Casa digital del escritor Luis López Nieves


Recibe gratis un cuento clásico semanal por correo electrónico

Lo que su esposo no hacía

[Cuento - Texto completo.]

Yasunari Kawabata

«Comienzo por la oreja. Sigo por las cejas. Y después…». A medida que Junji fue imaginando el orden de los besos que le daría esa noche, las diferentes partes de la señora Kiriko se le fueron representando una por una.

El viaje desde Kita-Kamakura hasta Shinbashi por la línea de Yokosuka tarda más o menos una hora. Tenía tiempo más que suficiente para pensar en las diferentes secuencias y recorridos que tendrían los besos que se darían.

Aunque Kiriko también vivía en Kita-Kamakura, se citaban en Tokio para no atraer las miradas de la gente de ese pueblo pequeño en que vivían. Además tomaban el tren a horas distintas. Junji salía siempre primero y la esperaba. Kiriko no había tenido para pedírselo siquiera porque él siempre se adelantaba a proponerlo. Junji era joven, todavía era estudiante. Parecía tener miedo de encontrar imperfecciones en el cuerpo de la señora Kiriko.

«Comienzo por la oreja…», se decía Junji, pues aún lamentaba la desilusión que le había producido el lóbulo de la oreja de la señora Kiriko la primera vez que lo tocó. En ese momento le debió cambiar hasta el color de la cara.

—¡Hey! —había dicho Kiriko abriendo los ojos—. ¿Qué te pasa?

Él había retirado la punta del dedo tan pronto como le rozó el oído y sin duda eso le pareció sospechoso.

Azorado, Junji tomó con su boca la oreja de Kiriko, escondió la cara entre su pelo y se llenó del olor de su cabello.

—¡No me gusta que haga eso! —dijo ella y trató de zafar la cabeza de su abrazo.

Como las orejas de Kiriko eran pequeñas, finas y blandas, Junji pudo hacerla caber dentro de su boca. La desilusión inicial desapareció.

Pero una culpa oculta se había manifestado en el deseo de tocar el lóbulo de la oreja de Kiriko. Estaba asociada a la intensa excitación que había sentido hacía un tiempo cuando tomó entre sus dedos el lóbulo de una prostituta.

Junji pellizcó el lóbulo de esa mujer por primera vez sin ninguna intención. No era que le hubiera parecido particularmente bonito. Pero entonces ¿por qué, justo en un momento en que sentía tal odio de sí, un odio que se manifestaba en su aversión a tocar cualquier parte de una mujer, se le había ido la mano a su oreja? Eso era algo que ni siquiera él mismo podía entender.

Sin embargo, el contacto frío de ese lóbulo lavó en un instante la suciedad de Junji. Tenía la redondez y el grosor suficientes para un lóbulo. Y aunque era tan pequeño como para poder ser apretado entre el índice y el pulgar, le transmitió una hermosa sensación de vitalidad. Por la suavidad de la piel y la blandura del tacto parecía una joya extraña. Allí estaba lo que quedaba de la pureza de la mujer. Allí moraba, como en una gota de rocío, la esencia de la belleza femenina.

Una sensación parecida a la nostalgia hervía en Junji. Nunca había experimentado una sensación táctil como ésta. Era como acariciar el alma de una niña encantadora.

—¿Qué diablos estás haciendo? —le dijo la mujer sacudiendo la cabeza con brusquedad.

 

Cuando salió de aquella casa Junji no comentó el asunto de la oreja con sus amigos. Si hubiese dicho algo se habrían reído de él. Y aunque se trataba de una impresión que difícilmente volvería a vivir de la misma manera en el futuro, se convirtió en un secreto que habría de quedar para siempre en su vida.

Pero, cuando quiso acariciar el lóbulo de la señora Kiriko trayendo a la memoria el de la prostituta, como era de esperarse, sintió remordimiento.

Por una parte, el lóbulo de Kiriko traicionó todas sus expectativas. Al tacto resultaba pobre y sin consistencia. No era firme ni suave sino más bien áspero y seco. Junji quedó cortado. Aquello lo había confundido tanto la primera vez que nunca se le ocurrió pensar que no podía esperar lo mismo del contacto con otro lóbulo por hermoso que fuese.

