volvió más oscura; luego sonrió y asintió con más fuerza.

La señora Van Wyck le dijo a su compañera:

—Creo que en alguna parte le dieron nociones de educación misionera y ha venido para presumir de ello.

—Por supuesto. —La señorita Giddings dejó escapar una risa tonta—. ¡Que boba! Su vanidad no nos dejará dormir.

—Pero yo quiero esa chaqueta. Es vieja, está bien hecha y es un ejemplar excelente. —Se volvió hacia su visita—. ¿Cambiar? ¡Tú! ¿Cambiar? ¿Cuánto? ¿Eh? ¿Cuánto? ¡Tú! Tal vez prefiera un vestido o algo así —sugirió la señorita Giddings.

La señora Van Wyck se acercó a Li Wan y por señas le dijo que le cambiaba su bata por la chaqueta. Para animarla a la transacción, cogió la mano de Li Wan, la posó entre las puntillas y los lazos de la pechera suelta y le hizo mover los dedos de un lado a otro para que apreciara la textura. Pero la mariposa enjoyada que sujetaba el pliegue no estaba bien cerrada y la parte delantera de la bata resbaló hacia un lado, dejando a la vista un pecho firme y blanco que nunca había dado de mamar a un niño.

La señora Van Wyck reparó el problema sin inmutarse, pero Li Wan dejó escapar un grito y desgarró su camisa de piel para abrirla y mostrar su propio pecho, tan firme y tan blanco como el de Evelyn Van Wyck. Luego, entre sonidos sin articular y gestos veloces, intentó dejar clara su afinidad.

—Es una mestiza —comentó la señora Van Wyck—. Me lo pareció por su pelo.

La señorita Giddings hizo un gesto de fastidio.

—Orgullosa de la piel blanca de su padre. ¡Qué horror! Dale algo, Evelyn, y dile que se marche.

Pero la otra suspiró.

—Pobre criatura, ojalá pudiera hacer algo por ella.

Un pie pesado hizo crujir la grava en el exterior. Luego la puerta de la cabaña se abrió de par en par y entró Canim. La señorita Giddings vislumbró una muerte repentina y gritó. Pero la señora Van Wyck lo miró sin perder la serenidad.

—¿Qué quieres? —preguntó.

—¿Cómo estar? —respondió Canim con cortesía y de inmediato señaló a Li Wan—. Ella mi mujer.

Hizo ademán de agarrarla, pero Li Wan lo detuvo.

—¡Habla, Canim! Diles que soy…

—¿La hija de Pow-Wah-Kaan? No, ¿por qué iba a importarles eso? Mejor les digo que eres una mala esposa, que abandonas el lecho de tu marido cuando el sueño se apodera de sus ojos.

Intentó agarrarla de nuevo, pero ella huyó hacia la señora Van Wyck, a cuyos pies suplicó como loca y cuyas rodillas quiso rodear con los brazos. Sin embargo, la mujer retrocedió y le dio permiso a Canim con la mirada. Él agarró a Li Wan por las axilas y la obligó a ponerse de pie. La joven luchó con su marido, desesperada, mientras se tambaleaban por la habitación, hasta que él acabó jadeando del esfuerzo.

—Suéltame, Canim —rogó ella entre sollozos.

Pero Canim le retorció la muñeca hasta que dejó de luchar.

—Los recuerdos del pajarito son muy fuertes y causan problemas —empezó a decir él.

—¡Lo sé! ¡Ahora lo sé! —interrumpió Li Wan—. Veo al hombre en la nieve, lo veo arrastrarse a cuatro patas con más claridad que nunca. Y yo, que soy una niña pequeña, voy subida a su espalda. Eso ocurrió antes de Pow-Wah-Kaan y del tiempo en que fui a vivir a un pequeño rincón de la tierra.

—Lo sabes —respondió él, obligándola a moverse hacia la puerta—, pero vendrás conmigo Yukón abajo y lo olvidarás.

—¡Jamás lo olvidaré! ¡Mientras mi piel sea blanca lo recordaré!

Se agarró desesperada a la jamba de la puerta y lanzó una última mirada de súplica a Evelyn Van Wyck.

—Entonces yo te enseñaré a olvidar. ¡Yo, Canim, la Canoa!

Mientras lo decía, soltó los dedos de Li Wan y salió con ella al camino.

*FIN*


“Li Wan, the Fair”,
The Atlantic Monthly, 1902


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