Casa digital del escritor Luis López Nieves


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Los forzadores de bloqueos

[Novela corta - Texto completo.]

Julio Verne

Capítulo I

El Delfín

Las primeras aguas de un río que espumaron bajo las ruedas de un vapor fueron las del Clyde. Fue en 1812. El buque se llamaba El Cometa y hacía un servicio regular entre Glasgow y Greenock, con una velocidad de seis millas por hora. Desde aquella época, millones de steamers y de packet—boats han remontado o descendido la corriente del río escocés, y los habitantes de la gran ciudad comercial deben estar singularmente familiarizados con los prodigios de la navegación a vapor.

Sin embargo, el 3 de diciembre de 1862, una multitud enorme compuesta de armadores, comerciantes, industriales, obreros, marinos, mujeres y niños llenaban las calles de Glasgow y se dirigían al Kelvindock, vasto establecimiento de construcciones navales, propiedad de los señores Tod y Mac—Gregor. Este último nombre prueba hasta la saciedad que los descendientes de los famosos Highlanders se han convertido en industriales y que todos los vasallos de lo antiguos clans se habían trocado en obreros de fábrica.

Kelvindock, está situado a corta distancia de la ciudad, en la orilla derecha del Clyde y bien pronto sus inmensos astilleros fueron invadidos por los curiosos: ni una punta, del muelle, ni una tapia de wharf, ni un techo de almacén ofrecía el menor espacio desocupado.

El mismo río estaba cuajado de embarcaciones y en la orilla izquierda hormigueaban los espectadores en las alturas de Govan.

No se trataba, sin embargo, de una ceremonia, extraordinaria, sino sencillamente de la botadura de un buque y los habitantes de Glasgow debían estar acostumbrados a semejantes operaciones. El Delfín —éste era el nombre del vapor construido por los señores Tod y Mac—Gregor—, ¿ofrecía acaso alguna particularidad? No, por cierto.

Era un gran buque de mil quinientas toneladas, de planchas de acero en el que todo se había combinado para obtener una marcha superior. Su máquina, salida de los talleres de Lancefield era de alta presión y dotada de una fuerza efectiva de quinientos caballos. Ponía en movimiento dos hélices gemelas situadas a ambos lados del codaste en las partes delgadas de la popa, y completamente independientes una de otra, nueva aplicación del sistema de los señores Milwal y Dudgeon, que da una gran velocidad a las naves y les permite evolucionar dentro de un círculo excesivamente reducido. En cuanto al calado del Delfín, era poco considerable y no se engañaban los inteligentes al decir que debía estar destinado a navegar por parajes de escasa profundidad.

Pero estos detalles no podían justificar de ninguna manera la aglomeración de público porque al fin y al cabo, el Delfín era una nave como otra cualquiera. ¿Ofrecía entonces la botadura algunas dificultades mecánicas? Tampoco. El Clyde había recibido en sus aguas buques de mayor tonelaje y el lanzamiento del Delfín debía verificarse de la manera más sencilla.

En efecto, cuando la mar estuvo igual en el momento en que cesó el reflujo, comenzaron las maniobras: los martillazos resonaron con perfecta uniformidad sobre las cuñas destinadas a levantar la quilla de la nave, por cuya maciza construcción no tardó en correr un estremecimiento: poco a poco empezó a levantarse y moverse, se determinó el deslizamiento, y a los pocos instantes el Delfín abandonó los rulos cuidadosamente ensebados y entró en el Clyde en medio de espesas volutas de espesos vapores blancos. Su popa chocó contra el fondo cenagoso del río, volvió a elevarse sobre el lomo de una ola enorme y el magnífico steamer, arrastrado por su propio impulso, se abría estrellado contra los muelles de los astilleros de Govan si todas sus anclas, cayendo a un tiempo con formidable estrépito, no le hubieran contenido en su carrera.

La botadura se había verificado con éxito completo. El Delfín se balanceaba tranquilamente en las aguas del Clyde, y en el momento que tomó posesión de su elemento natural todos los espectadores rompieron en aplausos y hurras atronadores.

Mas, ¿por qué tales aplausos y aclamaciones? Seguramente, los espectadores más entusiastas habríanse visto en un apuro para explicar su entusiasmo. ¿De dónde provenía, pues, el interés particular despertado por aquella nave? Pura, y sencillamente del misterio que encubría su destino. No se sabía a qué género do comercio iba a ser dedicado, y la diversidad de opiniones emitidas por los grupos de curiosos acerca del particular hubiera asombrado, con razón, a cualquiera.

Los que estaban mejor informados, o mejor dicho, los que presumían de estar enterados, aseguraban que el steamer estaba destinado a desempeñar un papel muy importante en la terrible guerra que diezmaba entonces a los Estados Unidos de América; pero no se sabía nada más; nadie podía decir si el Delfín era un corsario, un transporte, una nave confederada o un buque de la marina federal, en fin, que sobre este extremo la ignorancia de los espectadores era completa.

—¡Hurra! —exclamó uno, afirmando que el Delfín había sido construido por cuenta de los Estados del Sur.

—¡Hip! ¡hip! ¡hip! —gritó otro, jurando que jamás habría cruzado un buque más rápido por las costas americanas.

En una palabra, que para saber con exactitud a qué atenerse hubiera sido preciso ser amigo íntimo o asociado de Vicente Playfair y Compañía de Glasgow.

Rica, inteligente y poderosa era la casa de comercio que tenía por razón social Vicente Playfair y Compañía, antigua y honrada familia descendiente de los lores Tobacco, que levantaron los mejores barrios de la ciudad. Aquellos hábiles negociantes en cuanto fue firmado el acta de la Unión, fundaron las primeras factorías de Glasgow para traficar con el tabaco de Virginia y de Maryland. Se hicieron fortunas inmensas en aquel nuevo centro comercial. Glasgow no tardó en hacerse industrial y manufacturera; por todas partes se construyeron fábricas de hilados y fundiciones de hierro, y en pocos años llegó a su apogeo la prosperidad de la ciudad.

La casa Playfair permaneció fiel al espíritu emprendedor de sus antepasados y se lanzó a las operaciones más atrevidas, sosteniendo el honor del comercio inglés. Su jefe actual, Vicente Playfair, hombre de unos cincuenta años, de temperamento esencialmente práctico y positivo, aunque audaz, era un armador de pura cepa. Fuera de las operaciones mercantiles, nada le impresionaba, ni el lado político de las transacciones. Por lo demás, era honrado y leal a carta cabal. Pero no podía reivindicar la idea de haber construido y armado el Delfín, porque esta gloria pertenecía a Jacobo Playfair, su sobrino, guapo mozo de treinta años, el más atrevido skipper de la marina mercante del Reino Unido.

Cierto día, en Tontine Coffee Room, bajo los arcos de la sala de la ciudad, después de haber leído los periódicos norteamericanos, Jacobo Playfair participó a su tío un proyecto arriesgadísimo.

—Tío Vicente —le dijo ruborizándose como un colegial—, se pueden ganar dos millones en menos de un mes.

—¿Qué hay que arriesgar para ello? —le preguntó su tío Vicente.

—Un buque y su cargamento.

—¿Nada más?

—Sí, la vida de la tripulación y de su capitán, pero esa no importa.

—Vamos a ver de qué se trata —repuso Vicente, que era aficionado a este pleonasmo.

