Los comuneros de Ak’ola
[Cuento - Texto completo.]
José María Arguedas—Hoy día —se dijo don Ciprián, principal de Ak’ola y Lukanas.
Sentado sobre el poyo del corredor de su casa miraba salir uno tras otro a sus cuatro concertados: José Delgado, Juan Kispe, Antonio Wallpa, Francisco Rondón.
—Son unos bestias, indios… —y dijo un calificativo sucio.
Era jueves, víspera del yaku punchau (día del agua). Todos los comuneros de Ak’ola se reunían el jueves a las cinco de la tarde en el puente de madera que atraviesa el riachuelo de Wallpamayu a la salida del pueblo. Una vez completos, ochenta más o menos, con el varayok’ y el tayta a la cabeza se iban a tapar Jatunk’ocha. Llegaban casi al anochecer a la laguna y cerraban la compuerta en nombre del taytacha San José, patrón de Ak’ola; emparedaban el boquete con tres o cuatro piedras y taconeaban las rendijas con champa barrosa. A la mañana siguiente empujaban las piedras con un fierro largo y puntiagudo y botaban las champas; el agua derrumbaba entonces las piedras y saltaba a la cequia bulliciosa y negrusca. Los comuneros veían eso y reían con gran alegría.
—¡Mamay yaku! ¡Mamay k’ocha!
Y sus ojos amarillosos, tranquilos, brillaban de repente con una luz amorosa y regocijante.
A media legua de Jatunk’ocha, la cequia de Ak’ola se divide en dos; más lejos cada cequia sigue ramificándose en infinidad de acueductos que llegan hasta los maizales, trigales, alfalfares y todas las chacras que se extienden más abajo de Ak’ola. El pueblito está a la cabecera de todos los sembríos.
El domingo los comuneros se repartían en la plaza el único día de agua a que tenían derecho en la semana; el yaku punchau viernes. Pocas veces peleaban en los repartos; respetaban la palabra del semanero: un comunero elegido entre los viejos quienes conocían muy bien las propiedades de todos los ak’olas. Pero en el último año, por culpa de don Raura, tayta de Lukanas, los ak’olas pelearon muchas veces por el agua con los lukaninos.
El jueves era el yaku punchau de los lukanas, el miércoles pertenecía al cura y todos los demás a don Ciprián, principal de los dos pueblos.
A pesar de que el principal vivía en Ak’ola protegía más a los lukanas.
—Lukaninos son gente, más que ak’olas —decía don Ciprián cada vez que podía hacerse oír con diez o quince comuneros ak’olas.
La verdad es que los comuneros lukanas eran más sumisos para el principal, más obedientes y humildes. Don Raura, tayta de lukaninos, era muy amiguero de don Ciprián, se hizo engañar con un poco de cañazo y un par de yuntas y desde esa vez les hablaba a los comuneros para que fueran como perros ante el principal y los lukaninos le hacían caso. Don Raura era un viejo hablador de cara seria y mirada clara; se hacía respetar con los lukanas; pero era un k’anra (sucio), vendido al principal, según el hablar de los ak’olas.
En cambio el tayta de ak’olas, don Pascual, era indio liso y no se pegaba nunca al principal. Había estado varios años en Nazca, Ica; hasta Cañete había llegado y en todos esos pueblos grandes había aprendido mucho. Don Pascual no era viejo, tendría como cuarentiocho años, era pálido, tercianiento; se vestía de diablofuerte y no de cordellate como los otros ak’olas; desde que llegó de la costa tenía esa costumbre. Su voz era delgada, flemosa, pero fuerte y casi mandona; sus ojos negros estaban rodeados de manchas amarillas y carnosas como las de todos los comuneros que han vivido largo tiempo en la costa comiendo solo cancha, queso salado y otras cosas sin sustancia; pero miraba de frente a la cara, con insolencia, no como el resto de ak’olas que eran cobardones y maulas.
Don Pascual hablaba siempre en todos los repartos de agua y se quejaba en voz alta de la poca agua que había para los comuneros que eran tantos como hormigas y de la ganga que tenía el principal siendo solo. Por eso don Ciprián le odiaba.
—Es un cholo redomado; lo voy a fregar bien pronto —hablaba lleno de rabia.
Pero don Pascual no tenía animales; vivía de dos chacritas donde sembraba papas, maíz y trigo y del dinero que recibía por tocar quena en las fiestas; los mayordomos de las fiestas le hacían llamar de los pueblitos cercanos y le pagaban bien. Así se libraba de las garras del principal porque éste no tenía nada que arrancharle. Don Pascual era muy conocido en el distrito; los comuneros de todas las punas, de todas las quebradas hablaban bien de él, aunque con cierto temor; hasta los lukanas le respetaban.
En el cielo limpio y claro el sol brillaba ardoroso; hasta muy entrada la tarde el Inti quemaba todavía las tierras de todas partes. Los sembríos estaban llenos del olor de la hierba caliente.
—Ya no alcanza el agua, ak’olakuna —dijo don Pascual en el puente—. Vamos a perder el año. Nuestros trigalitos amarillean junto a las chacras de don Ciprián donde el maíz verde y gordo se ríe de nuestra desgracia.
