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Los de entonces

[Cuento - Texto completo.]

Emilia Pardo Bazán

Nos detuvimos ante la iglesia ojival, abierta al culto, pero agrietada de un modo amenazador, ruinosa por el abandono de las generaciones, indiferentes a tanta hermosura. El sol iluminaba oblicuamente los canecillos de la imposta, prolongando las graciosas caricaturas del imaginero antiguo en sombras grotescamente elegantes. La floreada cruz recordaba sus pétalos de piedra dorada por los siglos sobre un fondo de un azul transparente como cristal veneciano. Y en la desierta plazuela irregular, donde los atrios sobrepuestos de los templos parecen disputarse la devoción del creyente y el interés del artista, no había más que nosotros y las golondrinas, describiendo su airosa curva rápida y silbadora, que desgarra el aire.

Como yo me apoyase en uno de los pilares del pórtico, mi cicerone -uno de esos duendes familiares imprescindibles en los pueblos de tradición, que conocen los secretos bien guardados de las silenciosas piedras señaló hacia el pilar, apoyó el dedo en la base, donde muere la columna formando un esconce, y silabeó:

-Este rinconcito recuerda un hecho novelesco, que pudiera también llamarse histórico, aunque ningún historiador lo haya recogido en sus anales.

Pedí aquel pedazo de alma que dormía cautivo en la piedra, olvidado de la gente, y el cicerone, con más pintorescos detalles de los que yo puedo recordar, me refirió la anécdota.

Según el improvisado cronista, esto pasaba en el tiempo de los pronunciamientos liberales a favor de una Constitución llamada a labrar la felicidad de los españoles… Una de las muchas ensoñaciones de oro y luz que dejan, al desvanecerse, tal vacío en la vida y tal desencanto en los espíritus… Lo cierto es que de la Niña bonita, o sea la Constitución salvadora, andaban enamorados muchos brazos mozos en toda España; y no enamorados platónicamente, sino con resolución firme de dejar por ella fluir de cien heridas la encarnada sangre, y saltar del roto cráneo los sesos, si los tuviesen. Sin embargo, la Niña bonita, que no era celosa, permitía infidelidades a sus galanes, y aquellos exaltados políticos tenían aventuras en las cuales ponían también su alma juvenil, de época en que no se nacía viejo.

Este era el caso de Ramón Villazás, que, sin descuidar la propaganda, reuniéndose todas las noches con las demás cabezas calientes del pueblo para preparar el golpe cuando de Madrid… o de más cerca llegasen instrucciones precisas, no dejaba tampoco de asistir puntual a cuantas funciones se celebraban en esta misma iglesia cuya fachada corona la cruz de pétalos de flor. Ni las novenas con sus gozos y letanías, ni las salves, ni las misas cantadas y rezadas, ni el rosario marmoneado al oscurecer, hubiesen atraído a Ramón, si no se diese la casualidad de que una beatita de ojos de infierno y labios de llama -que bajo la mantilla resplandecían como gajos de coral avivados por el agua salobre-, también hacía sus devociones aquí.

Y la beata, la linda Tecla Roldán, correspondía a las miradas y señas de Ramón con mayor empeño de lo que quisiera el comandante de la fuerza acantonada en el pueblo a fin de asegurar el orden y defender a la sociedad contra sus «eternos enemigos». Como que en la beatita, doncella rica y noble, había puesto el jefe la mira, para hacerla su esposa. Al enterarse de que el más empedernido de los conspiradores locales era también el apasionado de Tecla, redobló sus deseos de coger entre puertas a Ramón Villazás.

