Casa digital del escritor Luis López Nieves


Recibe gratis un cuento clásico semanal por correo electrónico

Lo más sensato

[Cuento - Texto completo.]

F. Scott Fitzgerald

I

 

A la hora de la comida, Hora Fundamental en Estados Unidos, el joven George O’Kelly ordenó su escritorio pausadamente y con fingido aire de interés. Nadie en la oficina debía notar que tenía prisa, porque el éxito es cuestión de atmósfera y no conviene airear que tienes la cabeza a mil kilómetros de tu trabajo.

Pero, en cuanto salió del edificio, apretó los dientes y echó a correr, lanzando una mirada, de vez en cuando y el alegre mediodía que anunciaba ya la primavera en Times Square, suspendido a menos de tres metros por encima de la multitud. La multitud alzaba un poco la vista y respiraba profundamente el aire de marzo, y el sol los deslumhraba, así que apenas si podían verse unos a otros: solo veían su reflejo en el cielo.

George O’Kelly, con la imaginación a más de mil kilómetros de distancia, pensó que era horrible cuanto había bajo el sol. Se precipitó hacia el metro, y durante noventa y cinco calles mantuvo la mirada perdida en un cartel publicitario que mostraba con la mayor crudeza que solo existía una posibilidad entre cinco de que conservara la dentadura diez años. En la calle 137 interrumpió su estudio del arte publicitario, salió del metro y echó a correr de nuevo. Emprendió una carrera incansable, angustiada, que lo condujo esta vez a su casa: una única habitación en un alto y horrible edificio de apartamentos en el centro de la nada.

Allí estaba, sobre el escritorio, la carta, escrita con tinta sagrada sobre papel bendito: en toda la ciudad, la gente, de haber prestado atención, hubiera podido oír los latidos del corazón de George O’Kelly. Leyó las comas, los borrones y la huella sucia de un dedo en el margen: entonces se arrojó desesperado sobre la cama.

Estaba en un aprieto, uno de esos terroríficos problemas que son acontecimientos normales en la vida de los pobres, que siguen a la pobreza como aves de rapiña. Los pobres salen a flote o se hunden, acaban mal o incluso se las apañan como pueden, siempre a la manera de los pobres, pero George O’Kelly tenía tan poca experiencia en la pobreza que si alguien le hubiera dicho que su caso no era único, se hubiera quedado estupefacto.

Hacía menos de dos años que había terminado sus estudios con las máximas calificaciones en el Instituto de Tecnología de Massachusetts y había encontrado empleo en una empresa del ramo de la construcción del sur de Tennessee. Durante toda su vida había pensado en términos de túneles, rascacielos, grandes diques y altos puentes de tres torres como una fila de bailarinas cogidas de la mano, con las faldas de cable de acero y la cabeza tan alta como una ciudad. A George O’Kelly le parecía romántico cambiar el curso de los ríos y la forma de las montañas para que la vida floreciera en las malas tierras del mundo donde jamás había arraigado nada. Amaba el acero, y soñaba con el acero acero fundido, acero en lingotes, y en bloques, y en vigas, y en informes masas plásticas, esperándolo, como si fuera óleo y lienzo para la mano de un pintor: acero inagotable, para que el fuego de su imaginación lo convirtiera en austera belleza.

Ahora trabajaba como empleado en una agencia de seguros, por cuarenta dólares a la semana, y sus sueños iban quedando vertiginosamente atrás. La chica morena que lo había metido en aquel aprieto, aquel terrible e intolerable aprieto, esperaba en una ciudad de Tennessee a que George O’Kelly la llamara a su lado.

Un cuarto de hora más tarde, la mujer que le había realquilado la habitación llamó a la puerta y le preguntó con desesperante cortesía si, ya que estaba en casa, comería alguna cosa. George O’Kelly negó con la cabeza, pero aquella interrupción lo espabiló, y, levantándose de la cama, redactó un telegrama: «Carta deprimente. Has perdido los nervios. Estás loca y trastornada al pensar en romper solo porque no me puedo casar inmediatamente. Seguro que podremos arreglarlo todo…».

