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Los espejos

[Cuento - Texto completo.]

Inés Arredondo

A la memoria de mi abuela
Isabel Ibarra de Arredondo
 

—¡Se robaron a la India! —gritó jadeante Mercedes, entrando a todo correr en nuestra casa.

Francisco salió apresurado de su despacho y fue a donde Mercedes gritaba, ya a medio corredor.

—¿Qué dices, muchacha? ¿Quién se la robó? ¿Cuándo?

—¡Se la robaron! ¡Se la robaron!

Él la sacudió por los hombros y con voz autoritaria le dijo: “¡Cálmate!”. Luego gritó para que obedeciera el primero que lo oyera: “¡Traigan una copa de vino!”. Yo ya estaba allí, pues también había salido a los gritos y fui rápidamente por ella.

Mientras Mercedes jadeaba y gimoteaba, Francisco, dándole palmaditas en la espalda, la iba conduciendo, suavemente, a la silla más cercana. La sentó y esperó a que bebiera un poco del vino que yo le iba dando a sorbitos, entre sollozo y sollozo.

Para esto ya estaban presentes todos los de la casa, es decir, la servidumbre y algunos peones. Francisco dijo que se fueran todos a sus quehaceres menos Pablo y Chico.

—Vamos despacio. ¿Cuándo se robaron a la India?

—¡Ahorita! ¡Ahorita!

—¿Quiénes?

—Dos hombres a caballo.

—¿Alguien los vio?

—Todos los vimos. Iban ensarapados, con pañuelos en la cara y sombrero. ¡Mi mamá está como loca!

—¿Cómo se la robaron?

—Ella venía casi llegando de casa de la Concha cuando pasaron a todo galope, ¡ay, otro traguito por favor!

—Sí, pasaron a todo galope, ¿y luego?

—¡Fue horrible! ¡Espantoso!

—¿Qué sucedió?

—Uno acercó de pronto el caballo a la banqueta y, usted no lo va a creer, ¡agarró por la cintura a la India y la subió a su caballo y siguió corriendo junto con el otro! ¡Ay!, ¡me voy a desmayar!, ¡no puede ser!, ¡no puede ser!

—Una copita más de jerez y mucho té de tila. Ustedes, Pablo y Chico ensillen sus caballos y manden llamar a Emilio con el auto… Con esas señas alguien tiene que haberlos visto.

—Pero ya es de noche. Si hace un rato, como ella dice que pasaron las cosas, debía de estar pardeando la tarde —dije yo.

—No importa. No pueden haber salido de la tierra, y dos jinetes a todo correr llaman siempre la atención.

—Pero Francisco, ¿a dónde van a ir?

—A las calles, a preguntarle a las gentes…

—¿Y el honor de la India? Si se enteran de que se la robaron…

—Sólo preguntaremos por los jinetes. Y tú aquí te encargas de que no salga nadie y amenazas a todos con lo que quieras, hasta de muerte, para que nadie abra la boca.

El grupo comenzó a dispersarse y entonces se oyeron pasos de caballos, lo que era más curioso, estruendosas carcajadas en la calle. Hubo un momento de estupor. Todos callaron y se quedaron inmóviles.

Isis, vestida de hombre, con el sombrero calado y el pañuelo atado al cuello, igual que Rodrigo mi hijo, arrastraba dos cobijas por el suelo. La India también reía hasta doblarse, igual que los otros dos.

Subió una oleada de sangre a la cara de Francisco, apretó las recias mandíbulas, sus ojos azules brillaron con un brillo duro, amenazante, y sin decir una palabra se dirigió a su despacho, haciendo a un lado con las manos a quien se encontrara en su camino. Los bromistas y la India calmaron su regocijo, pero Rodrigo dijo todavía riendo:

—¿Por qué esas caras por una broma tan inocente? La India se asustó mucho cuando el rapto, pero luego luego nos desenmascaramos y ella se divirtió tanto o más que nosotros. ¿Saben qué fue lo primero que dijo? Fue: “Me raptaron a mí porque soy la más bonita de las Astorga”.

—Hubieran oído a Isis cuando le contestó: “Mentira, la más bonita soy yo” —contó Rodrigo, divertido—. Al escuchar las palabras de la India ya habíamos recobrado el paso de los caballos, pero Isis en su furia le dio un fuetazo tal al suyo que…

—Rodrigo —lo interrumpió—, han cometido una falta muy grave. Doña Petra está fuera de sí y nosotros nos hemos llevado un disgusto que no merecemos.

—Mamá, ya doña Petra vio a la India y después de abrazarla llorando, volteó, miró nuestras fachas y se rió con ganas.

—Hijo de gata caza ratones —dije yo.

—Doña Isabel —quiso protestar Isis—, no pasó nada. ¡Fue un juego! Y los juegos son para disfrutarse.

—¿Juegos? ¿Se sienten con derecho a divertirse con el sufrimiento de los que los queremos?

—No pensamos en eso, créalo. Se nos ocurrió de repente y lo hicimos rapidísimo.

—Rodrigo, ven mañana temprano a hablar con tu padre. No, mejor llega en la tarde, a ver si es posible que esté un poco más calmado. En cuanto a mí, no quiero verlos antes de que haya pasado, por lo menos, una semana.

—Pero, mamá, por favor, te lo suplico, perdónanos si los disgustamos…

—Trataré de hacerlo en esos días.

Esa noche Francisco no cenó. En vano lo esperé sentada en la mesa, a él, tan puntual siempre a la hora de las comidas. A las diez mandé levantar la mesa. Llevaba dos horas ahí esperándolo. Fui a revisar que todas las puertas de la casa estuvieran bien cerradas, como siempre. Entré a la recámara y me acosté, sin poder dormir, y ya en el silencio total de la noche, oía sus pasos que iban y venían sin cesar, en el despacho. No sé cuándo me quedé dormida, con la lámpara de noche casi dándome en la cara.

Al día siguiente, como de costumbre, me levanté a las cinco de la mañana a vigilar la ordeña y él estaba a mi lado, profundamente dormido.

Los corrales ocupaban el fondo de la casa, en uno de los costados del patio de los gansos. Vi el árbol enorme, el mango, como a un viejo amigo y eso, no sé por qué, me tranquilizó. Como siempre, ordené todo: la comida, que se atara a los mastines, en fin, que la casa estuviera en marcha. A las siete oí a Francisco que se bañaba. Luego Natalia lo rasuró. La mesa del desayuno estaba puesta. Cuando nos sentamos a ella lo vi serio, pero tranquilo.

—Esas Astorga son muy buenas muchachas, pero con tal de divertirse hacen cualquier cosa. Les viene de parte de padre y madre. Mira que la idea de Marcial, que en paz descanse, de ponerle Isis a una hija, ya va diciendo cómo iba la cosa por su lado, y luego la Petra, que ya ves cómo es…

—No hablemos de eso ahora, Isabelita. Toma en cuenta que Rodrigo es inmensamente feliz con Isis. Ya te dije que Isis es el nombre de una antigua diosa y Marcial era muy dado a la historia.

—Como tú.

—Más. A él le interesaba mucho la mitología. Dejemos este asunto. Vamos a hablar, como siempre, de los quehaceres de hoy. Va a venir Zazueta a…

Me dio las instrucciones, como cualquier otro día. Nos levantamos, fue al baño a terminar de arreglarse y con un beso en la mejilla se despidió de mí… como si nada hubiera pasado.

