Los diálogos
Eduardo J. Carletti
Hay un momento en la creación literaria cuando un escritor, con descripción y otros recursos, ya ha llevado a la vida a sus personajes. En ese momento éstos toman vida y comienzan a actuar frente al lector. Es un momento crítico. Las descripciones del personaje pueden ser más o menos detalladas: el lector llenará los huecos con su imaginación. El movimiento físico de un personaje se puede “disfrazar” usando más o menos detalle en el relato. Quiero decir que, como en el cine, se puede enfocar su acción física con variados recursos, que involucrarán, a voluntad del escritor, diferentes “tomas” o puntos de vista de cámara. Se ve todo de lejos, por ejemplo. O el hecho lo ve un personaje y sólo se cuentan algunas de sus impresiones. En otros casos una acción se puede describir, por ejemplo, con un breve párrafo: “Lucharon y en la refriega el ladrón le clavó un cuchillo en el vientre”, en lugar de con una larga y detallada escena de movimientos, con su coreografía y descripciones. En el primer caso se logra decir, con poco texto, lo que en el segundo caso se muestra, recurso que evita un excesivo compromiso con la acción (uno podría ser un mal coreógrafo de peleas) y permite que los detalles sean creados por la imaginación del lector.
Pero llega un momento en que los personajes deben actuar en un nivel que ya no es tan fácil de dibujar: los diálogos.
Dice Umberto Eco: «Hay un tema muy poco tratado en las teorías de la narrativa: […] los artificios de los que se vale el narrador para ceder la palabra al personaje». Los diálogos son lo más difícil de la literatura escrita: no hay un estándar, cada tipo de persona se expresa de diferente manera; no se puede llenar la brevedad de texto con gestos y expresiones, como en el teatro (donde los actores deben ser buenos, además del escritor); los textos demasiados largos pasan a ser discursos y poca gente -excepto los políticos, cuando quieren convencernos de que los votemos- habla con discursos.
Para tener una buena idea de cómo es en un diálogo real es un buen experimento grabar la conversación de un grupo sin que ellos lo sepan; se sorprenderán al ver cómo se expresa la gente en realidad.
La forma de expresión de un personaje, si está bien lograda, indica qué y quién es. Si se sabe llevar un diálogo y se sabe condimentar su contenido, se pueden obviar parrafadas de explicaciones y pesada descripción. El otro extremo es algo parecido a un teatro de títeres: el autor habla a través de muñecos, intentando darles vida, pero se nota que son muñecos porque todos hablan igual. O hablan de un modo que -se nota de inmediato- nadie hablaría. En alguna parte leí, como ejemplo, que los personajes hablan a veces como “si recitasen papeles aprendidos de memoria en una mala obra de teatro”. Lo de “mala obra” es clave aquí: los personajes de un texto no pueden apelar a la expresión corporal como lo haría un buen actor en una obra con un pobre guión. En una obra escrita, si el texto del diálogo es malo no hay solución, se nota de inmediato: el diálogo es malo, por ende la historia es mala.
El diálogo se puede analizar científicamente, intentando hacer un completa disección. Intentaré enumerar algunos elementos que me parecen clave:
Lenguaje y modo:
Las personas hablan de muy diferente modo según su:
Origen: nacionalidad, provincia, ciudad, barrio, clase social;
Formación: cultura nacional y local, entorno familiar, estudios, lecturas;
Edad: física, mental y cultural;
Inclinaciones: políticas, sexuales, de gustos, culturales;
Emoción que lo domina.
Se suele trabajar en base a “tópicos” o ideas ya hechas sobre los tipos de personas, las franjas de edad y las clases sociales. Pero todo esto es terreno pantanoso: las costumbres de las clases sociales, las formas de expresión de las diferentes franjas de edad, incluso el lenguaje en general de un entorno cultural, cambian continuamente. No se puede basar un diálogo en diálogos leídos en un libro, a menos que todos los parámetros (época, lugar, clase, tipo de persona) coincidan plenamente. Mucho menos de películas u obras de teatro, donde la expresividad de los actores ayuda a lograr lo que no pueden lograr los textos de los diálogos. El escritor debería hacer un “trabajo de campo”, procurando escuchar diálogos entre personas de diferentes grupos, al efecto de compenetrarse o al menos comprender que existen formas extremadamente diferentes de expresarse y llevar una conversación.
El escritor jamás debería dejarse llevar por sus necesidades de expresión: el diálogo pertenece al personaje, no al autor. El resultado de un error así suele resultar grotesco: los personajes -para ayudar al escritor a informar al lector- se explican entre ellos las cosas que acaban de vivir (algo que nadie hace), o cuentan sucesos que los emocionan como si fueran doctores en biología que describen una disección, o se mandan un largo discurso más parecido a una clase de Historia que a cualquier tipo de información que se pueda intercambiar entre personas.