—Es muy sencillo — repuso Jacobo Playfair —. ¿Ha leído usted The Tribune, el New York Herald, el Times, el Enquirer Richmond o el American Review?

—Veinte veces, querido sobrino.

—¿Cree usted, como yo, que la guerra de los Estados Unidos durará aún mucho tiempo?

—Mucho tiempo.

—¿Sabe usted cuánto perjudica esa guerra a los intereses de Inglaterra, y a los de Glasgow en particular?

—Y especialmente a los de la casa Playfair y Compañía —contestó el tío Vicente.

—Sobre todo a ésos —asintió el joven capitán.

—Cada día pienso más, querido Jacobo, y no sin una especie de terror en los desastres comerciales que esa guerra puede acarrear. No quiere esto decir, sobrino mío, que la casa Playfair no sea fuerte, pero sus corresponsales pueden quebrar. ¡Así se lleve el diablo a todos los esclavistas y abolicionistas de América!

Si desde el punto de vista de los grandes principios humanitarios, que están siempre por encima de los intereses personales, Vicente Playfair hacía mal en hablar así, le sobraba razón considerado el asunto bajo su aspecto comercial. El artículo más importante de la exportación americana faltaba por completo en la plaza de Glasgow.

El hambre de algodón (literalmente the cotton famine), empleando la enérgica expresión inglesa, se hacía de día en día más amenazadora.

Millares de obreros se veían obligados a implorar la caridad pública. Glasgow poseía veinticinco mil telares mecánicos que antes de la guerra de los Estados Unidos producían seiscientos veinticinco mil metros de algodón hilado cada día, es decir, cincuenta millones de libras al año. Por estas cifras puede calcularse los trastornos ocurridos en el movimiento comercial e industrial de la ciudad cuando llegó a faltar casi por completo la materia textil. Las quiebras eran continúas, todas las fábricas suspendían sus trabajos y los obreros perecían de hambre.

El cuadro de esta espantosa miseria fue lo que sugirió a Jacobo Playfair la idea su atrevido proyecto.

—Yo iría a buscar algodón —pensó — y lo traería aquí a toda costa.

Pero, como era tan «negociante» como su propio tío Vicente, resolvió proceder por vía de cambio y proponer la operación como un negocio comercial.

—Veamos mi idea —dijo.

—Veámosla.

—Es muy sencilla. Haremos construir una nave de gran velocidad y de mucha cabida.

—Adelante.

—La cargaremos de municiones de guerra, de víveres y de vestuario.

—Todo eso es fácil.

—Yo tomaré el mando del buque. Desafiaré en velocidad a todos los navíos de la marina federal. Forzaré el bloqueo de uno de los puertos del Sur…

—Venderás caro el cargamento a los confederados que los necesiten —añadió el tío.

—Y volveré cargado de algodón.

—Que te lo darán casi de balde.

—Exacto, tío Vicente. ¿Qué le parece mi proyecto?

—Muy bueno; pero, ¿podrás pasar?

—Pasaré, seguramente, si dispongo de un buen buque.

—Se construirá uno expresamente. Pero, ¿y la tripulación?

—Yo la encontraré: no tengo necesidad de muchos hombres. Basta los imprescindibles para las maniobras. No voy a batirme con los confederados, sino a burlarlos.

—Los burlarás —repuso el tío Vicente con resolución —. Pero dime, ¿a qué punto de las costas americanas piensas dirigirte?

—Hasta ahora, tío, algunas naves han forzado el bloqueo de Nueva Orleáns, de Willmington y de Savannah, pero yo pienso entrar en derechura en Charleston. Ningún buque inglés ha podido anclar en su fondeadero, excepto La Bermuda; yo haré lo mismo que ésta, y si mi buque cala poco, iría hasta donde los buques federados no podrían seguirme.

—La verdad es —repuso el tío Vicente —, que Charleston está abarrotado de algodón. Lo queman para desembarazarse de él.

—Sí —agregó Jacobo —. Beauregard está escaso de municiones y pagará mi cargamento a peso de oro.

—¡Muy bien, sobrino! ¿Cuándo quieres partir?

—Dentro de seis meses. Hay que esperar a las noches largas, a las noches de invierno, para pasar con menos dificultades.

—Se hará lo que deseas, sobrino.

—Está dicho, tío.

—Está dicho.

—Pues ni una palabra más, y punto en boca.

—Punto en boca.

He aquí explicado por qué, cinco meses después el steamer era lanzado al agua en los astilleros de Kelvindock, y por qué nadie sabía su verdadero destino.

Capítulo II

El aparejo

El armamento del Delfín se llevaba a cabo con mucha rapidez: el aparejo estaba listo y sólo hubo que ajustarlo. El Delfín llevaba tres palos de goleta, lujo poco menos que superfluo, pues no contaba con el viento para escapar a los cruceros federados sino con las potentes máquinas encerradas en sus costados. Y hacía bien.

A fines de diciembre el Delfín verificó sus pruebas en el golfo del Clyde. Sería difícil decir si quedó más satisfecho el constructor que el capitán. El nuevo steamer cortaba el agua admirablemente y el patentlog marcó una velocidad de 17 millas por hora , velocidad nunca alcanzada por un barco inglés, francés o americano. Evidentemente el Delfín, luchando con los buques más rápidos, habría ganado muchos cables de delantera en un match marítimo.

El 25 de diciembre comenzaron las operaciones del cargamento. El steamer fue atracado al steam—boat—quay, un poco más abajo de Glasgow Bridge, en el último puente, tendido sobre el Clyde antes de llegar a su desembocadura. Allí los vastos wharfs contenían una inmensa provisión de víveres, armas y municiones que pasaban rápidamente a la sentina del Delfín. La naturaleza del cargamento denunció el misterioso destino del buque, y la casa Playfair no pudo guardar por más tiempo el secreto. Por otra parte, el Delfín no había de tardar en hacerse a la mar. En las aguas inglesas no se había señalado ningún crucero americano, y, además, ¿hubiera sido posible formar el rol y guardar silencio sobre el destino de la tripulación? No se podía embarcar a los hombres sin decirles adónde se les quería llevar, pues cuando uno arriesga su pellejo, quiere saber por qué lo arriesga.

Sin embargo, el peligro no retrajo a nadie El salario era bueno y a cada tripulante se le reconocía una participación en los beneficios; así es que fueron muchos los marineros que quisieron figurar en el rol del Delfín. Jacobo Playfair pudo, pues, elegir bien y a su entera satisfacción, de manera que a las veinticuatro horas la lista de la tripulación era de treinta nombres de marineros que hubieran hecho honor al yate de Su Muy Graciosa Majestad. Se fijó la partida para el 3 de enero.

El 31 de diciembre el Delfín estaba ya listo. Sus sentinas se hallaban abarrotadas de municiones y víveres y su bodega de carbón. Nada le retenía ya.

El 2 de enero el skipper se hallaba a bordo dando el último vistazo a la nave para asegurarse de que todo estaba en orden, cuando se presentó en la escalera del Delfín un hombre diciendo que deseaba hablar con el capitán. Uno de los marineros le condujo a la toldilla.

Era un hombrón de anchas espaldas, coloradote, de aire sencillo, que no ocultaba, empero, cierta sagacidad e inteligencia. No parecía estar muy al corriente de las costumbres marítimas y miraba en torno suyo como el que no está habituado a pisar las cubiertas de los buques.

