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Los cantores rusos

[Cuento - Texto completo.]

Iván Turguéniev

La aldehuela de Kolotova era, en otro tiempo, propiedad de una anciana, a quien le habían puesto el sobrenombre de “la Esquiladora”, debido a su carácter ávido y de empresa. Ahora pertenecía a un alemán de Petersburgo. Construida sobre un montículo, la atraviesa un horrible barranco que forma el medio de la calle. Las aguas de la primavera y del otoño se juntan en la concavidad del barranco y separan el caserío en dos partes próximas, pero muy diferentes. No se puede echar un puentecillo sobre tal especie de río, cuyo lecho de arcilla está encajado a gran profundidad.

Aunque el aspecto del paraje nada tiene de agradable, no hay habitante de los alrededores que no conozca la aldea y no venga con frecuencia a ella.

Al comienzo del barranco hay una casita aislada de la población. Una chimenea remata su techo de paja; tiene una sola ventana, que se abre hacia el lado del barranco, y en el invierno, cuando la luz de adentro pasa a través de sus cristales, parece un ojo de miradas penetrantes.

Se la ve desde lejos. Sirve a guisa de estrella conductora a los viajeros cuando hay niebla y tiempo brumoso.

Esta “isba” no es otra cosa que una taberna, o un “prytinni”, como dicen en el país. Encima de la puerta hay una tabla pintada de azul. El aguardiente que allí se despacha, aunque tan caro como en cualquier parte, es el artículo más acreditado en toda la región, y por eso el propietario, Nicolai Ivanitch, siempre tiene muchos clientes.

Es un hombre forzudo, de mejillas frescas y coloradas. Ahora está algo grueso, sus cabellos blanquean y los rasgos de su cara están hinchados por la grasa. Pero conserva un aire de gran benevolencia.

Hace más de veinte años que habita en el caserío. Es muy listo y posee el don de atraer a los parroquianos, sin gastar nunca amabilidades extraordinarias.

Le gusta a la gente estarse allí, bajo su mirada paternal y cortés. Tiene finura, es escrutador, conoce a fondo a cuantos lo rodean y la vida que llevan. Pero nunca se daría a repartir censuras y halagos. Permanece tranquilamente a la sombra, detrás de su mostrador. Cuando la taberna está vacía, se sienta a la puerta y traba conversación con los transeúntes. Ha visto y observado mucho. ¡Conoció a tantos gentileshombres que venían a proveerse de aguardiente en su casa! ¡Cuántos se han arruinado! ¡Cuántos han muerto! Las autoridades civiles lo respetan y el “stanovoi” nunca pasa delante de su “isba” sin entrar a saludarle. Verdad que se le deben servicios. Hace algún tiempo detuvo a un ladrón y lo obligó a devolver lo que había robado. Es casado. Su mujer, delgada y flacucha como era, ha engrosado. Supo merecer la entera confianza de su marido y este le deja llaves y cuidado del negocio, y ella sabe hacerse temer tanto como Nicolai. Tienen hijos todavía pequeños, pero ya inteligentes y astutos, como lo denuncia su cierto aspecto de zorros.

Un día, al empezar la tarde, caminaba yo por lo alto del barranco. Era el mes de julio y hacía un calor tórrido. Volaba en los aires un polvo blanco que sofocaba.

Los cuervos, erizadas las plumas, entreabierto el pico, parecían implorar caridad. Solamente los gorriones no dejaban su griterío y se perseguían piando con la vivacidad de siempre.

Me moría de sed. No tienen pozo los habitantes de esta aldea. Se conforman con el agua barrosa de un estanque cercano. A mí este limo me repugnaba y decidí pedir a Nicolai un vaso de “kvass” o de cerveza.

Sí, como dije, nunca es atrayente el aspecto de la aldea, durante el verano resulta absolutamente espantoso; la deslumbradora claridad del sol hace resaltar toda la fealdad de estos techos de paja. El barranco profundo, una plazuela quemada por el sol y donde se ven algunas gallinas héticas; luego el estanque negro, bordeado de lodo por un lado, y en el otro un dique en ruinas; y más lejos un ribazo donde un rebaño de ovejas busca una brizna de pasto.