La costumbre de darle besos a Kiriko en una y otra parte se inició en el momento en que tomó su oreja con la boca. Hasta entonces las cosas habían sido muy simples. Junji, que era un principiante en el amor, se había ahogado en la fascinación de descubrir que podía satisfacer a tal punto a una mujer madura como la señora Kiriko. Estaba embriagado con su propio atractivo masculino, del que se daba cuenta por primera vez gracias al placer que despertaba en una mujer.

Junji, que había creído que el cuerpo de Kiriko era absolutamente perfecto, tuvo que disimular el vacío que sintió al tocar con el dedo su lóbulo. Además era consciente de que en los últimos encuentros se estaba apagando ese placer que ella había experimentado al principio. Fue pensando en cómo excitar el fuego de Kiriko, como se le ocurrió la idea de comenzar por el lóbulo de la oreja.

Fue en el segundo o tercer encuentro cuando la señora Kiriko dijo inesperadamente:

—A veces fantaseaba con la idea de qué pasaría si hiciese alguna vez el amor sin las complicaciones que tiene la relación con un esposo o un amante.

A Junji le sonó como si hubiese realizado la fantasía con él. Como si lo hubieran empujado al vacío, preguntó:

—¿Quiere decir que esto no ha sido más que un juego? ¿Un juego conmigo?

—¡Ningún juego! —negó con firmeza Kiriko—. Son los hombres los que se la pasan jugando y bromeando de esta manera… Pero las mujeres son diferentes. Al menos, yo soy distinta.

—Sin embargo, de lo que acaba de decir no puede inferirse sino que para usted es un juego, ¿no es así? Y, ¿si no es un juego…?

—¿Cómo podría explicarlo? De todas maneras, hay algo de eso, algo rodeado de secreto —masculló Kiriko—. Tú no comprendes las restricciones y responsabilidades que tienen las mujeres de mi edad. Y ese sufrimiento contiene un secreto. Bueno, pero tal vez hubiese sido mejor dejarlo como lo que era: solo una fantasía privada.

—¿Está arrepentida de la aventura conmigo?

Kiriko se rió de la ingenuidad que encerraba esa frase de cajón.

—¿Me preguntas si siento culpa o cosa por el estilo? ¿No es eso insultarte a ti mismo? Pues yo, así se me castigara y atormentara, no diría que me siento arrepentida. El arrepentimiento no es más que una excusa fácil, una forma de escape…

—¿Entonces fue por puro accidente que me escogió para jugar un papel en esas fantasías secretas?

—¿Y a ti no te pareció extraño que yo me metiera tan fácilmente en esta aventura contigo? ¿Yo, que hasta ahora nunca había tenido ningún desliz? Cuando nos vimos por primera vez te hablé de mi hija muerta…

 

Aquello había sucedido en el tren de la línea de Yokosuka. Por invitación de un amigo, Junji había asistido a una clase de pintura occidental. En ella le enseñaron a bosquejar desnudos femeninos. También había cuatro o cinco mujeres, y tanto por su vestido japonés como por su edad, Kiriko se destacaba en el grupo. Esto fue lo que atrajo la atención de Junji. Y sucedió que, como ambos vivían en Kita-Kamakura, regresaron a casa por la noche juntos, en el mismo tren.

Cuando el inspector se acercó a revisar los billetes y Junji fue a cambiar el suyo de tercera a segunda clase, Kiriko se anticipó a pagar. Mientras Junji hurgaba en los bolsillos de su pantalón, Kiriko abrió rápidamente el bolso que tenía sobre las rodillas. El ademán de Kiriko mostraba que había planeado pagarle el billete.

Después de pasar Yokohama, Kiriko abrió el cuaderno de dibujo y se puso a dibujar. De vez en cuando levantaba los ojos hacia Junji y copiaba algo en el cuaderno. Junji tuvo la impresión de que el rostro de ella se iba volviendo cada vez más hermoso. Como estaban sentados uno enfrente del otro, Junji alargó el cuerpo y echó un vistazo al cuaderno. La señora Kiriko estaba haciendo un bosquejo de la cara de Junji. Sin decir palabra, Junji le arrebató el cuaderno. Después de contemplarlo un rato sacó su propio lápiz y comenzó a añadir trazos encima de lo que ella había dibujado.

