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Los Cenci

[Cuento - Texto completo.]

Stendhal

El don Juan de Molière es, sin duda, un hombre mujeriego, pero es sobre todo un hombre de buena sociedad: antes de entregarse a su irresistible inclinación a las mujeres bonitas, le importa principalmente ajustarse a cierto modelo ideal, quiere ser el hombre que sería soberanamente admirado en la corte de un rey joven, galante e inteligente.

El don Juan de Mozart está ya más cerca de la naturaleza y es menos franco, piensa menos en la opinión ajena; no se preocupa, ante todo, por las apariencias, como dice el barón de Foeneste, de D’Aubigné. Del don Juan de Italia, tal como debió de ser en ese bello país en el siglo XVI, en los principios de la civilización del Renacimiento, tenemos solo dos retratos.

De estos dos retratos, hay uno que no puedo dar a conocer: el siglo es demasiado mojigato; hay que recordar aquella gran frase que yo oí repetir varias veces a lord Byron: This age of cant («estos tiempos de hipocresía»). Esta hipocresía tan aburrida y que no engaña a nadie ofrece la inmensa ventaja de dar a los hombres algo que decir: se escandalizan de que alguien se atreva a hablar de tal cosa, de que alguien se permita reírse de tal otra, etc. La desventaja está en achicar enormemente el campo de la historia.

Si el lector tiene el buen gusto de permitírmelo, voy a ofrecerle, con toda humildad, una información histórica sobre el otro don Juan, del que se puede hablar en 1837. Se llamaba Francisco Cenci.

Para que don Juan sea posible, es necesario que en la sociedad haya hipocresía. En la antigüedad, don Juan habría sido un efecto sin causa; entonces la religión era una fiesta, exhortaba a los hombres al placer: ¿cómo iba a fustigar a los seres que ponían todo su afán en cierto placer? Sólo el gobierno hablaba de «abstenerse»; prohibía las cosas que podían dañar a la patria, es decir, al interés general bien entendido, y no lo que puede dañar al individuo que actúa.

Es decir, en Atenas cualquier hombre que tuviera afición a las mujeres y mucho dinero podía ser un don Juan sin que nadie tuviera nada que decir, porque nadie profesaba que esta vida es un valle de lágrimas y que hay mérito en mortificarse.

Yo no creo que el don Juan ateniense pudiera llegar al crimen tan fácilmente como el don Juan de las monarquías modernas; gran parte del placer de éste consiste en desafiar a la opinión, y, en su juventud, empezó por imaginarse que sólo desafiaba a la hipocresía.

«Violar las leyes», en la monarquía tipo Luis XV, disparar un tiro a un retejador y hacerle caer del tejado, ¿no es una prueba de que se vive en la sociedad del príncipe, de que se es persona de muy buen tono y que se burla por completo del juez? ¿No es burlarse del juez el primer paso, el primer ensayo de todo pequeño don Juan que se inicia?

Entre nosotros, las mujeres ya no están de moda; por eso los hombres don Juan son raros; pero, cuando los había, empezaban siempre por buscar placeres muy naturales, teniendo a gala desafiar lo que consideraban ideas no razonables de la religión de sus contemporáneos. Sólo pasado el tiempo, cuando don Juan empieza a pervertirse, encuentra una voluptuosidad exquisita en desafiar las opiniones que a él mismo le parecen justas y razonables.

Este paso debía de ser muy difícil entre los antiguos, y hasta el tiempo de loa emperadores romanos, y después de Tiberio y de Capri, apenas se encuentran libertinos que tiendan a la corrupción por sí misma, es decir, por el gusto de desafiar las opiniones razonables de sus contemporáneos.

Por eso atribuyo a la religión cristiana la posibilidad del papel satánico de don Juan. No cabe duda de que es esta religión la que enseña al mundo que un pobre esclavo, que un gladiador tenía un alma absolutamente igual en facultad a la del propio Cesar; hay, pues, que agradecerle la aparición de los sentimientos delicados; de todos modos, no dudo de que, tarde o temprano, esos sentimientos habrían surgido en el seno de los pueblos. La Eneida es ya mucho más «tierna» que la Ilíada.

La teoría de Jesús era la de los filósofos árabes contemporáneos suyos. Lo único nuevo que introdujeron en el mundo los principios predicados por san Pablo es un cuerpo de sacerdotes absolutamente separado del resto de los ciudadanos y hasta con intereses opuestos.

Este cuerpo se impuso, como única misión, cultivar y afianzar el «sentimiento religioso»; inventó prestigios y costumbres para impresionar a los espíritus de todas las clases sociales, desde el pastor inculto hasta el viejo cortesano hastiado; supo asociar su recuerdo con las impresiones seductoras de la primera infancia; no dejó pasar la menor peste o la menor plaga sin aprovecharla para aumentar el miedo y el «sentimiento religioso», o al menos para construir una befa iglesia, como la Salute de Venecia.

La existencia de este cuerpo produjo aquella cosa admirable el papa san León resistiendo sin «fuerza física» al feroz Atila y a sus bandadas de bárbaros que venían de aterrorizara China, a Persia y a las Galias.

Por eso la religión, como el poder absoluto atemperado con canciones que se llama la monarquía francesa, ha producido cosas singulares que quizá el mundo no habría visto jamás de no haber tenido esas dos instituciones.

Entre estas cosas buenas o malas, pero siempre singulares y curiosas, y que habrían asombrado mucho a Aristóteles, a Polibio, a Augusto y a las demás buenas cabezas de la antigüedad, pongo yo sin vacilar el carácter completamente moderno de don Juan. A mi parecer, es un producto de las instituciones ascéticas de los papas posteriores a Lutero, pues León X y su corte (1506) seguían aproximadamente tos principios de la religión de Atenas.

El Don Juan de Moliére se representó al principio del reinado de Luis XIV, el 15 de febrero de 1665; este príncipe no era todavía devoto, y sin embargo la censura eclesiástica obligó a suprimir la escena del pobre en el bosque. Esta censura, para cobrar fuerzas, quería convencer a aquel joven rey, tan prodigiosamente ignorante, de que la palabra «jansenista» era sinónima de «republicano».

El original es de un español, Tirso de Molina; y hacia 1664 representaba en París una imitación, con gran éxito, una compañía italiana. Probablemente se trata de la comedia más representada en el mundo entero. Y es que hay en ella el diablo y el amor, el miedo al infierno y una pasión exaltada por una mujer; es decir, lo más terrible y lo más dulce para todos los hombres, a poco que se eleven sobre el estado salvaje.

No es extraño que la pintura de don Juan fuera introducida en la literatura por un poeta español. El amor ocupa un gran lugar en la vida de ese pueblo; allí es una pasión seria que se impone, con mucho, a todas las demás, incluso, ¿quién lo creyera?, a la vanidad. Lo mismo ocurre en Alemania y en Italia. En realidad, sólo Francia está completamente libre de esta pasión que tantas locuras hace someter a esos extranjeros: por ejemplo, cargarse con una muchacha pobre, con el pretexto de que es bonita y se está enamorado de ella. En Francia, las muchachas que carecen de belleza no carecen de admiradores; nosotros somos muy listos. En otros países tienen que meterse monjas, y por eso en España son indispensables los conventos. En ese país, las muchachas no tienen dote, y esta ley ha mantenido el triunfo del amor. En Francia, ¿no se ha refugiado el amor en el quinto piso, es decir, entre las muchachas que no se casan por medio del notario de la familia?

Del don Juan de lord Byron no hay que hablar: no es más que un Faublas, un guapo mozo insignificante y sobre el cual se precipitan toda clase de venturas inverosímiles.

Fue, pues, en Italia y sólo en el siglo XVI donde debió aparecer por primera vez ese carácter singular. Fue en Italia y en el siglo XVII donde una princesa decía, tomando con delicia un helado la noche de un día muy caluroso: «¡Qué lástima que esto no sea pecado!».

Este sentimiento es, a mi juicio, la base del carácter de don Juan; y, como se ve, le es necesaria la religión cristiana.

A lo cual exclama un autor napolitano: «¿Acaso no es nada desafiar al cielo y creer que el cielo puede en el mismo momento reducirnos a cenizas? De aquí la suma voluptuosidad, dicen, de tener una amante monja, y monja piadosísima, que sabe muy bien que peca y pide perdón a Dios con pasión, como con pasión peca.»