Titubeó un minuto, un minuto de desesperación, y luego añadió con una letra que nadie reconocería como suya: «En cualquier caso llegaré mañana a las seis».

Cuando acabó, salió corriendo del apartamento, hacia la oficina de telégrafos que había junto a la parada del metro. Solo tenía cien dólares, pero la carta decía que ella estaba «nerviosa» y no le quedaba por tanto otra elección. Sabía lo que significaba «nerviosa»: que estaba deprimida, que la perspectiva de casarse para llevar una vida de pobreza y lucha sometía a su amor a una presión demasiado fuerte.

George O’Kelly llegó a la agencia de seguros corriendo como siempre: correr sin parar se había convertido en su segunda naturaleza, y parecía la mejor expresión de la tensión bajo la que vivía. Fue directamente al despacho del director.

—Quisiera hablar con usted, señor Chambers —anunció sin aliento.

—¿Sí? —dos ojos, dos ojos como dos ventanas en invierno, lo miraron sin piedad, indiferentes.

—Necesito cuatro días de permiso.

—¡Cómo! ¡Pidió permiso hace dos semanas! —dijo el señor Chambers, sorprendido.

—Es verdad —admitió el joven, desencajado—, pero necesito otro.

—¿Adonde fue la otra vez? ¿A su casa?

—No, fui a… a una ciudad de Tennessee.

—Bueno, ¿adonde necesita ir ahora?

—Necesito ir a… a una ciudad de Tennessee.

—Por lo menos, es usted consecuente —dijo el director, muy sec0—. Pero no sabía que lo hubiéramos contratado como viajante.

—No, no —exclamó George con desesperación—, pero tengo que ir.

—Estupendo —asintió el señor Chambers—, pero no vuelva. ¡No se le ocurra volver!

—No volveré.

Y con no menos sorpresa para él mismo que para el propio señor Chambers, George enrojeció de alegría. Se sentía feliz, exultante: por primera vez en seis meses era completamente libre. Lágrimas de agradecimiento le vinieron a los ojos, y le estrechó la mano al señor Chambers calurosamente.

—Muchas gracias —dijo en un arrebato de emoción—. No pienso volver. Creo que hubiera perdido la cabeza si llega a decirme que podía volver. ¿Sabe? No tenía valor para despedirme yo, así que le agradezco que me haya despedido.

Saludó con la mano, magnánimo, y gritó:

—¡Me debe el salario de tres días, pero puede quedárselo!

Salió corriendo del despacho. El señor Chambers llamó a su secretaria y le preguntó si O’Kelly había mostrado signos de locura en los últimos tiempos. Había despedido a mucha gente a lo largo de su vida profesional, y se lo habían tomado de mil formas distintas, pero aquélla era la primera vez que le daban las gracias.

 

II

 

Se llamaba Jonquil Cary, y George O’Kelly jamás había visto nada tan fresco y pálido como su cara cuando lo vio y corrió a su encuentro, ilusionada, en el andén de la estación. Ya había tendido los brazos hacia George, había entreabierto la boca para el beso, cuando de repente lo detuvo con apenas un gesto y, un poco turbada, volvió la cabeza. Dos chicos, algo más jóvenes que George, se mantenían en segundo plano.

—El señor Craddock y el señor Holt —anunció alegremente—. Ya los conociste cuando estuviste aquí.

Preocupado por la manera en que el beso se había convertido en una presentación, y con la sospecha de que aquello tuviera algún significado oculto, George se sintió aún más confundido cuando se dio cuenta de que el coche que los iba a llevar a casa de Jonquil pertenecía a uno de los dos jóvenes: le pareció que aquel detalle lo ponía en desventaja. Durante el trayecto Jonquil animó la conversación entre los asientos delantero y trasero, y cuando George, al amparo del crepúsculo, intentó pasarle el brazo por los hombros, lo obligó con un rápido movimiento a que se contentara con cogerle la mano.

—¿Por aquí se va a tu casa? —murmuró George—. No reconozco la calle.