Aunque me dolió, me negué, en una semana, a ver a Rodrigo. Esa tarde, cuando él se fue a hablar con Francisco, yo me fui a hacer una visita. En los días que siguieron no me dejé ver por él, porque sabía que, de comenzar con sus zalamerías, yo terminaría perdonándolo.

Pero cuando lo vi no resistí la tentación de preguntarle cómo había sido la entrevista con su padre.

—No, mamá, no hubo ira, no me regañó precisamente. Fue… cómo te diré… algo como un análisis de la vida que hacemos Isis y yo… como una meditación general del trabajo, de la existencia… pero lo que más me impresionó fue una advertencia que me sonó extraña; la recuerdo muy bien: “La felicidad es peligrosa si es vivida con exceso, al fermentar hace estallar las cosas, y no estoy hablando de la pasión, sino del amor llevado a terrenos que sin querer pretenden perfección. Es inconsciente y pura. Por eso es tan engañosa”.

Eso me dijo.

Yo estaba preocupada por la salud de mi hijo y de mi nuera. Él trabajaba duro, con seriedad, en su puesto en la hacienda azucarera, un puesto que pareció demasiado importante para sus veinticuatro años, cuando regresó de estudiar, pero que en un año ya manejaba a la perfección; por mi nuera, porque no tenía hijos y no parecía importarle. Definitivamente este instinto de mujer que yo creía era innato, no existía en ella.

Se habían casado en cuanto él se recibió; él, con sus veintitrés años, y ella con diecinueve. De eso hacía ya cuatro. Temía por la salud de Rodrigo, porque, trabajando como trabajaba, no había noche que no se desvelara por una tertulia que había en su casa, cena, o baile en casa de amigos, y dormía muy poco; mi temor con Isis no era precisamente de que pudiera enfermar, pues hacía la vida más regalada del mundo: su casa la gobernaba Marta, una antigua sirvienta, y ella dormía hasta tener justo el tiempo para recibir, arreglada, a Rodrigo cuando venía a comer. Esto no me molestaba, lo que yo quería era tener nietos, muchos nietos, y cuidarlos y mimarlos. Siempre lamenté haber tenido un solo hijo. Siquiera me hubiera sido dado también parir una niña… pero aquel aborto… No, mejor dejar de pensar en eso.

Fue esa la razón por la que aquella noche en que Rodrigo e Isis vinieron a cenar y luego nos sentamos en la banqueta a tomar el fresco e Isis tocó en la Tita, su guitarra predilecta, aquellas canciones de cuna tan bellas, que nosotros nunca le habíamos oído y que sonaban a lienzos de Holanda, limoneros en flor y el continuo deseo de relacionar a un bebé con los objetos que no conoce: la luna, el caballo, el río, la cuna, el mar, todo lo bello que hay en el mundo, los árboles, los pájaros, dulces lágrimas mojaron mi cara. “Para que tenga ganas de vivir aquí”, dijo, se quedó callada y, curiosamente, nosotros la imitamos, en un silencio tierno donde sólo se oían los retumbos del mar a lo lejos.

Isis, con voz queda, rompió el silencio: “Qué hermosas estrellas hay esta noche, como una de ellas siento al niño o a la niña que traigo en el vientre”.

Y el mar seguía escuchándose cuando nosotros, cuatro seres felices, nos abrazamos con inmenso amor, sin atrevernos a decir nada. Luego, apenas pudimos, con ojos húmedos, desearnos las buenas noches.

Al día siguiente, muy temprano, en cuanto Francisco salió en el coche (creo que estaban espiándolo desde la esquina) se presentaron Petra y sus hijas.

—¡Vamos a ser abuelos, Isabelita!, ¡y mis hijas y yo estamos felices! Me imagino la ilusión que tendrán Francisco y tú. Nosotros vamos ahora mismo al ingenio a comprar estambre y…

Siguió hablando sin parar, como era su costumbre. Yo, antes de ofrecerles asiento, miré a las hermanas de Isis: Mercedes y la India, muy parecidas en todo a mi nuera; erguidas y seguras, con una altivez grácil y encantadora; la India era blanca, pero no alabastrina, como el resto de sus hermanas, incluyendo a la pequeña Mina, sólo que esta criatura era muy rubia y de ojos azules. Tendría entonces doce años. La miré atentamente: sonreía con dulzura. Viéndola así, silenciosa e inocente y tan hermosa como sus hermanas, uno no podría sospechar que era retrasada mental: tenía, según los médicos, un coeficiente de ocho años, pero eso no era lo grave: conozco muchas mujeres casadas y con hijos que no tienen mayor inteligencia que la suya; su desgracia era que padecía una dificultad tremenda para hablar y se comía palabras enteras, sobre todo preposiciones, así que en cuanto decía algo cualquiera se daba cuenta de que era anormal. Pero para planchar, bordar, coser, cocinar, tener en orden la casa, era la única de las Astorga que sabía hacerlo a la perfección. En resumidas cuentas, ella llevaba la casa, porque sus hermanas se dedicaban a su apariencia y hacían una vida social muy activa, porque además de hermosas (las Astorga, en sus diferentes ramas, son famosas por su perfección física en todo el estado) son sumamente simpáticas y alegres. Nada parece que las pueda preocupar.

—… y cuando sea más grandecita, digo, si es niña. Tú sabes que yo soy feliz sin hijos varones, porque los hombres…

Ya, con un gesto, las había invitado a tomar asiento, interrumpiendo el monólogo de Petra, y le pregunté a la pequeña:

—¿Estás contenta de ser tía?

—Mucho. Nino mío. Lo voy banar, poner apo.

—Me parece muy bien. Y ustedes, muchachas, ¿qué dicen?

—Yo debo confesar que le tengo un poquito de envidia a Isis. Quisiera estar en su lugar —dijo Mercedes.

—¡Ah, no! Lo que tenemos que hacer es casarnos pronto para no tener nada de envidias —contestó la India.

—Pues me alegraré mucho de asistir a sus bodas. De todos los pretendientes que tienen, ¿cuáles son los elegidos?

—Todavía no hemos escogido, esperaremos a que llegue el amor, como Isis —dijo Mercedes.

—Pues ella no tuvo que esperar mucho —dije.

—No, si estaban enamorados desde chiquitos, yo me acuerdo…

Antes de que siguiera recordando, me levanté y dije:

—Ustedes tienen un viaje al ingenio y yo mucho quehacer en la casa. Mejor cualquier tarde de éstas me avisan y, cuando ya haya llegado Francisco, celebramos con una cenita la buena nueva.

Me levanté de la silla.

—¡Me parece muy buena idea! —dijo alegremente Mercedes.

—Traeremos la guitarra y cantaremos.

Petra no puso buena cara, porque delante de Francisco tenía que hablar lo menos posible.

—¿Isis? ¿Odi-go? —dijo Mina.

—Por supuesto que vendrían, sin son ellos los festejados —le respondí.

El porvenir de aquella niña me preocupaba, y la quería de todo corazón. Más que a las otras. Para compensar algo una injusta falla de la naturaleza, quizá.

Pocos días después, hice la cena: la familia y unos cuantos amigos íntimos. Se bebió, se comió, se tocó la guitarra y estuvimos muy contentos hasta la madrugada.