Los ak’olas se entristecieron y bajaron la cabeza humildemente.
—El tayta Inti está en nuestra contra. A los comuneros nos hace llorar, quema por puro gusto nuestros plantitas, pero al principal le quiere. Debemos enrabiarnos, ak’olakuna.
Los comuneros levantaron la cabeza para mirarle a su tayta; pero en sus ojos solo brillaba una luz resignada, pobre; no comprendían.
—¡Enrabiaremos contra el principal y le quitaremos el agua y la tierra!
Los ak’olas sacudieron sus cuerpos como si de repente hubiera pestañeado el sol.
—Principal ya no necesita agua; sus chacras están fangosas y nuestras tierras se ponen duras como el alma del principal.
Los comuneros de Ak’ola entendieron, pero tenían miedo y se quedaron callados.
—¿Qué dicen, ak’olakuna? —preguntó don Pascual con voz fuerte e impaciente.
—Ak’olas te obedeceremos, don Pascual —habló por fin don Kokchi.
—Tú eres tayta de ak’olas y sabes —dijo otro.
—¡Don Pascual, está bien! ¡Nosotros comuneros necesitamos agua de Jatunk’ocha más que principal; vamos a tapar todos los días la laguna para nosotros! —Fue el mak’ta Tomascha el que habló así.
—¡Vamos! —mandó el tayta.
Los comuneros ak’olas se pararon al borde de la laguna seca ya a esa hora; sobre la compuerta se cuadró don Pascual.
—Esta agua es de nosotros, ak’olakuna. En nombre del taytacha San José, tápenlo.
Cinco comuneros saltaron al fondo de la laguna.
Jatunk’ocha es grande; tiene media cuadra de largo y es casi redonda; al centro se levanta un montículo cilíndrico hecho de piedra y cal; es el puputi (ombligo) que jamás falta en los pozos artificiales de la sierra.
Cuando los comuneros empezaron a tapar la compuerta se oyó a poca distancia un cohetazo fuerte que resonó en las quebradas próximas. Los ak’olas voltearon la cara asustados y los que estaban en la compuerta saltaron al muro.
Por el camino a Lukanas, en la falda del cerro, apareció una tropa de indios lukaninos.
—¡Mueran, ak’olas! —gritaron los que llegaban.
—Seguro están borrachos con el trago de don Ciprián —dijo don Pascual mirando serio a los lukanas.
—¡Les rajaremos la cabeza a esos vendidos! —habló Tomascha.
En los ojos de todos los ak’olas prendió la rabia con gran rapidez, sus ojos ardían.
—¡Malhaya! —se dijo tristemente el tayta de Ak’ola—. ¡Si esa rabia fuera contra el principal…!
Y miró de un modo extraño al Osk’onta, al Chitulla, a todos los grandes cerros y a los falderíos. Seguro en su corazón había algo, en su cabeza también había algo preciso, fuerte. Miró con pena a sus comuneros que se lanzaban a carrera, piedra en mano, contra sus hermanos lukanas. Y gritó fuerte, hasta engrosar su voz y se hizo oír bien en todo el campo.
—¡Comunkuna, wauk’eykuna único enemigo de nosotros es Cipriancha; vamos a matarle a él más bien entre nosotros, ak’olakuna, lukanaskuna!
Los comuneros se pararon en seco durante un rato y le miraron como asustados al tayta. Pero en ese instante se oyó otra voz gruesa, medio hueca y encolerizada:
—¡Perros ak’olas!
Era el vendido Raura.
—¡Don Pascual, a ese sucio no más! —contestó temblando de ira el mak’ta Tomascha y siguió corriendo al encuentro de los lukanas; todos los ak’olas le siguieron.
Y principió la pelea. Los lukanas por defender a don Raura apedrearon a los ak’olas y la pelea se hizo general. Los comuneros se rajaban la cara a puñetazos, se apaleaban, se arañaban y mordían bramando.
Don Pascual, parado sobre la compuerta de Jatunk’ocha, siguió gritando. Pero se volvió ronco y nadie ya le hizo caso. Entonces de sus ojos amarillosos y brillantes brotaron lágrimas saladas que chorrearon por su cara flaca, pálida. Don Pascual no lloraba así no más.
—¡Supay! Pero algún día comuneros verán a su enemigo y pelearán con más rabia que ahora. ¡Seguro, seguro!
En este momento, cuando la pelea era más encarnizada, llegó a galope don Ciprián con su mayordomo y tres mestizos. Al pasar junto a la laguna dispararon todos y el cuerpo del tayta cayó de espaldas sobre el fango de la laguna. El principal siguió de frente contra los indios; su overo saltaba como tigre, los otros tres montados le seguían, pisotearon a los comuneros de los dos pueblos y reventaron tiros al aire. Despavoridos los ak’olas y lukanas huyeron al cerro y se treparon a las peñas.
Al poco rato el sol se ocultó tras el lomo del tayta Chitulla y todo se perdió entre las sombras.
La pelea sirvió de pretexto y ya no hubo más yaku punchau jueves ni viernes. Toda la semana fue desde entonces para el principal don Ciprián Palomino.
*FIN*