—Es la avenida nueva. Jerry estrena coche y quería probarlo conmigo antes de llevarnos a casa.

Cuando, veinte minutos después, se apearon en casa de Jonquil, George sintió que la intrusión del paseo en coche había disipado la primera felicidad del encuentro, la alegría, que con tanta seguridad había reconocido en los ojos de Jonquil en la estación. Algo en lo que había pensado con verdadera ilusión se había perdido casi con indiferencia, y a esto le daba vueltas melancólicamente cuando se despidió con frialdad de los dos jóvenes. Luego su mal humor se fue desvaneciendo mientras Jonquil lo abrazaba como siempre en el recibidor a media luz y le decía de diez maneras distintas, y la mejor era sin palabras, cuánto lo había echado de menos. La emoción de Jonquil le devolvió la seguridad: le prometía al corazón angustiado que todo iría bien.

Se sentaron juntos en el sofá, rendidos los dos ante la presencia del otro, lejos de todo, menos de su ternura vacilante. A la hora de la cena aparecieron los padres de Jonquil: se alegraban de ver a George. Lo querían y habían seguido con interés su carrera de ingeniero cuando llegó a Tennessee hacía más de un año. Habían sentido mucho que renunciara a su carrera y se fuera a Nueva York en busca de otro trabajo más provechoso a corto plazo; pero, aunque lamentaban que hubiera abandonado su carrera, lo comprendían y estaban dispuestos a aceptar el compromiso con su hija. Durante la cena le preguntaron cómo le iban las cosas en Nueva York.

—Muy bien —dijo con entusiasmo—. Me han ascendido. Gano más.

Se sintió despreciable al pronunciar aquellas palabras, pero los veía tan contentos…

—Seguro que te aprecian —dijo la señora Cary—, seguro, o no te hubieran dado dos permisos en tres semanas.

—Les he dicho que tenían que darme permiso —se apresuró a explicar George—. Les he dicho que, si no me lo daban, no volvería a trabajar para ellos.

—Pero deberías ahorrar —le regañó cariñosamente la señora Cary—, y no gastarte todo el dinero en estos viajes tan caros.

Acabó la cena. Jonquil y George estaban otra vez solos, abrazándose.

—Qué contenta estoy de que hayas venido —suspiró Jonquil—. Me gustaría que no te fueras nunca, cariño.

—¿Me has echado de menos?

—Mucho, mucho.

—¿Vienen a verte otros a menudo, como esos dos chicos?

La pregunta la sorprendió. Los ojos negros, aterciopelados, lo miraban fijamente.

—Pues claro que vienen. Todos los días. Te lo he contado en las cartas, cariño.

Era verdad. Cuando se fue a Nueva York ya la rondaban una docena de chicos que respondían a su fragilidad singular con adoración de adolescentes, pero solo unos pocos se daban cuenta de que sus hermosos ojos eran también comprensivos y bondadosos.

—¿Qué quieres? ¿Que no salga? —preguntó Jonquil, retrepándose en los cojines del sofá hasta que pareció que lo miraba a muchos kilómetros de distancia—. ¿Que me quede sentada aquí, cruzada de brazos, para siempre?

—¿Qué quieres decir? —estalló George, presa del pánico—. ¿Qué nunca tendré bastante dinero para casarme contigo?

—No saques conclusiones apresuradas, George.

—No estoy sacando conclusiones. Es lo que tú has dicho.

Entonces George se dio cuenta de que estaba pisando terreno peligroso. No deseaba que la noche se estropeara. Intentó volver a abrazarla, pero Jonquil se resistió inesperadamente, diciendo:

—Hace calor. Voy a poner el ventilador.

Puso el ventilador, y volvieron a sentarse juntos, pero George estaba muy susceptible y, sin querer, se adentró en el terreno que había querido evitar.

—¿Cuándo vas a casarte conmigo?

—¿Puedes casarte conmigo?

Entonces perdió los nervios y se levantó de un salto.

—Apaga ese maldito ventilador —gritó—. Va a volverme loco. Es como el tictac de un reloj que no parara de sonar todo el tiempo que estoy contigo. He venido para ser feliz y olvidarme de Nueva York y del tiempo.

