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Los dos caminantes

[Cuento - Texto completo.]

Hermanos Grimm

Los montes y los valles no pueden mezclarse; pero los hombres buenos y los malos andan juntos muchas veces. Es lo que les pasó a un sastre y un zapatero, que salieron a correr mundo; el sastre era pequeño, guapo, alegre y buenazo. Vio llegar al zapatero, que venía de frente por el camino, y supo que era zapatero por las herramientas que llevaba; y entonces le empezó a cantar una copla en broma:

 

Cose la costura,
clava la suela dura,
tira del bramante
y unta bien la pez
por detrás y por delante.

 

Pero el zapatero no entendía de bromas; puso cara de vinagre y amenazó al sastrecillo. El sastre no hizo caso, se echó a reír, le ofreció un trago de vino y le dijo:

—No lo tomes a mal, hombre; echa un trago, y te sentirás mejor.

El zapatero bebió el vino, se le empezó a desarrugar la cara y dijo:

—Toma la botella; por poco te la dejo vacía. Todos hablan de lo malos que son los borrachos, pero no de lo mala que es la sed. ¿Quieres que sigamos caminando juntos?

— Muy bien, amigo; pero vamos a alguna ciudad donde tengamos trabajo.

—Sí, yo también quería llegar a alguna gran ciudad; en los poblachos no se gana nada, y los campesinos prefieren ir descalzos.

Y los dos echaron a andar, anda que te anda por el campo. No tenían prisa, pero tampoco tenían mucho que comer y beber; cuando llegaban a una ciudad, se separaban y cada uno iba a hablar con los de su oficio. Y como el sastre era tan simpático y tenía tan buena cara, todos le recibían muy bien; cuando se reunía luego con su compañero, le enseñaba todo lo que le habían regalado, y el zapatero decía:

—Los picaros como tú siempre tienen suerte.

El sastrecillo se echaba a reír y se ponía a cantar, y repartía con su amigo las cosas que le habían dado; y si tenía dinero, se lo gastaba con alegría.

Así vivieron una buena temporada juntos, y un día llegaron a un bosque muy grande, y por el bosque pasaban dos caminos: uno, que llegaba a la capital en siete días, y otro que llegaba en dos días. Los dos caminantes se sentaron bajo un roble, y miraron cuánto pan les quedaba; el zapatero dijo:

— Más vale que sobre que no que falte; yo me llevaré pan para siete días.

Y el sastrecillo dijo:

—¿Vas a ir cargado como un animal, con tanto pan? Yo no; yo tengo confianza en Dios, y ya me las arreglaré; tengo algo de dinero, que vale lo mismo en invierno que en verano, y en cambio el pan se seca con el calor. No hay que ser tan desconfiados; llevaremos pan para dos días, y ya verás como damos con el camino más corto.

Entonces, cada uno compró el pan que quería llevar, y se metieron en el bosque, sin saber cuál era el camino corto o el largo. Era un bosque oscuro y callado como una iglesia: no se oía ni un arroyo, ni un soplo de viento, ni un canto de pájaros; y los árboles estaban tan juntos que no dejaban pasar ni un rayo de sol. El zapatero iba callado y de muy mal humor porque le pesaba mucho el pan que llevaba en su morral; pero el sastrecillo iba ligero y contento, y no hacía más que saltar y silbar, y pensaba: “Estoy seguro de que Dios se alegra al verme tan contento.”

Caminaron por el bosque durante dos días; llegó el tercer día, y el bosque no se terminaba, pero el pan del sastrecillo sí que se terminó. Pero él no se preocupó, porque tenía confianza en Dios y en su suerte. Cuando llegó la noche, se echó a dormir al pie de un árbol, y a la mañana siguiente se despertó con un hambre tremenda. Caminaron el cuarto día; el zapatero se sentó al mediodía a comer su pan, y el sastrecillo se tuvo que contentar con mirar a su compañero; al fin le pidió un pedazo de pan, pero el zapatero se burló de él y le dijo:

—Anda, anda, ¿no estás siempre tan alegre? Pues aprende ahora a estar triste. A los pájaros que cantan por la mañana, se los come el milano por la noche.

Era un zapatero duro y sin compasión. Cuando llegó el quinto día, el sastrecillo no tenía fuerzas para seguir andando, y no podía ni hablar; estaba pálido, con muy mala cara, y el zapatero le dijo:

—Hoy te daré un poco de pan, pero te sacaré el ojo derecho.

El pobre sastrecillo se tuvo que aguantar; lloró con los dos ojos por última vez, y luego fue el malvado del zapatero y con un cuchillo le sacó el ojo. El sastre recordó lo que le decía su madre cuando era pequeño y cogía comida de la despensa: “El que come a su gusto, lo paga con un disgusto”.