Sin embargo, se daba la importancia de un viejo lobo de mar y balanceaba el cuerpo al modo de los marineros.

Cuando llegó a presencia del capitán, le miró fijamente preguntando:

—¿El capitán Jacobo Playfair?

—Yo soy —respondió el skipper —. ¿Qué desea?

—Embarcarme a bordo de su buque.

—Ya no hay puesto; la tripulación está completa.

—¡Bah! un hombre más no estorba, al contrario.

—¿Eso crees? —preguntó el capitán mirando con fijeza a su interlocutor.

—Estoy seguro de ello —respondió el solicitante.

—¿Quién eres? —interrogó el capitán.

—Un rudo marinero, un hombre fuerte y decidido, se lo aseguro. Dos brazos vigorosos como los que tengo la dicha de poseer, no son de despreciar a bordo de una nave.

—Pero hay más buques que el Delfín y otros capitanes que no son Jacobo Playfair; ¿por qué has venido, pues, aquí?

—Porque sólo a bordo del Delfín y a las órdenes del capitán Jacobo Playfair quiero yo servir.

—Pues no te necesito.

—Siempre se necesita un hombre vigoroso; sí quiere usted probar mis fuerzas con tres o cuatro hombres de los más robustos de la tripulación, estoy dispuesto.

—No es necesario. ¿Cómo te llamas?

—Crockston, para servirle.

El capitán retrocedió un paso para examinar mejor aquel hércules que se le presentaba de una manera tan curiosa. Su complexión, su figura, su aspecto, no desmentían sus palabras y sus alardes de robustez.

Debía estar dotado de una fuerza poco común y a la primera ojeada se comprendía que era hombre de pelo en pecho.

—¿Por dónde has navegado? —le preguntó Playfair.

—Un poco por todas partes.

—¿Sabes lo que va a hacer el Delfín?

—Por eso precisamente he venido.

—Pues bien, que Dios me condene si dejo escapar a un hombre de tu temple. Ve a buscar al segundo de a bordo, el señor Mathew, y que te inscriba.

Dicho esto, Jacobo Playfair esperaba ver a su hombre girar sobre sus talones y dirigirse a la proa, pero se engañó: Crockston no se movió.

—¿No me has entendido? —le preguntó el capitán.

—Sí, señor —repuso el marinero —; pero todavía no he concluido: tengo algo que proponerle.

—No me fastidies más —dijo bruscamente. Playfair —; no tengo tiempo que perder en baldías conversaciones.

—No lo molestaré mucho —replicó Crockston —. Con dos palabras despacho. Quería decir a usted que tengo un sobrino.

—¡Valiente tío tiene ese sobrino! —exclamó Playfair.

—¿Eh? ¡Cómo! —dijo Crockston.

—¿Acabarás? — dijo el capitán con impaciencia.

—Enseguida. Quién enrola al tío debe enrolar también al sobrino.

—¿De veras?

—Sí señor; es la costumbre el uno no puede ir a ninguna parte sin el otro.

—¿Y quién es tu sobrino?

—Un muchacho de quince años, un novato, al que estoy enseñando el oficio. Tiene muy buena voluntad y promete ser un excelente marinero.

—¿Crees acaso, maestro Crockston, que el Delfín es una escuela de grumetes? —exclamó Jacobo Playfair.

—No hable usted desdeñosamente de los grumetes, pues uno de ellos llegó a ser el almirante Nelson y otro el almirante Franklin.

—¡Voto a sanes! Tienes una manera de hablar que me hace gracia —repuso Jacobo —. Trae también a tu sobrino, y acabemos; pero te advierto que si el mozo no es como lo pinta el tío, el tío tendrá que habérselas conmigo. Vuelve antes de una hora.

Crockston no se lo hizo repetir dos veces: saludó torpemente al capitán del Delfín y bajó al muelle. Una hora después estaba de regreso a bordo, acompañado de su sobrino, un muchacho de catorce a quince años, flaco y pálido, tímido y asombrado, que no tenía de su tío ni sombra, de las cualidades morales y físicas del robusto Crockston. Este tuvo que animarle con algunas palabras.

—¡Vamos —le dijo —, un poco de valor! ¡No nos comerán, muchacho! Además, todavía estamos a tiempo de irnos.

—¡No, no! —replicó el chiquillo —. ¡Que Dios nos proteja!

Aquel mismo día el marinero Crockston y su sobrino Juan Stiggs fueron inscriptos en el rol de la tripulación del Delfín.

Al día siguiente, a las cinco de la mañana, activáronse los fuegos del buque y de nuevo retembló el puente bajo las vibraciones de la caldera, y el vapor se escapaba silbando por las válvulas. Había llegado el momento de zarpar.

A pesar de la hora intempestiva, una muchedumbre inmensa se agrupaba en los muelles y en Glasgow Bridge. Iban a saludar por última vez al atrevido steamer. Vicente Playfair fue también para abrazar a su sobrino, pero, en aquella circunstancia, se portó como un viejo romano de los buenos tiempos. Su continente fue heroico: los dos sonoros besos que dio al joven capitán indicaban un alma de gran temple.

—Anda, Jacobo — le dijo —; anda ligero y vuelve más ligero aún.

Sobre todo no dejes de aprovechar la ocasión: vende caro, compra barato y merecerás aún más la estimación de tu tío.

Después de esta recomendación, tomada del Manual del Perfecto Comerciante, el tío y el sobrino se separaron y todos los visitantes abandonaron el buque.

En aquel momento, Crockston y Juan Stiggs, se hallaban reunidos en el castillo de proa, y el primero decía al segundo:

—¡Esto marcha! ¡esto marcha! Antes de diez horas estaremos en alta mar, y auguro bien de un viaje que empieza de esta manera.

Por toda respuesta, el muchacho estrechó la mano a Crockston.

Jacobo Playfair daba entretanto las últimas órdenes para la partida.

—¿Tenemos presión? — preguntó a su segundo.

—Sí, capitán —respondió mister Mathew.

—Está bien: larguen las amarras.

La maniobra fue ejecutada inmediatamente. Las hélices se pusieron en movimiento. El Delfín se puso en marcha, pasó por entre las naves del puerto y desapareció bien pronto a los ojos de la multitud que lo saludaba con sus últimos hurras.

La bajada del Clyde se verificó fácilmente. Se podría decir que aquellas riberas habían sido hechas por la mano del hombre, y hasta por mano maestra. Después de sesenta años, gracias a las dragas y a un trabajo constante, había ganado el río quince pies de profundidad y triplicado su anchura entre los muelles de la ciudad. No tardó en perderse entre los humos y la bruma el bosque de chimeneas y de mástiles.

La distancia apagó el ruido de los martillos de las fundiciones y de las hachas de los astilleros que se perdía en lontananza. A la altura del pueblo de Partick, las casas de campo y de recreo substituyeron a las fábricas. El Delfín, moderando su marcha, navegaba entre los diques que contienen el río encajonándolo a veces en pasos muy estrechos, inconveniente de poca importancia, pues en un río navegable importa mucho más la profundidad que la anchura. El steamer, guiado por la mano de un excelente piloto del mar de Irlanda, se deslizaba sin vacilar entre las boyas flotantes y las columnas de piedra y de los biggings coronados por fanales que marcan el canal. Pronto dejó atrás el anejo de Renfrew. El Clyde se ensanchó entonces al pie de las colinas de Kilpatrick y delante de la bahía de Bowling, en el fondo de la cual se abre la boca del canal que une a Edimburgo con Glasgow.