Supongamos un cristiano muy perverso, nacido en Roma, en el momento en que el severo Pío V acababa de restaurar o de inventar multitud de prácticas minuciosas absolutamente ajenas a esa moral sencilla que sólo llama virtud a «lo que es útil a los hombres.» Acababa de ser reforzada, y aterrorizaba a codos, una inquisición inexorable, tan inexorable, que duró poco en Italia y tuvo que refugiarse en España. Durante años, se aplicaron penas muy grandes al incumplimiento o al menosprecio público de esas pequeñas prácticas minuciosas elevadas a la categoría de los deberes más sagrados de la religión; ese supuesto cristiano perverso se encogería de hombros al ver temblar a todos los ciudadanos ante las terribles leyes de la inquisición.

«¡Muy bien -se diría-, soy el hombre más rico de Roma, esta capital del mundo; voy a ser también el más valiente; me burlaré públicamente de todo lo que esa gente respeta y que tan poco se parece a lo que se debe respetar.»

Pues un don Juan, para serlo, tiene que ser hombre valiente y poseer esa inteligencia viva y certera que hace ver claros los motivos de las acciones de los hombres.

Francisco Cemi se diría: «¿Con qué acciones resonantes podré yo, un romano nacido en Roma en 1527, precisamente durante lo, seis meses en que los soldados luteranos del condestable de Borbón cometieron aquí las más horrendas profanaciones de las cosas sagradas; con qué acciones podré poner de manifiesto mi valor y darme, lo más profundamente posible, el gusto de desafiar a la opinión? ¡Cómo asombrar a mis mentecatos contemporáneos? ¿Cómo darme el vivísimo placer de sentirme diferente de todo ese vulgo?».

A un romano, a un romano de la Edad Media, no podía caberle en la cabeza quedarse en palabras. No hay país donde se desprecien tanto corno en Italia las palabras audaces.

El hombre que pudo decirse a sí mismo estas cosas se llamaba Francisco Cenci; fue muerto ante su hija y su mujer el 15 de septiembre de 1598. De este don Juan no nos queda nada simpático, pues su carácter no fue dulcificado y «atenuado» por la idea de ser ante todo un hombre de buena sociedad, como el don Juan de Moliére. Sólo penaba en los demás para destacar su superioridad sobre ellos, utilizarlos en sus propósitos u odiarlos. Don Juan no siente nunca placer en las simpatías, en las dulces ensoñaciones o en las ilusiones de un corazón tierno. Necesita ante todo placeres que sean triunfos, que puedan verlos los demás, que no se puedan negar; necesita la lista enumerada por el insolente Leporello ante la triste Elvira.

El don Juan romano se guardó muy bien de la insigne torpeza de dar la clave de su carácter y hacer confidencias a un lacayo, como lo hace el don Juan de Moliére; vivió sin confidente y no pronunció más palabras que las que eran útiles para llevar adelante sus designios. Nadie vio en él esos momentos de ternura verdadera y de jovialidad seductora que nos hacen perdonar al don Juan de Mozart; en suma, el retrato que voy a traducir es horrible.

Por mi gusto, no contaría este carácter, me habría limitado a estudiarlo, pues está más cerca de lo horrible que de lo curioso; pero he de confesar que me lo han pedido unos amigos a los que no podía negar nada. En 1823 tuve la suerte de ver Italia con unos hombres muy raros a los que nunca olvidaré, y, como a ellos, me sedujo el admirable retrato de Beatriz Cenci que está en el palacio Barberini de Roma.

Actualmente, la galería de ese palacio ha quedado reducida a siete u ocho cuadros, pero cuatro de ellos son obras maestras. En primer lugar, el retrato de la célebre «Fornarina», la amante de Rafael, pintado por el propio Rafael. Este retrato, de cuya autenticidad no puede caber la menor duda, pues existen copias contemporáneas, es completamente distinto de la figura que, en la galería de Florencia, se presenta como retrato de la amante de Rafael y que con este nombre fue grabado por Morghen. El retrato de Florencia no es siguiera de Rafael. ¿Se dignará el lector, en obsequio a este gran nombre, perdonar esta pequeña digresión?

El segundo retrato valioso de la galería Barberini es de Cuido; es el retrato de Beatriz Cenci, del que tantos malos grabados se ven. Este gran pintor puso en el cuello de Beatriz un trozo de tela insignificante, y en la cabeza un turbante; tuvo miedo de llevar la verdad hasta lo horrible, sí hubiera reproducido exactamente la vestidura que Beatriz se maneó hacer para ir al suplicio y la cabellera en desorden de una pobre niña de dieciséis años que acaba de entregarse a la desesperación. El rostro es dulce y bello, la mirada muy tierna y los ojos muy grandes, con la expresión asombrada de una persona a la que acaban de sorprender llorando amargamente. El pelo es rubia y muy bonito. Este rostro no tiene nada de la altivez romana y de esa conciencia de las propias fuerzas que solemos observar en la firme mirada de una «hija del Tíber», de una figlia del Tevere, como dicen ellas mismas, con orgullo. Desgraciadamente, las medias tincas han tomado un rojo ladrillo en ese intervalo de doscientos treinta y ocho años que nos separa de la catástrofe cuyo relato se va a leer.

El tercer retrato de la galería Barberini es el de Lucrecia Petroni, madrastra ele Beatriz, que fue ejecutada con ella. E, el tipo de la matrona romana en su belleza y su orgullo naturales. Las facciones son grandes y la tez de una blancura resplandeciente, las cejas negras y muy marcadas, la mirada imperiosa y al mismo tiempo llena de voluptuosidad. Es un bello contraste con el rostro tan dulce, tan inocente, casi alemán, de su hijastra.

El cuarto retrato, brillante por el verismo y esplendor de los colores, es una de las obras maestras de Tiziano; es el de una esclava griega que fue amante del famoso dux Barbarigo.

Casi todos los extranjeros que llegan a Roma empiezan por ir a la galería Barberini, atraídos, sobre todo las mujeres, por los retratos de Beatriz Cenci y de su madrastra. Yo compartí la curiosidad general; después, como todo el mundo, procuré enterarme de los documentos de ese proceso célebre. Creo que al que lo consiga le extrañará mucho, al leer estos documentos, donde todo está en latín, excepto las respuestas de los acusados, no encontrar apenas la explicación de los hechos. Es que, en 1599, los hechos no los ignoraba nadie en Roma. Yo compré el permiso de copiar un relato contemporáneo; he creído que podía dar la traducción sin faltar a ninguna conveniencia. Por lo menos, esta traducción se podía leer en voz alta delante de da-mas en 1823. Claro que el traductor deja de ser fiel cuando no puede serlo: el horror se impondría fácilmente al interés de curiosidad.

Aquí se expone en todo su horror el triste papel del don Juan puro (el que no intenta ajustarse a ningún modelo ideal y sólo para ultrajarla piensa en la opinión del mundo). La magnitud de sus crímenes obliga a dos mujeres desdichadas a hacer que le maten en su presencia; estas dos mujeres eran su esposa y su hija, y el lector no se atreverá a decidir si fueron culpables. Sus contemporáneos pensaron que no debían morir.

Yo estoy convencido de que la tragedia de Galeotto Manfredi muerto por su mujer, tema tratado por el gran poeta Monti así como cantas otras tragedias domésticas del siglo XV menos conocidas y apenas indicadas en las historias particulares de las ciudades de Italia, acabó en una escena semejante a la del palacio de Petrella. He aquí la traducción del relato contemporáneo (está en italiano de Roma y fue carrito el 14 de septiembre de 1599):

 

HISTORIA AUTENTICA de la muerte de Santiago y Beatriz Cenci, y de Lucrecia Pecroni Cenci, su madrastra, ejecutados por delito de parricidio el sábado parado, 11 de septiembre de 1599, bajo el reinado de nuestro canto padre el papa Clemente VIII Aldobrandini

 

La execrable vida que llevó siempre Francisco Cenci, nacido en Roma y uno de nuestros conciudadanos más opulentos, acabó por, labrar su perdición. Arrastró a una muerte prematura a sus hijos, jóvenes fuertes y valerosos, y a su hija Beatriz, que, aunque apenas tenía dieciséis años cuando fue al suplicio (hace hoy cuatro días), era ya considerada como una de las mujeres más bellas de los estados del papa y de toda Italia. Se dice que el signos Guido Reni, uno de los discípulos de la admirable escuela de Bolonia, guiso hacer el retrato de la pobre Beatriz el viernes pasado, es decir, la víspera misma de su ejecución. Si ese gran pintor ha dado cima a esta obra como lo ha hecho en otras pinturas realizadas en esta capital, la posteridad podrá tener una idea de lo que fue la belleza de esta muchacha admirable. Con el propósito de que esa posteridad pueda conservar también algún recuerdo de sus desventuras sin igual y de la pasmosa fuerza con que esa alma verdaderamente romana supo combatirlas, me determiné a escribir lo que he sabido sobre el hecho que la llevó a la muerte y lo que vi el día de su gloriosa tragedia.

