Es inaudible, no podremos saber si las hojas se acumulan y suenan al encaramarse la mirona lagartija sobre la hoja. Nos roza la frente y creemos que es un pañuelo que nos está tapando los ojos. El oro caminaba después hacia la hoja y la hoja iba hacia la casa vacía del otoño, donde lo inaudible se abrazaba con lo invisible en un silencioso gesto de júbilo. Lo inaudible gustaba del vuelo de las hojas, reposaba entre el árbol inmóvil y el río de móvil memoria. Mientras lo inaudible lograba su reino, la casa oscilaba, pero su interior permanecía intocable. De pronto, una chispa se unió a lo inaudible y comenzó a arder escondido debajo del sonido facetado del espejo. La casa recuperó su movilidad y comenzó de nuevo a navegar.