Otra falla muy común es repartir un discurso entre varios personajes, este pedazo para Juan, este otro para Pedro, aquel otro para Ignacio, en fragmentos de diálogo encadenados entre sí y llevados siempre en el mismo estilo y con la misma entonación, y en un acuerdo total de intención y expresión, logrando que se note claramente que en realidad habla un solo interlocutor a través de las bocas de varias personas, como si se tratara de un extenso espectáculo de ventriloquía. Este tipo de diálogos se encuentra muy habitualmente en las obras de ciencia ficción.
Estado emocional:
No es fácil expresar el estado emocional de un personaje que dialoga. Las acotaciones constantes pueden quitar ritmo o resultar molestas, y cualquier descripción del estado mental del personaje al principio de la conversación es olvidada rápidamente por el lector si los diálogos tienen contenido de importancia y si los personajes se expresan de un modo neutral que no refleje sus emociones. Y esto último es la clave: las personas se expresan de muy diferente modo según su estado emocional. Si el texto del diálogo no refleja ese estado mental es inútil bombardear al lector con descripciones y aclaraciones. Es necesario aquí, de nuevo, un “trabajo de campo” que nos permita observar de un modo imparcial la manera en que una persona habla si está feliz, o enojada, o nerviosa, o asustada, o se siente mal, o está embobada con su interlocutor, o lo odia, etc. Veremos que las frases se cortan, que el flujo de pensamiento lleva a la persona a saltar de tema y luego volver, que no siempre -o pocas veces- el interlocutor apoya el texto del otro, ayudándolo a seguir, sino que muchas veces interrumpe, complica y deforma el sentido, o habla de otra cosa “descolgada”, etc. Un buen diálogo debe tener un poco de este tipo de estructura -demasiado puede hacer confusos los diálogos-, tan habitual en la vida real.
Estructura de las frases y lenguaje:
Justamente, la estructura de las frases de un diálogo está en relación directa con los dos puntos anteriores. El autor debe esforzarse en reflejar características en la estructuración de los textos de diálogo que serían normales en el habla de una persona según cuál sea la extracción social, económica, de edad, etcétera, del personaje que tiene la palabra. Frases más cortas -telegráficas- o extensas y farragosas; oraciones que se cortan; mal uso de algunas palabras o una estructuración más pulcra; reiteración de algunas palabras; uso de términos relativos a un grupo cultural; conjugaciones incorrectas; etc. Además, según el estado mental del personaje, es imprescindible mostrar algún cambio en su forma de expresarse. La variación en la expresión caracteriza y da vida a los personajes mucho más que lo que hacen cuando se mueven por la escena y mucho más que lo que el autor quiera “vender” en las descripciones.
Contenido del texto:
Hay que tener mucho cuidado en los contenidos de un diálogo. Uno debe preguntarse todo el tiempo: ¿Hablaría así? ¿Lo diría así? No siempre es posible responder desde la subjetividad, hay que preguntarse también si nuestro personaje, tal como lo hemos delineado, diría eso y de esa manera. Hay que imaginarlo en una esquina de nuestro barrio, o en el colectivo que toma todos los días, o en su trabajo, diciendo eso que ponemos en su boca. ¿Lo diría así? ¿Qué gestos haría? ¿Se cortaría, largaría un exabrupto en el medio, esperaría la afirmación de su interlocutor antes de terminar? Hay que observar, observar, observar. Insisto, observar gente real, no actores. Cuidado con el cine, cuidado con las novelas, cuidado con las series. Hay mucha, muchísima falsedad.
Explicaciones:
Un defecto muy común es el de introducir excesivas explicaciones en los diálogos: los personajes aparecen explicando lo que el autor desea -o necesita- explicar. Esto suele ser muy malo para los climas. Se debe evitar toda vez que se pueda. Las explicaciones debe hacerlas el autor fuera de los diálogos. O intercaladas. Nunca poner un personaje dando discursos en un diálogo. Es recomendable, en estos casos, extraer la explicación fuera, como en el ejemplo que sigue:
Dentro del diálogo:
-Son muy agresivos -dijo Jorge con odio-. No sabemos de dónde vienen. Tienen naves gigantescas, del tamaño de una ciudad, que se mueven con algún sistema de antigravedad. Se lanzan sobre nosotros desde órbita, sin previo aviso, y en segundos matan a decenas de miles. Dicen los científicos que su comportamiento agresivo se debe a un arrastre genético, que en la parte primitiva de su evolución eran depredadores al estilo de los carnívoros cazadores de la Tierra. Parece que conservan gran parte de esa agresividad que produce la adrenalina (o lo que sea que se vuelca en sus sistemas circulatorios) cuando pretenden obtener algo. Es el instinto de cacería, un estado excitado parecido al que deben sentir los animales que persiguen en jauría cuando se lanzan en carrera tras una presa. Seguramente has visto documentales de lobos: cuando alcanzan la presa entran en una especie de frenesí que los lleva a destrozar la presa en pedazos en instantes, e incluso pelearse feo entre ellos.
