¡Cuántos caballos en mi infancia! Atados de la argolla y cabezada, en el patio de coches de la casa, desempedrando el suelo en su impaciencia y dando gusto a las rasposas lenguas, los caballos lamían largamente el salitre de las paredes.
Aprendí a montar a caballo en el real de San Pedro y San Pablo. Éste era un alazán de trote largo que se llamaba —pido perdón— el Grano de Oro.
Mi padre, poeta a ratos, y siempre poeta de acción, cuidaba como Adán del nombre de las cosas: —Para algo tienen cuatro cascos, para andar de prisa. Pónmele un nombre raudo como el rayo, quítale ese nombre que da risa.— Los caballos lamían largamente el salitre de las paredes.
Me hacían jinete y versero el buen trote y sus octosílabos y el galope de arte mayor, mientras las espuelas y el freno me iban enseñando a medir el valor.
Pero, aunque yo partiese a rienda suelta, mi fuga no pasaba de la esquina: el caballo era herencia de un gendarme borracho y paraba sólo en los tendajos. ¡Oh ridículo símbolo de una prudencia que era apenas vicio!
Y me fui haciendo al tufo dulzón y al fraseo del guadarnés y a todos los refranes del caso:
En la cuesta, como quiera la bestia, y en el llano, como quiera el amo.
Y aquella justa máxima que parece moneda: Nunca dejes camino por vereda.
Y aprendí de falsa y de almartirgón y de pasito y trote inglés, que no va nada bien con la silla vaquera; porque yo nunca supe de albardón, y esto es lo que me queda del color regional.
Los caballos lamían largamente el salitre de las paredes.
Mi segundo caballo se llamaba Lucero y no Petardo: él sólo entendía por su nombre y en vano quisieron mudárselo. Pequeño y retinto, nervioso y fino, con la mancha blanca en la frente… Nunca tuve mejor amigo, nunca he tratado mejor gente.
Rompía el cabestro, pisoteaba el huerto. cruzaba el parque a las volandas, atravesaba el corral de los coches, entraba resbalando por los corredores, abría con la cabeza la puerta de mi alcoba y venía hasta mi cama de niño a despertarme todas las mañanas.
¡Oh mi brioso Lucero, mi leal verdadero!
En una enfermedad que tuve me lo llenaron de oprobiosas mañas, que ya ni yo lo conocía: me lo volvieron pajarero, lo hicieron duro del bocado y cabeceador, y le enseñaron esas vilezas de arrancar el galope al levantar la mano y otras torpes costumbres que pasan por proezas. Y yo ya no lo quise montar y, como había que hacer algo, se lo vendimos a un Alemán.
Porque el verdadero caballo se ha de conocer en el tranco: geometría plana, destreza lineal de la auténtica equitación, implícita en el bruto y no de quita y pon.
¡Oh mi brioso Lucero, mi leal verdadero!
Me dajaba a la puerta de la escuela y luego regesaba por mí; era mi ayo y mi mandadero. Y yo me río de Tom Mix y de su potro que le hace de perro cuando me acuerdo de mi lucero.
Los caballos lamían largamente el salitre de las paredes.
Y vino el Tapatío, propio bridón de guerra, mucha montura para el muchacho que yo era. Allá cerca del Polvorín, quiso un día sembrarme en el barranco; que aunque el siempre me pedía azúcar y me lo negaba, yo bien se lo entendí, que su voluntad bien clara estaba.
Y vino el pinto, un poney manchado como vaca de blanco y amarillo; un artista de circo que también entendía de tiro. Y como yo ya había crecido —vamos al decir—, con las piernas le sujetaba todas las malas intenciones. Por las cumbres del Cerro del Caído siempre andaba conmigo. En la capital siempre lo usé para tirar de un cabriolé, en el paseo —ya se ve— del Zócalo a Chapultepec.
Los caballos lamían largamente el salitre de las paredes.
Y luego se confunden las memorias de la cuadra paterna: uno era el Gallo, de charol lustroso, otro se llamaba el Carey, yo no sé bien por qué, y aquel noble Zar que se abría de patas para que mi padre montara, (como el bucéfalo de Alejandro, según testimonio de Eliano); y aquel otro lucero en que él vino a morir bajo las indecisas hoces de la metralla.
Lo guardaron como reliquia, como mutilado de la patria, aunque, cojo y clareado de balas, no servía ya para nada.
Hubo una leva en la Revolución: se llevaron al pobre en el montón, sin hacer caso de su orgullo: —¡Qué los maten a todos, y que Dios escoja los suyos.
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