Las personas que me han dado los siguientes informes podían, por su situación, estar enteradas de las circunstancias más secretas, circunstancias ignoradas en Roma incluso hoy mismo, aunque desde hace seis semanas no se habla de otra cosa que del proceso de los Cenci. Como estoy seguro de poder depositar mi comentario en archivos respetables, de los que seguro, no saldrá antes de mi muerte, escribiré con cierta libertad. Mi único pesar es tener que hablar, peto así lo exige la verdad, contra la inocencia de esa pobre Beatriz Cenci, adorada y respetada por todos los que la conocieron, tan adorada y respetada como odiado y execrado era su horrible padre.

Este hombre, que, no se puede negar, había recibido del cielo una sagacidad y una gallardía pasmosas, fue hijo de monseñor Cenci, el cual en el reinado de Pío V (Ghislieri) llegó al cargo de tesorero (ministro de Hacienda). Aquel santo papa, muy absorbido, como se sabe, por su justo odio a la herejía y por el restablecimiento de su admirable inquisición, desdeñó la administración temporal de su Estado, y así aquel monseñor Cenci, que fue tesorero durante vario:; años antes de 1572, se las arregló para dejar al hombre horrible que fue su hijo y padre de Beatriz una renta neta de ciento sesenta mil piastras (aproximadamente, dos millones quinientos mil francos de 1837).

Francisco Cenci, además de esta gran fortuna, tenía una fama de valor y de prudencia a la que no pudo llegar, en su joven edad, ningún otro romano; y esta fama le daba tanto más prestigio en la corte del hipa y entre todo el pueblo, cuanto que los hechos criminales que se le atribuían eran de esos que el mundo perdona fácilmente. Muchos romanos recordaban todavía, con amarga añoranza, la libertad de pensar y de obrar de que se gozaba en tiempos de León X, al que perdimos en 1513, y de Pablo III, muerto en 1549. En el reinado de este último papa se empezó a hablar del joven Francisco Cenci por causa de ciertos amores singulares llevados a buen término por medios más singulares todavía.

En el de Pablo III, un tiempo en que todavía se podía hablar con cierta confianza, muchos decían que Francisco Cenci era ávido sobre todo de hechos extraordinarios que pudieran dame peripezie di nuova idea, sensaciones nuevas e inquietantes; los que tal dicen se basan en que en sus libros de cuentas se encuentran detalles como éste:

«Para las aventuras y peripezie de Toscanella, tres mil quinientas piastra (unos sesenta mil francos de 1837), e non fu caro (y no fue caro).»

Quizá en las demás ciudades de Italia no se sabe que nuestra suerte y nuestra manera de ser en Roma cambian según el carácter del papa reinante. Así, durante los trece años del buen papa Gregorio XIII (Buoncompagni), en Roma estaba todo permitido; el que quería hacía apuñalar a su enemigo y, a poco que se condujera modestamente, no le perseguían.

A este exceso de indulgencia sucedió un exceso de severidad durante los cinco años en que reinó el gran Sixto V, del que se ha dicho, como se dijo del emperador Augusto, que hubiera sido necesario que no viniera jamás o que permaneciera siempre. En ese tiempo fueron ejecutados algunos infelices por asesinatos o envenenamientos ya olvidados desde hacía diez años, pero de los que habían tenido la desgracia de confesarse con el cardenal Montalto, después Sixto V.

Fue sobre codo en tiempos de Gregorio XIII cuando se empezó a hablar mucho de Francisco Cenci. Se había casado con una mujer muy rica y como correspondía a tan acreditado señor, murió después de darle siete hijos. Poco después casó en segundas nupcias con Lucrecia Petroni, una mujer bellísima y célebre sobre todo por su tez deslumbradoramente blanca, pero un poco demasiado entrada en carnes, defecto corriente de nuestras romanas. Con Lucrecia no tuvo hijos.

El menor vicio de Francisco Cenci fue la propensión a un amor infame; el mayor, no creer en Dios. Jamás se le vio entrar en una iglesia.

Tres veces encarcelado por sus amores infames, salió del paso dando doscientas mil piastras a las personas que gozaban de predicamento con los do-ce papas bajo cuyo reinado vivió sucesivamente (doscientas mil piastras equivalen aproximadamente a cinco millones de 1.837).

Yo no he visto a Francisco Cenci hasta que tenía ya el pelo gris, bajo el reinado del papa Buoncompagni, cuando al audaz le estaba todo permitido. Era un hombre de unos cinco pies y cuatro pulgadas, muy buen tipo, aunque demasiado delgado; tenía fama de ser muy fuerte, una fama que quizá difundía él mismo; ojos grandes y expresivos; pero el párpado superior un poco demasiado caído, la nariz muy saliente y demasiado grande, los labios delgados y una sonrisa muy atractiva y que se tornaba terrible cuando clavaba la mirada en sus enemigos; a poco que se emocionara o irritara, le entraba un temblor tan grande, que le alteraba mucho. En mi juventud, reinando el papa Buoncompagni, veía a Cenci ir a caballo de Roma a Nápoles, seguramente por alguno de sus amoríos; pasaba por los bosques de San Germano y de allí a Fajola, sin preocuparse en absoluto por los bandidos, y dicen que hacía el camino en menos de veinte horas. Viajaba siempre solo y sin advertir a nadie; cuando su primer caballo estaba cansado, compraba otro o lo robaba. A pocas dificultades ¡que le pusieran, él no tenía ninguna en dar una puñalada. Pero la verdad es que en tiempos de mi juventud, es decir, cuando él tenía cuarenta y ocho o cincuenta años, nadie era lo bastante valiente a como para ponerle dificultades. Su mayor placer era desafiar a sus enemigos.

Era muy conocido en todos los caminos de los estados de su santidad; pagaba generosamente, pero cuando le ofendían también era capaz de mandar a uno de sus vicarios, a los tres meses de la ofensa, a matar al ofensor.

La única acción virtuosa que realizó en toda su larga vida fue construir en el patio de su gran palacio, junto al Tíbet, una iglesia dedicada a santo Tomás, movido a esta bella acción por el curioso deseo de tener ante sus ojos las tumbas de todos sus hijos, a los que tenía un odio tremendo y contra natura desde que estaban en la infancia y no podían, por lo tanto, haberle ofendido en nada.

«Aquí quiero meterlos a todos», solía decir, con una risa amarga, a los obreros que empleaba en construir su iglesia.

A los tres mayores, Santiago, Cristóbal y Roque, los mandó a estudiar a España, en la Universidad de

Salamanca. Una vez en este lejano país el padre tuvo el maligno placer de no mandarles ningún dinero, de suerte que los pobres mozos, después de escribir a su padre muchas cartas, todas sin respuesta, se vieron en la triste necesidad de volver a su patria pidiendo prestadas pequeñas cantidades de dinero o mendigando a lo largo del camino.

En Roma encontraron a un padre más severo y más rígido, más avaro que nunca; a pesar de sus inmensas riquezas, no quiso vestirlos ni darles el dinero necesario para comprar los más baratos alimentos. Los desdichados hubieron de acudir al papa, que obligó a Francisco Cenci a pasarles una pequeña pensión. Con este mísero recurso, se separaron de él.

Al poco tiempo, encausado por sus amores vergonzosos, Francisco fue a la cárcel por tercera y última vez; los tres hermanos, aprovechando la ocasión, solicitaron una audiencia de nuestro santo padre el papa actualmente reinante y le suplicaron, de común acuerdo, que condenara a muerte a Francisco Cenci, su padre, porque, decían, deshonraba su casa. Clemente VIII estaba ya muy inclinado a hacerlo así, pero no quiso seguir su primera idea por no dar gusto a aquellos hijos desnaturalizados, y los echó ignominiosamente de su presencia.

