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Lluvia de mayo

[Cuento - Texto completo.]

Alberto Moravia

Un día de estos volveré a Monte Mario, a la Hostería de los Cazadores; pero iré con mis amigos, los de los domingos, que tocan el acordeón y, a falta de muchachas, bailan entre sí. Yo solo no me atrevería nunca. Por las noches, a veces, sueño con las mesas de la hostería, con la cálida lluvia de mayo que golpea sobre ellas y con los árboles sombríos goteando sobre las mesas; entre los árboles, allá al fondo, pasan unas nubes blancas, y bajo las nubes, el panorama de las casas de Roma. Y me parece oír la voz del dueño, Antonio Tocchi, como la oí aquella mañana, llamando furiosa desde la bodega:

—¡Dirce!… ¡Dirce!

Y también me parece verla a ella lanzándome una mirada de inteligencia, antes de bajar a la bodega, con su paso duro que resuena en los peldaños. Yo había llegado allí por casualidad, viniendo de mi pueblo; y cuando me ofrecieron quedarme como camarero, sin sueldo, pensé: “Dinero no tendré, pero por lo menos estaré como en familia.” Sí, sí, como en familia; en vez de una familia encontré el infierno. El dueño era gordo y redondo como una pella de manteca, pero de una gordura mala, ácida. Tenía una cara ancha, gris, con muchas finas arrugas que rodeaban todo su rostro siguiendo la dirección de la gordura, y dos ojillos pequeños, puntiagudos, como de serpiente; siempre en chaleco y mangas de camisa, con una gorra gris de visera calada sobre los ojos. Su hija Dirce no era mejor que el padre por lo que toca al carácter; también ella era dura, mala, áspera, pero hermosa: una de esas mujeres pequeñas y musculosas, bien formadas, que caminan meneando las caderas y afirmando el pie, como quien dice “Esta tierra es mía”. Tenía una cara ancha, con ojos negros y cabellos negros, tan pálida como una muerta. Solamente la madre, en aquella casa, parecía buena: una mujer de unos cuarenta años que aparentaba sesenta, flaca, con una nariz de vieja y colgantes cabellos de vieja; pero quizás solo era tonta, o al menos uno podía pensarlo al verla de pie ante el fogón, con toda la cara tendida en una sonrisa muda; si se daba la vuelta, podía verse que no tenía más que uno o dos dientes por todo tener. La hostería se asomaba a la carretera con una muestra en forma de arco, de color sangre de buey, con la inscripción: “Hostería de los Cazadores; propietario, Antonio Tocchi”, en letras amarillas. Luego, por un sendero, se llegaba a las mesas, bajo los árboles, ante el panorama de Roma. La casa era rústica, toda muros y casi sin ventanas, con techo de tejas. El verano era la época mejor, venía gente desde la mañana hasta la medianoche: familias con niños, parejas de enamorados, grupos de hombres, y se sentaban a las mesas y bebían el vino y comían la comida de Tocchi mirando el panorama. No teníamos tiempo ni de respirar: los dos hombres sirviendo continuamente, las dos mujeres continuamente cocinando y fregando; por la noche estábamos rendidos y nos íbamos a la cama sin ni siquiera mirarnos. Pero en invierno, o incluso en plena temporada, si llovía, empezaban los líos. El padre y la hija se odiaban, aunque odiar se quede corto; de haber podido, se hubieran matado. El padre era autoritario, avaro, estúpido, y por cualquier tontería levantaba la mano; la hija era dura como una piedra, cerrada, siempre quería decir la última palabra, proterva. Acaso se odiaban porque eran de la misma sangre, y ya se sabe que no hay como la sangre para odiarse; pero se odiaban también por cuestión de intereses. La hija era ambiciosa; decía que ellos, con aquel panorama de Roma, tenían un capital para explotar, y en cambio lo arrojaban a los perros. Decía que el padre debía construir una pista de cemento para bailar, y alquilar una orquesta y colgar farolillos venecianos, y transformar la casa en un restaurante moderno y llamarlo “Restaurante Panorama”. Pero el padre no se fiaba, un poco porque era avaro y enemigo de las novedades, y otro poco porque era su hija quien se lo proponía y él se hubiera dejado degollar antes que darse por vencido ante la hija. Los choques entre padre e hija se producían siempre en la mesa; ella atacaba, con maldad, ofendiéndolo en algo personal, supongamos que por el hecho de que el padre, al comer, había soltado un eructo; él respondía con palabrotas y blasfemias; la hija insistía, el padre le daba un bofetón. Es preciso decir que debía de experimentar placer al abofetearla, porque ponía una cara especial, mordiéndose el labio inferior y guiñando los ojos. Para la hija la bofetada era como el agua fresca para una flor: reverdecía de odio y de maldad. Entonces el padre la agarraba por el pelo y le sacudía más. Caían platos y vasos y también recibía lo suyo la madre, que se metía en medio, pero como una tonta, con su eterna sonrisa en la boca desdentada; y yo, con el corazón henchido de veneno, salía y me iba a pasear por el camino que lleva a la Camilluccia.