Por fin, a cuatrocientos pies, en los aires, el castillo de Dumbarton dibujaba su silueta, apenas perfilada, entre la bruma, y pronto, en la orilla izquierda, las naves del puerto de Glasgow oscilaron bajo la acción de las olas agitadas por el Delfín. Algunas millas más allá quedó atrás Greenock, la patria de Jacobo Watt. El Delfín se hallaba en la desembocadura del Clyde, a la entrada del golfo por el cual vierte sus aguas en el canal del Norte.

Allí sintió las primeras ondulaciones del mar y ganó las costas pintorescas de la isla de Arran. Por último, dobló el promontorio de Cantyre, que atraviesa el canal, reconoció la isla de Rathlin y el práctico volvió en el bote a su pequeño cutter que cruzaba al largo. El Delfín, devuelto a la autoridad de su capitán, tomó por el norte de Irlanda una ruta poco frecuentada por las naves y no tardó en perder de vista las últimas tierras europeas: se hallaba en medio del Océano.

Instrumento que por medio de agujas que se mueven sobre cuadrantes graduados marcan la velocidad de un buque.

Capítulo III

En el mar

El Delfín llevaba muy buena tripulación, no marinos de combate ni de abordaje, sino hombres que sabían maniobrar muy bien, que era lo que necesitaba. Aquellos muchachos eran todos resueltos, pero más o menos negociantes. Iban en busca de la fortuna, no de la gloria. No tenían pabellón que enseñar y defender a cañonazos. Toda la artillería de a bordo consistía en dos pequeños pedreros para las señales.

El Delfín navegaba velozmente; respondía a las esperanzas de los constructores y del capitán, y pronto salió de los límites de las aguas británicas. No se veía ningún buque. La gran ruta del océano estaba libre. Por otra parte, ningún buque federal tenía derecho a atacar a una nave en la que ondease el pabellón inglés; únicamente podía seguirla para impedir que forzara el bloqueo. Por eso, para no ser seguido, Jacobo Playfair habíalo sacrificado todo a la velocidad.

De todos modos, se hacía muy estrecha guardia a bordo. A pesar del frío, un hombre permanecía todo el día en la arboladura registrando el mar para señalar si se veía alguna vela en el horizonte. Cuando cerró la noche, el capitán Jacobo dio órdenes precisas a mister Mathew.

—No deje usted demasiado tiempo a los vigías en las barras —le dijo —. El frío les puede aterir, y no es posible hacer buena guardia en esas condiciones. Hay que relevarlos con frecuencia.

—Así se hará, capitán — respondió mister Mathew.

—Le recomiendo Crockston para ese servicio. El hombre alardea de tener muy buena vista, y hay que ponerlo a prueba. Inclúyale en el cuarto de la mañana, para que vigile las brumas matinales. Si ocurre alguna novedad, avíseme usted enseguida.

Dicho esto, Jacobo Playfair entró en su camarote. Mister Mathew mandó llamar a Crockston y le transmitió las órdenes del capitán.

—Mañana a las seis —le dijo —, ocuparás el puesto de observación en las barras de trinquete.

Crockston, por toda respuesta, dio un gruñido de los más afirmativos; pero el segundo no había tenido aún tiempo de volver las espaldas, cuando el marinero profirió unas palabras ininteligibles, y acabó diciendo:

—¿Qué demonios querrá decir eso de barras del trinquete?

En aquel momento fue a reunirse con él su sobrino Juan Stiggs, en el castillo de proa.

—¿Qué pasa, Crockston? — le preguntó.

—¿Que qué pasa? —repitió el marinero con forzada sonrisa —. Pues que este endemoniado barco se sacude las pulgas corno un perro que sale del río, y tengo el estómago algo revuelto.

—¡Pobre amigo mío! —exclamó el muchacho mirando a Crockston con expresión de profundo agradecimiento.

—¡Cuando pienso que a mi edad no me permito el lujo de sentir el mareo! — prosiguió el marinero —. Pero, en fin, se hará lo que se haya de hacer… Son esas dichosas barras de trinquete las que me fastidian…

—Querido Crockston, es por mí…

—¡Por usted y por él! —interrumpió Crockston —. Pero, ni una palabra más sobre esto, Juan. Tengamos confianza en Dios, que no ha de abandonarnos.

El viejo marino y el muchacho volvieron a la cámara de tripulación, pero el tío no se durmió hasta que vio a su sobrino tranquilamente, acostado en la estrecha litera que le había sido destinada.

A las seis de la mañana del día siguiente, Crockston se levantó para ir a ocupar su puesto. Subió a cubierta y el segundo le repitió la orden de trepar a la arboladura, y vigilar bien.

Al oír estas palabras, el marino pareció vacilar pero, enseguida, tomando su partido, dirigiose hacia la popa del Delfín.

—¿Adónde vas? — le gritó mister Mathew.

—Adonde usted me manda — respondió Crockston.

—Te he dicho que subas a las barras de trinquete.

—Pues allá voy — repuso, imperturbable, el marino, continuando hacia la toldilla.

—¿Te estás burlando? — exclamó el segundo con impaciencia—. ¿Vas a buscar las barras de trinquete en el palo mesana? Me parece que no sabes si quiera lo que es tomar un rizo. ¿A bordo de qué gabarra has navegado, amiguito? ¡A las barras de trinquete, estúpido, a las barras de trinquete!

Los marineros de servicio, que acudieron al oír los gritos del segundo, no pudieron por menos que reír a carcajadas al ver la perplejidad de Crockston que volvía hacia el castillo de proa.

—¿De manera — dijo mirando al palo, cuya extremidad, absolutamente invisible, se perdía en las brumas de la mañana —, de manera que es preciso que trepe allá arriba?

—Sí — respondió mister Mathew —, ¡y a escape! ¡Por vida de San Patricio! ¡Un buque federal podría meter su bauprés en nuestro aparejo antes que este bribón llegara a su puesto! ¿Acabarás?

Crockston, sin despegar los labios, se encaramó penosamente a la borda; después comenzó a trepar, como quien no sabe hacer uso de sus pies ni de sus manos, y al llegar, tras no pocos esfuerzos a la cofa, en lugar de seguir subiendo con ligereza, se quedó inmóvil, agarrándose a la jarcia, como sobrecogido por el vértigo. Mister Mathew, estupefacto de tamaña torpeza, y sintiendo que la ira comenzaba a dominarle, le mandó bajar a cubierta.

—Este bribón — dijo al contramaestre —, no ha sido marinero en su vida. Johnston, registre su maleta.

El contramaestre, desapareció para cumplir la orden recibida.

Crockston, entretanto, bajaba penosamente, y habiendo perdido pie, agarrose a una cuerda, arriada en banda que cedió, y el pobre hombre cayó rodando sobre cubierta.

—Malandrín, bestia, marino de agua dulce —le dijo el segundo de a bordo a modo de consuelo —. ¿Qué has venido a hacer al Delfín? ¡Has querido hacerte pasar por un excelente marinero, y no sabes siquiera distinguir el trinquete del mesana! Pues bien, ya te ajustaré las cuentas.

Crockston guardaba silencio, encogiéndose de hombros, como dispuesto a recibir resignado todo lo que viniera. El contramaestre no tardó en volver de la cámara de la tripulación.