—¡Ey! ¡No hagas eso! —exclamó la señora Kiriko volviendo a coger el cuaderno. Pero a Junji lo avergonzaba que le dibujaran la cara, por lo que volvió a quitárselo y se puso a completar el dibujo. Esta vez fue ella la que se inclinó hacia adelante. No parecía dispuesta a dejar que Junji fuese el dibujante y una vez más lo recuperó y siguió dibujando. De esta manera, rapándose por turnos el cuaderno continuaron dibujando a Junji. El contorno de la cara se fue emborronando con la superposición excesiva de líneas trazadas por una y por otro. Aparecieron hasta manchones innecesarios. Junji, sin embargo, a medida que entre los dos dibujaban su cara, se fue dejando llevar por un íntimo afecto hacia Kiriko. Era como si la emoción se manifestara en el dibujo.

Junji olvidó la vergüenza que le producía que lo dibujaran. Es más, dibujar sobre los trazos de Kiriko se convirtió indirectamente en un placer, como si estuvieran poniendo uno sobre otro las manos del corazón.

—¡Bueno! ¡Y con esto ya está terminado! —dijo Kiriko, y dejando de dibujar comenzó a comparar el boceto con la cara de Junji—. Tiene un cierto parecido, ¿verdad?

—¡Déjeme hacerle algo más!

—¿En qué parte? ¿En los ojos?

—Es mi cara. Soy yo el que tiene que terminarla.

—¡Qué confianza te tienes!

—¡No se trata de eso! Además, ¿por qué estaba dibujando mi cara?

—Porque venía de hacer ejercicios de dibujo, supongo. Lo que pasa es que cuando comienzo a dibujar no hago otra cosa que pensar en mi hija muerta. Estaría justo en edad de casarse con una persona como tú. La tuve a los diecinueve años. Fue mi única hija. Pensaba en ella incluso mientras miraba a la modelo desnuda. La modelo no era nada bonita. Tampoco quería hacer bocetos. En cambio me divirtió dibujarte.

—Pues después de la próxima clase, si regresamos en el mismo tren, me tiene que dejar dibujar su cara, señora…

Kiriko no respondió a esto.

—Si mi hija estuviese viva tal vez te hubiera conocido, ¿verdad? —dijo Kiriko y los ojos se le llenaron de dolor al mirar a Junji—. No alcanzó a enamorarse. Con todo, creo que su felicidad fue haber muerto cuando comenzaba a abrirse como el botón de una flor… Tal vez esto es lo que llamamos felicidad, ¿no es así?

—Cuando uno muere ya no hay cómo saber si fue feliz o desgraciado. Los que se quedan piensan lo que quieren y deciden si el muerto fue feliz o no.

—Hablas con una lógica desconsiderada, ¿no te parece? En el lapso que va del final del invierno a la llegada de la primavera mi hija se despertaba por la mañana y decía, «¡Ah! ¡Qué bien me siento!», mientras se acariciaba los brazos. En una sola noche su piel se había tornado tersa como la seda. Murió a esa edad.

 

Al regresar de la sesión siguiente la señora Kiriko, en vez de irse directamente a la estación de Shinbashi, invitó a Junji a un gran almacén. Allí le compró un vestido. Tal vez pensaba que iban a ser más notorios si Junji vestía el uniforme de universitario. Las palabras que Kiriko le dijo aun después de encerrarse juntos en una habitación no sonaron muy afectuosas:

—Te ruego que me disculpes, pero es que tú tienes la edad justa para haberte casado con mi hija.

Junji, sin embargo, en el placer de ella experimentó el placer de ser hombre. Experimentó una energía desbordante. Después de un rato, la señora Kiriko dijo con voz seductora, como ocultando su vergüenza:

—Eso fue algo que se me ocurrió hace un rato cuando estábamos comprando el vestido… Pero tú eres alto, ¿verdad? ¡A ver! ¡Junta las piernas! —Kiriko buscó con sus talones los talones de Junji y oprimió la cara contra su pecho—. ¡No llego sino hasta aquí! —le dijo, y quedó inmóvil como si estuviese saboreando el momento.

 

La señora Kiriko no apareció en la siguiente clase de dibujo occidental. Junji telefoneó a su casa y pidió hablar con ella.

—¿Por qué no vino hoy a clase?

—Porque tan pronto como nos hubiéramos visto las caras todos hubieran comprendido por tu comportamiento lo que estaba pasando. ¡Tú no disimulas nada!