Volvió a sentarse en el sofá tan repentinamente como se había levantado. Jonquil apagó el ventilador y, apoyando la cabeza de George en su regazo, empezó a acariciarle el pelo.

—Quedémonos así —dijo con ternura—, así, callados; yo te dormiré. Estás muy cansado, y nervioso, y tu amor te va a cuidar.

—Pero yo no quiero quedarme así —protestó George, levantándose de repente—. No quiero quedarme así, de ninguna manera. Quiero besarte. Eso es lo único que me descansa. Y no estoy nervioso… Tú eres la que está nerviosa. Yo no estoy nervioso, en absoluto.

Para demostrar que no estaba nervioso, se levantó del sofá y se dejó caer pesadamente en una silla en la otra punta de la habitación.

—Precisamente cuando puedo casarme contigo, me escribes cartas nerviosísimas, como si tú ya no quisieras casarte, y tengo que venir corriendo…

—No tienes que venir si no quieres.

—¡Pero yo quiero! —insistió George.

Le parecía que estaba comportándose de una manera perfectamente fría y razonable, y que era ella la que lo empujaba deliberadamente a la discusión. Cada palabra los separaba más y más, pero era incapaz de detenerse, incapaz de que la preocupación y el sufrimiento no se transparentaran en su voz.

Y, un minuto después, Jonquil empezó a llorar con verdadera pena, y George volvió al sofá y la abrazó. Ahora tenía que consolarla, la hacía apoyar la cabeza en su hombro, susurrándole palabras repetidas muchas veces, hasta que se tranquilizó y solo temblaba de vez en cuando, y se estremecía, en sus brazos. Una hora permanecieron así, mientras los pianos del atardecer derramaban en la calle sus últimos compases. George no se movía, ni pensaba, ni esperaba nada, adormecido P insensibilizado por el presentimiento del desastre. El tictac del reloj Continuaría sonando hasta después de las once, hasta después de las joce y entonces la señora Cary les avisaría cariñosamente desde la baranda de la escalera; fuera de eso, solo veía el mañana y la desesperación.

 

III

 

La ruptura tuvo lugar a la hora más calurosa del día siguiente. Los dos habían adivinado toda la verdad sobre el otro, pero, de los dos, Jonquil era la más decidida a reconocer la situación.

—Es inútil seguir —dijo, abatida—, sabes que detestas la compañía de seguros y que nunca llegarás a nada.

—No es eso —insistió George, tercamente—; no soporto seguir solo. Si te casaras conmigo, y te vinieras conmigo, y te arriesgaras conmigo, podría salir adelante en lo que fuera, pero no puedo si tengo que preocuparme de lo que tú estarás haciendo aquí.

Jonquil guardó un largo silencio antes de contestar; no estaba pensando —porque ya conocía la conclusión—, solo esperaba. Sabía que cada palabra sería más cruel que la anterior. Habló por fin:

—George, te quiero con toda mi alma y no me imagino queriendo a otro. Si hace dos meses hubieras estado dispuesto, me hubiera casado contigo. Ahora no puedo, porque no me parece lo más sensato.

George hizo acusaciones disparatadas: había otro, le estaba ocultando algo,.

—No, no hay otro.

Era verdad. Pero, como reacción a las tensiones de su relación con George, había encontrado alivio en la compañía de jóvenes como Jerry Holt, que tenía la ventaja de que no significaba absolutamente nada en su vida.

George no supo afrontar la situación. La abrazó e intentó, literalmente a fuerza de besos, convencerla de que se casaran inmediatamente. Cuando fracasó en su intento, se enfrascó en un largo monólogo que rebosaba lástima de sí mismo y solo acabó cuando se dio cuenta de que se estaba mostrando despreciable a los ojos de Jonquil. Amenazó cün irse, aunque no tenía ninguna intención de hacerlo, y se negó a irse cuando Jonquil le dijo que, dadas las circunstancias, era mejor que se fuera.