Entré en la aldea. Me miraban los chiquillos con aire de asombro. Sus ojos se dilataban para verme mejor y los perros ladraban en todas las puertas. Minutos después llegaba al “prytinni”.

Un campesino alto salió a la puerta. Estaba sin sombrero y retenía su capa de frisa un grueso cinturón. Su cara era flaca y una espesa cabellera gris dominaba su frente arrugada; llamaba a alguien y no parecía del todo dueño de sí, indicio cierto de abundantes libaciones.

—¡Ven! —gritaba con voz ronca y realzando las espesas cejas—. Parecería que no puedes arrastrarte siquiera. ¡Vamos, hermano, pronto!

El hombre a quien se dirigía era pequeño, rechoncho y cojo. Venía por el lado derecho de la “isba”. Llevaba una larga túnica bastante limpia, un bonete muy puntiagudo, encasquetado, lo que le daba una expresión maliciosa. Una perpetua sonrisa, fina y amable, vagaba constantemente en sus labios.

—¡Voy, querido! —dijo acercándose a la taberna—. ¿Por qué me llamas? ¿Qué ocurre?

—¡Ah!, ¿qué puede hacerse en una taberna, amigo? Hay gente que te espera: Iacka el Turco, Diki Barin y el capataz de Jisdra. Han apostado un cuarto de cerveza a ver quién canta mejor.

—Iacka va a cantar —dijo el recién llegado, es decir, Morgach.

—¿Verdad, hermano? ¿No será molestarse en vano?

—No —dijo el otro, Obaldoni—, cantarán. Hay una apuesta.

—Entremos, entonces —y agachándose pasaron el umbral de la taberna.

Esta conversación me interesó, porque había oído hablar de Iacka el Turco como de un gran cantor. Quise juzgar por mí mismo, alargué el paso y entré en la “isba”.

No han entrado muchas personas en una taberna de aldea. Tal vez los cazadores las conozcan porque en todas partes se meten.

Esta clase de establecimientos se componen, ordinariamente, de una entrada oscura. Luego hay una espaciosa pieza dividida por un tabique. Nunca los clientes franquean esta separación, en la que se ha practicado una abertura que permite ver lo que sucede al otro lado. Hay una larga mesa de encina, y sobre esta especie de mostrador el dueño del “prytinni” sirve las bebidas. Detrás del tabique se ven las “chtofs” cuidadosamente tapadas. En la parte donde están los parroquianos no hay, generalmente, más que algunas barricas vacías, un banco y una mesa. Y suspendidas en la pared unas groseras “lubotchnyas”.

Mucha gente estaba ya reunida cuando llegué. Nicolai estaba detrás del mostrador, con su aire regocijado, y servía aguardiente a los que iban entrando.

En medio de la pieza estaba Iacka el Turco, hombre de unos veinticinco años, pálida y flaca la cara, de cuerpo delgado y largo. No parecía gozar de buena salud. Sus salientes pómulos, mejillas sumidas y ojos grises, denunciaban un alma apasionada.

Presa de una enorme emoción, temblaban todos sus miembros y su respiración era desigual. Le dominaba la idea de que iba a cantar en público. A su lado había un hombre de más o menos cuarenta años, alto y fuerte. Todo lo contrario de Iacka, sus anchas espaldas hacían juego con sus brazos nerviosos y fuertes. Algo cobrizo el cutis, como el de los tártaros. A primera vista su semblante parecía cruel, pero luego se advertía cierta dulzura reflexiva. Rara vez levantaba los ojos y entonces echaba una ojeada a su alrededor, como un toro bajo el yugo. Su vieja levita parecía raspada, de tan usada, y la corbata era ya una simple hilacha. Así era el llamado Diki Barin por Obaldoni. Frente a ellos estaba sentado el capataz de Jisdra, el rival de Iacka.

