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Linda

[Cuento - Texto completo.]

Emilia Pardo Bazán

Después de una larga carrera literaria de trabajo y lucha, Argimiro Rosa no había conseguido, ya no digamos la gloria, ni siquiera asegurar el cotidiano sustento. La extrañeza de su nombre y apellido, que juntos parecían formar caprichoso seudónimo, le fue útil al principio, en esos años juveniles en que brotan reputaciones efímeras, pronto derrocadas, si no descansan en merecimientos positivos. Las primeras poesías y artículos inocentes de Argimiro Rosa se leyeron con cierto interés, y quedó en la memoria de muchos el eco de tan raro nombre. «¡Argimiro Rosa! -decían vagamente-. ¡Argimiro Rosa! Sí, sí, ya caigo… Aguarde usted… En el Semanario…, en el Museo de las familias… En fin, no sé. Debe de ser de aquellos románticos melenudos.»

Verdaderamente, aunque Argimiro llevó largo tiempo trova negra, reluciente y bien atusada, y solo la suprimió al advertir que se gastaba un sentido en remudar cuellos de gabanes, no se le podía afiliar a la escuela romántica genuina. Desde que los editores de obras por entregas hicieron presa en él y le impusieron su estética propia, Argimiro fluctuó entre un seudorromanticismo ojeroso y espeluznante y un seudorrealismo de presidio y taberna. Amarrado al duro banco de la producción forzada y del género de pacotilla, Argimiro imitó por turno y según lo requería el caso a Fernández y González, a Ortega y Frías, a Ayguals de Izco, a Pérez Escrich, en suma, a los maestros del género; y hasta llegó a competir con ellos, disputándoles asuntos efectivistas y melodramáticos encontrados por editores ingeniosos. Cierta popularidad oscura, que le valieron obras como Los canallas de guante blanco, Emperador, Fraile y verdugo, La Sombra del parricidio y Los hígados de un prestamista, pudo en ocasiones hacerle creer que, si hubiese dispuesto de libertad, dejaría escrito algo más selecto que salvase del olvido su nombre. Pero hacía bastantes años que Argimiro no acariciaba ese luminoso ensueño, hijo de la aurora. Aspiraba únicamente a ganar con sus engendros lo necesario, el duro pan de cada día a fin de no ser gravoso a nadie.

Porque conviene decir que Argimiro guardaba en su alma nociones de innata honradez y de ese nobilísimo orgullo que impulsa a trabajar por la independencia; además, tenía la cautela, la parsimonia, la callada modestia en el vivir que caracterizan a las personas delicadas, en quienes es una segunda Naturaleza la probidad. En este sentido, nadie menos bohemio que Argimiro Rosa, porque si conoció a fondo el arte de someterse a una privación oculta, ignoró siempre el de rehuirla pidiendo prestado un duro. Bien podía Argimiro no ser ningún geniazo de esos que señalan su paso por el mundo con huella esplendente; pero tampoco era, de fijo, de los que confunden el genio con las trampas.

Hasta cabía sostener la paradoja de que era rico Argimiro porque él no gastaba un céntimo más de sus ganancias y aun economizaba piquillos, que tenía de reserva «para el entierro», solía decir con humorismo apacible. Repugnábale, en efecto, la idea de esos sepelios de caridad a que parecen sentenciados los escritores, y consideraba una profanación de la muerte el sentimentalismo de ultratumba. Quería irse de este mundo como había vivido en él: sin importunar, sin abusar, sin avergonzarse.

Con este criterio, ya se deja entender que Argimiro había renunciado deliberadamente a los intranquilos goces de la familia. Sostener esposa y niños no cabía en los posibles del buen novelista, y ni las horrendas fechorías de la alta aristocracia, ni las inauditas guapezas de los chulos, referidas en interminables entregas, daban para tanto. Se resignó Argimiro a no tener más sucesión que los aventureros de frac y los rufianes de marsellés que creaba a docenas, a brochazos y en menos que canta un pollo, y formó su hogar en una casa de huéspedes, eligiendo patrona de buena entraña, manida y apacible, capaz de servir una tacita de caldo con cierta cordialidad afectuosa; y allí, en el reducido cuartucho, sobre angosta mesa, instaló el molino al vapor de las cuartillas. Solo Dios sabe cuántos raptos, desafíos, asaltos a conventos, intoxicaciones, puñaladas y desafueros de toda clase salieron de aquel modesto asilo, entre la cama de hierro, desvencijada ya, y una cómoda privada de tiradores. Mientras Argimiro deliberaba sobre si convenía emparedar al duque o sería mejor acuchillarle por la espalda, la perrita de aguas, Linda, única compañera de la soledad de Argimiro, dormitaba hecha una rosca, probando que los irracionales son más dichosos que el rey de la creación.

No porque se hubiese condenado a celibato voluntario carecía Argimiro de sensibilidad. Al contrario: su alma tierna rebosaba cariño, y se asfixiaba con no poder desahogarlo. Si Argimiro hubiese sido perfecto -ya se sabe que no puede jactarse de serlo ningún hombre-, no carga con la perrita; al cabo, Linda era un lujo, una superfluidad del corazón, un capricho sentimental, y nadie ignora que el más pequeño, el más humilde de estos caprichos entraña peligros sin cuento. ¡Imprudente Argimiro! ¿De qué te ha servido vedarte lo más dulce, abstenerte de lo más apetecible y natural, no tener esposa que te aguarde en la puerta, hijos que se te agarren a las rodillas? Para ti, el ser viviente que te da la bienvenida con alegres ladridos, que te mordisca y te baba las manos y se tiende en el suelo de puro gozo cuando te ve, que comparte tu lecho y al que guardas siempre el azúcar del café y las golosinas del postre…, te va a costar tan caro como podría costarte ese gran derroche de alma y bolsillo, ese gran poema en prosa que se llama el matrimonio. ¿Qué te valió atrincherarte? Dejaste un portillo, y por él entró la muerte.