—Mire usted — dijo al segundo —, lo que he encontrado en la maleta de ese sujeto: una cartera llena de cartas sospechosas.

—Démelas —repuso mister Mathew —. Las cartas están timbradas en los Estados Unidos del Norte… «M. Halliburtt, de Boston» ¡Un abolicionista! ¡un federal!… ¡Miserable! ¡eres un traidor!.. ¡Has venido a bordo para traicionarnos! Pero no tengas cuidado; la cosa está clara, y vas a probar las uñas del gato de nueve colas. Contramaestre, avise usted al capitán. Entretanto, que los otros vigilen a este bribón.

Crockston, al oír estos cumplidos, ponía cara de pocos amigos, pero no despegó los labios. Le habían atado al cabrestante y no podía mover los pies ni las manos.

Algunos minutos después Jacobo Playfair salía de su camarote y se dirigió al castillo de proa. Mister Mathew lo puso al corriente de todo.

—¿Qué tienes que responder a eso? — le preguntó el capitán conteniendo a duras penas su cólera.

—Nada, — respondió Crockston, —¿Qué has venido a hacer a bordo?

—Nada.

—¿Qué esperas entonces de mí?

—Nada.

—¿Quién eres ? Un americano, según se deduce de ésas cartas.

Crockston no contestó.

—Contramaestre, — añadió Jacobo Playfair —, que le den cincuenta zurriagazos a este individuo para desatarle la lengua. ¿Serán bastantes, Crockston?

—Ya veremos — dijo sin pestañear el tío del grumete Juan Stiggs.

—¡Adelante, muchachos! —ordenó el contramaestre.

Dos vigorosos marineros despojaron a Crockston de la chamarreta de lana. Levantaban ya el terrible instrumento e iban a descargarlo sobre las espaldas del paciente, cuando se precipitó en el puente, pálido como un muerto, el muchacho Stiggs.

—¡Capitán! —gritó.

—¡Ah! el sobrinito — dijo Playfair.

—Capitán —repitió el muchacho, haciendo un violento esfuerzo sobre sí mismo —, lo que Crockston no ha querido decir lo diré yo. No ocultaré lo que él no ha querido revelar. Sí, es americano, y lo soy yo también; los dos somos enemigos de los esclavistas, pero no hemos venido a bordo para hacer traición al Delfín y entregarlo a los buques federales.

—Entonces, ¿qué les ha traído aquí? — preguntó el capitán en tono severo, y examinando con atención al grumete.

Este vaciló un instante antes de responder, y al fin dijo con voz segura:

—Capitán, quisiera hablarle a solas.

Mientras Juan Stiggs pronunciaba esta palabras, Jacobo Playfair le contemplaba con cuidado: la cara aniñada y amable del grumete, su voz singularmente simpática, la blancura, y delicadeza de sus manos, apenas disimuladas bajo una capa de brea, sus grandes ojos, cuya animación no podía extinguir su dulzura, todo el conjunto de la persona del muchacho hizo entrar en sospechas al capitán. Cuando Juan Stiggs formuló su petición, Playfair miró fijamente a Crockston, que se encogió de hombros; después clavó en el sobrino una mirada interrogadora, que aquél no pudo sostener, y le dijo únicamente:

—Ven.

Juan Stiggs siguió al capitán a la toldilla, y allí, Jacobo Playfair, abriendo la puerta de su camarote, dijo al grumete, que estaba pálido de emoción:

—Tenga la bondad de pasar, señorita.

Al oírse llamar así, el supuesto Juan enrojeció vivamente y dos lágrimas rodaron por sus mejillas.

—Tranquilícese, miss — añadió el capitán con tono afable —, y sírvase decirme a qué feliz casualidad debo el honor de tenerla a bordo de mi buque.

La joven vaciló un instante antes de responder pero, tranquilizada por la mirada del capitán, se decidió a hablar.

—Señor — dijo —, deseaba reunirme con mi padre en Charleston. La ciudad está cercada por tierra y bloqueada por mar, y desesperaba de poder entrar en ella cuando supe que el Delfín se proponía forzar el bloqueo. Entonces decidí embarcarme en su buque señor, y le ruego que me perdone lo haya hecho sin su consentimiento, pues seguramente usted no me lo hubiera permitido.

—Cierto —respondió Playfair.

—Hice, pues, bien en no pedírselo —replicó la joven con voz más segura.

El capitán se cruzó de brazos, dio una vuelta por el camarote, y dijo luego:

—¿Cómo se llama usted?

—Jenny Halliburtt.

—Su padre, si no recuerdo mal las señas de las cartas encontradas en la maleta de Crockston, es de Boston.

—Sí, señor.

—¿Y un hombre del norte se halla en una ciudad del Sur en lo más recio de la guerra de los Estados Unidos?

—Mi padre ha sido hecho prisionero, señor. Se hallaba en Charleston cuando se dispararon los primeros tiros de la guerra civil y las tropas de la Unión fueron desalojadas del fuerte Sumter por los confederados. Las opiniones de mi padre le hacían odioso a los esclavistas, y con menosprecio de todos los derechos fue encerrado en una cárcel por orden del general Beauregard. Yo estaba entonces en Inglaterra en casa de un pariente que acaba de morir, sola, y sin más apoyo que el de Crockston, el más fiel servidor de mi familia, y he querido reunirme con mi padre para participar de su suerte.

—¿Qué era, pues, mister Halliburtt? — preguntó el capitán.

—Un leal y valiente periodista — repuso Jenny con orgullo —, uno de los más dignos redactores de La tribune1, el que con más intrepidez ha defendido la causa de los negros.

—¡Un abolicionista! —exclamó Playfair — ¡Uno de esos hombres que so pretexto de abolir la esclavitud cubre su Patria de sangre y ruinas!

—Señor — repuso Jenny Halliburtt, palideciendo al oír insultar a su padre —, le ruego que no olvide que soy yo aquí la única que puede defenderle.

Vivo rubor cubrió las mejillas del capitán, y una cólera, mezclada de vergüenza se apoderó de él. Iba tal vez a responder groseramente a la joven, pero logró contenerse, y abriendo la puerta de su camarote gritó:

—¡Contramaestre!

El contramaestre se presentó enseguida.

—Este camarote — le dijo Playfair —, será desde este momento el de miss Jenny Halliburtt. Que se me prepare una cama en el fondo de la toldilla. No necesito nada más.

El contramaestre miró estupefacto al grumete, a quien daban un nombre femenino, pero el capitán le hizo una seña y salió apresuradamente a cumplir la orden recibida.

—Está usted en su casa, miss — añadió Jacobo Playfair, y se retiró.

Periódico que defendía la abolición de la esclavitud.

Capítulo IV

Astucias de Crockston

Toda la tripulación supo bien pronto la historia de miss Halliburtt, pues Crockston no se hacía rogar para contarla. Por orden del capitán le habían desatado del cabrestante, y el gato de siete colas había vuelto a su escondrijo.

—¡Lindo animal, sobre todo cuando no araña! —dijo Crockston.

Inmediatamente que se vio libre bajó a la cámara de los marineros, tomó una maleta pequeña y la llevó a miss Jenny. La joven volvió a recobrar sus vestidos de mujer, pero no salió del camarote, no se dejó ver más en la cubierta.

En cuanto a Crockston, habiendo reconocido todos que era tan marinero como un mozo de cuadra, quedó exento de todo servicio a bordo.