Como antes dijimos, el padre salió de la cárcel dando una elevada cantidad de dinero a quien podía protegerle. Se comprende que el extraño paso que habían dado sus tres hijos mayores aumentara más aún el odio que tenía a sus descendientes. A todos, grandes y chicos, los maldecía a cada momento, y a sus dos pobres hijas, que vivían con él en su palacio, las tundía a palos.

La mayor, aunque vigilada de cerca, se las arregló de tal modo, que llegó con una súplica hasta el papa. Conjuró a su santidad a que la casara o la hiciera entrar en un convento. Clemente VIII se apiadó de su desventura y la casó con Carlos Gabriclli, de la familia más noble de Gubbio; su santidad obligó al padre a dar una elevada dote.

Este imprevisto golpe causó a Francisco Cenci grandísima ira, y para impedir que a Beatriz, cuando fuera mayor, se le ocurriera seguir el ejemplo de su hermana, la secuestró en uno de los aposentos de su inmenso palacio. Nadie tuvo permiso para ver allí a Beatriz, de apenas catorce arios a la cazón y ya en todo el esplendor de una grandísima belleza. Tenía sobre todo una jovialidad, un candor y un ingenio cómico que nunca vi en nadie más que en ella. Francisco Cenci le llevaba él mismo la comida. Es de suponer, que fue entonces cuando el monstruo se enamoró de ella, o fingió enamorarse para atormentar a su desventurada hija. Le hablaba a menudo de la pérfida jugarreta que le había hecho su hermana mayor y, encolerizándose al son de sus propias palabras, acababa por tundir a golpes a Beatriz.

Mientras tanto, a su hijo Roque Cenci le mató un chacinero, y al año siguiente Pablo Corso de Massa mató a Cristóbal Cenci. En esta ocasión, el padre demostró su negra impiedad, pues en los funerales de sus dos hijos no quiso gastar ni un bayoco en velas. Cuando se enteró de la desgracia de su hijo Cristóbal, exclamó que no estaría contento hasta que estuvieran enterrados todos sus hijos, y que, cuando muriera el último, le gustaría, en señal de contento, prender fuego a su palacio. Roma se quedó pasmada de estas palabras, pero todo lo parecía posible en semejante hombre, que se jactaba de desafiar a todo el mundo y hasta al mismo papa.

(Aquí resulta de todo punto imposible seguir al narrador romano en el relato, muy oscuro, de las extrañas cosas con que Francisco Cenci quiso asombrar a sus contemporáneos. Todo hace suponer que su mujer y su desventurada hija fueron víctimas de sus abominables ideas.)

No le bastaron todas estas cosas; con amenazas y empleando la fuerza, quiso violar a su propia hija Beatriz, la cual era ya alta y bella. No se avergonzó de ir a meterse, completamente desnudo, en su cama. Y completamente desnudo se paseaba con ella por los salones de su palacio; después la llevaba a la cama de su mujer para que la pobre Lucrecia viera, a la luz de las lámparas, lo que hacía con Beatriz.

Daba a entender a esta pobre muchacha una horrible herejía que apenas me atrevo a contar: que cuando un padre cohabita con su propia hija, los hijos que nacen son necesariamente santos, y que todos los santos más grandes venerados por la Iglesia nacieron de esta manera, es decir, que su abuelo materno fue su padre.

Cuando Beatriz resistía a sus execrables deseos, la golpeaba brutalmente, tanto clac a esta pobre muchacha, no pudiendo soportar una vida tan desgraciada, se le ocurrió la idea de seguir el ejemplo de su hermana. Dirigió a nuestro santo padre el papa una súplica muy detallada; pero es de creer que Francisco Cenci había tomado sus precauciones, pues no parece que aquella súplica llegara nunca a manos de su santidad; al menos, fue imposible encontrarla en el archivo de los Memoriali cuando, estando Beatriz encarcelada, su defensor tuvo gran necesidad de este documento; habría podido probar, en cierto modo, los inauditos excesos cometidos en el palacio de Petrella. ¿No habría resultado evidente para todos que Beatriz Cenci se había encontrado en el caso de legítima defensa?

Aquel memorial hablaba también en nombre de Lucrecia, madrastra de Beatriz.

El caso es que Francisco Cenci se enteró de esta tentativa, y ya se puede suponer con qué furia arreció en los malos tratos infligidos a las do, desdichadas mujeres.

La vida llegó a serles de todo punto insoportable, y fue en ¡ronces cuando, viendo con toda seguridad que no podían esperar nada de la justicia del soberano, cuyos cortesanos estaban comprados por lo, grandes regalos de Francisco, pensaron tomar la extremada resolución que las perdió, pero, sin embargo, tuvo la ventaja de poner fin a sus sufrimientos en este mundo.

Hay que decir que el célebre monsignor Guerra frecuentaba el palacio Cenci; era alto y muy guapo y había recibido del desuno el don especial de que, cualquier cosa que emprendiera, la llevaba a cabo con una gracia muy singular. Se ha supuesto que amaba a Beatriz y tenía el propósito de dejar la mantelleta y casarse con ella; pero, aunque se cuidó mucho de ocultar sus sentimientos, Francisco Cenci le odiaba, reprochándole haber tenido mucho trato con todos sus hijos. Cuando monsignor Guerra , se enteraba de que el monsignor Cenci estaba fuera de su palacio, subía a los aposentos de las damas y pasaba varias horas departiendo con ellas y escuchando sus quejas por los increíbles tratos que ambas sufrían. Parece ser que Beatriz fue la primera que se atrevió a hablar de viva voz a monsignor Guerra del propósito por ellas concebido. Con el tiempo, él se prestó al proyecto y, ante las vivas y repetidas instancias de Beatriz, accedió por fin a comunicarlo a Santiago Cenci, sin cuyo consentimiento no se podía hacer ,nada, porque era el primogénito y jefe de la casa después de Francisco.

Les fue muy fácil incluirle en la conspiración; su padre le trataba muy mal y no le daba nada, cosa tanto más lamentable ,cuanto que Santiago estaba casado y tenía seis hijos. Para reunirse y tratar de los; medios de dar muerte a Francisco Cenci, eligieron , la casa de y monsignor Guerra. Se deliberó sobre el asunto con todas las formas debidas, y sobre todos los detalles se solicitó el voto de la mujer y de la hija. Decidido por el fin el asunto, eligieron a dos vasallos de Francisco Cenci que habían concebido contra él un odio mortal. Uno de ellos se llamaba Marcio; era un hombre valiente, muy adicto a los desdichados hijos de Francisco, y, por hacer algo que les fuera agradable, accedió a tomar parte en el parricidio. El segundo, Olimpio, había sido nombrado alcaide de la fortaleza de Petrella, en el reino de Nápoles, por el príncipe Colonna ; pero Franciso Cenci, con su poderosa influencia sobre el príncipe, había logrado que le destituyera.

Quedaron convenidos todos los detalles con estos dos hombres; como Francisco Cenci había anunciado que, para evitar el mal aire de Roma, iría a pasar el verano siguiente en aquella fortaleza de Petrella, se les ocurrió la idea de reunir una docena de bandidos napolitanos.

Olimpio se encargó de buscarlos. Acordaron que se escondieran en los buques cercanos a Petrella, que ya les avisarían el momento en que Francisco se pusiera en camino, que le secuestrarían en el mimo y pedirían a la familia un fuerte rescate por ponerle en libertad. Entonces los hijos tendrían que volver a: Roma pata reunir la cantidad exigida por los bandidos. Fingirían que no podían encontrar inmediatamente aquella cantidad, y los bandidos, al ver que no llegaba el dinero, cumplirían su amenaza dando muerte a Francisco Cenci. De esta manera, nadie sospechara quiénes eran los verdaderos auto-res de tal muerte.

Pero; llegado el verano, cuando Francisco Cenci salió do Roma para Petrella, el espía que tenía que avisar de la salida advirtió demasiado tarde a los bandidos apostados en los bosques y no les dio tiempo a bajar al camino. Cenci llegó sin obstáculo a Petrela los bandidos, cansados de esperar una presa dudosa, fueron a robar a otra parte por su propia cuenta.

