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Lo imposible

[Poema - Texto completo.]

Arthur Rimbaud

¡Ah! Aquella vida de mi infancia, la gran ruta a través de todos los tiempos, sobrenaturalmente sobrio, más desinteresado que el mejor de los mendigos, orgulloso de no tener ni país ni amigos, qué estupidez más grande. —¡Y sólo ahora me doy cuenta!

—Tuve razón al despreciar a esos hombres simplones que no perderían la ocación de una caricia, parásitos de la limpieza y de la salud de nuestras mujeres, hoy en día que ellas coinciden tan poco con nosotros.

Tuve razón en todos mis desdenes: ¡y es obvio al ver que me evado!

¡Me evado!

Me explico.

Ayer todavía suspiraba: «¡Cielos! ¡Somos demasiados condenados aquí abajo! ¡Ya he estado tanto tiempo en esta tropa! Los conozco a todos. Nos reconocemos siempre; y nos damos asco. La caridad nos es desconocida. Pero somos corteses; nuestras relaciones con el mundo son en extremo adecuadas.» ¿Acaso esto es para sorprenderse? ¡El mundo! ¡Los comerciantes, los ingenuos!— No estamos deshonrados.— ¿Pero cómo nos recibirían los elegidos? Ahora bien, hay gente hosca y alegre, falsos elegidos, puesto que nos falta audacia y humildad para abordarlos. Esos son los únicos elegidos. ¡Aunque no están aquí para andar bendiciendo!

Habiendo recobrado dos céntimos de razón —¡que se acaban rápido!— veo que mis dolencias nacen por no haber notado lo suficientemente pronto que estamos en Occidente. ¡Los pantanos occidentales! No es que vea la luz alterada, con forma extenuada, con movimiento desviado… ¡En fin! Lo que pasa es que mi espíritu quiere asumir absolutamente todos los desarrollos crueles que ha sufrido el espíritu desde el fin de Oriente… ¡Eso es lo que mi espíritu quiere!

… ¡Mis dos céntimos de razón se acabaron!— El espíritu es la autoridad, y quiere que yo esté en Occidente. Hará falta callarlo para concluir como yo quería.

Enviaba al diablo las palmas de los mártires, los resplandores del arte, el orgullo de los inventores, el ardor de los ladrones; regresaba a Oriente y a la sabiduría primera y eterna.— ¡Al parecer todo fue un sueño producto de mi desbordante pereza!

Sin embargo, nunca pensé en el placer de escapar a los sufrimientos modernos. No tenía en mente la sabiduría bastarda del Corán.— ¡Pero acaso no hay un suplicio real en el hecho de que, desde la declaración de la ciencia, el cristianismo, el hombre se engañe, se demuestre evidencias, se hinche de placer al repetirse sus demostraciones, y no viva más que así! Sutil tortura; fuente de mis divagaciones espirituales. ¡La naturaleza quizá podría aburrirse! El señor Prudhomme nació junto con Cristo.

¡No es acaso porque cultivamos la bruma! Devoramos este delirio junto con nuestras húmedas legumbres. ¡Y con la ebriedad! ¡Y el tabaco! ¡Y la ignorancia! ¡Y las abnegaciones!— ¿No está todo eso demasiado alejado del pensamiento de la sabiduría de Oriente, nuestra patria primitiva? ¡Para qué un mundo moderno, si se inventan semejantes venenos!

Las personas de la Iglesia dirán: Comprendemos. Pero usted se refiere al Edén. No hay ninguna relación con la historia de los pueblos orientales.— ¡Es verdad; pensaba en el Edén! ¡Qué tiene que ver con mi sueño esa pureza de las razas antiguas!

Los filósofos: El mundo no tiene edad. La humanidad simplemente se desplaza. Usted está en Occidente, pero es libre de habitar en su Oriente, tan antiguo como le haga falta,— y habitar ahí a sus anchas. No sea un perdedor. Filósofos, ustedes viven en su Occidente.

Espíritu mío, estate atento. Nada de medios de salvación violentos. ¡Ejercítate!— ¡Ah! ¡La ciencia no avanza lo suficientemente rápido para nosotros!

—Pero percibo que mi espíritu duerme.

Si se despertara siempre bien a partir de ahora, pronto estaríamos en la verdad, ¡que tal vez nos rodea con sus ángeles llorando!… —Si hubiera estado despierto hasta ahora, ¡yo no habría cedido a los instintos deletéreos en una época inmemorial!… —Si siempre hubiera estado bien despierto, ¡yo bogaría en pura sabiduría!…

¡Oh, pureza! ¡Pureza!

¡Es este minuto de vigilia el que me ha dado la visión de la pureza!— ¡Por medio del espíritu se llega a Dios!

¡Desgarrador infortunio!


Una temporada en el infierno, 1873


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