Me hubiera largado hacía tiempo de no haberme enamorado de Dirce. No soy un tipo que se enamore fácilmente, porque soy positivo y no me dejo encantar por las palabras y las miradas. Pero cuando una mujer, en vez de palabras, se da a sí misma, toda entera, en carne y hueso, y por añadidura se entrega por sorpresa, entonces uno queda preso como en un cepo, y cuantos más esfuerzos hace para liberarse más se hunden en la carne los dientes del cepo. Dirce debía de tener esa intención antes de conocerme, yo u otro cualquiera le daba igual, porque el mismo día de mi llegada entró de noche en mi cuarto, cuando ya dormía; y así, entre el sueño y la vela, casi sin comprender si era sueño o realidad, me hizo pasar de golpe de la indiferencia a la pasión. En resumidas cuentas, entre nosotros no hubo conversaciones, ni ojeadas, ni roces de manos, ni ninguno de los subterfugios a que recurren los enamorados para decirse que se quieren; todo ocurrió como con una mujer de mala vida, y barata. Solo que Dirce no era una mujer de mala vida, antes bien era conocida como virtuosa y soberbia, y esta diferencia fue precisamente el cepo en el que quedé atrapado.

Tengo un carácter paciente, razonable; pero también soy violento y, si me provocan, se me sube en seguida la sangre a la cabeza. No hay más que ver mi físico: rubio, de cara pálida, pero a la menor cosa me pongo escarlata. Ahora bien, Dirce me provocaba, y pronto comprendí la razón: quería indisponerme con su padre. Decía que yo era un cobarde por tolerar que en mi presencia la abofetease su padre y la aferrase luego de los cabellos y hasta —como ocurrió una vez— la tirase al suelo y la moliera a puntapiés. No digo que no tuviera razón: éramos amantes y debía defenderla. Pero yo comprendía que su objetivo era otro; y entre la rabia que me daba ese insulto de cobarde y la rabia de saber que lo decía a propósito, ya no podía vivir. Después, un buen día, cambió de conversación: ¡qué estupendo sería si hubiéramos podido casarnos y levantar el “Restaurante Panorama”, yo y ella, solos! Se había convertido en una persona buenísima, amable, amorosa, dulce. Fue la mejor época de nuestro amor; pero yo no la reconocía y pensaba: hay gato escondido. Y, en efecto, de repente, cambió de música por tercera vez y dijo que, casados o no, no podíamos esperar nada mientras estuviera allí su padre; y, en resumen, me lo dijo francamente: teníamos que matarlo. Fue como la primera noche que había entrado en mi cuarto, sin preparación ni fingimientos: soltó la propuesta y se marchó, dejándome solo para rumiarla.

Al día siguiente le dije que estaba muy equivocada si se creía que iba a ayudarla en una cosa como aquélla, y me contestó que, en tal caso, ya podía pensar en largarme en seguida, porque para ella yo ya no existía. Y mantuvo su palabra, porque desde ese día ni me miró. Casi no nos hablábamos y, de rebote, empecé a odiar a su padre porque me parecía que la culpa era suya. Dio la casualidad de que en aquella época el padre hacía una de las suyas todos los días, y parecía que lo hiciera aposta para hacerse odiar. Estábamos en mayo, cuando hace buen tiempo y la gente sube a la hostería para beber vino y comer habas frescas; pero no hacía más que llover a cántaros sobre la campiña verde y espesa; a la hostería no venía ni un perro y él estaba siempre de mal humor. Una mañana, en la mesa, rechazó el plato, diciendo:

—Parece que me das a propósito esta porquería de sopa quemada.

—Si lo hiciera a propósito, le pondría veneno —dijo ella.

Él la mira y le da un bofetón, tan fuerte que le hizo saltar la peineta. Estábamos casi a oscuras, por culpa de la lluvia, y el rostro de Dirce, en medio de la oscuridad, estaba blanco y duro como el mármol, y los cabellos del lado de donde había caído la peineta se despeinaban muy lentamente, como serpientes que despiertan. Le dije a Tocchi:

—¿Quieres acabar de una vez?

—¡No son asuntos tuyos! —respondió, pero muy asombrado, porque era la primera vez que yo intervenía.

Experimenté entonces casi una sensación de vanidad, como si estuviera defendiendo a un ser débil, que no era precisamente el caso; y pensé que así podría recuperarla, y que era la única manera de recuperarla, y añadí con fuerza:

—¡Déjala en paz! ¿Entendido?… No te permito…

Estaba rojo como una brasa, con los ojos inyectados en sangre, y Dirce me tomó la mano por debajo de la mesa y comprendí que me había caído con todo el equipo, pero ya era demasiado tarde. Él se levantó y dijo:

—¿Quieres ver que te parto la cara a ti también?

Me dio en una mejilla, algo de través, y yo agarré un vaso y le tiré todo el vino a la cara. Puede decirse que hacía un mes que pensaba en ese vaso y en ese vino, a tal punto me gustaba el gesto y tanto odiaba a Tocchi. Y ahora él tenía el vino en la cara y yo había hecho el gesto, y escapaba escaleras arriba. Lo oí gritar:

—¡Te voy a matar, vagabundo, perdulario!