Fuera del diálogo:
-Son muy agresivos -dijo Jorge con odio-. No sabemos de dónde vienen.
Explicó que esos seres tenían naves gigantescas, del tamaño de una ciudad, movidas por algún sistema de antigravedad, y se lanzaban sobre ellos desde órbita, sin previo aviso, matando en segundos a decenas de miles. Según los científicos, un comportamiento agresivo que se debe a un arrastre genético.
En la parte primitiva de su evolución esos seres eran depredadores al estilo de los carnívoros cazadores de la Tierra. Al parecer conservan gran parte de esa agresividad que produce la adrenalina, o lo que sea que se vuelque en sus sistemas circulatorios cuando pretenden obtener algo. Son arrastrados por el instinto de cacería, un estado excitado parecido al que deben sentir los animales que persiguen en jauría cuando se lanzan en carrera tras una presa.
-Seguramente has visto documentales de lobos: cuando alcanzan la presa entran en una especie de frenesí que los lleva a destrozar la presa en pedazos en instantes, e incluso pelearse feo entre ellos.
Hemos visto un ejemplo breve, donde no parece haber gran diferencia en el resultado. Sin embargo, en algunos casos es esencial. Este tipo de trabajo de “extracción” de las explicaciones es muy efectivo cuando se hace en parrafadas muy extensas de discurso.
El apoyo de los diálogos:
Le llamo apoyo a las acotaciones que se hacen en o entre los textos que hablan los personajes, tales como “dijo Pedro”, “explicó Juana” o “dijo con tristeza”, o a veces antes de la línea de diálogo: “Jorge se levantó y dijo con decisión:”. Parece que hubiera, en la lengua hispana, alguna contrariedad a estas acotaciones. Suele ocurrir que los autores hispanoamericanos se vayan a los extremos y no pongan absolutamente ninguna acotación, volviendo difícil seguir las conversaciones. Ocurre en un diálogo más o menos intenso que de pronto uno se ha perdido, que de repente el personaje que uno creía era Juana dice algo que sólo puede decir Pedro. Hay que volver atrás y resincronizarse. Considero que esto es lo peor que le puede ocurrir a una historia en la parte de los diálogos. El lector debe saber en cada momento quién habla, sin esforzarse. Y además debe saber cómo habla: si gesticula, si levanta la voz, si lo dice en un tono más bajo, si se emociona, si se nota la agresividad, si aprieta los dientes entre frases, si sus ojos brillan o si mira con enojo; si se respalda en su silla o está tenso, inclinado hacia delante, etcétera. He leído cuentos impactantes, poderosos, excelentes, ágiles pero colmados de acotaciones, sin notar que éstas estaban ahí. Sólo las vi cuando analicé el texto, no al leerlo. No es cierto que el lector se traba con estas acotaciones o que éstas frenan o quitan fluidez a la lectura: todo lo contrario, las acotaciones ayudan a leer con mayor claridad y sin “tropezones”.
Conclusión:
Por último, es importante acotar que los diálogos son un elemento fuerte e imprescindible en una historia. Jamás hay que evitarlos, porque le dan vida a un historia. No es concebible imaginar una novela sin un diálogo, aunque sí hay cuentos que no los tienen. Los cuentos sin diálogo suelen ser pesados o aburridos. Sólo se salvan aquellos escritos en primera persona porque en realidad funcionan como un diálogo (un monólogo) entre el escritor y el lector.
El diálogo da vida y fluidez a una historia. Quita el centro de atención del discurso del escritor y lo lleva a los personajes. Permite que el lector sienta los hechos junto a los personajes, apartándose un poco del autor. Si el lector se identifica con los personajes, esta vida se convierte en sentimiento y emociones. A pesar de que los diálogos sean difíciles de trabajar y nos asusten las dificultades, esforzarse en ellos puede producir un efecto final mucho más intenso que cualquier otro elemento de una obra literaria.
Es un buen ejercicio releer obras que hemos disfrutado mucho buscando los diálogos y analizándolos en estructura y contenido, para ver cómo han sido manejados por el autor.
FIN