Este era un hombre de estatura mediana, bien formado. Tenía cara cenceña, crespos los cabellos, nariz levantada, era ojizarco y sedosa su barba. Hablaba poco, tenía las manos bajo las piernas, movía un pie, después el otro; y llamaba así la atención sobre sus botas coloradas y sin elegancia. Llevaba un “armiak” de tela gris sobre una camisa roja ceñida al cuello.

A través de la ventana penetraban pocos rayos de sol. Pero eran tales, en la “isba”, la oscuridad y la humedad, que no se advertía aquella luz.

El calor sofocante del mes de julio se transformaba allí en una atmósfera de frescura húmeda que le envolvía a uno como en una nube.

Mi llegada molestó al principio a los parroquianos de Nicolai. Pero como vieron que este me saludaba, todos se inclinaron.

Fui a sentarme en un rincón, al lado de un campesino andrajoso.

—¡Vamos! —gritó Obaldoni, después de haber vaciado de un sorbo su copa de aguardiente. Y añadió algunas palabras extrañas—. ¿Por qué no se comienza? ¿Qué dices, Iacka?

—Sí, que empiece —dijo Nicolai.

—Eso quiero yo —dijo el capataz de Jisdra. Y sonrió con suficiencia.

—Yo también —respondió Iacka—. Empecemos enseguida.

—¡Vamos, hijos! —dijo Morgach con voz de falsete—. Hay que comenzar.

—¡Ya es tiempo! —exclamó Diki Barin.

Iacka se estremeció.

El capataz, poniéndose en pie, tosió para tomar aplomo. Y preguntó a Diki Barin con voz alterada:

—¿Quién ha de cantar primero?

—¡Tú, hermano, tú! —le gritaron al capataz. Movió este los hombros y miró hacia el techo, callado, con actitud inspirada. Diki Barin propuso:

—Que se eche a la suerte y se ponga el cuartillo de cerveza en la mesa.

Nicolai se agachó, levantó del suelo la medida indicada y la puso en el mostrador.

Diki Barin, mirando a Iacka, lo interpeló:

—¿Pues bien?…

El joven se hurgó los bolsillos, sacó un “kopeck” y le hizo una marca. El capataz extrajo una linda bolsa de cuero y sacó una moneda nueva y ambas piezas se echaron en el mísero casquete de Iacka.

Morgach metió la mano en el casquete y sacó la moneda del capataz. Suspiró la asamblea; al fin se empezaría.

—¿Qué voy a cantar?

—Lo que tú quieras —se le replicó—. Nosotros vamos a juzgar honradamente.

—Permítaseme toser un poco, para aclararme la voz.

—¡Acabemos, acabemos! —gritó la asamblea—. ¡Despáchate!

El paciente miró hacia arriba, suspiró, removió las espaldas y dio algunos pasos hacia adelante. Antes de relatar la lucha entre ambos cantores, conviene conocer el carácter y los hábitos de los personajes que principalmente intervenían en la escena.

A Obaldoni, cuyo verdadero nombre era Evgraf Ivanof, lo llamaban así los campesinos debido a su aire insignificante y siempre alterado. Era un picarón, un “dvoroni” despedido por su amo y que, sin un centavo en el bolsillo, se arreglaba para llevar una vida alegre. Tenía amigos, decía él, que le proveían de té y de aguardiente. Cosa falsa, porque Obaldoni no era de trato tan agradable que se le pudiese hacer regalos. Más bien fastidiaba con su charla continua, su familiaridad confianzuda y sus risotadas nerviosas. No sabía cantar ni bailar, nunca salió de su boca una palabra inteligente, y en las reuniones los campesinos estaban acostumbrados a verle y soportarle como un mal inevitable. Solamente Diki Barin tenía sobre él alguna influencia.

Nada se parecía Morgach a su camarada. Le habían puesto injustamente ese nombre, ya que no guiñaba los ojos. Bien es verdad que en Rusia hay tanta inclinación a poner apodos que no siempre resultan exactos.