Por su parte, Cenci, viejo sagaz y desconfiado, no se arriesgaba nunca a salir de la fortaleza. Y como su mal humor iba en aumento con los achaques de la edad, que le resultaban insoportable, se ensañaba más aun en los atroces tratos que infligía a las dos pobres mujeres. Decía que se alegraban de su flaqueza.

Beatriz, enloquecida por las cosas horribles que tenía que soportar, mandó llamara Marcio y a Olimpio al pie de loa muros de la fortaleza. Por la noche, cuando su padre estaba durmiendo, les habló desde une ventana caja y les tiró unas cartas que iban dirigidas a monsignor Guerra.

Por medio de estas cartas quedaba convenido que monsignor Guerra prometería a Marcio y a Olimpio mil piastras si querían encargarse ellos mismos de dar muerte a Francisco Cenci. La tercera parte de esta cantidad se la pagaría y monsignor Guerra en Roma antes del hecho, y las otras dos terceras partes se las darían Lucrecia y Beatriz cuando, muerto Cenci, fueran dueños de su caja fuerte.

Se acordó además que la ejecución se llevaría a calo el día de la Natividad de la Virgen, y para ello los dos hombres fueron introducidos con habilidad en la fortaleza. Pero a Lucrecia la detuvo el respeto debido a una fiesta de la Madonna, y pidió a Beatriz un aplazamiento de un día, para no cometer un doble pecado.

Y en la noche del 9 de septiembre de 1598 la madre y la hija se las arreglaron para dar opio a Francisco Cenci, un hombre tan difícil de engañar, que cayó en un profundo sueño.

A medianoche la propia Beatriz introdujo en la fortaleza a Marcio y a Olimpio; inmediatamente, Lucrecia y Beatriz los llevaron al cuarto del viejo, que estaba profundamente dormido. Allí los dejaron para que hiciesen lo convenido, mientras las dos mujeres se retiraron a esperar en una estancia contigua. De pronto vieron volver aquellos dos hombres, pálidos y muy alterados.

-¿Qué pasa? -exclamaron las mujeres.

-¡Que es una cobardía y una vergüenza contestaron a un pobre viejo dormido! La compasión nos ha impedido hacerlo.

Esta disculpa causó gran indignación a Beatriz, que empezó a insultarlos diciendo:

-¡De modo que vosotros, que sois hombres, bien preparados para semejante acción, no tenéis valor para matar a un hombre dormido! Pues menos lo tendríais para mirarle a la cara si estuviera deshierro. ¡Y para eso os atrevéis a coger dinero! ¡Bueno, puesto que así lo quiere vuestra cobardía, yo misma mataré a mi padre! ¡Y vosotros no viviréis mucho tiempo!

Estimulados por estas pocas palabras fulminantes y temiendo una disminución en el precio convenido, los asesinos entraron resueltamente en el dormitorio y las mujeres los siguieron. Uno de ellos llevaba un gran clavo y lo colocó verticalmente sobre el ojo del viejo dormido; el otro, que llevaba un martillo, lo clavó en la cabeza. De la misma manera le clavaron otro clavo en el cuello, de suerte que a aquella pobre alma, cargada con tantos pecados recientes, se la llevaron los demonios; el cuerpo se debatió, pero en vano.

Hecho esto, la joven entregó a Olimpio una gran bolsa llena de dinero y a Mario un abrigo de paño, adornado con un galón de oro, que había pertenecido a su padre, y los despidió.

Ya solas las mujeres, empezaron por sacar aquel gran clavo hundido en la cabeza del cadáver y el que tenía en el cuello; luego envolvieron el cuerpo en una sábana, lo arrastraron a través de una larga serie de habitaciones hasta una galería que daba a un pequeño jardín abandonado y desde allí lo tiraron sobre un gran saúco que había en aquel lugar solitario. Como al final de aquella pequeña galería había un retrete, esperaban que, cuando al día siguiente encontraran el cadáver del viejo caído en las ramas del saúco, supondrían que había resbalado y se había caído yendo al retrete.

Ocurrió exactamente lo que habían previsto. Por la mañana, cuando encontraron el cadáver, se produjo un gran clamor en la fortaleza; las dos mujeres se cuidaron de lanzar grandes gritos y llorar la muerte tan infortunada de un padre y un esposo. Pero la joven Beatriz tenía el valor del pudor ofendido, mas no la prudencia necesaria en la vida; muy de mañana había dado a una mujer que lavaba la ropa en la fortaleza una sábana manchada de sangre, diciéndole que no le chocara que fuera tanta, porque ella había .perdido mucha toda la noche, de manera que, por el momento, todo fue bien.

Dieron honorable sepultura a Francisco Cenci y las mujeres tornaron a Roma a gozar de aquella tranquilidad que durante tanto tiempo habían deseado en vano.

Se creían felices para siempre porque no sabían lo que pasaba en Nápoles.

La justicia de Dios, que no podía permitir que un parricidio tan atroz quedara sin castigo, dispuso que, tan pronto como se supo en esta capital lo que había pasado en la fortaleza de Pettella, el juez principal concibiera dudas y mandara a un comisario real a examinar el cadáver y ordenar la detención de los sospechosos.

El comisario real mandó detener a todos los que vivían en la fortaleza, y corlo, fueron conducidos a Nápoles encadenados. En las declaraciones nada pareció sospechoso, excepto lo que la lavandera dijo: que Beatriz le había dado una sábana o unas sábanas llenas de sangre. Le preguntaron si Beatriz había tratado de explicar aquellas grandes manchas de sangre; contestó que Beatriz había hablado de una indisposición natural. Ir preguntaron si unas manchas tan grandes podían provenir de tal indisposición; la lavandera contestó que no, que las manchas de la .sábana eran de un rojo demasiado vivo.

Inmediatamente se dio traslado del sumario a la justicia de Roma, pero pagaron varios meses antes de que en dicha ciudad pensaran en detener a los hijos de Francisco Cenci. Lucrecia, Beatriz y Santiago hubieran podido mil veces escapar, bien yéndose a Florencia con el pretexto de una peregrinación, bien embarcándose en Civitavecchia ; pero Dios les negó esta inspiración salvadora.

Monsignor Guerra, enterado de lo que ocurría en Roma, puso inmediatamente en campaña a los hombres con el encargo de matar a Marcio y a Olimpio ; pero sólo pudieron matar, en Terni, a Olimpio. La Justicia napolitana había detenido a Marcio, el cual, conducido a Nápoles, lo confesó inmediatamente todo.

Esta terrible declaración fue enviada inmediatamente a la justicia de Roma, la cual decidió por fin hacer detener y conducir a la prisión de Corte Savella a Santiago y a Bernardo Cenci, únicos hilos de Francisco que vivían, así como a Lucrecia, su viuda. Beatriz quedó custodiada en el palacio de su padre por una numerosa tropa de esbirros. Marcio fue conducido a Nápoles y encarcelado a su vez en la prisión Savella; allí le carearon con las dos mujeres, que lo negaron todo con firmeza, sobre todo Beatriz, quien no quiso reconocer el abrigo galonado que había dado a Marcio. Este, entusiasmado por la admirable belleza y la pasmos a elocuencia de la muchacha contestando al juez, negó codo lo que había confesado en Nápoles. Sometido a tortura, mantúvose en su actitud y prefirió morir en el tormento, justo homenaje a la belleza de Beatriz.

Como, muerto este hombre, el cuerpo del delito no quedaba probado, los jueces no encontraron que hubiera razón suficiente pata aplicar la tortura a los dos hijos de Cenci o a las dos mujeres. Condujeron a los cuatro al castillo Sant’Angelo, donde pasaron varios meses muy tranquilos.

Parecía todo terminado, y nadie dudaba ya en Roma de que aquella muchacha tan hermosa, tan valiente y que tanto interés había despertado sería muy pronto puesta en libertad, cuando, por desgracia, la justicia detuvo al bandido que había macado a Olimpio en Terni; este hombre, conducido a Roma, lo confesó todo.