Se comió aquel trozo de pan que tan caro le había costado, se levantó y pensó que al fin y al cabo podía seguir viendo con un ojo. Pero llegó el sexto día, y volvió a sentir un hambre tan grande que no podía moverse; se echó junto a un árbol, llegó la noche, y a la mañana siguiente no se pudo levantar. Entonces le dijo el zapatero:

—Como soy muy generoso, te daré otro poco de pan; pero no te lo voy a dar de balde, sino que te sacaré el otro ojo.

El sastrecillo comprendió entonces que había sido muy poco previsor, y dijo a su compañero:

—Haz lo que quieras; yo me resignaré. Pero no olvides que Dios te ve y puede castigarte cuando menos lo pienses. Cuando yo tenía comida, dinero y regalos, lo repartí todo contigo. Ahora me quieres dejar ciego, y no podré trabajar nunca más, porque un sastre no puede dar puntadas si no tiene ojos: tendré que pedir limosna. Solo te pido que, si me dejas ciego, no me abandones en este bosque, porque me moriría de hambre.

Y el zapatero, que era malo y no se acordaba nunca de Dios, sacó su cuchillo y le quitó al sastre el otro ojo; luego le dio un pedazo de pan, le puso una vara en la mano y dejó que le siguiera.

Cuando el sol ya se estaba poniendo, salieron del bosque; había un campo, y en el campo, una horca. El zapatero guió hasta allí al sastre, le dejó junto a la horca y se marchó. El sastre estaba tan cansado que se quedó dormido y a la mañana siguiente se despertó y no sabía dónde estaba. En la horca habían colgado a dos ladrones, y dos cuervos se habían posado sobre sus cabezas; y uno de los ahorcados dijo al otro:

— ¿Estás despierto, hermano?

— Sí, estoy despierto.

— Pues oye: esta noche ha caído rocío, y está goteando desde la horca; este rocío devuelve la vista a los que se lavan con él. Si los ciegos lo supieran, volverían a ver, cosa que ahora les parecerá imposible.

Al oír aquello el sastrecillo, sacó su pañuelo, lo mojó en la hierba que había debajo de la horca y se lavó los ojos: y en aquel mismo momento, le salieron dos ojos nuevos y sanos, y pudo ver el sol, el campo y la ciudad que había allí enfrente, con sus murallas y sus torres, que tenían cruces de oro en la punta y brillaban desde lejos. Y vio las hojas de los árboles, y los pájaros que volaban, y hasta los mosquitos que bailaban por el aire. Y entonces sacó su aguja y vio que ya podía enhebrarla otra vez, y se puso tan contento que se arrodilló y dio gracias a Dios; y rezó también por los pobres ladrones que estaban colgados en la horca, y que el viento movía como badajos de campanas. Y después se echó el morral a la espalda, se olvidó de lo que había sufrido y se fue hacia la ciudad silbando y cantando.

Y lo primero que se encontró fue un potrillo castaño, que saltaba por el campo; lo agarró por las crines para montarse en él y entrar a caballo en la ciudad. Pero el animal le dijo:

— No me lleves, porque soy todavía muy joven y quiero estar libre, y aunque seas pequeño y ligero me harías daño; déjame seguir aquí, y algún día te lo pagaré.

— Anda, echa a correr, locuelo; te comprendo muy bien.

Le pegó unos golpecitos con su vara, y el potrillo dio unos cuantos brincos de alegría y se marchó saltando por el campo.

El sastrecillo no había comido nada desde el día anterior, y pensó: “Ahora veo bien el sol, pero no veo un pedazo de pan; me comería lo primero que encontrara”.

Y en esto vio a una cigüeña, que andaba muy seria y muy tiesa por el campo.

— ¡Eh, quieta ahí! —dijo el sastrecillo, y la agarró por una pata—. No sé si eres comestible o no, pero tengo mucha hambre y no puedo pararme a escoger. Voy a asarte.

—¡No, por favor, no me ases! —gritó la cigüeña—. Soy un ave sagrada, y nadie se atreve a hacerme daño. Yo traigo suerte a los hombres, y si te portas bien conmigo, algún día te lo pagaré.

— Bueno, qué le vamos a hacer; vete, zanquilarga.

La cigüeña extendió las alas, encogió las patas y echó a volar. Y el sastre dijo:

— ¿Qué voy a hacer ahora? Tengo un hambre horrible, y me comería lo primero que viera.

Y en aquel momento, vio dos patitos que nadaban en un charco.