Quizá eso fue. No quiero ni pensar que eso fue, pero a la mañana siguiente vino corriendo Marta, tan sofocada que no podía hablar.

—La señora… la señora…

—¿Qué tiene la señora?

—Sangra y se queja.

Antes de llamar a Francisco o a Rodrigo le hablé al doctor Izábal, después a los hombres, que me dijeron estaban en el campo. Pedí que fueran a llamarlos, y luego salí corriendo con Marta, a casa de mis hijos.

Llegué y vi a Isis quejarse en la cama; retiré con mucho miedo la sábana, y vi dos manchas pequeñas de sangre. Ella se apretaba el vientre y se quejaba con una especie de ritmo infantil.

—Ya viene el doctor Izábal —le dije—, no te preocupes, esto pasa ya pronto.

—¡Mi niño, mi niño! —gemía ella, quedamente en su dolor.

La cubrí otra vez, y me senté en su cabecera limpiándole de cuando en cuando el sudor de la cara y las lágrimas

—Ya, ya, m’hija, esto va a pasar pronto, no es grave… Relájate, no hagas fuerzas.

No sé qué tanto le dije para calmarla, pero tenía una estaca clavada en el corazón.

Del ingenio, donde vivía, a casa de Rodrigo, el doctor hizo, cuando mucho, un cuarto de hora. Eterno. Marta lo hizo pasar directamente a la recámara y yo me retiré.

Dios sabe lo que sufrí mientras Enrique estuvo solo con Isis. Caminaba aprisa por el corredor para calmarme. Le dije a Marta que mandara hacer té de tila, mucho, para Isis y para mí. Cuando volvió y me dio una taza, no pude tomarlo porque las manos me temblaban. Lo que más me preocupaba era el larguísimo tiempo que Enrique Izábal se tomaba allá adentro. “Tengo que dominarme, tengo que dominarme”, y me senté, erguida, en el estrado, crucé las manos sobre la falda y esperé. Los hombres no llegaban.

Me levanté, como si fuera de elástico, cuando vi que se abría la puerta de la recámara y esperé a que él hablara.

Enrique salió pausadamente, moviendo la mano derecha de arriba abajo, en ademán de calmarme. Acercándose, me dijo:

—¿Podemos hablar a solas?

—¡Dios mío! Vamos a la sala —le respondí de inmediato.

Entramos y cerré la puerta.

—¿Es muy grave?

—No, ten calma Isabelita. Siéntate y tranquilízate. Con calma, con calma… No hay desprendimiento. El producto está en su sitio. Pero estuve interrogando detenidamente a Isis, y encontré el motivo de este sangrado. Hoy es precisamente la fecha en que debería comenzar su regla. Debes saber que hay mujeres que siguen reglando a veces uno o dos meses, y las hay que continúan con su menstruación hasta los nueve meses y nada sucede… Éste es un sangrado insignificante y que por precaución acostumbramos dejar un mes o dos meses en reposo a la paciente, ¡por precaución!, pero en este caso… Es un asunto delicado… —carraspeó y se quedó silencioso un momento; luego continuó pausadamente—: Mira, cuando yo llegué aquí, mi primer trabajo fue, precisamente, traer al mundo a Isis. He curado todas sus enfermedades y la conozco bien… es una buena muchacha… preciosa…

—Por favor termina, Enrique.

—Bueno, tú también la conoces; es alocada, inmadura, todo el mundo la mima…

—Ya sé todo eso, por favor, di directamente lo que tengas que decir.

—Bien: ya te dije que observándola uno o dos meses más, si hiciera una vida sosegada, no habría, con toda seguridad, peligro alguno. Pero si la soltamos es capaz de montar el primer caballo que pase. Le he dicho que tiene que guardar reposo absoluto hasta el término de su embarazo. Sólo quiero que lo sepan Francisco y tú, porque, perdona que te lo diga, pero tu hijo no puede sujetarla… yo…

—Has dicho lo que tenías que decir y te doy las gracias. Estoy del todo de acuerdo contigo y Francisco también lo estará. Eres un verdadero médico. Vuelvo a darte las gracias.

Nos despedimos en la puerta con un apretón de manos, como conjurados, luego me puse a pensar en cómo entretener a Isis durante tantos meses en la cama.

Francisco encontró muy razonable la decisión de Izábal y mis proyectos: tertulia todas las noches en la recámara de Isis, haciendo algún arreglo con los muebles, mucha Tita y hablar con sus hermanas y sus amigas para que no estuviera sola, tejiendo o haciendo labores, ponerle un radio junto a la cama, ilusionarla periódicamente con nuevos camisones y chambritas, mandarle o prepararle yo misma platillos que le hicieran ilusión… En fin, un plan completo, del que, sin embargo, no estábamos del todo seguros, pero que funcionó. Lo que más molestó a Isis fue no poder tocar la guitarra, durante los últimos meses, por la panza. Pero creo que no la pasó tan mal.

Francisco y yo íbamos a visitarla todas las noches, aunque fuera un ratito porque, la verdad, estábamos más impacientes que ella, y quizá más felices, esperando a nuestro nieto.

Llegó al fin. Fue una niña, ¡oh, qué niña!

Una Astorga. Blanca como el mármol más limpio, con grandes ojos cafés, nariz perfecta y la boca fina de Isis, fina y al mismo tiempo ávida, igual a su madre.

Nació en nuestra casa, por orden de Enrique, para que yo cuidara de la madre y la hija. Aunque el parto fue normal, Izábal inventó no sé qué cosas para que Isis siguiera en reposo todos los cuarenta días que antes se acostumbraba guardar. ¡Sabia decisión!, porque después, cuando ya pudo caminar, fue la misma de siempre; no, peor.

Recuerdo muy claramente una mañana, temprano, en que la vi, todavía en bata, desde mi puesto en el control de la venta de la leche, la crema, el queso, etc., contemplando ensimismada los saltos y las cabriolas desesperadas de la yegua maravillosa, pero todavía bruta, en el corral pequeño. La yegua no tenía más que el bozal con su mecate porque no había sido posible ponerle ni siquiera el freno. Tuve miedo. Tenía conmigo a la niña, a la que ella había amamantado hacía un buen rato, cuando se la puse al pecho, y ella casi ni lo sintió, porque estaba muy profundamente dormida. Yo tenía quehacer en la casa, recuerdo que quería hacer un queso después de poner en orden las cuentas del día. Era extraño que se hubiera levantado temprano; quizá la despertó precisamente el anuncio que, de pasada, le hiciera Francisco, de que había comprado una yegua muy fina, pero sin desbravar. Eso debe haber picado su curiosidad.

Abracé a la niña y con la otra mano tomé mis papeles. Di vuelta a los corrales, fui hasta donde ella estaba, la invité a que viniera conmigo a la casa a desayunar.

—No tengo hambre todavía —me dijo—, iré dentro de un rato.

Me dio aún más miedo y, como medida de seguridad, le puse a la criatura en los brazos diciéndole que tenía mucho quehacer.

Entré en la casa y comencé mis habituales deberes.

Oí grandes gritos afuera y, cuando me di cuenta de que venían de los corrales, mi corazón se quedó parado.

Corrí cuanto pude y fui derecho al corral pequeño. Chico me dijo casi gritando:

—Tuvimos que abrirle la puerta. La yegua corcoveaba tanto que tuvimos que hacerlo. Y va montada como mujer.

