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Los amigos

[Cuento - Texto completo.]

Dino Buzzati

El luthier Amedeo Torti y su mujer estaban tomando café. Los niños ya estaban acostados. Los dos guardaban silencio, algo muy habitual en ellos. De pronto, ella dijo:

—¿Sabes una cosa? Llevo todo el día con una impresión extraña… Como si Appacher fuera a venir a visitarnos esta noche.

—¡No digas eso ni en broma! —repuso el marido con un gesto de fastidio. Y es que el violinista Toni Appacher, su viejo amigo, había muerto hacía veinte días.

—Lo sé, sé que es terrible —dijo ella—, pero es una sensación de la que no consigo liberarme.

—Ojalá… —murmuró Torti con una vaga tristeza, pero sin querer profundizar en el tema. Y meneó la cabeza.

Volvieron a quedarse callados. Eran las diez menos cuarto. Sonó el timbre de la puerta. Un sonido prolongado, perentorio. Ambos se sobresaltaron.

—¿Quién será a estas horas? —dijo ella. Se oyó en el vestíbulo el paso arrastrado de Inés, luego el ruido de la puerta que se abría y después un cuchicheo. La doncella se asomó al cuarto de estar, lívida.

—¿Quién está ahí, Inés? —preguntó la señora.

La doncella se dirigió a Torti, balbuceando:

—Señor, venga un momento… ¡Si usted supiera!

—¿Pero quién es?, ¿quién es? —le preguntó enfadada su ama, aunque sabía perfectamente quién era.

Inés se inclinó, como quien tiene que decir algo muy en secreto.

—Es… es… Señor Torti, venga usted. ¡El maestro Appacher ha vuelto! —dijo con un hilo de voz.

—¡Tonterías! —contestó Torti, irritado por todos aquellos misterios, y, volviéndose hacia su mujer—: Ya voy yo… Tú quédate aquí.

Salió al pasillo oscuro y, tras tropezar contra la esquina de un mueble, abrió con ímpetu la puerta que daba al recibidor.

Allí, de pie, con su aspecto un poco tímido, estaba Appacher. Pero no era exactamente igual al Appacher de siempre, su consistencia parecía menor debido a sus contornos poco definidos. ¿Era un fantasma? Quizá todavía no. Quizá no se había liberado por completo de lo que los hombres llaman materia. Un fantasma, pero con una cierta solidez residual. Iba vestido de gris, como solía, con una camisa azul a rayas, corbata azul y roja y un sombrero de fieltro blando que manoseaba nerviosamente. (Para entendernos: era un fantasma con traje, corbata y todo lo demás).

Torti no era un hombre impresionable. Todo lo contrario. Y sin embargo, se quedó sin respiración. No es ninguna tontería ver aparecer en tu casa a tu más querido y viejo amigo, al que hace veinte días has acompañado al cementerio.

—¡Amedeo! —dijo el pobre Appacher sonriendo, como para tantear el terreno.

—¿Tú aquí?, ¿tú aquí? —casi le reconvino Torti, porque de entre todos los sentimientos opuestos y tumultuosos en que se debatía, se abría paso una gran cólera. ¿No debería haber sido un consuelo inmenso para él volver a ver a su difunto amigo? ¿No habría dado con gusto sus millones para que se hiciera realidad este encuentro? Sí, claro, lo habría hecho sin dudar. Cualquier sacrificio. ¿Por qué entonces no sentía felicidad, sino todo lo contrario, una sorda irritación? Después de tantas angustias, tantos lamentos, tantas molestias impuestas por los convencionalismos, ¿había que volver a empezar de nuevo?

En los días de la separación, había llorado tanto a su amigo que ya no le quedaba ni una lágrima más por derramar.

—Pues sí, estoy aquí —respondió Appacher, manoseando más que nunca el ala de su sombrero—. Pero yo… sabes muy bien que entre nosotros no son necesarios los cumplidos… Si te molesto…

—¿Molestarme? ¿A esto le llamas molestarme? —repuso Torti, dominado por la rabia—. Vuelves, no quiero saber de dónde, en estas condiciones… ¡Y me preguntas que si me molesta! ¡Qué desfachatez la tuya!… ¿Y ahora qué hago yo? —añadió, hablando para sí, completamente exasperado.

—Oye, Amedeo —dijo Appacher—, no te enfades… Después de todo no es culpa mía… También allá (hizo un gesto vago) hay cierta confusión… En pocas palabras, debería quedarme aquí todavía otro mes… si no más… Y tú sabes que mi casa ha sido vendida y que en ella hay unos nuevos inquilinos…

—¿Con eso quieres decir que te gustaría quedarte a dormir aquí?