Pese a todas mis investigaciones enderezadas a conocer el pasado de este hombre, ciertos períodos de su vida me son absolutamente desconocidos y no creo que los habitantes del país tengan más noticias que yo. Supe que había sido en otro tiempo cochero de una anciana señora y se había escapado con el par de caballos que le habían confiado. No se avino a los fastidios de la vida errante y al cabo de un año volvió todo maltrecho a echarse a los pies de su ama. Varios años de vida ejemplar hicieron olvidar su falta y hasta concluyó por congraciarse de nuevo la voluntad de la anciana, y esta lo hizo su intendente. Después de morir su ama, se halló, no se sabe cómo, emancipado de la servidumbre, inscrito entre los burgueses. Se convirtió en colono, comerció, y al poco tiempo tenía una pequeña fortuna. Es hombre de gran experiencia, que solo obra por cálculo y en beneficio propio. Es circunspecto y audaz como el zorro, parlanchín como una vieja. Nunca dice una palabra de más, pero hace decir a los otros lo que estos hubiesen querido callar. No remeda a los imbéciles como hacen otros. Su mirada fina y penetrante sabe verlo todo sin dejarlo translucir. Es un verdadero observador. Cuando emprende un negocio, se creería que va a fracasar. Sin embargo, todo lo conduce con prudencia y termina por triunfar.

Es feliz, pero supersticioso, y cree en los presagios. Poco querido en el país, eso no le preocupa; se conforma con que lo estimen. Tiene un solo hijo, al que cría en su casa. “Es padre igual que su padre”, dicen los viejos cuando al anochecer, sentados a la puerta de sus casas, conversan de bueyes perdidos.

Iacka el Turco y el capataz eran bastante menos interesantes. Al primero, de sobrenombre “el Judío”, se le puso este apodo por su madre. Era un artista, pero se veía obligado a ganarse el pan en una fábrica de papel.

El capataz era, sin duda, un burgués. Tenía el modo imperioso y decidido que suelen tener las personas de esta clase.

El más interesante y curioso era Diki Barin. Al verle por primera vez llamaba la atención la apariencia ruda de toda su persona. Su salud es la de un Hércules, como si lo hubiesen tallado a hachazos en una encina. Y en esta encina hay vida para diez hombres. Con su exterior grosero, hay en él cierta delicadeza, y quizá provenga ello de la confianza que le inspira su propia fuerza.

Difícil es juzgar, a primera vista, a qué clase pertenece. No parece un “dvorovi” ni un señor Juan Sin Tierra; tampoco puede ser un burgués; acaso un escritor o un ente particular. Un buen día llegó al distrito y se dijo que era un funcionario jubilado, pero sin prueba alguna. Tampoco conocía nadie sus medios de vida. No ejercía ningún oficio y, sin embargo, nunca le faltaba dinero. Como no se preocupaba por nadie, vivía tranquilamente. En ocasiones daba consejos, siempre atendidos.

De una vida casta, bebía moderadamente; su pasión era el canto. Este hombre era, en una palabra, un ser enigmático. Dueño de su prodigiosa fuerza, vivía siempre en un absoluto descanso, tal vez porque un secreto presentimiento le anunciaba que, si se dejaba llevar por ella, semejante fuerza destrozaría todo a su paso y tal vez al mismo que la tenía. Yo creo que algo le había dejado en este sentido la experiencia. Lo que más me sorprendía era la delicadeza de su sentimiento unida a la crueldad innata. Nunca he visto semejante contraste.

Ahora volvamos al momento en que el capataz se adelantaba hasta el medio de la estancia. Entrecerró los ojos y comenzó a cantar con voz de falsete, agradable, pero no muy pura. La manejaba y hacía vibrar como se hace girar un diamante al sol. Ya eran notas ligeras, finas, ya algo como gotitas de agua cristalina. Dejaba llover melodías deslumbradoras o notas de órgano, grandiosas y altas. En seguida paraba, y luego de una pausa que daba apenas tiempo para un respiro, reprisaba con una audacia arrebatadora. A un aficionado, la audición de esta voz lo hubiese transportado. Pero un alemán la hubiese hallado insoportable.

Era un tenor ligero, un tenor de “grazia” rusa. Añadía a la romanza tantos adornos, tantas florituras, tantos trinos de “grupetti”, que me costó trabajo entender el sentido de los versos. Sin embargo, alcancé a entender el siguiente pasaje: Yo cultivaré, mi bella, un cuadradito de tierra, y te plantaré, mi bella, flores de la primavera.