—¿Y la niña? —grité a mi vez.

—Se la llevó con ella, en el brazo izquierdo y el cabresto en la mano derecha.

—¿Hacia dónde fue?

—Salió derecho, no alcanzamos a distinguir por dónde dio la vuelta o si no la dio.

—¡Dios mío!

—Sí, doña Isabel. Y estamos ensillando para salir cuatro a ver si encontramos la huella.

¡La huella en aquellas calles de polvo finísimo!

Le hablé a Francisco, le hablé a Rodrigo. No lo podían creer. Menos mal que los encontré. Yo me fui al cuarto y me arrodillé en el reclinatorio a rezar, a rezar con toda mi alma, con todas mis lágrimas.

Llegaron mi marido y mi hijo. Me abracé, sollozando, a Francisco. Así dije lo poquísimo que sabía. Ellos también ensillaron sus caballos y salieron. No sabían ni para dónde. Yo continué con mi llanto y mis rezos.

Pasó una hora, pasaron dos… ¡Dios Santo de mi alma!

De pronto, gran bulla en los corrales. Salí corriendo. ¿Quién llegó? ¿Quién llegó? ¿Quién llegó?

Vi a Isis bajar de la yegua.

—Está domada —dijo simplemente, con un orgullo que no le cabía en el cuerpo.

—¿Y la niña? —le grité desesperada.

—La dejé sobre la arena del río porque la yegua se puso difícil.

Le di una cachetada.

—¿Dónde la dejaste, desdichada?

Ella se había llevado la mano a la mejilla y me miraba con asombro.

—Por allá, por los campos de California.

—Andrés, ensíllame el albardón, pero rápido —le dije al asustado muchacho.

Sí, yo fui a California a recoger a mi pequeña. Era un bultito de cobijas y mantas tirado cerca del cauce del río…

Parecía dormida, pero no, estaba inconsciente y hervía en calentura.

Muy triste regresé a casa. Ya estaba allí Francisco.

—Isabelita… —me dijo, conteniendo un sollozo—. ¿Está muerta?…

—Todavía no. Llama al médico o, mejor, vamos a llevársela en el automóvil.

—Sí, rápido. ¡Emilio! —gritó. Vino el chofer y partimos. Aquel cuerpecito inerte en mis brazos apenas respiraba. Francisco me la pidió, pero le dije: —No, no la muevas.

Al fin llegamos. Enrique, al vernos con aquellas caras y con la niña en brazos se quedó pasmado.

—¿Qué pasó? Yo la vi ayer y…

—No hay tiempo de explicaciones —dijo Francisco—. Examínala. Ha estado sobre la arena, al sol, no sabemos cuánto tiempo.

No, no recuerdo, no quiero recordar: su espaldita era una llaga, su carita estaba llena de ampollas. Y luego, abrirle la piel de un bracito para ponerle suero… No lloraba… No lloraba.

Fueron terribles aquellos días. No sé qué le hicieron o le dijeron a Isis, Rodrigo y Francisco, pero ella no apareció, ni su madre, ni sus hermanas, en mi cuarto, donde la velé día y noche. Seguí al segundo las instrucciones de Izábal, que la visitaba en la mañana y en la tarde.

Francisco y Rodrigo me ayudaban obligándome a comer cualquier cosa y descansar hasta que fuera hora de hacerle algo especial a la pequeñita. Yo no tenía hambre ni reposo y me partía el alma mi hijo que, inclinado sobre mi cama, donde estaba ella, dormida, boca abajo y lastimando las heridas de su carita cuando llegaba a moverse un poquito, llorando le decía con toda la ternura de que era capaz:

—Mi chiquitita… mi chiquitita —y así se pasaba un tiempo indefinido.

Francisco cuidaba de mí, me obligaba a comer, a bañarme, a descansar, y cuando, en otra habitación a la que me llevaba y me acostaba, creía que yo dormía, daba vueltas por el largo corredor, fumando cigarrillo tras cigarrillo. Luego iba a nuestra recámara a acompañar a Rodrigo, pero sólo a ratos. Su impotencia lo estaba matando.

Él me dijo que Rodrigo había mandado cambiar las cerraduras de la casa y puesto bajo llave las guitarras en la oficina. Isis estaba sola con Marta y la servidumbre, llorando. Para las compras, le abría la puerta a Marta temprano y cuando regresaba volvía a cerrar y se marchaba. Me asombré de que me dijera que también dormía, lo que podía, en nuestra casa y ni siquiera el llanto y las súplicas de Isis lo conmovían. Al contrario, lo ponían más furioso con ella. A pesar de lo que había hecho, le tuve lástima, pues era natural que quisiera ver a su niña, ver cómo estaba, pero por primera vez Rodrigo fue enérgico con ella y Francisco no intervino. Creo que estaba más herido que su hijo.

La niña comenzó a alimentarse por gotitas, aunque siguió con suero, sin abrir los ojos. Pero no lloraba ni cuando, con el ungüento, le ponía organdí en las heridas. Luego fue comiendo un poquito más, un poquito más… con un gotero. Hasta que una tarde gimió y entreabrió los párpados hinchados mientras Enrique la curaba.

—Creo que estamos del otro lado —dijo Enrique, triunfante. Francisco y yo nos abrazamos y nos besamos y abrazamos también a Izábal.

—Despacio, despacio. Lo álgido ha pasado, pero… —dio nuevas instrucciones y seguimos con las indicaciones de las curas. Yo ya me adormecía a ratos en la poltrona mientras la seguía cuidando.

Pasaron las semanas, lentas, pero ya no desesperadas. Pasaron cuatro meses y ya la pielecita de la niña fue formándose, pero era tan tierna que no se la podía tocar.

La alimentábamos con la leche de la Pinta bien hervida, pero casi no la bebía.

El día que dio el primer berrido de hambre hice que los hombres y el médico fueran a ver el milagro.

La dejé, cruelmente, que llorara un ratito. Sólo por el gusto de oírla, y además para pedirle instrucciones a Enrique sobre cuál sería su nuevo manejo. Seguí sus indicaciones y, al fin, comió.

Cuando llegaron los tres hombres ella estaba satisfecha, plácidamente dormida.

—Yo no me voy de aquí hasta que vuelva a llorar —dijo Francisco.

—Yo quisiera hasta despertarla.

—Voy a quitarle el suero. Habrá que coserle la venoclisis. Pero será cuando despierte.

¡Ay!, aquella herida abierta en su bracito derecho.

—Yo no te ayudo —le dije.

—Yo lo haré —murmuró Rodrigo bajando los ojos para que no viéramos sus lágrimas.

Francisco y yo, sin ponernos de acuerdo, nos fuimos al otro portal para no oír el llanto de dolor de la niña. Me contó que hacía dos meses que ya Rodrigo dormía en su casa, pero que Isis seguía confinada.

Quitándose ambos las batas blancas, y Enrique los guantes, andaban buscándonos para decirnos que al parecer la niña no había sufrido mucho. Rodrigo habló de darle un poco de té y Enrique se fue con Francisco al despacho para dejarme por escrito la dieta y los cuidados que la niña requería.

Después Francisco nos ofreció de beber, “para celebrar”, y mandó traer queso, aceitunas, chorizo, todo lo que había en la casa.