Entonces cerré la puerta de mi cuarto y fui hasta la ventana a mirar cómo caía la lluvia; furioso, cogí un cuchillo que tenía en el cajón y lo clavé en el antepecho con tanta fuerza que se rompió la hoja.

Bueno, estábamos allá arriba, en aquel Monte Mario de mal agüero; quizás, de haber estado en Roma, no habría aceptado, pero allá arriba todo parecía natural; al día siguiente estaba decidido lo que un día antes parecía imposible. Dirce y yo nos pusimos de acuerdo y decidimos juntos el modo, el día y la hora. Tocchi, por la mañana, bajaba a la bodega a coger vino para el día, junto con Dirce, que le llevaba la garrafa. La bodega estaba en el sótano, y para bajar había una escalera de mano apoyada en la pared: tendría unos siete peldaños. Decidimos que yo me reuniría con ellos y, mientras Tocchi se inclinaba para sacar el vino, le daría en la cabeza con una paleta corta, de hierro, que servía para atizar los carbones. Luego retiraríamos la escalera y diríamos que se había caído y se había roto la cabeza. Yo quería y no quería; y le dije, con rabia:

—Lo hago para demostrarte que no tengo miedo…, pero luego me voy y no vuelvo.

—Entonces —dijo ella— será mejor que te vayas enseguida y no hagas nada… Yo te quiero y no quiero perderte.

Sabía, cuando quería, fingir pasión; de manera que dije que lo haría y que me quedaría luego, y abriríamos el restaurante.

El día señalado Tocchi le dijo a Dirce que cogiera la garrafa, y se dirigió hacia la puerta de la bodega, al fondo de la hostería. Llovía, como de costumbre, y la hostería estaba casi a oscuras. Dirce tomó la garrafa y siguió a su padre; pero, antes de bajar, se volvió y me hizo un claro gesto de inteligencia. La madre, que estaba ante el fogón, vio el gesto y se quedó con la boca abierta, mirándonos. Me levanté de la mesa, fui al lar y cogí el atizador de la chimenea, pasando ante la madre. Esta me miraba, miraba a Dirce y abría mucho los ojos, pero se podía comprender ya que no hablaría. El padre gritó, desde la bodega:

—¡Dirce!… ¡Dirce!

—Voy —respondió ella.

Recuerdo que me gustó físicamente por última vez, mientras se disponía a bajar la escalera, con su paso duro y sensual, doblando el cuello blanco y redondo bajo el dintel.

En aquel momento se abrió la puerta que daba al jardín y entró un hombre con un saco mojado echado sobre los hombros: un carretero. Sin mirarme, dijo:

—Joven, ¿me echas una mano?

Y yo, maquinalmente, con el hierro en la mano, lo seguí. Allí al lado, en una granja, estaban construyendo un establo, y el carro cargado de piedras se había quedado hundido junto a la verja, y el caballo no podía más. Este carretero parecía fuera de sí, un hombre contrahecho y feo, casi una bestia. Dejé el atizador sobre un mojón, coloqué dos piedras bajo las ruedas y empujé; el carretero tiraba del caballo por el cabestro. Llovía a cántaros sobre los setos de saúco verdes y tupidos, y sobre las acacias en flor, que olían intensamente; el carro no se movía y el carretero blasfemaba. Cogió el látigo y golpeó al caballo con el mango; luego, enfurecido, agarró el hierro que yo había dejado sobre el mojón. Se veía que estaba fuera de sí, no por aquel carro en particular, sino por toda su vida, y que odiaba al caballo como a una persona. Pensé: “Lo va a matar”, y quise gritar: “¡No, deja ese hierro!”. Pero luego pensé que si mataba al caballo yo estaba a salvo. Me parecía que toda mi furia iba pasando al cuerpo del carretero, que estaba como endemoniado. Y, en efecto, se abalanzó sobre las varas, empujó una vez más y después le pegó al caballo, en la cabeza, con el hierro. Yo, al ver el golpe, cerré los ojos, y me di cuenta de que él continuaba golpeando, y entre tanto yo me vaciaba y casi me desvanecía; luego volví a abrir los ojos y vi que el caballo había doblado las rodillas y que él seguía pegándole, pero ahora no para obligarlo a levantarse, sino para matarlo. El caballo cayó hacia un lado, pateó en el aire, pero débilmente, y luego abandonó la cabeza en el fango. El carretero, jadeante, con la cara descompuesta, arrojó el hierro y dio un tirón al caballo, pero sin convicción: sabía que lo había matado. Yo pasé a su lado, sin siquiera rozarlo, y empecé a andar por el camino. Pasó el tranvía que iba a Roma y corrí para tomarlo, y luego miré hacia atrás y vi por última vez la muestra: “Hostería de los Cazadores; propietario, Antonio Tocchi”, entre el follaje de mayo, lavada por la lluvia.

*FIN*


“Pioggia di maggio”,
Il Corriere della Sera, 1949


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