—¿Dormir? Yo ya no duermo… No se trata de dormir… Me bastaría un rinconcito… No te estorbaré, yo no como, no bebo y no… no necesito ir al lavabo… ¿sabes? Solo es para no tener que estar vagando por ahí toda la noche, puede que llueva.

—¿Pero la lluvia… te moja?

—Mojarme no, por supuesto —y soltó una risita—, ¡pero a pesar de todo es muy desagradable!

—¿Así que pasarías aquí las noches?

—Si tú me dejas…

—¡Si te dejo!… No lo comprendo… Una persona inteligente, un viejo amigo… un hombre que ahora tiene toda la vida detrás de él… ¿cómo puede no darse cuenta? Ah, claro, ¡tú nunca has tenido una familia!

El otro, confuso, retrocedía hacia la puerta.

—Perdóname, yo pensaba… Además, solo se trata de un mes…

—¡No me quieres entender! —dijo Torti, casi ofendido—. ¡No me preocupo por mí… sino por los niños!… ¡Los niños! ¿Te parecería bien aparecer ante dos inocentes que no tienen todavía diez años? Deberías darte cuenta del estado en que te encuentras. Ya me perdonarás la franqueza, pero eres un espectro… y allí donde estén mis niños, querido amigo, yo no quiero espectros…

—¿Entonces nada?

—Entonces, querido amigo, no sé qué decirte… —Se quedó con la palabra en la boca. Appacher de pronto había desaparecido. Solo se oían unos pasos bajando por la escalera a toda prisa.

 

 

Daban las doce y media de la noche cuando el maestro Mario Tamburlani, director del Conservatorio, volvió a casa después de un concierto. Había girado ya la llave en la cerradura, cuando oyó un murmullo detrás de él:

—¡Maestro, maestro!

Volviéndose de inmediato, reconoció a Appacher.

Tamburlani era famoso por su diplomacia, por su savoir faire, su perspicacia y desenvoltura en la vida: cualidades, o defectos, que lo habían llevado mucho más arriba de cuanto sus modestos méritos le hubieran permitido. En un segundo sopesó la situación.

—Oh, querido, querido —murmuró en un tono enormemente afectuoso y patético, y tendía las manos al violinista, manteniéndose, sin embargo, a un metro de distancia—. Oh, querido, querido… Si supieras el vacío que…

—¿Cómo? ¿Cómo? —dijo el otro, que era bastante sordo, porque los fantasmas tienen los sentidos muy debilitados—. Perdóname, ahora ya no oigo como antes…

—Oh, lo comprendo, querido… Pero no puedo gritar. Ada está durmiendo al otro lado y además…

—Perdona, ¿no podrías dejarme entrar un momento? Llevo tanto tiempo caminando…

—No, no, por lo que más quieras, ¡no te puedes imaginar la que se puede organizar si Blitz se entera!

—¿Cómo? ¿Cómo dices?

—Blitz, mi perro lobo, ¿no lo conoces?… Armaría muchísimo jaleo… Se despertaría el portero… y luego quién sabe…

—Entonces no podría durante algunos días…

—¿Venirte a vivir aquí conmigo? Oh, querido Appacher, ¡por supuesto! ¡por supuesto!… Sabes que haría cualquier cosa por un amigo como tú… Pero, perdóname, ¿qué hacemos con el perro?

La objeción dejó a Appacher desconcertado. Intentó entonces apelar a los sentimientos de Tamburlani.

—Maestro, hace un mes llorabas en el cementerio mientras pronunciabas tu discurso antes de enterrarme… ¿recuerdas? Yo oía tus sollozos, ¿sabes?

—Oh, querido, querido, no me digas eso… me produce tanto dolor aquí —y se llevó una mano al pecho—… Dios mío, me parece que Blitz…

En efecto, un gruñido premonitorio llegaba desde el interior del apartamento.

—Espera aquí un momento, querido, voy a tranquilizar a ese insoportable animal… Solo un momento.

Veloz como una anguila se deslizó dentro y cerró la puerta tras él, echándole bien el cierre. Después silencio.

Appacher esperó unos minutos y después susurró:

—Tamburlani, Tamburlani —pero no obtuvo respuesta. Entonces llamó débilmente con los nudillos de la mano. Pero el silencio era total.

La noche avanzaba. Appacher pensó ir a probar suerte en casa de Gianna, una joven de costumbres relajadas y de buen corazón con la que se había acostado muchas veces. Gianna habitaba dos cuartitos de una vieja casa de vecindad que se encontraba muy a trasmano. Cuando Appacher llegó hasta allí, eran ya las tres de la mañana pasadas. Por fortuna, como suele suceder en esas colmenas, la puerta del portal estaba entreabierta. Appacher subió con mucho esfuerzo hasta el quinto piso. Ya estaba cansado de ir de un lado para otro.