A fuerza de velar y de poner la imaginación en tortura para discurrir nuevos desatinos; a fuerza de vida sedentaria y de comidas insulsas, de esas cuyo secreto poseen las pupileras, Argimiro había contraído un padecimiento del estómago que amenazaba arruinar para siempre su salud. El médico, consultado seriamente, opinó que el enfermo necesitaba alimentación escogida y sana, algo muy variado, nutritivo y apetitoso, que a la vez combatiese la atonía y la anemia. De no ser así, auguraba pésimos resultados. Sabia era la prescripción, pero mala de seguir para Argimiro, que pagaba catorce reales de pupilaje y jamás había puesto tacha ni reparo a las negras albóndigas, a la seca lonja de vaca, a las flatulentas judías y a la deslavazada sopa de fideos, si bien le infundían repugnancia indecible.

Quiso la casualidad que el médico, paisano y amigo constante de Argimiro, hablase del asunto con el opulento negociante don Martín Casallena, también paisano y amigo de médico y del escritor. Casallena era un rico de clara inteligencia y sentimientos generosos; adivinó que el enfermo no podía aplicar el método del doctor, y se apresuró a enviar a Argimiro una cartita, convidándole a comer aquella misma noche. El obsequio, aceptado, fue encantador, la señora del banquero prodigó a Argimiro las más corteses atenciones; reinó gratísima confianza en la mesa, y el escritor quedó invitado con empeño para todos los miércoles. Al miércoles siguiente, se extendió el convite también a los sábados, y más adelante, con habilidad piadosa, se le rogó que viniese todos los días, excepto los pocos en que la familia Casallena salía convidada a su vez.

Sorprendente fue el efecto de la reparadora comida en Argimiro. Cesaron los desvanecimientos que nublaban su vista, los dolores agudos y las desconsoladoras molestias diarias; el trabajo se hizo relativamente fácil, el bienestar del estómago contento irradió a todo el organismo. El novelista parecía otro; así se lo decían en la casa de huéspedes y se lo repetían en el café.

Una nube tenía, sin embargo, la reciente dicha de Argimiro. Su conciencia no estaba tranquila: mientras él disfrutaba de tan espléndida hospitalidad y tan opíparos banquetes, la pobre Linda, olvidada y sola, se aburría esperándole, y le acogía con bostezos llorones de hembra nerviosa que no se acostumbra al abandono en que la dejan y se desquita en malos humores y en gimoteos. En la mente de Argimiro nació el propósito de introducir a Linda en la buena sociedad que él frecuentaba. A fuerza de sacar conversaciones, de encarecer su apego a Linda, y las gracias y monerías de Linda, y de insistir en lo acostumbrada que estaba la perrilla a no separarse de su amo, logró que un día exclamase don Martín Casallena:

-Vamos, mañana se trae usted la Linda. Ya tenemos curiosidad de conocer a ese avechucho tan simpático.

-Aunque la señora de Casallena había torcido el gesto a esta espontaneidad de su consorte, Argimiro no quiso oír más, y Linda hizo su entrada solemne en los salones del banquero. Es de advertir que la señora de Casallena adoraba sus magníficos muebles, y no podía resistir que le estropeasen o manchasen las cortinas de crujidora seda y las tupidas y muelles alfombras. Al principio, Linda se condujo muy diplomáticamente en este terreno: correcta y distinguida, cogió las galletitas con la punta del hocico, las devoró en silencio y se hizo una rosca al pie de la chimenea, sobre el guardafuego, sin molestar a nadie. Por desgracia, así que empezó a tomar confianza y a dominar la situación, el animalito fue permitiéndose libertades, al pronto retozonas e inofensivas, después tan descomedidas, inconvenientes y enormes, que una noche yendo la señorita de Casallena a recoger del musiquero la sonata en fa para estudiarla al piano exhaló un chillido ratonil y huyó despavorida a su cuarto, a lavarse las manos con triple extracto de colonia…

Por lo cual, el señor de Casallena llamó aparte al escritor, y con suma política y bastantes rodeos, hubo de manifestarle que la presencia de Linda era incompatible con la tranquilidad de su hogar y el aseo de su mobiliario, y que le rogaba no la volviese a traer adonde producía tales disturbios. Y Argimiro, pálido, demudado y tartamudo de enojo, respondió al banquero que insultar y expulsar a Linda valía tanto como insultarle y expulsarle a él; a lo cual replicó Casallena, a su vez amoscado, que ciertamente merecería la expulsión el dueño si cometiese los mismos desmanes que la perra. Inclinóse Argimiro con altivo gesto; hizo un saludo tieso y forzado, y abandonó la estancia llevando en brazos a Linda. Ni al día siguiente ni nunca volvió a comer…, ¿qué es comer?, ni a cruzar la puerta de su antiguo y opulento anfitrión. Explicaciones, recados, mensajes por el médico…, todo se estrelló contra la dignidad herida de la perrita de aguas.

A los dos años, Argimiro Rosa falleció de un cáncer en el estómago, y como en la enfermedad se habían consumido sus economías, por fin le enterraron a expensas de algunos amigos. Casallena, que fue de los que dieron más, recogió a Linda y la mantuvo hasta que murió de vejez.



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