Al principio estaba dolida, luego solo trataba de ser amable. —Es mejor que te vayas —gritó por fin, tan alto que la señora Cary bajó las escaleras asustada. —¿Ha pasado algo?

—Me voy, señora Cary —dijo George, con palabras entrecortadas. Jonquil había salido de la habitación.

—No te lo tomes así, George —la señora Cary le hacía un gesto de inútil solidaridad: lamentaba lo ocurrido y, a la vez, se alegraba de que aquella pequeña tragedia casi hubiera terminado—. Si yo fuera tú, iría a pasar una semana con mi madre. Quizá, después de todo, sea lo más sensato.

—Por favor, ¡calle! —gritó—. ¡No me diga nada!

Jonquil entró de nuevo en la habitación: había escondido el dolor y el nerviosismo bajo pintura de labios, maquillaje y un sombrero.

—He llamado a un taxi —dijo con voz impersonal—. Podemos dar un paseo hasta que salga el tren.

Y ya estaba Jonquil en el porche. George se puso el abrigo y el sombrero y permaneció un instante, como si estuviera muy cansado, en el recibidor: apenas había comido un bocado desde que salió de Nueva York. La señora Cary se acercó, lo obligó a bajar la cabeza y lo besó en la mejilla, y George se sintió absolutamente ridículo y poco convincente porque sabía que la escena había sido ridicula y poco convincente. Si se hubiera ido la noche antes, se hubiera despedido por última vez con un mínimo de orgullo.

El taxi había llegado, y durante una hora aquellos dos que habían sido novios atravesaron las calles menos frecuentadas. George le había cogido la mano a Jonquil y, a la luz del sol, se tranquilizó un poco. Se daba cuenta demasiado tarde de que no había nada más que decir o hacer.

—Volveré —dijo.

—Sé que volverás —contestó Jonquil, esforzándose para que su voz sonara confiada y alegre—. Y nos escribiremos de vez en cuando.

—No. No nos escribiremos. No lo soportaría. Algún día volveré.

—Nunca te olvidaré, George.

Llegaron a la estación, y Jonquil lo acompañó a comprar el billete.

—¡Mira! ¡George O’Kelly y Jonquil Cary!

Era una pareja a la que George había conocido cuando trabajaba en la ciudad, y Jonquil pareció recibir su presencia con alivio. Durante cinco interminables minutos estuvieron charlando; luego el tren empezó a rugir en la estación y, con cara de sufrimiento mal disimulado, George le tendió los brazos a Jonquil. Ella dio un paso indeciso hacia él, dudó y le estrechó rápidamente la mano, como si se despidiera de un amigo ocasional.

—Adiós, George —le decía—. Que tengas buen viaje.

—Adiós, George. Nos veremos de nuevo cuando regreses.

Mudo, casi cegado por el dolor, cogió la maleta y, aturdido, consiguió subir al tren.

Cruzaron traqueteantes pasos a nivel, ganando velocidad a través de interminables zonas suburbiales, hacia el ocaso. Quizá también ella mirara el ocaso, quizá se hubiera detenido un momento, recordando, antes de que él, con la noche y el sueño, se desvaneciera en el pasado. La oscuridad de aquella noche había cubierto para siempre el sol, los árboles, las flores y las risas de la juventud.

 

IV

 

Una tarde húmeda de septiembre, un año después, se apeó del tren en una ciudad de Tennessee un joven con el rostro tan quemado por el sol que parecía tener un brillo de cobre. Miró alrededor con impaciencia y pareció aliviado cuando comprobó que nadie lo esperaba. Un taxi lo llevó al mejor hotel de la ciudad, donde, con cierta satisfacción, se presentó como George O’Kelly, de Cuzco, Perú.

En su habitación se sentó unos minutos a mirar por la ventana aquellas calles familiares. Luego, con un leve temblor en la mano, descolgó el teléfono y pidió a la telefonista que lo pusiera con un número de la ciudad.

—¿Está la señorita Jonquil?

—Soy yo.

—Ah… —la voz estuvo a punto de quebrársele, pero superó aquel brevísimo instante y continuó con amigable formalidad—. Soy George O’Kelly. ¿Has recibido mi carta?