Yo me aventuré y dije: —Creo que es hora de que la vea la madre. Hace falta en esta celebración.

Izábal saltó.

—Pero que no sea sin ponerse la bata blanca, y por favor que no la toque.

Me reí: —¿Y el bautizo? Yo le eché el agua cuando creíamos que se moría, pero ahora debemos hacerlo formal.

—Dentro de dos o tres meses —dijo Enrique—, con eso del ropón y los apretujones… Pongamos cuatro.

—Se llamará Isabel. ¿No crees, Rodrigo, que es justo?

Si mi pobre hijo tenía otra idea, se la tragó y dijo que sí con entusiasmo.

Estuvimos tan contentos… hasta que Francisco comenzó a cantar aquello de:

Ya no corto cañas
que las tire el viento
que las tumben las mujeres,
con su movimiento…

—¡Francisco!

Él soltó la carcajada: —Si lo hago para hacerte enojar. Te ves muy bonita furiosa.

Todos nos reímos y Rodrigo fue por Isis.

Volvimos lentamente a la paz y un día se fue a su casa la chiquita. La Tita la llamábamos ya, curiosamente igual que a la guitarra.

A propósito de eso, hubo una vez en que Isis volvió a demostrar su inconsciencia… pero no hablemos más de esas cosas.

A pesar de su madre, Tita, la niña, sobrevivió. Eso sí, Isis la traía siempre vestida y arreglada como una pequeña princesa. Y cada día se abría más y más su inocente hermosura.

Tres años más tarde Isis se volvió a embarazar. El contento de todos era tan grande como el que habíamos tenido con el anuncio del nacimiento de Tita.

Pero esta vez, ¡ay!, ese embarazo nos costó la felicidad de todos.

Una mañana, como la otra vez, vino Marta corriendo y gritando.

—La señora… se muere la señora…

Creí ciegamente que se trataba del mismo caso que nos había alarmado tanto la vez anterior. Llamé al médico y, cuando iba a telefonear a Rodrigo y Francisco, Marta me dijo:

—Rodrigo está con ella… pero apúrese, Isabelita, porque… la señora se muere… Se muere.

Ante eso dejé el teléfono y le dije a Natalia que se comunicara con Francisco.

¡Lo que encontré!, ¡Dios mío! ¡Lo que encontré! Rodrigo estaba en la cabecera de la cama sosteniendo a su mujer que aullaba de dolor. Porque Isis no gritaba, su voz apenas si se apoyaba un poco para tomar aire. Ese aullido sostenido le deshacía la garganta y penetraba en nuestros oídos como saetas que nos traspasaban el corazón. Quise ponerle una bolsa de agua caliente en el vientre, y con un zarpazo la tiró. Inútil. Inútil. Era eso en ese instante lo peor: no podíamos hacer nada.

Llegó Izábal y delante de nosotras la examinó, porque nos negamos a salir.

Cuando se quitaba los guantes vi su cara sombría y eso me bastó.

—No llegaría viva a Culiacán —dijo—; es un embarazo extrauterino y necesitaría sangre, una operación que no aguantaría, menos con el traqueteo del viaje y las horas perdidas. Ya sus signos vitales son muy débiles.

Sí, lo dijo, me lo dijo, fuera del cuarto, pero yo lo recuerdo como si hubiera sido dentro, no sé por qué.

Mi hijo besaba a Isis por todo el cuerpo, como si con sus besos quisiera darle sangre, calor, calor. Isis, pálida, gritaba en sordina, como en sueños, desde otro lado, ese lado que desconocemos.

Rodrigo no cejaba en su empeño de volverla a la vida con besos, abrazándola, diciéndole desesperadas palabras de amor.

Y me arrodillé del otro lado de la cama y comencé a rezar sin mover los labios.

Enrique estaba parado a mi lado, con una mano en mi hombro.

Cuando llegó Francisco, Isis estaba prácticamente muerta. Sus grandes ojos abiertos no veían, no oía, ya no se quejaba. Sólo un sorbito de aire entraba en su nariz.

Dolor, ¡ay!, dolor.

Enrique quiso cerciorarse de que había muerto del todo y entonces Rodrigo se levantó furioso y le dijo:

—No la toque. Es mía.

La tomó en brazos como para protegerla de todos y sus ojos extraviados nos miraban con odio.

Fue necesario inyectarlo en un brazo, sin quitarle camisa ni nada, para que quedara inconsciente y la soltara. Fueron horas indescriptibles que ya no quiero recordar.

Chico y Pablo cargaron a Rodrigo hasta nuestra casa en el coche manejado por Emilio. Nosotros velamos y enterramos a Isis. Enrique se quedó con Rodrigo.

Fueron muchos días y noches de delirio, de fiebre, de frío, de no probar bocado ni beber nada.

Después vino una depresión atroz.

Con Enrique llegamos al acuerdo de mandarlo lejos, muy lejos. Inventamos que iba a hacer estudios sobre ingenios azucareros y semidrogado lo enviamos, acompañado por Chico, a los Estados Unidos. Primero a un sanatorio y después a olvidar.

Chico y Pablo eran criados de la casa, en el sentido español: se habían criado con nosotros y eran de la familia.

Las cartas de Chico, mientras Rodrigo estuvo en el sanatorio, traían, por supuesto, los partes médicos, pero estaban escritas sobre todo para divertirnos, para quitarnos la tensión, contándonos sus propias aventuras y sus descalabros por el idioma, pues no hablaba inglés, ni sabía por dónde iban los vehículos que tomaba, ni lo que comía. Lograba su objetivo. Luego comenzó a enviarnos pequeños mensajes de Rodrigo, escritos con coherencia pero con letra poco segura. Al cabo de seis meses Rodrigo fue dado de alta; todavía tenía que tomar algunos medicamentos, pero con Chico, que ya chapurreaba su inglés, recorrió parte de la Unión Americana.

Al año recibimos una extensa carta de Rodrigo donde nos decía que lo único que podía salvarlo era encontrar un interés vivo en alguna cosa que lo absorbiera y que, dada su carrera y su trabajo aquí, necesitaba sacar la maestría en química industrial.

Lo queríamos ver. Después de lo que pasó, de cómo lo miramos por última vez, necesitábamos verlo, pero… dijimos que sí, fingiendo entusiasmo. Le pedimos nos mandara fotografías, y lo hizo: estaba cambiado, se veía mayor, ahora usaba bigote y su mirada seria lo había transformado mucho. Pero como guapo, estaba más guapo; como dijo Natalia, más interesante. Chico regresó con su inglés casi perfecto.

Tita crecía. Entre Francisco y yo la echamos a perder. Era una niña consentidísima y, por lo tanto voluntariosa, pero tenía la gracia de su madre y la zalamería de su padre, y nosotros no podíamos evitar malcriarla. Era, muy exactamente, la niña de nuestros ojos.

Desde muy pequeña manifestó su coquetería y su carácter; por ejemplo, ella tenía que escoger la ropa que quería usar, y la enloquecían las pequeñas alhajitas que le mandábamos hacer; con cada vestido, calcetines y zapatos nos hacía que le pusiéramos tal o cual cosa en el pelo, castaño, hermoso y ondulado como el de su madre, la pulserita esta, o el anillito aquel. Sabía muy bien qué le quedaba mejor. Lo mismo sucedía con el peinado. ¡Ah!, cuánto gozaba yo vistiéndola.

