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 El vulgo aplaude cuanto inventa el odio, 
y en tanto que desgarra su laurel 
al férvido Aristógiton, de Harmodio 
la gloria mancha con amarga hiel. 
En sus iras tan solo ver anhela 
de la ignominia en afrentosa cruz 
a cuanto no se arrastra, a cuanto vuela, 
a cuanto no es mentira, a cuanto es luz. 
Acusa a Fidias de vender mujeres, 
al gran Epaminondas de traidor; 
a Sócrates de darse a los placeres; 
a Aristides, el justo, de impostor. 
A Catón, de arrojar a las murenas 
sus míseros esclavos; a Colón, 
que al indio libre le forjó cadenas… 
¡cadenas que llevó en el corazón! 
De avaro a Miguel Ángel; al divino 
entre todos los genios, Rafael, 
de vender como torpe libertino, 
por impúdicos besos su pincel. 
Incestuoso Molière; felón el Dante; 
Voltaire ateo; Diderot venal; 
¡para todos la sátira infamante; 
para todos el látigo infernal! 
¿A cuál mártir, apóstol o profeta, 
a qué artista, guerrero o trovador 
no le ha arrancado la mordaz saeta 
de la calumnia, un grito de dolor? 
¡Uno solo se encuentra inmaculado 
de infamias tantas en el gran festín; 
uno solo no está crucificado 
por las humanas víboras-Caín! 
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