—¡Hombre, estos patos me vienen que ni de encargo! —dijo el sastre, y cogió uno. Ya iba a retorcerle el pescuezo, cuando un pato viejo que estaba entre unos juncos salió graznando, se acercó con el pico muy abierto y pidió al sastre que no matara a sus hijos.

— ¡Pobres hijitos míos, no me los mates! ¡Piensa en lo triste que se pondría tu madre si alguien te matara a ti!

— Tienes razón —dijo el sastrecillo—. Anda, llévate a tus hijos.

Dejó a los patitos en el agua, y en esto vio en el hueco de un árbol muchas abejas que entraban y salían.

— Vaya, al fin podré comer algo; aquí debe de haber buena miel —dijo el sastre.

Pero la abeja-reina salió muy enfadada, y le dijo:

—Como toques a mis abejas o nos rompas el panal, te acribillaremos con nuestros aguijones; pero si nos dejas tranquilas y te marchas, algún día haremos algo por ti.

El sastrecillo comprendió que tampoco podía comer miel, y se fue hacia la ciudad con el estómago vacío. Era ya el mediodía, y se metió en una posada donde pudo al fin comer a gusto. Entonces comprendió que había llegado la hora de ponerse a trabajar, y recorrió la ciudad hasta que encontró un sastre que le tomó a su servicio; y como el sastrecillo era muy trabajador y sabía bien su oficio, se hizo famoso en poco tiempo y todo el mundo le encargaba sus trajes. Y un buen día, el rey le nombró sastre-real.

Pero aquel mismo día habían nombrado zapatero-real a su antiguo compañero de camino; cuando el zapatero le vio y se dio cuenta de que ya no estaba ciego, se asustó y se puso a pensar en el modo de echarle de allí; y una tarde, cuando terminó su trabajo, fue donde el rey y le dijo:

—Señor rey, ese sastre es un fanfarrón, y ha dicho que encontrará la corona de oro que se perdió hace tantos años.

— ¡Pues ahora mismo le mandaré que la busque, y si no la encuentra tendrá que marcharse de mi ciudad! —dijo el rey.

Y el sastrecillo, cuando supo lo que quería el rey, pensó: “Será mejor que me marche de la ciudad ahora mismo, porque no voy a buscar esa corona que nadie ha podido encontrar nunca”.

Preparó sus cosas y salió de la ciudad, pero cuando cruzó la puerta de la muralla, le dio pena, porque en aquella ciudad estaba ganando mucho dinero y lo pasaba muy bien. Llegó al charco de los patos, y vio al pato viejo que se estaba limpiando las plumas con el pico; el pato le reconoció en seguida y le preguntó por qué andaba tan triste.

El sastrecillo le contó lo que había pasado, y el pato dijo:

— No te preocupes; eso tiene fácil arreglo. La corona de oro se cayó a este charco, y está todavía en el fondo. Ahora mismo la sacaré; tú pon el pañuelo en la orilla.

Entonces el pato se metió en el agua con sus doce hijos, y a los cinco minutos salieron del fondo. El pato grande llevaba la corona de oro sobre las alas, y sus doce patitos le ayudaban a sostenerla, con sus picos. Se acercaron a la orilla, dejaron la corona sobre el pañuelo, y el sol la hizo brillar de un modo maravilloso. El sastrecillo ató la corona en su pañuelo, se la llevó al rey, y el rey se puso contentísimo y le regaló un collar de oro.

Cuando el zapatero vio lo mal que le habían salido las cosas, se puso a pensar en otra trampa para echar de allí al sastre, y un día dijo al rey:

—Señor rey, el sastre sigue siendo un fanfarrón; ahora ha dicho que puede hacer, con cera, un palacio igual a éste, con sus muebles y todo.

El rey llamó al sastre y le dijo que hiciera lo que había dicho; que construyera con cera un palacio igual que el suyo, con todos sus muebles. Y que si no lo conseguía, o faltaba algún detalle, le encerraría en un calabozo para toda la vida.

El sastre pensó que el rey le pedía cosas demasiado difíciles, y recogió sus ropas y se marchó de la ciudad; y cuando llegó al árbol hueco donde estaban las abejas, la reina salió a saludarle y le preguntó por qué andaba tan preocupado. El sastrecillo le contó lo que quería el rey, y la abeja-reina le dijo:

— Vuelve a tu casa, y ven por aquí mañana a esta hora, con un pañuelo grande. Ya verás como todo sale bien.