Monsignor Guerra, tan extrañamente comprometido por la declaración del bandido, fue citado a comparecer inmediatamente. La prisión era segura, y probablemente la muerte. Pero este hombre admirable, a quien el destino había dado la facultad de hacer bien todas las cosas logró salvarse de una manera que tiene algo de milagro. Tenía fama de ser el hombre más guapo de la corte del papa y era demasiado conocido en Roma para que pudiera esperar salvarse; además, las puertas estaban bien guardadas, y probablemente, desde el momento mismo de la citación, su casa estaba vigilada. Hay que decir que era muy alto, tenía la cara de una blancura perfecta, una hermosa barba rubia y una cabellera soberbia del mismo color.

Con increíble rapidez, sobornó a un carbonero, se puso sus vestiduras, se afeitó la cabeza y la barba, se tiñó la cara, compró dos asnos y se echó a las calles de Roma vendiendo carbón y cojeando. Adoptó admirablemente cierto aire ordinario y atontado e iba pregonando su carbón con la boca llena de pan y cebolla, mientras centenares de esbirros le buscaban no sólo en Roma, sino también por todos los caminos. Por fin, ya bien conocida su cara por la mayoría de los esbirros, se atrevió a salir de Roma, siempre arreando a sus dos asnos cargados de carbón. Tropezó con varias tropas de ellos, a los que no se les ocurrió detenerle. Desde entonces, no se han tenido más noticias de él que una carta; su madre le ha mandado dinero a Marsella, y se supone que se ha alistado como soldado de Francia.

La declaración del asesino de Terna y la huida de monsignor Guerra, que produjo en Roma gran sensación, reavivaron de tal modo las sospechas y hasta los indicios contra los Cenci, que fueron sacados del castillo Saint’Angelo y trasladados a la prisión Savella.

Los dos hermanos, sometidos a tortura, no imitaron, ni mucho menos, la grandeza de alma del bandido Marcio; tuvieron la pusilanimidad de confesarlo todo. La signora Lucrecia Petroni estaba tan acostumbrada a la molicie y a las comodidades del gran lujo, y además era tan corpulenta, que no pudo soportar la tortura de la cuerda: dijo rudo lo que sabía.

Pero no ocurrió lo mismo con Beatriz Cenci; plena de vivacidad y valor. De nada valieron las palabras ni las amenazas del juez Moscati. Soportó las torturas de la cuerda sin un momento de flaqueza y con una valentía perfecta. En ningún momento logró el juez inducirla a una respuesta que la comprometiera en nada; más aún, por su vivaz inteligencia, confundió por completo a ese célebre Ulises Moscati, el juez encargado de interrogarla. De tal manera le ;asombraron las maneras de actuar de aquella muchacha, que se creyó en el deber de mandar un informe de todo a su santidad el papa Clemente VIII, por ventura reinante.

Su santidad quiso ver los autos del proceso y estudiarlo. Le asaltó el temor de que la belleza de Beatriz hubiera impresionado al juez Ulises Moscati, tan célebre por su profunda ciencia y la superior sagacidad de su inteligencia, hasta el punto de tratarla con miramiento en los interrogatorios. En consecuencia, su santa ,dad le quitó la dirección de este proceso y la encomendó a otro juez más severo. Este bárbaro tuvo el valor de atormentar sin piedad a un cuerpo tan bello ad torturam capillorum (es decir, le aplicaron la tortura de colgarla por el cabello).

Mientras estaba amarrada a la cuerda, el nuevo juez hizo comparecer ante Beatriz a su madrastra y sus hermanos. Tan pronto como Santiago y la signora Lucrecia la vieron, le gritaron:

-Cometido el pecado, hay que hacer también la penitencia y no dejarse destrozar el cuerpo por una vana obstinación.

-¿De modo que queréis cubrir de vergüenza nuestra casa -contestó la muchacha- y morir con ignominia? Estáis en un gran error; mas, ya que así lo queréis, que así sea.

Y, dirigiéndose a los esbirros, les dijo:

-Desatadme y que me lean el interrogatorio de mi madre; aprobaré lo que deba ser aprobado y negaré lo que deba ser negado.

Así se hizo; Beatriz confesó todo lo que era cierto. Inmediatamente quitaron las cadenas a todos, y como hacía cinco meses que Beatriz no veía a sus hermanos, guiso comer con ellos y pasaron los cuatro un día muy alegre.

Pero al día siguiente volvieron a separarlos; a los dos hermanos los condujeron a la cárcel de Tordinona y las mujeres se quedaron en la de Savella. Nuestro santo padre el papa, después de ver los autos con las confesiones de todos, ordenó que, sin aplazamiento alguno, se diera muerte a los acusados atándolos a la cola de un caballo sin domar.

Toda Roma se estremeció al enterarse de esta rigurosa sentencia. Gran número de cardenales y príncipes fueron a prosternarse ante el papa, suplicándole que permitiera a aquellos desdichados presentar su defensa.

-¿Dieron ellos tiempo a su anciano padre para presentar la suya? -contestó indignado el papa.

Finalmente, por gracia especial, se dignó conceder un aplazamientos de veinticinco días.

Inmediatamente, los primeros abogados de Roma se pusieron a «escribir» en esta causa, que había llenado a la ciudad de desconcierto y compasión. Al cumplirse los veinticinco días, se presentaron todos juntos ante su santidad. Habló el primero Nicolo de Angalis, pero apenas había leído dos líneas de su defensa cuando Clemente VIII le interrumpió

-¡De modo que en Roma –exclamó- se encuentran hombres que matan a su padre y después abogados para defender a esos hombres!

Todos permanecían mudos, cuando Farinacci se atrevió a levantar la voz.

-Santísimo padre –dijo-, no hemos venido aquí a defender el crimen, sino a probar, si podemos, que uno o varios de esos desdichados son inocentes del crimen.

El papa le hizo seña de que hablara y Farinacci habló tres horas largas, después de lo cual el papa cogió los escritos de todos y los despidió. Cuando se iban, Altieri se quedó rezagado; temeroso de haberse comprometido, fue a arrodillarse ante el papa, diciendo:

-Como soy abogado de los pobres, no tenía más remedio que intervenir en esta causa.

A lo que el papa contestó:

-No nos extrañamos de ti, sino de los otros.

El papa no quiso acostarse: se pasó toda la noche leyendo las defensas de los abogados, ayudado en este trabajo por el cardenal de San Marcelo. Su santidad pareció tan conmovido, que algunos concibieron cierta esperanza por la vida de aquellos desdichados. Los abogados, para salvar a los hijos, cargaban todo el crimen a Beatriz. Como estaba probado en el proceso que su padre había empleado varias veces la fuerza con un fin criminal, los abogados esperaban que a ella le sería perdonado el delito por haber obrado en legítima defensa; y, si así ocurría, perdonada la vida al principal autor del crimen, ¿cómo iban a ser condenados a muerte los hermanos, que habían sido inducidos por ella?

Después de aquella noche dedicada a sus deberes de juez, Clemente VIII ordenó que los acusados fuesen de nuevo conducidos a la cárcel e incomunicados. Esto dio grandes esperanzas a Roma, que en toda esta causa no veía más que a Beatriz. Era evidente que había amado a monsignor Guerra, pero no había transgredido jamás las reglas de la más se-vera virtud; luego, en verdadera justicia, no se le podían imputar los crímenes de un monstruo, ¡y la castigarían porque había hecho uso del derecho de defenderse! ¿Cuál habría sido el castigo si hubiera sido consentidora? ¿Iba la justicia humana a aumentar el infortunio de una criatura tan seductora, tan digna de compasión y ya tan desgraciada? Después de una vida tan triste, que había acumulado sobre ella toda clase de desgracias antes de cumplir dieciséis años, ¿no tenía por fin derecho a unos días menos horribles? Era como si a todos los romanos se les hubiera encomendado su defensa. ¿No la habrían perdonado si, la primera vez que Francisco Cenci intentó el crimen, le hubieran apuñalado?