Durante la ausencia de Rodrigo, Mercedes y la India encontraron el amor y se casaron “muy bien”, como decía Petra. La primera con un comerciante de Los Mochis y la segunda con un médico que se estableció en Guadalajara, así que Petra se quedó sola con Mina, ya de dieciséis años, tan bella y tan desgraciada. Pero para ella todo era motivo de alegría, hasta las cosas más insignificantes: era una niña.

Rodrigo anunció su regreso. Arreglamos los muebles de la casa, la mandamos pintar por dentro y por fuera. Yo me afané en la macetas y el jardín y lo aguardamos impacientes.

Cuando fuimos a esperarlo a Culiacán, Francisco y yo casi no hablamos ni en el camino ni en la sala de espera: temíamos delatar nuestra emoción, uno frente al otro. Pero cuando lo vimos bajar por la escalerilla, a ambos se nos arrasaron los ojos de lágrimas. Sin embargo, lo abrazamos sin llantos, como si hubiera hecho un viaje de semanas. Las fotos habían sido fieles, venía cambiado, pero para bien, al menos eso nos pareció a nosotros.

Cuando llegó a casa, inmediatamente se dio cuenta de nuestro esfuerzo por halagarlo. Nos miró y sonrió, apretujándonos a uno con cada brazo.

Tuvimos una gran fiesta, con sus amigos y los nuestros, con lo cual quiero decir que prácticamente con todo el pueblo. Habíamos matado un cerdo, y un novillo se asaba en el patio de los gansos. A éstos los habíamos encerrado en otro lugar porque en realidad eran bravos y también seis de ellos estaban preparados para ir a las mesas. Abundaba la bebida y teníamos música.

A pesar de todo, mi corazón no estaba tranquilo: Tita, que tenía ya siete años, se había negado siempre a escuchar hablar o a leer las cartas que le enviaba su padre Rodrigo. Las fotos apenas si las miraba. Se negó en redondo a ir con nosotros a encontrarlo a Culiacán y ahora yo la buscaba por toda la casa. La descubrí en las trojes, lugar que ella nunca frecuentaba. Tan bien arreglada como yo la había dejado, estaba, muy seria, sentada en un escalón hasta donde llegaba el sonido de la música y el murmullo de la gente.

—¿Qué haces aquí? Ven a recibir a tu papá.

—No es mi papá.

—Sí que lo es, y no te pongas tonta que ya me voy a enojar y ya sabes que cuando me enojo…

Se levantó de mal humor y me dio la mano. Caminamos hacia la recámara de Rodrigo, donde yo le había dicho que nos aguardara.

Entramos y él inmediatamente la tomó por la cintura, con alegría y emoción y, sosteniéndola así, frente a su cara, le dio vueltas y vueltas diciendo, con voz estrangulada: “Mi chiquitita, mi chiquitita…”. Luego la estrechó contra su pecho y la besó en la carita, en las manos, en los brazos. Ella, muy seria, lo dejaba hacer, y cuando él le pidió un beso, con el mayor despego se lo dio y le dijo: “Bájame”.

Él obedeció y se la quedó mirando. Una nube de tristeza lo ensombreció por un momento, pero él, con un gesto de la mano que pasó por enfrente de sus ojos, le habló:

—Tenía muchas ganas de verte. Tú no te acuerdas de mí porque eras muy pequeña. Ahora vamos a estar juntos siempre y nos vamos a divertir mucho, ¿verdad? Te traje muchos regalos. ¿Quieres verlos?

Ella calló.

—Ya sabes que soy tu papá. ¿No es cierto?

—Mi papá se llama Francisco.

—Bueno, sí, pero yo también soy tu papá, tu papá Rodrigo. Tienes la suerte de tener dos papás.

—No tengo más que uno —dijo ella, y dando vuelta salió muy erguida de la habitación.

Él se quedó desconcertado, triste, con los brazos todavía abiertos y con la rodilla en el suelo.

Yo lo tranquilicé: “Ya se le pasará, poco a poco se irá acostumbrando a tu presencia”. Y luego riendo: “No se puede tener dos papás en un momento”.

—Pero…

—Nada, nada. Vamos a la fiesta. Lo demás se irá ajustando poco a poco.

Rodrigo disfrutó mucho la bienvenida. Hasta cantó con la guitarra. Tita, desde un rincón, lo observaba. Francisco y yo, a solas, nos abrazamos emocionados de tener otra vez al hijo que se nos fue, tan mal, y regresaba completamente curado.

Muy pronto se vio que los estudios de Rodrigo eran aplicables y daban frutos. Dos años pasaron apenas para que lo nombraran gerente general. Con ese motivo dijo que necesitaba una casa para él solo (se la daba la Compañía) y creo que también aumentaba esa necesidad de no seguir recibiendo desprecios de la pequeña Tita, que le recordaba a Isis y que lo rechazaba sin recato alguno. Se murmuraba asimismo que deseaba volver a casarse, quizá con la hija menor de Enrique Izábal, Laura, o con Delia Ibarra, o con… qué se yo, coqueteos, habladurías… Pero lo cierto es que hacía una intensa vida social y que para las muchachas tenía un atractivo muy grande, tanto por su persona como por su posición.

Marta volvió a ser su ama de llaves y Mina iba, después de comer, a plancharle la ropa (el lino crudo es difícil y él suficientemente presumido como para solicitar ese favor).

Francisco y yo deseábamos de todo corazón que Tita amara a su padre, pero ella respondía a nuestros intentos estrechándose más a Francisco: lo hizo que la enseñara a jugar dominó y ajedrez para poder entretenerse juntos, por las noches. A los nueve o diez años ya era una experta. Conmigo era cariñosa y me entretenía cantándome, mientras yo cosía o zurcía. Ella, como su madre, era una princesa.

Un día, extrañamente silenciosa y reticente, llegó Petra a visitarme. Después de muchas escaramuzas me lo soltó de un golpe:

—Mina está embarazada.

Me quedé atónita. Luego me encolericé.

—¿Quién pudo ser el animal que le hizo eso?

—No lo sé. Cuando le pregunto por él, sólo dice “lindo”, “guapo”, pero el nombre no se lo he podido sacar ni pegándole en la espalda con un leño.

—¡No hagas eso! ¡No seas bestia tú también! Ella es una víctima. ¿No lo comprendes?

—¡Víctima! ¡Víctima! Una sinvergüenza, una pu…

—¡No lo digas! ¡No es así! Y ahora mejor vete, mala mujer.

Venturosamente llegó Rodrigo al poco rato después de que ella se fue. Por fortuna Francisco no estaba. Ante Rodrigo explotó toda mi indignación, todo mi dolor. Lo eché fuera con palabras y gestos. Ni siquiera lo miraba.

Cuando me volví, estaba pálido como un muerto, con la cabeza gacha y el sombrero entre las manos. Con mucha dificultad comenzó a hablar:

—Ese maldito hombre soy yo, mamá.

No pude ni responderle.

—Por favor, escúchame como en confesión, sin interrumpirme.