A pesar de la gran oscuridad, le fue fácil encontrar la puerta de Gianna en el pasillo. Llamó discretamente. Tuvo que insistir antes de oír señales de vida al otro lado. Al rato, la voz de la mujer, completamente dormida:

—¿Quién es? ¿Quién es a estas horas?

—¿Estás sola? Abre… soy yo, Toni.

—¿A estas horas? —repitió ella sin ningún entusiasmo, pero con su dócil humildad de siempre—. Espera, ya voy.

Un desganado arrastrar de zapatillas, el ruido del interruptor de la luz, el picaporte que se abría…

—¿Cómo es que vienes a estas horas?

Abierta ya la puerta, Gianna se disponía a regresar corriendo a su cama, dejando al hombre el cuidado de volver a cerrar, cuando el extraño aspecto de Appacher la impresionó. Se quedó observándolo perpleja y, solo entonces, un recuerdo espantoso surgió de la niebla de la somnolencia.

—Pero tú… pero tú… pero tú…

Quería decir: pero tú estás muerto, ahora me acuerdo. Sin embargo, le faltó el valor. Retrocedió, extendiendo los brazos para rechazarlo en el caso de que él intentara acercarse.

—Pero tú, pero tú.

Después emitió una suerte de alarido:

—Vete… ¡Vete, por lo que más quieras! —suplicaba, con los ojos fuera de las órbitas por el terror.

Y él:

—Te lo ruego Gianna… Solo quisiera descansar un poco.

—No, no ¡Vete! Cómo puedes pensar… Quieres volverme loca. ¡Fuera! ¡Fuera! ¿Quieres que todos los vecinos se despierten?

Como Appacher no hacía ningún ademán de moverse, la chica, sin quitarle ojo, buscó a tientas con sus manos en el aparador que tenía detrás, hasta que al final encontró unas tijeras.

—Ya me voy, ya me voy —dijo él desorientado, pero la mujer, con el coraje de la desesperación, ya le apuntaba la ridícula arma contra el pecho. Al no encontrar resistencia, la doble hoja se hundió muy suavemente en el fantasma.

—Oh, Toni, perdona, no quería… —gimió la chica asustada.

—No, no…, cosquillas no, ¡por favor, no me hagas más cosquillas! —decía mientras tanto él, riéndose como un loco.

Fuera, en el patio, se abrió una ventana con mucho estruendo y luego se oyó una voz furibunda:

—¿Pero se puede saber qué pasa? ¡Son casi las cuatro!… ¡Qué escándalo! ¡Es el colmo!

Appacher huía ya como el viento.

¿Dónde intentarlo de nuevo? ¿En casa del párroco de San Calisto, fuera de la ciudad? ¿En casa del buen don Raimondo, su antiguo compañero de gimnasio, que en el lecho de muerte le había administrado los últimos consuelos de la religión?

—Atrás, atrás, apariencia demoníaca —fue la acogida que el digno sacerdote dispensó al violinista.

—Pero si soy Appacher, ¿no me reconoces?… Don Raimondo, deja que me esconda aquí en tu casa. Dentro de poco amanecerá. No tengo a nadie que me quiera… Los amigos han renegado de mí. Al menos tú…

—No sé quién eres —respondió el cura con voz melancólica y solemne—. Podrías ser el demonio, o también una ilusión de mis sentidos, no sé. Pero si verdaderamente eres Appacher, entonces entra, ésa es mi cama, túmbate y descansa…

—Gracias, gracias, don Raimondo, lo sabía…

—No te preocupes —continuó el cura suavemente—, no te preocupes si el obispo ya desconfía de mí… No te preocupes, te lo suplico, si tu presencia aquí puede causarme complicaciones graves… En pocas palabras, no te preocupes por mí. Si has sido enviado aquí para causarme la ruina, ¡hágase la voluntad de Dios!… Pero ¿qué haces? ¿Te vas?

 

 

Y esta es la razón de que los espíritus —en el caso de que algún alma en pena se obstine en permanecer sobre la tierra— no quieran vivir con nosotros, sino que prefieran retirarse a las casas abandonadas, entre las ruinas de las torres legendarias, en las capillas perdidas en medio de los bosques, en los peñascos solitarios que las olas baten y baten, y que lentamente se desmoronan.

*FIN*


“Gli amici”,
Corriere della Sera, 1952


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