El papa Clemente VIII era benévolo y misericordioso. Empezábamos a abrir la esperanza de que, un poco pesaroso del arrebato que le había hecho interrumpir la defensa de los abogados, perdonaría a quien había respondido a la fueron con la fuerza, no ciertamente en el momento del primer crimen, sino cuando se intentaba cometerlo de nuevo. Toda Roma vivía en la ansiedad, cuando el papa recibió la noticia de la muerte violenta de la marquesa Constancia Santa Croce. Su hijo Pablo Santa Croce acababa de matar a puñaladas a esta dama, de sesenta años, porque no quería comprometerse a nombrarle heredero de todos sus bienes. El informe añadía que Santa Croce había huido y que no tenían esperanza de detenerle. El papa recordó el fratricidio de los Massini, cometido poco tiempo antes. Desolado por la frecuencia de estos asesinatos cometidos por parientes próximos, su santidad pensó que no le era permitido perdonar. Al recibir este fatal informe sobre Santa Croce, el papa estaba en el palacio de Montecavallo, donde se encontraba el 6 de septiembre para estar a la mañana siguiente más cerca de la iglesia de Santa María de los Ángeles con el fin de consagrar en ella obispo a un cardenal alemán.

El viernes, a las cuatro de la tarde, mandó llamar a Ferrante Taverna, gobernador de Roma, y le dijo estas mismas palabras:

-Nos te encomendamos el asunto de los Cenci para que hagas justicia sin aplazamiento alguno.

El gobernador volvió a su palacio muy impresionado por la orden que acababa de recibir; pronunció inmediatamente la sentencia ele muerte y reunió una congregación para deliberar sobre el modo de la ejecución.

La mañana del sábado, 11 de septiembre de 1599, los primeros señores de Roma, miembros de la hermandad de confortatori, se personaron en las dos prisiones, en Corte Savella, donde estaban Beatriz y su madrastra, y en Tordinona, donde se encontraban Santiago y Bernardo Cenci. Durante toda la noche del viernes al sábado, los señores romanos, que se habían enterado de lo que ocurría, no hicieron otra cosa que ir del palacio de Montecavalloa los de los principales cardenales, con el propósito de conseguir, y por lo menos, que las mujeres fueran ejecutadas en el interior de la prisión y no en un infamante cadalso, y que se perdonara al joven Bernardo Cenci, el cual, de apenas quince años, no había podido entrar en ninguna confidencia. El noble cardenal Sfotza se distinguió especialmente por su celo en el transcurso de aquella noche fatal, pero, aunque príncipe tan poderoso, no pudo conseguir nada. El crimen de Santa Croce era un crimen vil, cometido por dinero, y el crimen de Beatriz se cometió por salvar el honor.

Mientras los cardenales más poderosos daban tantos pasos inútiles, Farinacci, nuestro gran jurisconsulto, tuvo L valentía de llegar hasta el papa; una vez ante su santidad, este hombre asombroso fue lo bastante hábil para llegar a la conciencia de Clemente VIII y, a fuerza de importunarle, logró que .se perdonara la vida de Bernardo Cenci.

Cuando el papa pronunció esta gran palabra, serían las cuatro de la mañana (del sábado 11 de septiembre). En la plaza del puente Saint’Angelo habían trabajado coda la noche en los preparativos de la cruel tragedia. Pero hasta las cinco de la mañana no se pudieron terminar todas las copias necesarias de la sentencia de muerte, de manera que hasta las seis no fue posible ir a notificar la fatal noticia a aquellos pobres desdichados, que cataban durmiendo tranquilamente.

En los primeros momentos, Beatriz no tenía ni fuerzas para vestirse. Lanzaba gritos penetrantes y continuos y se entregaba sin contención alguna a la más terrible desesperación.

-¡Oh Dios mío! –exclamaba-, ¿es posible que haya yo de morir así, de improviso?

En cambio, Lucrecia Petroni no dijo nado que no fuera muy sensato; primero rezó de rodillas y después exhortó tranquilamente a su hija a que fuera con ella a la capilla, donde debían prepararse las dos para el gran tránsito de la vida a la muerte.

Estas grandes palabras devolvieron a Beatriz toda su tranquilidad. En cuanto su madrastra hizo volver en sí misma a aquella gran alma, se mostró tan prudente y razonable como extravagante

Pidió un notario para hacer testamento, cosa que le fue concedida. Dispuso que llevaran su cadáver a San Pietro in Montorio; dejó trescientos mil francos a las Stimate (religiosas de los estigmas de San Francisco), cantidad que debe ser destinada a dotar a cincuenta doncellas pobres. Este ejemplo conmovió a la signora Lucrecia, que, a su vez, hizo testamento y dispuso que se llevara su cadáver a San Jorge; dejó a esta iglesia quinientos mil francos de limosnas e hizo otros legados piadosos.

A las ocho se confesaron, oyeron misa y recibieron la sagrada comunión. Pero, antes de ir a misa, Beatriz consideró que no era conveniente subir al cadalso, ante todo el pueblo, con las ricas vestiduras que llevaban. Encargó dos vestidos, uno para ella y otro para su madre. Se los hicieron como los de las monjas, sin adornos en el pecho y en los hombros, y solamente tableados y con mangas anchas. El vestido de la madrastra era de tela de algodón negro; el de la joven, de tafetán azul con un grueso cordón que ceñía la cintura.

Cuando llevaron los vestidos, la signora Beatriz, que estaba arrodillada, se levantó y dijo a la signora Lucrecia:

-Señora madre, se acerca la hora de nuestra pasión; debemos prepararnos, ponernos estos otros vestidos y prestarnos por última vez el servicio recíproco de vestirnos.

En la plaza del puente Sant’Angelo habían levantado un gran patíbulo con un cepo y una mannaja (una especie de guillotina). A las ocho de la mañana, la compañía de la Misericordia llevó su gran crucifijo a la puerta de la prisión. El primero que salió fue Santiago Cenci; se arrodilló devotamente en el umbral de la puerta, rezó y besó las sagradas llagas del crucifijo. Le seguía Bernardo Cenci, su hermano pequeño, que tenía también las manos atadas y una tablilla delante de los ojos. El gentío era enorme, se produjo un tumulto por un vaso que cayó de una ventana casi sobre la cabeza de un penitente que iba junto al pendón con una antorcha encendida.

Cuando todos estaban mirando a los dos hermanos, avanzó de improviso el fiscal de Roma y dijo:

-Signor Bernardo, Nuestro Señor os perdona la vida; someteos a acompañar a vuestros familiares y rogada Dios por ellos.

Inmediatamente, sus dos confortatori le quitaron la tablilla que llevaba delante de los ojos. El verdugo estaba colocando en la carreta a Santiago Cenci y ya le había quitado el vestido para poder atenazarle. Cuando el verdugo se acercó a Bernardo, comprobó la firma del indulto, !e desató, le quitó las esposas y, como estaba descubierto para ser atenazado, el verdugo le subió a la carreta y le puso el rico manto de paño galonado de oro. (Se ha dicho que era el mismo que Beatriz dio a Marcio después de lo hecho en la fortaleza de Petrella.) La inmensa multitud aglomerada en la calle, en las ventanas y en los tejados se ahité de pronto; se oía un rumor sordo y profundo: la gente empezaba a decir que aquel sirio había sido indultado.

Comenzaron los cantos de los salmos y la procesión se dirigió despacio, por la plaza Navonne, hacia la prisión Savella. Llegados a la puerta de la misma, se detuvo el pendón, salieron las dos mujeres, adoraron la santa cruz y luego echaron a andar una detrás de otra. Iban vestidas como queda dicho rosadas ambas con un gran veto de tafetán que les llegaba casi a la cintura.

La signora Lucrecia, en su calidad de viuda llevaba un velo negro y unas chinelas de terciopelo negro sin tacones, como mandaba la costumbre.

El velo de la muchacha era de tafetán azul, como su vestido; llevaba además un velo de brocado de plaza cobre los hombros, una falda de paño morado y escarpines de terciopelo blanco, elegantemente unidos y sujetos con un carmesí. Tenía una gracia singular caminando con este atuendo y medida que la gente la veía avanzar despacio en las últimas filas de la procesión, brotaban las lágrimas en todos los ojos.

Las dos mujeres, tenían las manos libres, pero lo, brazos arados al cuerpo, de tal manera que podían llevar un crucifijo, lo tenían muy cerca de los ojos Las mangas de sus vestidos eran muy amplias, así que se le veían los brazos, cubierto, con una camisa atada en las mujeres, como es costumbre en este país.

La signora Lucrecia, menos firme de alma, lloraba casi sin interrupción ; en cambio; la joven Beatriz demostraba gran valor, y dirigiendo los ojos a cada una de las iglesias ante las que pasábala procesión, se arrodillaba un momento y decía con voz firme: Adoramus te Christe!