Entretanto, el Delfín atravesaba velozmente el Atlántico cuyas olas rompía con su doble hélice. Toda la maniobra consistía en vigilar activamente. El día siguiente en que desapareció el incógnito de miss Jenny, el capitán Playfair se paseaba por la toldilla, sin haber hecho nada por volver al ver a la joven y reanudar la conversación.

Mientras paseaba, Crockston se cruzaba a cada instante con él y le miraba haciendo un gesto de satisfacción. Evidentemente, quería entablar conversación con el capitán y clavaba en él los ojos con tal obstinación, que acabó por hacerle perder la paciencia.

—Vaya, ¿qué quieres todavía? — preguntó Playfair, dirigiéndose al americano —. Estás dando vueltas en torno mío como un nadador en derredor de una boya. ¿Va a ser esto el cuento de nunca acabar?

—Dispense usted, capitán — repuso Crockston guiñando un ojo —. Tengo algo que decirle.

—¡Pues acaba de una vez!

—Es muy sencillo… Tenía que decirle que en el fondo, es usted un buen hombre a carta cabal.

—¿Nada más que en el fondo?

—Y en la superficie también.

—Para nada necesito tus cumplidos.

—No son cumplidos: los haré cuando haya usted terminado su obra.

—¿Hasta que haya terminado el qué?

—Su obra, capitán.

—¿De manera que tengo una obra que cumplir?

—Exacto. Ha recibido usted a bordo a una joven y a mí, y eso está muy bien. Ha cedido usted su camarote a miss Jenny Halliburtt, y eso está mejor. Me ha librado usted de las uñas del gato, y no es posible pedir más. Nos va a llevar usted a Charleston, y eso es el colmo de la bondad. Sin embargo, todavía falta algo.

—¿Cómo? ¿Todavía más? — exclamó Playfair, asombrado de las pretensiones de Crockston.

—Sí, señor —repuso éste en tono zumbón —. El padre está prisionero allá abajo.

—¿Y bien?

—Pues que hay que ponerlo en libertad.

—¿Poner en libertad al padre de miss Halliburtt?

—Eso mismo. Se trata de un hombre digno, de un buen ciudadano, y vale la pena de que se haga alguna cosa por él.

—Crockston —dijo Playfair arrugando el entrecejo —, me parece que eres muy amigo de chanzas, pero te advierto que no estoy de humor para bromas.

—Se engaña, usted, capitán —replicó el americano —. No me chanceo; hablo muy en serio. Lo que le propongo le parecerá absurdo al primer momento, pero cuando haya usted reflexionado verá que no hay más remedio que hacerlo.

—¿Pretenderás, acaso, que sea yo quien ponga en libertad a mister Halliburtt?

—Estoy seguro de que lo hará usted. No tema que si se la pide usted, el general Bauregard le niegue la libertad del señor Halliburtt.

—¿Y si me la niega?

—Entonces —repuso Crockston imperturbable —, emplearemos los grandes medios y nos llevaremos al prisionero a despecho de los confederados.

—¿De manera — exclamó Playfair, al que la cólera empezaba a dominar—, de manera que además de pasar a través de las escuadras federadas y de forzar el bloqueo, tendré que fondear bajo el cañón de los fuertes para libertar a un señor a quien ni siquiera conozco, a uno de esos abolicionistas que detesto, a un emborronador de cuartillas que derraman tinta en vez de sangre suya?

—¡Bah! Un cañonazo más o menos… —dijo Crockston.

—Escucha, amiguito —replicó el capitán —; si tienes la desgracia de volver a hablarme de este asunto, irás a parar al fondo de la sentina, para que aprendas a morderte la lengua.

Dicho esto, Playfair despidió al americano, que se alejó murmurando:

—No estoy descontento del resultado de la conversación. Le he hablado, que era lo importante. Ya sabe lo que me interesaba que supiera… ¡Esto marcha, Crockston, esto marcha!

Cuando Playfair dijo «un abolicionista que detesto», sin duda fue mucho más allá de lo que pensaba.

No era partidario de la esclavitud, pero no podía admitir que la cuestión de la servidumbre fuera lo predominante en la guerra civil, a despecho de las formales declaraciones del presidente Lincoln. ¿Pretendía, acaso, que los estados del Sur — ocho de treinta y seis — tenían derecho a separarse, puesto que se habían unido voluntariamente?

Tampoco detestaba a los del norte, y esto era todo. Los detestaba como antiguos hermanos separados de la familia, de verdaderos ingleses, que habían juzgado oportuno hacer lo que él, Jacobo Playfair, aprobaba a los estados confederados. Estas eran las opiniones políticas del capitán del Delfín; pero la guerra le perjudicaba, personalmente, y no podía querer a los que la mantenían. Se comprende, pues, que acogiera de mal talante la proposición que se le hiciera de salvar a un antiesclavista y de ponerse en contra de los confederados, con los que se proponía traficar.

Sin embargo, las insinuaciones de Crockston no dejaban de preocuparle. Quería desecharlas de su mente, pero volvían a presentársele, y cuando a la mañana siguiente, miss Jenny subió un instante al puente, no se atrevió a mirarla cara a cara.

Y era una lástima, porque aquella joven de cabellera rubia y de mirar inteligente y dulce, merecía que se fijaran en ella; pero Jacobo se sentía cohibido en su presencia, comprendía que aquella encantadora criatura poseía un alma, fuerte y generosa, educada en la escuela de la desgracia; comprendía en fin que su silencio para con ella encerraba una negativa a los más vivos deseos de la muchacha. Por lo demás, miss Jenny, aunque no buscaba a Jacobo, tampoco le evitaba, y durante los primeros días no cambiaron una palabra. Miss Halliburtt salía muy poco de su camarote, y seguramente no hubiera dirigido jamás una palabra al capitán del Delfín si Crockston no hubiera intervenido con una de sus estratagemas.

El buen americano era un fiel servidor de la familia Halliburtt. Había sido educado en casa de su amo, y su adhesión no tenía límites.

Su buen sentido igualaba a su valor. Tenía una manera particular de ver las cosas, una filosofía particular respecto a los acontecimientos; no se desanimaba nunca y sabía salir airoso de las circunstancias más graves.

Al excelente hombre se le había metido en la cabeza salvar a mister Halliburtt, emplear para conseguirlo la nave del capitán Playfair y al capitán mismo y regresar a Inglaterra en el Delfín. Tal era su proyecto, aunque la joven sólo deseaba reunirse con su padre y participar de su suerte mientras estuviera prisionero. En consecuencia, Crockston trató primero de convencer al capitán, y con ese propósito le atacó; pero el enemigo no se rindió, al contrario.

—Será preciso —pensó entonces —, que la propia miss Jenny decida al capitán. Si seguimos así durante toda la travesía no adelantaremos nada. Es necesario que hablen, que discutan, que disputen, hasta que riñan, pero que hablen. ¡Qué me ahorquen si durante la conversación no es el propio capitán el que propondrá lo mismo que ahora rehúsa!

Pero cuando observó que la joven y el capitán se evitaban, comenzó a preocuparse.

—Es preciso acabar de una vez —se dijo.

Y al cuarto día entró en el camarote de miss Jenny frotándose las manos con visible satisfacción.

—¡Buenas noticias! —exclamó — ¡Buenas noticias! ¿A que no adivina usted lo que me ha propuesto el capitán? ¡Es un hombre excelente!