El cual, sin menguar en fervor político, sentía aumentarse el religioso, y a ser cera estas columnas, guardaría la impronta del gallardo cuerpo que tantas veces se reclinó en ellas, aguardando la salida de las rezadoras para alumbrarse el alma con el negro reflejo de unas pupilas y el carmesí relámpago de risa de unos labios. Para entretener la impaciencia fumaba Ramón papelito tras papelito, y cuando la gente empezaba a salir, retiraba de los labios el cigarro, lo depositaba en ese esconce donde se unen la base y el fuste, precipitábase hacia la portada interior, donde el ángel Gabriel, esbelto y delicado, labrado en piedra, sonreía a la Virgen, envuelta en la simetría de los pliegues de su túnica gótica, y sin conceder atención a la gentileza de las dos figuras, acechaba el paso de Tecla, que salía con los ojos bajos, para murmurar a su oído palabras del color de su abrasada boca… Después, Ramón echaba a andar, y recogiendo su cigarro, lo encendía de nuevo si se había apagado ya, y se largaba cuesta arriba detrás de su quebradero de cabeza, para encontrarla otra vez en la penumbra de los soportales y decirle de nuevo lo ya sabido de memoria.

Sucedía todo esto en un invierno largo y lluvioso, durante el cual se tramó, aplazándolo para la primavera, estación favorable, uno de esos alzamientos, seguro término de un ominoso estado de cosas.

Y al asomar el renuevo, pintado de un verde más tierno la campiña y haciendo brotar las locas gramíneas y los junquillos tempranos, una mañana que más convidaba a amor que a lucha, salieron del pueblecito para reunirse con fuerzas que suponían acampadas ya a corta distancia, unos cuantos exaltados -muchos menos de los comprometidos, porque, cuando el momento llega, la gente se tienta la ropa-. Entre los que no retrocedieron contábase Ramón Villazás. Iba embriagado de esperanza, frenético de alegría, convencido de que era el resultado infalible y de que volvería y pasaría bajo los balcones de Tecla, triunfador, entre aclamaciones y vítores…

Y poco después volvía, en efecto, cubierto de polvo, destrozada la ropa, liados con una soga boyal los brazos al pecho, ensangrentada la sien de un fogonazo. El comandante había tenido soplo y acechaba; se les siguió de cerca; la fuerza que contaban encontrar más allá del puente, pronunciada, amiga, no se había movido de su cuartel en la capital de provincia, abortado el movimiento a última hora por noticias de Madrid; y al día siguiente, Ramón y tres de sus compañeros salían de la cárcel para ser pasados por las armas en un campillo próximo a esta iglesia… Quería despachar pronto el comandante.

Ramón caminaba con paso firme. Entre sus labios oprimía un cigarro acabado de encender. Al encontrarse delante del pórtico, sus ojos se fijaron en él con insistencia amorosa. Creía ver bajo su arcada a una beatita de rostro nimbado por la mantilla, tras de la cual resplandecen dos ojos de misterio y una boca de tentación. Y, con acción instintiva, recordando las veces que había cruzado aquel pórtico, para espiar la salida de su amada, quitóse el cigarro de los labios y lo dejó en el acostumbrado esconce, como si hubiese de volver por él…

Ya estaba arrodillado y vendado, aguardando la descarga, cuando sudoroso, jadeante, agitando los brazos, llegó un ordenanza, que acababa de reventar un buen caballo para traer el indulto… Estos golpes teatrales no escaseaban en tal época, en que las pasiones, los odios y los fanatismos jugaban con vigor sanguíneo a salvar o perder vidas. Tecla, que se había arrojado bañada en lágrimas a los pies del capitán general, el terrible Eguía, esperaba detrás de su ventana, medio muerta de fatiga y miedo, el desenlace…

Los reos, ya perdonados, subían la cuesta que conduce del campillo a los atrios sobrepuestos… Ramón reía y bromeaba, y el pitido de las golondrinas resonaba jubiloso en su corazón. ¡Aún quedaban horas de amor, aún vería las pupilas de sombra y los labios bermejos! Al cruzar ante el pórtico, buscó su cigarro en el esconce, lo recogió con movimiento pronto y volvió a encenderlo y a chuparlo…



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