Dormía yo la siesta en calzoncillos y con todas las puertas y ventanas cerradas, así que el cuarto estaba oscuro, cuando oí un pequeño ruido y entreabrí los ojos, vi a Isis con la cabeza gacha colocando algo en la cómoda, sin pensar en nada, di un salto y la tomé por la cintura, ella inclinó aún más la cabeza y yo comencé a besarle la nuca, el cuello, y cerrando los ojos la volví y la besé en la boca. Se quedó quieta y al cabo de un momento respondió a mi beso, con esa su manera tan particular. La tomé en brazos y la puse en la cama: la misma piel, el mismo cuerpo… Sí, la desnudé y entreví su cuerpo núbil de los primeros tiempos, la acaricié, la amé con toda mi alma… y sólo al volver en mí me di cuenta de que aquello no lo había soñado. Mina estaba dormida junto a mí… Si tú sientes horror ahora, imagínate lo que fue para mí salir del sueño, y encontrar que… únicamente el color del pelo me decía que aquella no era mi amada… gemía igual, se movía igual… y ahora… yo era un canalla por haberla amado. Terror sentí. Me vestí de prisa, sí, cobardemente, y huí antes de que Mina abriera sus azules e inocentes ojos…

Pero aquello fue un sueño, no una maldad. La maldad vino después, al día siguiente, cuando al abrir los ojos vi a Mina a mi lado, desnuda, con el mismo cuerpo, la misma cara de Isis y el oro claro de sus cabellos cayendo hasta la cintura.

—¿U-ga-mos? —me dijo.

—Sí, pero no hables, ni una palabra. Sssst.

Entonces sí, amé a Isis con la confusa conciencia de que no era ella, sino otra que casi era ella… no sé explicarlo.

Soy un canalla. Lo sé. Pero tener, aunque solamente fuera una parte de Isis me daba más felicidad que ninguna otra cosa en el mundo. Fui atrozmente egoísta, nunca pensé en Mina, en la persona de Mina no, sólo en la otra. Y ahora…

Tenía las manos con los dedos metidos en los cabellos. Gacha la cabeza.

Luego de un largo rato la levantó y dijo firmemente: —Me casaré con ella.

Yo no pude hablar. Me levanté y como una autómata me fui a mi cuarto. A tratar de entender.

Sí, dicho simplemente, el hecho era brutal, canallesco, vituperable en todos los sentidos, pero en el fondo, muy en el fondo, era un acto de amor que reproducía, intactos, otros actos de amor, seguramente muy deseados, soñados… “Una vez más”, “sólo una vez más” habrá deseado muchas veces, y un milagro, este deseo ferviente, se había cumplido. El pecado venía después, cuando el milagro había dejado de serlo y se había abusado de él forzándolo a que se repitiera. El exceso, siempre el exceso. Y ahora… ¿qué hacer? Las Erinias ya atormentaban a mi hijo y él estaba dispuesto a entregarse a ellas. ¿Sería prudente impedir que lo hiciera?

Lo peor de que se uniera a Mina era que no la amaba. Que simplemente buscaba en ella el reflejo de la otra. Y comunicación, ¿cómo podría comunicarse con ella, comentar de su trabajo y sus pensamientos y sentimientos? Además tendría que hacer vida de soltero en sociedad, mientras Mina era una ama de llaves y la luz de un deseo que quizá pronto se apagaría; cuando dejara de ser misterio, milagro. ¿Y la criatura? ¿Tendría que ser un hijo tenido “por ahí”? ¿No casi el hijo de Isis? Dios mío, perdónalo… perdónalo y saca de tu Divina Sabiduría la solución de este problema.

Mucho hablamos Francisco y yo sobre estos casos. Él, en realidad, se oponía abiertamente a la boda aunque no dejara de tener sus dudas.

—La criatura bien puede vivir, con todos los cuidados y los lujos que podamos darle, con Mina, en casa de Petra. A Petra le hace falta Mina y adora el dinero. Aceptará. Rodrigo reconocerá a su hijo legalmente, podrá atender su educación y socialmente… tú sabes cómo es la gente. Después de mucho escándalo, les convendrá más estar bien con el gerente que cerrarle las puertas o negarle la amistad.

—¿Y Mina? Está enamorada de él… ¿Por qué ha de pagar ella?

—Alguien tiene que salir perjudicado. No te preocupes. Olvidará. Verá a Rodrigo lo menos posible. Olvidará, como todas las criaturas de su edad mental.

—Mírame: ¿crees realmente eso?

—No. Pero no hay otra salida.

¡Dios mío, ilumínanos! ¡Danos una solución que no sea cruel para ninguno de ellos, ni para el niño! ¡Ayúdanos en esta tribulación!

Y Dios me escuchó, pero, ¡de qué manera! Rodrigo se mató en un espantoso, inexplicable, accidente automovilístico. En las marismas, con un frenazo que volteó el coche. ¿Qué se le atravesó? ¿Qué andaba haciendo allí? ¿Por qué a la velocidad que dicen que iba? En las marismas que son únicamente una capa dura que el mar ha dejado y arena debajo, yermas, sin más atractivo que la soledad. ¿Eso buscaba mi hijo? ¿Soledad? Pero por qué en el coche, corriendo como un loco y… ¿Qué pudo atravesarse en su camino para que diera el frenazo que volteó el coche? Ahí no hay nada. ¡Dios mío! ¡Quítame la terrible tentación de pensar que fue un suicidio!

Le rogué a Francisco que me dejara lavar con mis manos sus heridas, por terribles que fueran. Vestirlo como cuando era niño. No me lo permitió.

—Comprende que está destrozado. Ni siquiera lo reconocerías…

¡Oh Dios! ¡Dios todopoderoso! ¿Qué has hecho? ¿Qué has hecho de todos nosotros?

Sombras, como sombras vivimos desde entonces.

La negrura lo cubrió todo sin dejar un punto de luz que mirar, un soplo de viento para respirar. Todo pierde sentido, no hay nombre para nombrarnos: ni huérfanos, ni viudas… no hay palabra para nombrar a los que hemos perdido un hijo porque ya no somos aunque sigamos existiendo. Y además aquel mal pensamiento en el fondo del alma. Francisco también lo tenía, estoy segura. En su frente sombría, en su boca cerrada estaba el mismo pensamiento. Ni sobre las circunstancias del accidente hubo palabra alguna.

Después de los funerales se cerró la puerta de la casa, en este pueblo de puertas abiertas, y nadie se atrevió a llamar.

Sólo oímos golpes fuertes una madrugada: eran la India y Mercedes para avisar que Mina tenía dolores ya muy fuertes. Toda la casa se puso en movimiento y en ese instante Francisco dijo unas palabras que podrían parecer disparatadas.

—Creo que, en algunos casos, el que toma la justicia en sus manos es un valiente.

Tomadas todas las providencias, nos fuimos a casa de Petra.

Al fin nació la niña de Mina. Su parto fue normal, pero ella gritó y lloró sin entender muy bien qué le sucedía.

—Está perfectamente sana. Es normal, y preciosa. No había visto criatura tan bella desde que nació…

Tita. Eso era. Entramos a verla y nos quedamos pasmados: era idéntica a Tita, sólo que con el tiempo se vio que había heredado el azul de los ojos y el rubio color de su madre: otra Astorga. Otra nieta, más desventurada que la primera.

Tita estaba muy contenta cuando Lila nació. Igual que Mina, cuando ella venía al mundo, quería bañarla y vestirla desde ya. Pero cuando la vio por primera vez se sorprendió de que pudiera ser tan pequeña, y cuando se la puse en los brazos me dijo muy apurada: “¡Quítamela, quítamela!, ¡se me cae!”.