—¡Ah! —respondió la joven, cuyo corazón palpitó con violencia —. ¿Qué te ha propuesto?

—Libertar a mister Halliburtt, arrebatarlo de las manos de los confederados y llevarlo a Inglaterra.

—¿Es eso cierto? — exclamó miss Jenny.

—Tal como lo digo. ¡Qué gran corazón tiene ese Jacobo Playfair! Ya ve usted lo que son los ingleses: o malos de remate o la bondad personificada. ¡Ah! puede contar con mi gratitud. Me dejaría hacer pedazos por él por darle gusto.

Al oír las palabras de Crockston sintió la joven una alegría inefable. ¡Libertar a su padre! Ella misma no se había atrevido a concebir ese proyecto. ¡Y el capitán del Delfín arriesgaría su nave y toda la tripulación!

—Creo miss Jenny, que merece que le dé usted las gracias.

Más que las gracias —profirió la joven —. ¡Una amistad eterna!

E inmediatamente salió del camarote para ir a expresar al capitán Playfair los sentimientos que embargaban su corazón.

—¡Esto marcha! ¡esto marcha! —murmuró el americano —. ¡Esto va que vuela!

Jacobo Playfair se paseaba por la toldilla, y como es de suponer, quedose sorprendido, por no decir estupefacto, al ver a la joven que se acercaba a él con los ojos llenos de lágrimas de agradecimiento, y tendiéndole la mano, le decía:

—¡Gracias, señor, gracias por su abnegación que no me hubiera atrevido jamás a esperar de un extranjero!

Miss —dijo el capitán, que no comprendía ni podía comprender—, no sé…

—Sin embargo, va usted a correr muchos peligros por mi, comprometiendo quizá sus intereses. ¡Y había hecho usted ya tanto admitiéndome a bordo de su buque y concediéndome una hospitalidad a la que no podía tener ningún derecho!

—Perdone usted, miss Jenny, pero le aseguro que no sé a qué se refiere… Me he portado con usted como debe portarse todo hombre bien educado, mi conducta no merece tanta gratitud ni que me dé usted las gracias.

—Señor Playfair —repuso la joven —, es inútil fingir: Crockston me lo ha contado todo.

—¡Ah! ¿Crockston se lo ha contado todo? Pues entonces comprendo mucho menos que haya usted abandonado su camarote para venir a decirme unas cosas.

Al hablar así el capitán se hallaba en una situación embarazosa. Se acordaba de la manera, nada afable, con que había acogido las proposiciones del americano; pero miss Jenny no le dio tiempo para explicarse, afortunadamente para él, pues le interrumpió diciendo:

—Señor Playfair, yo no abrigaba otro propósito que el de reunirme con mi padre cuando me embarqué en el Delfín para ir a Charleston donde, por crueles que sean los esclavistas, no habían de negar a una hija el triste consuelo de encerrarla en la misma prisión del autor de sus días. Esta era toda mi esperanza; nunca me hubiera atrevido a confiar en el regreso; pero, puesto que su generosidad quiere librar a mi padre de su prisión, puesto que quiere usted intentarlo todo para salvarle, debo testimoniarle mi profundo agradecimiento y rogarle que me permita estrecharle la mano.

Jacobo Playfair no sabía qué decir ni qué hacer, se mordía los labios, sin atreverse a tomar la mano de la joven. Crockston le había «comprometido» de modo que no pudiera volverse atrás. Sin embargo, no pensaba ni remotamente contribuir a la liberación de mister Halliburtt ni empeñarse en tan arriesgado asunto. Pero, ¿cómo destruir las esperanzas de aquella pobre hija? ¿Cómo convertir en lágrimas de dolor las lágrimas de gratitud que brotaban a raudales de sus ojos? Así, el joven trató de responder con evasivas, para conservar su libertad de acción y no soltar prenda para el porvenir.

Miss Jenny —dijo —, crea usted que lo haría todo en el mundo por…

Y al tomar la pequeña mano de la joven, sintió con aquella dulce presión que el corazón se le derretía y perdía la cabeza. Le faltaron palabras para acabar de expresar su pensamiento, y balbució:

—Por usted… miss Jenny… ¡por usted!

Crockston, que no los perdía de vista, se frotaba las manos murmurando:

—¡Esto va saliendo a pedir de boca! ¡Esto marcha, esto vuela!

¿Cómo hubiera salido Playfair de tan embarazosa situación? Difícil sería decirlo. Mas afortunadamente para él, aunque no para el Delfín, la voz del vigía gritó en aquel momento:

—¡Eh! ¡Oficial de cuarto!

—¿Qué hay? — contestó mister Mathew.

—Una vela a barlovento.

Jacobo Playfair se separó vivamente de la joven y corrió a los obenques de mesana.

Capítulo V

Las balas del Iroqués y los argumentos de Miss Jenny

La navegación del Delfín había sido hasta entonces muy feliz y rápida. Ni una sola nave se había visto antes de aquella vela anunciada por el vigía.

El Delfín se hallaba entonces a los 32º 15′ de latitud y 57º 43′ de longitud oeste del meridiano de Greenwich, es decir, a los tres quintos de su carrera. Hacía cuarenta y ocho horas que se extendía sobre el océano una espesa niebla que empezaba a la sazón a levantarse.

Aquella niebla favorecía al Delfín porque ocultaba su marcha, pero impedía observar una gran extensión del mar y estaba expuesto a navegar bordo a bordo, por decir así, de los buques que quería evitar.

Esto era precisamente lo que había sucedido cuando la nave fue señalada, se encontraba a poco más de tres millas a barlovento.

Cuando Playfair llegó a las barras, distinguió perfectamente a través de la bruma una corbeta federal que marchaba a todo vapor con rumbo al Delfín, a fin de cortarle la ruta.

Cuando el capitán la hubo examinado atentamente, bajó al puente y llamó a su segundo.

—Señor Mathew — le preguntó—, ¿qué piensa usted de esa nave?

—Pues que se trata de un buque federal que sospecha de nuestras intenciones.

—En efecto, no cabe duda posible acerca de su nacionalidad —respondió Jacobo Playfair—. Mire usted.

En aquel instante la corbeta izaba, el estrellado pabellón de los Estados Unidos del Norte anunciando su presencia con un cañonazo.

—Nos invita a izar nuestra bandera — dijo mister Mathew —. Pues bien, vamos a enseñársela.

—¿Para qué? — repuso Jacobo Playfair. Nuestro pabellón no nos cubriría, ni impediría que esa gente viniera a hacernos una visita. No, vamos adelante.

—Y deprisa, — observó mister Mathew—, porque si no me engaño, he visto ya a esa corbeta en alguna parte, en los alrededores de Liverpool, donde vigilaba los buques en construcción. ¡Que pierda mi nombre sino se lee Iroqués en la tabla de su popa!

—¿Tiene buena marcha?

—Una de las mejores de la marina federal.

—¿Lleva cañones?

—Ocho.

—¡Bah!

—No se encoja usted de hombros, capitán —replicó muy seriamente su segundo—. De esos ocho cañones hay dos giratorios, uno de sesenta en el castillo de proa, y otro de ciento sobre cubierta, y ambos rayados.

—¡Cáspita! Son Parrotts que tienen tres millas de alcance.

—Sí, y más aún, capitán.

—Pues bien, señor Mathew, sean los cañones de cien o de cuatro y alcancen tres millas o quinientas yardas, todo es lo mismo cuando se corre bastante para evitar sus proyectiles. Mande usted que activen los fuegos.