—Sí. Creía que llegabas hoy.

Su voz, fría e impasible, lo turbó, pero no tanto como esperaba. Era la voz de una extraña, indiferente, que amablemente se alegraba de oírlo: nada más. Le hubiera gustado colgar el teléfono y recuperar el aliento.

—No te veo desde hace… mucho tiempo —consiguió que la frase pareciera improvisada—. Más de un año.

Sabía exactamente desde cuándo: había contado los días.

—Me encantará volver a charlar contigo.

—Estaré allí dentro de una hora.

Colgó. Durante cuatro largas estaciones, la esperanza de llegar a aquel momento había colmado cada una de sus horas de descanso, y por fin el momento había llegado. Había pensado que la encontraría casada, prometida, enamorada: pero jamás había pensado que su regreso pudiera dejarla indiferente.

Sabía que no volvería a vivir diez meses como los que acababa de dejar atrás. Había obtenido un reconocido éxito, más notable por ser un ingeniero joven: se le habían presentado dos oportunidades excepcionales, una en Perú, de donde acababa de regresar, y otra, consecuencia de la primera, en Nueva York, adonde se dirigía. En aquel breve espacio de tiempo había pasado de la pobreza a una posición que le ofrecía posibilidades ilimitadas.

Se miró en el espejo del lavabo. Estaba casi negro, muy bronceado, pero era un bronceado romántico que, según había descubierto en los últimos días, cuando había tenido tiempo para pensar en cosas así, le gustaba. También apreció con una especie de fascinación la fortaleza de su cuerpo. Había perdido en algún sitio parte de una ceja, y todavía llevaba una venda elástica en la rodilla, pero era demasiado joven para no haberse dado cuenta de cómo muchas mujeres lo miraban en el barco con admiración e inusitado interés.

El traje, por supuesto, era horrible. Se lo había hecho en dos días un sastre griego de Lima. Era también lo bastante joven para haberle explicado a Jonquil este problema de vestuario en una nota, por otra parte, lacónica. El único detalle que añadía era el ruego de que no se le ocurriera ir a esperarlo a la estación.

George O’Kelly, de Cuzco, Perú, esperó en el hotel una hora y media, hasta que el sol recorrió en el cielo, para ser exactos, la mitad de su camino. Entonces, recién afeitado, después de que los polvos de talco le dieran un color de piel más caucásico, porque en el último instante la vanidad se había impuesto sobre el romanticismo, llamó a un taxi y se dirigió a la casa que conocía tan bien.

Le costaba respirar, y se dio cuenta, pero se dijo que era nerviosismo, no emoción. Había vuelto; ella no se había casado: con esto le bastaba. Ni siquiera estaba seguro de lo que iba a decirle. Pero tenía la sensación de que éste era el momento más imprescindible de su vida. A fin de cuentas, no existía el triunfo sin una mujer, y, si no ponía sus tesoros a los pies de Jonquil, podría al menos ponerlos ante sus ojos un instante fugaz.

La casa apareció de repente, y lo primero que pensó fue que se había vuelto extrañamente irreal. Nada había cambiado, pero había cambiado todo. Era más pequeña y parecía más pobre y descuidada que antes: ninguna nube mágica flotaba sobre el tejado ni salía de las ventanas del último piso. Tocó al timbre y abrió una criada negra que no conocía. La señorita Jonquil bajaría enseguida. Se humedeció los labios, nervioso, y paseó por el cuarto de estar, y la sensación de irrealidad aumentó. Solo era, a pesar de todo, una habitación, y no la cámara encantada donde había pasado horas conmovedoras. Se sentó en una silla, asombrado de que solo fuera una silla: se daba cuenta de que su imaginación había distorsionado y coloreado aquellos sencillos objetos familiares.

Entonces se abrió la puerta y entró Jonquil: fue como si todo se nublara de repente ante sus ojos. No recordaba lo hermosa que era, y sentía cómo se le iba el color y la voz le fallaba y se convertía en un pobre suspiro.