 

Para la tercera cita secreta concertaron un sitio especial. La señora Kiriko, sin embargo, no apareció. Junji volvió a llamar por teléfono.

Para la época en que Junji tomó con su boca el lóbulo de la oreja de Kiriko, ya era él quien se estaba sintiendo intranquilo e irritado. ¿No sería que la señora Kiriko se veía con él únicamente porque la arrastraba lo que había pasado entre ellos esa primera vez? ¿No sería también que se sentía presionada por la violencia de Junji? Junji sentía que el cuerpo de la señora Kiriko estaba más cerrado que al principio.

¿Sería que se había acabado el placer que sintieron cuando entrelazaron los talones después de haber dibujado juntos su cara? ¿Sería que a partir de ese momento no había habido más que sentimientos de culpa y sufrimiento en la señora Kiriko?

Puesto que todo había sucedido tan rápidamente luego de que se conocieron, Junji al principio no había pensado en el esposo de Kiriko. Pero, finalmente, aparecieron los celos y junto con ellos una sensación de pecado.

—¿Cuántos años tiene su esposo? —preguntó. Fueron las primeras palabras de Junji referentes al esposo de Kiriko.

—Cincuenta y dos. ¿Qué tiene que ver eso?

—No puedo imaginármela a usted viviendo con un hombre de cincuenta y dos años.

 

—¿Y seguro que él viaja a Tokio todos los días, verdad?

—Así es. Todos los días.

—Y tal vez yo me lo he estado encontrando en el tren o en la estación, ¿no es así? Apuesto que alguna vez habrá sucedido —dijo Junji.

Kiriko sintió una opresión en el pecho.

—¿Quieres conocerlo?

—Para mí es muy vago lo que usted piensa o cómo vive… No tengo el menor poder sobre usted. Pues ha de saber que fui a conocer su casa en secreto.

—¿De veras?

—Puesto que es su esposo, lo mejor es conocerlo, ¿no?

—¡Ni se te ocurra! Mira, creo que es mejor que nos separemos —dijo la señora Kiriko, y con voz temblorosa y apresurada añadió—: ¿Te he enfermado de esta manera?

—¿Enfermado?

—¡Así es! Yo sabía que había sido herida. Pero ciertamente no me di cuenta de hasta qué punto te había herido a ti. Digo cosas de mi esposo porque tú quieres saberlas, pero lo que pasa entre mi esposo y yo… —dijo, y dudó en seguir adelante.

—¿Cómo es lo que pasa entre su esposo y usted?

—No es lo mismo que antes. Para decirlo con tus palabras: lo que yo pienso y el modo como vivo… Mi esposo parece no darse cuenta de nada pero yo he cambiado radicalmente. Ser mujer es un desastre.

—¿Cómo así que un desastre? ¿Y de qué modo ha cambiado usted?

La señora Kiriko no respondió a las preguntas. Junji siguió besándola aquí y allá. Ella, sin embargo, permaneció insensible y esto precipitó a Junji en un vacío insoportable.

 

Después de eso, Junji sintió que aún tenía menos opción… Tenía que telefonear a Kiriko.

La dibujó mentalmente, aproximándose en el siguiente tren de la línea Yokosuka. Pensó en la secuencia de besos que le daría, en el modo como lo haría. Quedó sorprendido al darse cuenta de que era más feliz haciendo esto que estando con ella. Se preguntó si, tal como ella se lo había dicho, él no estaría realmente enfermo.

Esa noche también Junji comenzó por la oreja. Todavía tenía que descubrir otros defectos en el cuerpo de la señora distintos al de sus orejas. Mientras Junji se desplazaba de uno a otro lado de su cuerpo, la señora Kiriko susurró:

—No tienes por qué hacer todas estas cosas, ¿sabes?

De repente Junji quedó inmóvil. Kiriko, en cambio, se sintió relajada. Ella se sentía como la primera vez, cuando anudaron los talones. Junji se dio cuenta de que esta vez ella había venido por compasión. De repente le empezaron a correr unas lágrimas que no podía detener. «¿Esto es lo que significa una separación?», pensó para sí. Y por otra parte, las crueles palabras de la señora Kiriko también parecían sugerir que había estado haciendo lo que su esposo no hacía.

*FIN*


“夫のしなぃ”, 1958


Más Cuentos de Yasunari Kawabata