Mientras tanto, el pobre Santiago Cenci, atenazado en su carreta, mostraba mucha firmeza.

A duras penes pudo la procesión atravesar la parte de abajo de la plaza del puente Saint’Angelo, tan grande era el número de carrozas y la multitud del pueblo. Inmediatamente condujeron alas mujeres a la capilla preparada al efecto, y luego llevaron a la misma a Santiago Cenci.

El joven Bernardo, cubierto con su manto galonado, fue conducido directamente al patíbulo; entonces todos creyeron que iban a darle muerte y que no había sido indultado. El pobre niño tuvo un miedo tan grande, que cayó desmayado al segundo paso que dio en el patíbulo. Le hicieron volver en sí con agua fresca y le sentaron frente a la mannaja.

El verdugo fue a buscar a la signora Lucrecia Petroni; tenía las manos atada a la espalda y ya no llevaba el velo sobre los hombros. Apareció en la plaza acompañada por el pendón, envuelta la cabeza en el velo de tafetán negro; hizo la reconciliación con Dios y besó las sagradas llagas. Le dijeron que dejara las chinelas en el pavimento; como era muy gruesa, le costó un poco subir los escalones. Ya en el cadalso y cuando le quitaron el velo del tafetán negro, sufrió gran confusión de que la vieran con los hombros y el pecho descubiertos; se miró, luego miró la mannaja y, como con un gesto de resignación, se encogió lentamente de hombros; se le llenaron de lágrimas los ojos; dijo: «¡Oh Dios mío!… Y vosotros, hermanos míos, rogad por mi alma.»

No sabiendo lo que tenía que hacer, preguntó a Alejandro, primer verdugo, cómo debía comportarse. El verdugo le dijo que se pusiera a horcajadas sobre la tabla del cepo. Pero a ella le pareció que esto ofendía al pudor y tardó mucho en hacerlo. (Los detalles que siguen son tolerables para el público italiano, que quiere enterarse de todo con perfecta exactitud; bástele al lector saber que aquella pobre mujer, por el pudor, se hirió en el pecho; el verdugo mostró la cabeza al pueblo y luego la envolvió en el velo de tafetán negro.)

Mientras preparaban la mannaja para la joven, se derrumbaron unas gradas llenas de curiosos y muchos perecieron. De modo que comparecieron ante Dios antes que Beatriz.

Cuando Beatriz vio venir hacia la capilla el pendón para llevársela, dijo con vivacidad:

-¿Ha muerto mi señora madre?

Le contestaron que sí ; se arrodilló ante el crucifijo y rezó con fervor por su alma. Luego habló en voz alta y durante un buen rato al crucifijo.

-Señor, resucitaste por mí, y yo te seguiré con buena voluntad, esperando en tu misericordia por mi enorme pecado…

Luego recitó varios salmos y oraciones, siempre en alabanza de Dios. Cuando por fin apareció ante ella el verdugo con una cuerda, dijo:

-Ata este cuerpo que debe ser castigado y desata esta alma que debe llegar a la inmortalidad y a una gloria eterna.

Se levantó, rezó, dejó las chinelas al pie de los escalones y, ya en el cadalso, pasó con ligereza la pierna sobre la tabla, apoyó el cuello bajo la mannaja y lo hizo todo perfectamente ella misma para evitar que la tocara el verdugo. Con la rapidez de sus movimientos, evitó que, en el momento en que le quitaron el velo de tafetán, el público le viera los hombros y el pecho. El verdugo tardó en la ejecución, porque sobrevino un entorpecimiento. Mientras tanto, Beatriz invocaba en voz alta el nombre de Jesucristo y de la Virgen Santísima. En el momento fatal, el cuerpo hizo un vivo movimiento. El pobre Bernardo Cenci, que seguía sentado en el cadalso, volvió a caer desmayado y los confortutori tardaron más de una hora en reanimarle. Entonces subió al cadalso Santiago Cenci; pero también, aquí hay que saltar detalles demasiado terribles. Santiago Cenci fue muerto a golpes (mazzolato).

Inmediatamente volvieron a Bernardo a la prisión. Tenía una fiebre muy alta. Le sangraron.

En cuanto a las pobres mujeres, metieron a cada una en su ataúd y las dejaron a unos pasos del cadalso, junco a la estatua de San Pablo, que es la primera a la derecha en el puente Sant Angelo. Allí se quedaron hasta las cuatro y cuarto de la tarde. Entorno a cada ataúd ardían cuatro cirios de cera blanca.

Después las condujeron, con lo que quedaba de Santiago Cenci, al palacio del cónsul de Florencia. A las nueve y cuarto de la noche llevaron a San Pietro in Montorio el cadáver de Beatriz, cubierto con sus vestiduras y profusamente coronado de flores. Estaba deslumbradoramente bella; difiérase que estaba dormida. La enterraron ante el altar mayor y la Transfiguración de Rafael de Urbino. Fue escoltada, con cincuenta grandes cirios encendidos, por todos los religiosos franciscanos de Roma.

A las diez de la noche trasladaron el cadáver de Lucrecia Petroni a la iglesia ele San Jorge. Durante esta tragedia, la multitud fue innumerable ; hasta donde alcanzaba la vista, las calles se veían llenas de carrozas y de gente; los tablados, las ventanas y los tejados, llenos de curiosos. El sol era aquel día tan abrasador, que muchos perdieron el conocimiento y muchísimos contrajeron calenturas; y cuando acabó todo, a las dos menos cuarto, y se dispersó la multitud, murieron muchas personas asfixiadas y otras aplastadas por los caballos. El número de muerto a fue muy considerable.

La signora Lucrecia Petroni era más bien baja que alta, y, aunque tenía cincuenta años, se conservaba muy bien. De facciones muy bella., tenía la nariz pequeña, los ojos negros, la tez muy blanca y con bellos colores; el cabello, escaso y castaño.

Beatriz Cenci, que será llorada eternamente, tenía dieciséis años justos; era pequeña, bonitamente entrada en carnes y con unos hoyitos en medio de las mejillas, de manera que, muerta y coronada de flores, difiérase que estaba dormida, y hasta que reía, como solía hacerlo en vida. Tenía la boca pequeña, el pelo rubio y bucles naturales. Cuando iba a la muerte, estos bucles rubios le caían sobre los ojos, lo que le daba cierta gracia y movía a compasión.

Santiago Cenci era pequeño, grueso, blanco de cara y con barba negra; cuando murió tenía aproximadamente veintiséis años. Bernardo Cenci era idéntico a su hermana, y como llevaba el cabello largo como ella, cuando apareció en el cadalso mucha gente le confundió con ella.

El sol era tan abrasador, que varios espectadores de esta tragedia murieron aquella noche, entre ellos Ubaldino Ubaldini, un joven guapísimo y que había gozado hasta entonces de una salud perfecta. Era hermano del signor Renzi, tan conocido en Roma. De modo que las sombras de los Cenci le fueron bien acompañadas.

Ayer, que fue martes, 14 de septiembre de 1599, los penitentes de San Marcello, con ocasión de la fiesta de la Santa Cruz, hicieron uso de su privilegio para poner en libertad al signor Bernardo Cenci, que se obligó a pagar en un año cuatrocientos mil francos a la Santísima trinidad del puente Sixto.

(Añadido con otra letra:)

De él descienden Francisco y Bernardo Cenci, que viven hoy.

El célebre Farinacci, que, gracias a su obstinación, salvó la vida del joven Cenci, publicó sus ale-gatos. Sólo da un extracto del alegato número 66, que pronunció ante Clemente VIII en defensa de los Cenci. Esta defensa, en lengua latina, ocuparía seis grandes páginas, y no puedo incluirla aquí, lo que lamento, pues pinta las maneras de pensar de 1599; me parece muy razonable. Muchos anos después de 1599, Farinacci, al ver impresos sus alegatos, añadió una nota al que había pronunciado en defensa de los Cenci: Omnes fuerunt ultimo supplicio effecti, excepto Bernardo qui ad trirremes cum bonorum confiscationes condematus fuit, ac etiam ad interessendum aliorum morti prout interfuit. El final de esta nota en latín es emocionante, pero supongo que el lector está cansado de tan larga historia.

*FIN*


“Les Cenci”,
Revue des deux Mondes, 1837


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