Llevaba un vestido verde pálido, y un lazo dorado le recogía como una corona el pelo negro y liso. Los ojos aterciopelados, que conocía tan bien, se clavaron en sus ojos cuando cruzó la puerta, y lo traspasó un estremecimiento de miedo ante el poder de infligir dolor que tenía su belleza.

George dijo «Hola», y se acercaron unos pasos y se estrecharon la mano. Luego se sentaron, muy separados, y se miraron a través Je la habitación.

—Has vuelto —dijo ella.

Y George contestó una trivialidad:

—Pasaba por aquí y se me ha ocurrido parar un momento a verte.

Intentó neutralizar el temblor de la voz, mirando a cualquier parte que no fuera la cara de Jonquil. Era suya la responsabilidad de mantener la conversación, pero, a no ser que empezara a vanagloriarse de sus éxitos, parecía que no había nada que decir. Su antigua relación nunca había caído en la banalidad, y parecía imposible que dos personas en su situación hablaran del tiempo.

—Es ridículo —estalló de repente George, desconcertado—. No sé qué hacer. ¿Te molesta que haya venido?

—No —la respuesta era reticente y, a la vez, impersonalmente triste. Lo desanimaba.

—¿Tienes novio?

—No.

—¿Estás enamorada?

Negó con la cabeza.

—Ah —se retrepó en la silla.

Ya habían agotado otro tema de conversación: la entrevista no seguía el curso que había previsto.

—Jonquil —comenzó, ahora en un tono más suave—, después de todo lo que nos ha pasado, quería volver y verte. Haga lo que haga en el futuro, nunca querré a nadie como te he querido a ti.

Era una de las frases que llevaba preparadas. En el barco le había parecido que la frase tenía el tono adecuado: una alusión a la ternura que siempre había sentido por ella, combinada con una muestra poco comprometora de su actual estado de ánimo. En aquella habitación, con el pasado a su alrededor, cerca, el pasado que cada vez pesaba más en la atmósfera, la frase le pareció teatral y rancia.

Jonquil no contestó, inmóvil en su silla, mirándolo con una expresión que podía significar todo o nada.

—Ya no me quieres, ¿verdad? —preguntó George, con voz segura.

—No.

Cuando un minuto después entró la señora Cary y comentó su éxito —el periódico local había publicado media columna al res pecto—, George experimentó una mezcla de emociones: ya sabía que aún deseaba a aquella chica, y también sabía que algunas veces el pa sado vuelve. Eso era todo. Por lo demás, debía ser fuerte y estar en guardia, a la expectativa.

—Y ahora —decía la señora Cary— me gustaría que fuerais a visitar a la señora de los crisantemos. Me ha dicho que quiere conocerte porque ha leído lo que publica el periódico sobre ti.

Fueron a ver a la señora de los crisantemos. Iban andando por la calle, y George recordó con una especie de emoción que los pasos de Jonquil, más cortos, se cruzaban siempre con los suyos. La señora se desvivió por ser amable y los crisantemos eran enormes y extraordinariamente hermosos. Los jardines de la señora estaban llenos de crisantemos, blancos, rosa y amarillos: estar entre aquellas flores era como haber vuelto al corazón del verano. Había dos jardines llenos, separados por una verja. Y la señora fue la primera en atravesarla cuando entraban en el segundo jardín.

Entonces sucedió algo raro. George se apartó para que Jonquil pasara, pero Jonquil, en vez de entrar, se quedó inmóvil, mirándolo fijamente: no fue tanto la expresión, que no era una sonrisa, como el instante de silencio. Se vieron en los ojos del otro, y aspiraron una breve y apresurada bocanada de aire, y entraron en el segundo jardín, y nada más.

La tarde declinó. Le dieron las gracias a la señora y volvieron a casa despacio, pensativos, juntos. También durante la cena permanecieron en silencio. George le contó al señor Cary algo de lo ocurrido en América del Sur y se las arregló para dejar claro que en el futuro todo le seguiría yendo viento en popa.

