Cuando vieron muerto a Patroclo, que era tan valeroso, y fuerte, y joven, los caballos de Aquiles comenzaron a llorar; sus naturalezas inmortales se indignaban por esta obra de la muerte que contemplaban. Sacudían sus cabezas y agitaban sus largas crines, golpeaban la tierra con las patas, y lloraban a Patroclo al que sentían inanimado -destruido- una carne ahora mísera -su espíritu desaparecido- indefenso -sin aliento- devuelto desde la vida a la gran Nada. Las lágrimas vio Zeus de los inmortales caballos y apenose. “En las bodas de Peleo” dijo “no debí así irreflexivamente actuar; ¡mejor que no os hubiéramos dado caballos míos desdichados! Qué buscabais allí abajo entre la mísera humanidad que es juego del destino. A vosotros que no la muerte acecha, ni la vejez efímeras desgracias os atormentan. En sus padecimientos os mezclaron los humanos”. -Pero sus lágrimas seguían derramando los dos nobles animales por la desgracia sin fin de la muerte.