No ignoraba el capataz que tenía que vérselas con expertos. Por eso gastaba todos sus esfuerzos para conmover a su auditorio. Lo consiguió perfectamente cuando, en una gama alígera, pasó de la voz de barítono a la de tenor. Diki Barin y Obaldoni no pudieron reprimir un grito de admiración.

—¡Muy bien! ¡Más alto todavía!

Nicolai, sentado en el mostrador, movía la cabeza con satisfacción. Obaldoni marcaba el compás cadenciosamente con los hombros.

Estimulado así el virtuoso, echó una cascada de trinos y efectos de garganta. Era una verdadera caída de sonidos brillantes, hasta que, exhausto, volcó hacia atrás la cabeza dando un último grito. El auditorio unánime aplaudió frenéticamente. Obaldoni le saltó al cuello y lo enlazó con sus huesudos brazos, que por poco ahogan al cantor. La cara hinchada de Nicolai enrojeció juvenilmente e Iacka exclamó como loco:

—¡Ah, el bravo! ¡Qué bien ha cantado!

Mi vecino, el campesino andrajoso, decía golpeando la mesa con el puño:

—¡Qué bien estuvo! ¡Endiabladamente bien! —y escupía.

—¡Qué placer nos has dado! —seguía gritando Obaldoni sin soltar al capataz—. ¡Sí, has ganado! Iacka no tiene tu fuerza. —Y de nuevo abrazó efusivamente al cantor.

—¡Suéltalo! —le gritaron—. ¿No ves, bruto, que está rendido? ¡Anda! Te has pegado a él como una hoja mojada.

—Bueno, que se siente. Voy a beber a su salud. Extenuado el cantor, se dejó caer en un banco.

—Cantas bien —dijo Nicolai recalcando la frase, como quien conoce el valor de sus palabras—. Ahora vamos a oír a Iacka.

—¡Sí, ha cantado muy bien, muy bien! —exclamó de pronto Polecka, la mujer del tabernero.

—¡Ah, esa cabeza cuadrada de Polecka! —dijo Obaldoni—. ¿Qué te pasa, Polecka?

Diki Barin lo interrumpió:

—¡Insoportable bestia! ¿Vas a callarte?

—Yo no hago nada —rezongó Obaldoni—. Si… so… lamente que…

—Basta, cállate.

Y Barin se dirigió a Iacka:

—Empieza, hermano.

—No sé lo que es, pero tengo algo aquí, en la garganta. No puedo…

—Nada de remilgos —dijo Nicolai—. Y procura cantar tan bien como el capataz.

Se quedó Iacka durante un rato con la cabeza entre las manos, luego se recostó en la pared. Tenía el rostro pálido como el de un muerto y los ojos abiertos a medias.

Lanzó un largo suspiro y empezó.

Primero fue un sonido débil, tembloroso, algo como un vago y lejano eco. Produjo una singular impresión.

Siguió un sonido más amplio, más atrevido; con admirable destreza el artista abordó el tono alto. Sabía gobernar su voz e hizo vibrar las notas con extraordinario talento.

Todos nos maravillamos cuando entonó este canto melancólico: Muchos senderos llevan al bosque florecido.

Estas palabras hicieron gran efecto. Rara vez había oído una voz tan bella expresar tan bien los acentos de la pasión y de la desesperación, de la calma y de la dicha. Era realmente un canto ruso, una romanza que tocaba el corazón.

Iacka se animaba más y más, se dejaba llevar por la inspiración que lo dominaba y que comunicaba a sus oyentes.

Recordé un día en que yo estaba, a la hora de la pleamar, en una playa donde las olas venían a deshacerse tumultuosamente. Una gaviota de blancas alas bajó a posarse cerca de mí. Estaba vuelta hacia el mar cubierto de púrpura, y de cuando en cuando abría sus grandes alas como saludando a las olas y al disco del sol.