Entonces terminó la cena, y Jonquil y George se quedaron solos en la habitación donde su amor había empezado y había acabado. A George le parecía que todo había sucedido hacía mucho tiempo, que todo era indeciblemente triste. Nunca se había sentido tan débil, tan cansado, tan infeliz, tan pobre. Porque sabía que aquel chico de hacía quince meses tenía algo, confianza, afecto, que se había ido para siempre. Lo más sensato: habían hecho lo más sensato. Había canjeado su primera juventud por fortaleza, y la desesperación había sido el material con que había construido su éxito. Y con la juventud la vida se había llevado la frescura de su amor.

—No quieres casarte conmigo, ¿verdad? —dijo, tranquilo.

Jonquil negó con la cabeza.

—No pienso casarme —contestó.

George asintió.

—Mañana por la mañana me voy a Washington —dijo.

—Ah…

—Me tengo que ir. Tengo que estar en Nueva York a primeros de mes y quiero pasar por Washington.

—¡Negocios!

—No —dijo, como sin ganas—. Me gustaría ver a alguien que se portó bien conmigo cuando yo estaba tan… tan hundido.

Se lo estaba inventando. No tenía que ver a nadie en Washington, pero observaba a Jonquil con toda la atención de que era capaz, y estaba seguro de que se había estremecido, había cerrado los ojos y los había vuelto a abrir desmesuradamente.

—Pero me gustaría antes de irme, contarte todo lo que ha pasado desde que te vi por última vez, y, como quizá no volvamos a vernos, me pregunto si… si no te gustaría sentarte en mi regazo como hacíamos entonces. No te lo pediría si no estuviéramos solos, pero, bueno… Quizá sea una tontería.

Jonquil asintió y se sentó en su regazo como tantas veces en aquella primavera perdida. La sensación de su cabeza en el hombro, de su cuerpo bien conocido, lo emocionó. Los brazos querían estrecharla, y George se retrepó en la silla y, meditabundo, empezó a hablarle al aire.

Le contaba las dos semanas de desesperación en Nueva York, que acabaron con un interesante, aunque poco lucrativo, trabajo en una obra de Jersey City. Cuando se le presentó la oportunidad de trabajar en Perú, no parecía nada extraordinario: era un puesto de tercer ayudante del ingeniero de la expedición. Pero solo diez estadounidenses, entre ellos ocho topógrafos, habían llegado a Cuzco. Diez días más tarde el jefe de la expedición moría de fiebre amarilla. Y así se le había presentado su oportunidad, una oportunidad que incluso un tonto hubiera aprovechado, una oportunidad maravillosa.

—¿Un tonto? —lo interrumpió Jonquil inocentemente.

—Incluso un tonto —continuó—. Era maravilloso. Entonces mandé un telegrama a Nueva York…

—Y entonces… —volvió a interrumpirlo—, ¿te contestaron que podías aprovechar la oportunidad?

—¿Que podía? —exclamó, apoyándose en el respaldo de la silla—. ¡Que tenía que hacerlo! No había tiempo…

—¿Ni siquiera un minuto?

—Ni un minuto.

—Ni siquiera un minuto para… —calló.

—¿Para qué?

—Mira.

George inclinó la cabeza de repente, y en el mismo instante Jonquil se le acercó, los labios entreabiertos como una flor.

—Sí —le susurraba George en la boca—. Todo el tiempo del mundo…

Todo el tiempo del mundo: la vida de él y la vida de ella Pero, por un momento, mientras la besaba, comprendió que, aunque buscara durante toda la eternidad, nunca encontraría aquel abril perdido. Podía abrazarla hasta que le dolieran los músculos: Jonquil era algo extraño, deseable, por lo que había luchado, que le había pertenecido, pero nunca volvería a ser un susurro intangible en la oscuridad, en la brisa nocturna…

«Bueno, se acabó», pensaba. «Se acabó abril, se acabó. Existen en el mundo amores de todas las clases, pero nunca el mismo amor dos veces».

*FIN*


“The Sensible Thing”,
Liberty
, 1924


Más Cuentos de F. Scott Fitzgerald