Sólo pudo disfrutar de su “primita”, en casa de su abuela Petra, unos cuantos meses, pues iba, como interna, a seguir sus estudios en Culiacán. No era posible que viniera todos los fines de semana porque la carretera famosa no era entonces la de ahora; aquélla era de tierra, y en tiempo de aguas los lodazales casi impedían absolutamente el paso. Tita se iba… ahora tendríamos, a ratos, nada más a Lila. Y las vacaciones, las tan esperadas vacaciones de Tita.

Petra murió y, naturalmente, Mina y Lila vinieron a vivir con nosotros.

Lila llamaba papá a Francisco y, un día de verano, cuando tenía dos años y caminaba hacia él, que le tendía los brazos, de pronto Tita tuvo celos y se interpuso entre los dos diciéndole a la pequeña: —¡No es tu papá! ¡No es tu papá!

Lila la miró con ojos sorprendidos y al encontrar fiereza en los ojos de Tita comenzó a llorar. Yo la tomé inmediatamente en brazos y la puse sobre una pierna a Francisco.

—¡Sí es su papá! ¡Tan su papá como tuyo!

Tita me contestó con tono airado.

—Ella tiene su mamá, que es Mina. Yo te tengo a ti. Ella debe de tener su papá, como yo dicen que tuve uno, y no tengo más papá que mi papá Francisco. Que ella le diga papá a su papá.

—No tiene más papá que su papá Francisco, porque el suyo se murió.

—¿Como el mío?

—Exactamente igual que el tuyo.

Ya no podía más con ese diálogo tan doloroso. Diciendo la verdad, pero mintiendo. Recordando a mi hijo y… me fui a mi cuarto con Lila en brazos. La puse sobre mi cama y me senté a su lado: “Mi pequeña, mi pequeña”, le decía entre lágrimas y besos y miraba su belleza que resplandecía más con el sol que entraba por la ventana.

Cuando salí, otra vez a la lucha, ya Tita estaba sobre una pierna de Francisco y lo acariciaba y lo mimaba. Mi marido babeaba, con aquella criatura encantadora; yo puse a Lila en la otra pierna y Tita volvió a enfurruñarse, se bajó del sillón y salió del recibidor. La oí dar portazos por diferentes habitaciones. Andaba loca de rabia, yo la conocía bien. Francisco tomó a Lila en sus brazos y me dijo:

—Ya se le pasará, no es más que un berrinche. Además, siempre ha querido a Lila.

—Nunca había tenido celos de nadie porque la acostumbramos a que tú eras el centro del mundo y tu centro era ella.

—No, Isabelita, ya verás, ya verás…

Pero no, pasaron esas vacaciones y otras y otras y los celos de Tita aumentaron, en vez de disminuir, aunque aprendió a controlarlos, al menos delante de nosotros. Pero cuando estaban solas, yo las espiaba, y veía a Tita cantarle a Lila canciones (Tita aprendió a tocar ella sola la guitarra) de otro tiempo que sus tías le enseñaban. A mí me parecía que era Isis tocándole y cantándole a ella.

Pero a su papá, que no lo tocara delante de ella. Las amonestaciones, las amenazas (que sabía no se cumplirían) no fueron efectivas. Ni las de Francisco.

Así que optamos por evitar desavenencias y durante las vacaciones de verano mandábamos a Lila y a Mina a Guadalajara o a Mochis, con Mercedes o la India, encantadas porque Mina se ocupaba de todo, y ellas de pasear.

Lila tenía ocho años y Tita estaba por casarse, con un oaxaqueño del que se había prendado. Sí, era guapo, gentil, espléndido en sus regalos, no bebía apenas, fumaba un poco, y poseía tierras buenas por el sur.

Mandamos de incógnito a Pablo a que hiciera averiguaciones en Oaxaca y resultó que lo que Raúl había dicho era parte de la verdad. Buen mozo y de buena familia, con dinero, galante y desprendido. ¿Qué le podíamos decir a la muchacha? ¿Que nos dolía que se fuera tan lejos? ¿Era eso razón alguna? Por cierto que no. Dimos entonces nuestro consentimiento y los padres de Raúl vinieron a pedir a Tita.

Convinimos en que sería en noviembre cuando acá hace un tiempo espléndido. Y nos pusimos a trabajar, a encargar, a importar. En fin, deseábamos que el equipo de la novia fuera de primera.

El problema surgió al planear el cortejo: Tita quería seis damas entre sus amigas del colegio, lo cual no fue objetado. La objeción vino cuando Francisco, que tan poco sabe de esas cosas, tuvo una ocurrencia:

—Que Lila vaya delante de todos, con un cestito o una flor en la mano.

Satisfecho de su idea mundana no se dio cuenta de cómo Tita se encendía, hasta que la oyó gritar:

—¡Lila no va a abrir mi cortejo! ¿Entienden? ¡No va a abrir mi cortejo!

Todos enmudecimos ante tal explosión de violencia por una cosa tan trivial. ¿Era odio a Lila? ¿Envidia quizá? Pero ¿por qué? ¿Porque era rubia? ¿Porque era niña? ¿Porque se la estaban poniendo en primer plano?

Silencio. Luego Francisco se levantó y dijo: —Ya hablaremos de esto otro día.

Días de pocas palabras: “Buenos días”, “Buenas noches” y silencio en la mesa. La pequeña Lila, que no había estado en la escena del cortejo, no entendía nada. Hablaba y apenas le contestábamos, con amabilidad, sí, pero exclusivamente lo necesario. Tanta mezquindad en Tita nos tenía paralizados. No podíamos comprenderla.

Hasta que una tarde, cuando no hacía mucho que Francisco había llegado y leía el periódico y yo cosía a su lado, vimos venir hacia nosotros a Tita, con el cabello en desorden y la ropa arrugada. Sus ojos estaban rojos y su carita hinchada de llorar. Se arrodilló ante nosotros y con la cabeza en el suelo dijo:

—¡Perdóname, mamá! ¡Perdóname, papá! ¡Soy una malvada!

Y su cuerpo se convulsionaba en sollozos incontenibles:

—¡Toda la vida he sido una malvada! ¡No, al principio no, pero cuando fui creciendo…! ¡Perdón, perdón!

Me hinqué a su lado a consolarla y Francisco hizo lo mismo. Tenía un verdadero ataque de nervios. Fui por jerez, mandé hacer tila, traje sales para oler. Por fin, extenuada, se dejó arrastrar a un sillón.

—¡Soy igual que él… igual que él…! Malvada… Cómo pudo… y yo completé su obra pensando sólo en mí y ella es inocente… y Mina es inocente… y yo, raza de reptil.

—No, hija, no digas cosas que no debes decir nunca. ¿Quién te contó esta historia?

—Mi tía Natalia.

Mi hermana, la amarga, había querido clavar el aguijón en la carne más tierna, que amábamos más, pero nos había hecho un gran favor al abrir la pústula de la que nos venían tantos sinsabores.

La amargura de esta historia es el subsuelo sobre el que nacen, crecen y sonríen nuestros nietos, y encima del cual se yergue la juventud de nuestra hermosa Lila.

*FIN*


Los espejos, 1988


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