Este recuerdo acudió a mi memoria mientras miraba a Iacka, inmóvil ante nosotros y dando toda su alma en la voz y encantándonos con sus hermosas melodías.

Cada una de sus graves notas tenía algo de grande, de vago, como el horizonte de nuestras estepas. Ya me subían las lágrimas a los ojos, cuando alguien empezó a sollozar cerca de mí. Me di la vuelta: era la mujer de Nicolai, que lloraba apoyándose en la ventana.

Iacka miró hacia ella, y desde ese momento su voz fue aún más bella y arrebatadora. Estábamos todos sobreexcitados. No sé cómo habría concluido aquello si el cantor no se hubiese parado en medio de una nota alta.

Nadie se movió. Nadie dijo una sola palabra. Iacka nos había transportado a un mundo nuevo.

—Iacka —dijo al fin Diki Barin poniéndole una mano en la espalda. Pero no pudo decir más.

El capataz, levantándose, se aproximó, y balbuceó penosamente:

—Tú… eres tú… ganaste… Y enseguida salió afuera.

Apenas se hubo marchado, el encantamiento en que estábamos sumergidos empezó a disiparse. Obaldoni dio un salto, procurando reír y agitando sus largos brazos. Morgach felicitó al artista y Nicolai no pudo menos que ofrecer un segundo cuartillo. Diki Barin era feliz y la sonrisa que vagaba en sus labios contrastaba singularmente con la expresión habitual de su rostro.

En cuanto al campesino de los andrajos, lloraba como un niño, y de cuando en cuando le oíamos exclamar:

—¡Que sea yo un hijo de perra si este no ha cantado bien!

El cantor gozaba su triunfo. Hizo que buscaran al capataz. Pero no se le encontró. Obaldoni llevó a Iacka hasta el mostrador, clamando:

—¡Sigue cantando, canta hasta la noche!

Me retiré después de mirar una vez más a Iacka. Afuera el calor era excesivo, la atmósfera de fuego. En el azul del cielo se hubiera dicho que vagaban puntos luminosos.

No se escuchaba ruido alguno. Y esta calma aumentaba más aún la hermosura de la naturaleza. Agobiado por la fatiga, llegué hasta un cobertizo, donde me tendí sobre las hierbas que acababan de cortar. Tenía el heno un aroma embriagante. Tardé mucho en dormirme. El canto de Iacka resonaba en mis oídos. Pero el cansancio y el calor me dominaron. Desperté cuando ya era de noche. Los últimos resplandores del crepúsculo huían en el horizonte, algunas estrellas brillaban con vivo fulgor. Perduraba en la temperatura mucho calor del día, y con el pecho oprimido se ansiaba un soplo de aire.

En la aldea se encendieron algunas luces, y la ventana de la taberna estaba plenamente iluminada. Llevado por la curiosidad, me dirigí hacia la casa de Nicolai. Miré a través de los cristales y tuve una impresión de repugnancia. Aquellos a quienes había visto por la tarde estaban todavía, pero en completo estado de embriaguez. Iacka tartamudeaba una especie de canción, mientras el campesino andrajoso y Obaldoni intentaban bailar.

Solamente Nicolai, en su carácter de tabernero, conservaba su dignidad. Había algunas personas nuevas, pero Diki Barin ya no estaba.

Dejé la ventana y descendí de la altura en que está la aldea.

Ondas de bruma inundaban la llanura y parecían confundirse con el suelo. Andaba a la ventura, cuando una voz infantil sonó en el oído:

—¡Antropka! ¡Antropka!

La voz callaba, para empezar de nuevo. Resonaba en medio del silencio nocturno. Por lo menos treinta veces se obstinó en gritar. Al fin, desde lejos, en la llanura, alguien respondió:

—¿Qué? ¿Qué… é… é…?

—¡Ven para que padre te pegue! —gritó la criatura.

Ya no hubo respuesta. El niño siguió llamando incansablemente. Me alejé y di la vuelta a un bosque que precede a mi aldea. La oscuridad era profunda; el nombre de Antropka se oía aún, muy débilmente, en la lejanía.

FIN


Relatos de un cazador, 1852


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