El sastre volvió a la ciudad, y las abejas, mientras tanto, entraron en el palacio por las ventanas y se pusieron a curiosearlo todo; volvieron después a su colmena y empezaron a construir un palacio igualito que el del rey, y lo hacían muy de prisa y muy bien hecho, con todos sus detalles. Por la tarde ya lo tenían terminado; y cuando fue el sastre, se quedó asombrado al ver lo bien que les había salido, con todas las tejas, y todos los muebles, y aquel olor tan bueno a cera y miel. Lo envolvió con cuidado en su pañuelo, se lo llevó al rey, y el rey se quedó maravillado y puso el palacio de cera en lo mejor del salón y al sastre le regaló una hermosa casa de piedra.

Pero el zapatero estaba cada vez más rabioso y volvió a decirle al rey:

– Señor rey, ese sastre sigue presumiendo; ahora dice que es capaz de hacer salir una fuente de agua clara en el patio de palacio.

El rey llamó al sastre y le dijo:

—Si mañana no hay en mi patio una fuente de agua abundante y clara, haré que te corten el cabeza allí mismo.

El sastre recogió otra vez sus cosas a toda prisa y se marchó de la ciudad; iba llorando por el campo, cuando se le acercó el potrillo, que ya era un hermoso caballo grande, y le dijo:

—Ahora puedo pagarte el favor que me hiciste; sé lo que te pasa, y te voy a ayudar; móntate en mí, que ya tengo fuerzas para llevar a dos como tú.

El sastre se montó, y el caballo salió galopando hacia la ciudad, entró en el palacio y se puso a dar vueltas por el patio; y a la tercera vuelta, se cayó al suelo, se oyó un ruido terrible, y un trozo de tierra del centro del patio saltó por el aire, y empezó a brotar agua del agujero que había quedado; el agua era clara y subía con fuerza, como un surtidor. El rey, que lo vio, se quedó maravillado; salió al patio, abrazó al sastre adelante de todo el mundo y se sentó a mirar cómo brillaba el sol en la nueva fuente de su palacio.

Pero el zapatero, más envidioso y más rabioso que nunca, ya estaba pensando otra maldad. Él rey tenía varias hijas muy guapas, pero no tenía ningún hijo; y al zapatero se le ocurrió ir a decirle:

— Señor rey, ese sastre es cada vez más presumido; ahora dice que, si él quisiera, le traería al rey un hijo volando por el aire.

El rey llamó al sastrecillo, y le dijo:

— Si me das un hijo antes de nueve días, te podrás casar con mi hija mayor.

Y el sastre pensó: “Eso sería un buen premio, pero no sé cómo voy a conseguirlo. Es demasiado difícil”.

Se marchó a su casa, se sentó a pensar, y al fin decidió marcharse de la ciudad, porque no veía la forma de llevarle un hijo al rey. Y cuando llegó a un prado, encontró a su amiga la cigüeña, que se estaba paseando muy seria, y de vez en cuando se paraba, miraba a una rana, se la comía y seguía caminando; cuando la cigüeña vio al sastre, se acercó a saludarle y le dijo:

— Veo que llevas todas tus cosas en el morral. ¿Por qué te marchas de la ciudad?

El sastrecillo le contó lo que quería el rey, y la cigüeña le dijo:

—No te preocupes por eso; llevo siglos dejando niños en esa ciudad, y no me cuesta nada dejar un principito al rey. Vuelve a tu casa y espera tranquilo, y dentro de nueve días te presentas en palacio, que yo iré allí.

El sastre volvió a su casa, y a los nueve días se presentó en el palacio; y en cuanto entró, apareció volando la cigüeña, que llevaba en el pico un niño hermosísimo; la cigüeña llamó a la ventana, el sastre abrió, y cogió al niño y se lo llevó a la reina. La reina se puso contentísima; empezó a besar a su niñito, y se lo enseñó al rey. Y la cigüeña, en su saco de viaje, había llevado también dulces y se los repartieron a las princesas; a la mayor no le dieron golosinas, porque ya era grande, pero, en cambio, le dieron por marido al simpático sastrecillo.

— Es como si me hubiera tocado el premio gordo de la lotería —dijo el sastre—. Mi madre tenía razón cuando decía que todo se puede conseguir confiando en Dios.

Estaba contentísimo. Y al malvado zapatero le obligaron a hacerle unos zapatos para la boda, y luego le echaron de la ciudad; y cuando iba hacia el bosque, llegó al campo donde estaba la horca, y como estaba tan cansado del calor y de la rabia que tenía, se tumbó allí a descansar. Y en aquel momento, los dos cuervos que estaban posados en las cabezas de los ahorcados, bajaron volando y le sacaron al zapatero los ojos. El zapatero echó a correr desesperado del dolor y se metió en el bosque, y seguramente se murió allí, porque nadie ha vuelto a verle ni a saber de él desde entonces.

*FIN*



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