El segundo transmitió al ingeniero las órdenes del capitán, y bien pronto un gran penacho de humo brotó de las chimeneas del steamer.

Estos síntomas no parecieron ser del gusto de la corbeta, pues hizo al Delfín señal de que se pusiera al pairo. Pero Jacobo Playfair desdeñó la indicación y continuó su rumbo.

—Ahora —dijo —, veremos lo que hace el Iroqués. Se le presenta una buena ocasión de probar sus cañones de cien y comprobar su alcance.

—Está bien —dijo mister Mathew —; no tardaremos mucho en recibir un saludo nada grato.

Al volver a la toldilla, encontró el capitán a miss Halliburtt sentada tranquilamente junto a la borda.

Miss Jenny — le dijo —, probablemente tratará de darnos caza la corbeta que se ve allá a barlovento, y como sin duda nos hablará con la boca de sus cañones, le ofrezco el brazo para acompañarla a usted a su camarote.

—Gracias, señor Playfair — repuso la joven mirando fijamente al capitán —, pero como no he visto nunca un disparo de cañón…

—Sin embargo, miss, como a pesar de la distancia pudiera alcanzarnos una bala…

—¡Bah! no me han educado como a niña miedosa. Estoy acostumbrada a todos los peligros en América, y le aseguro que las balas del Iroqués no me harán bajar la cabeza.

—¡Es usted valiente, miss Jenny!

—Admitiendo, pues, que no soy cobarde, le ruego me permita permanecer a su lado.

—Nada le puedo negar, miss Jenny —respondió el capitán encantado de la admirable serenidad de la americanita.

Apenas acababa de pronunciar estas palabras cuando se vio una humareda blanca que salía de las bordas de la corbeta, y antes que se hubiera percibido el estampido, un proyectil cilindro—cónico, girando con espantosa rapidez y rasgando el aire se dirigió hacia el Delfín.

Podía seguírsele en su marcha; que se operaba con cierta lentitud relativa, porque los proyectiles salen de los cañones rayados con menor velocidad, inicial que de las piezas de ánima lisa.

Llegada a una veinte brazas del Delfín, la bala cuya trayectoria se deprimía sensiblemente, rebotó sobre las olas marcando su paso con una serie de surtidores; después, con nuevo empuje tocó la superficie líquida, remontóse, y pasó por encima del Delfín; pero le cortó el paso el brazo estribor de la verga de trinquete y se hundió a treinta brazas de distancia.

—¡Cáscaras! — exclamó Playfair —. Es preciso volar, porque no tardará en llegar la segunda bala.

—¡Oh! — repuso mister Mathew —, se necesita tiempo para volver a cargar esas piezas.

—A fe mía que es muy interesante ver eso — dijo Crockston que, con los brazos cruzados, presenciaba la escena con la mayor indiferencia.

¡Y pensar que son nuestros amigos los que nos envían semejantes regalitos!

—¡Hola! ¿eres tú? —exclamó Jacobo Playfair, mirando al americano de pies a cabeza.

—Sí, mi capitán — respondió Crockston sin inmutarse—. Ya ve usted cómo tiran esos valientes confederados. ¡Muy mal, por cierto!

El capitán iba a contestar con bastante acritud, pero en aquel momento un segundo proyectil se hundió en las aguas a poca distancia de la banda de estribor.

—¡Muy bien! — gritó Jacobo Playfair—. Llevamos dos cables de ventaja a ese Iroqués. Tus amigos andan como una boya, ¿verdad, Crockston?

—No dirá lo contrario — repuso el americano —, y por primera vez en mi vida me alegro de eso.

Un tercer proyectil quedó mucho más atrás que los dos primeros y en menos de diez minutos el Delfín se puso fuera del alcance de los cañones.

—Esto vale más que todos los patent—logs del mundo, señor Mathew —dijo el capitán —; gracias a esas balas sabemos ya a qué atenernos acerca de la rapidez de nuestro buque. Ahora, mande usted que moderen el fuego. No hay que gastar carbón inútilmente.

—¡Es un excelente buque el que manda usted, capitán! — díjole la hija de Halliburtt.

—Sí, miss Jenny; mi valiente Delfín hace diecisiete nudos por hora, y antes que se ponga el sol habremos perdido de vista a esa corbeta federal.

Jacobo Playfair no exageraba respecto a las buenas condiciones de su buque, pues aun tardaría en declinar el sol a su ocaso cuando los mástiles de la nave americana habían desaparecido en el horizonte.

Este incidente permitió al capitán apreciar bajo un nuevo aspecto el carácter de miss Halliburtt. El hielo estaba ya roto. Durante el resto de la travesía las entrevistas fueron frecuentes y prolongadas entre el capitán del Delfín y su pasajera. Jacobo halló en miss Jenny una joven valerosa, fuerte, reflexiva, inteligente, franca en el hablar, como todas las americanas, con ideas fijas sobre todo, y las omitía, con una convicción que penetraba en el corazón de Jacobo, sin saberlo. La hija de mister Halliburtt amaba entrañablemente a su Patria, le seducía la idea de la Unión y se expresaba acerca de la guerra de los Estados Unidos con un entusiasmo del que ninguna otra mujer hubiera sido capaz. En más de una ocasión Playfair no supo que contestarle. A menudo, el negociante exponía sus opiniones y miss Jenny las atacaba con no menos vigor, no queriendo transigir de ninguna manera. En un principio Jacobo discutía poco. Trataba de defender a los confederados contra los federales, de demostrar que la razón y el derecho estaban de parte de los secesionistas y de demostrar que los que voluntariamente se habían unido podían separarse con entera libertad. Pero la joven tampoco quiso ceder en este punto; demostró que la cuestión de la esclavitud era la primordial, la cuestión capital en la lucha de los americanos del norte y los del sur, que se trataba más bien de moral y de humanidad que de política, y Jacobo quedó completamente derrotado.

Desde entonces, en vez de hablar escuchaba siempre. No podríamos decir si le convencían tanto los argumentos de miss Halliburtt como le encantaba oírla; pero sí que hubo de reconocer entre otras cosas, que el caballo de batalla en la guerra de los Estados Unidos era la esclavitud y que había que resolver de una vez esa cuestión y acabar con los últimos horrores de los tiempos bárbaros.

Por otra parte, según hemos dicho, las cuestiones políticas no preocupaban gran cosa al capitán del Delfín. Aunque hubiera tenido más fe en ellas las hubiera sacrificado a argumentos presentados bajo aquella forma y en tales condiciones. Pero el comerciante negó a verse atacado directamente en sus intereses más queridos, esto es, respecto al tráfico a que estaba destinado su buque y a propósito de las municiones que llevaba a los confederados.

—El agradecimiento, señor Playfair —decíale miss Jenny— no debe impedir que le hable con entera franqueza; al contrario, es usted un excelente marino y un hábil comerciante, y la casa Playfair se cita como modelo de honradez; pero en esta ocasión falta a sus principios, no hace un negocio digno de ella.

—¡Cómo! — exclamó el capitán —. ¿No tiene quizá derecho la casa Playfair a hacer una operación comercial?

—A la que usted se refiere, no. Lleva municiones de guerra a los desdichados que están en plena rebelión contra el gobierno legítimo de su país; es prestar armas a una mala causa.

—No discutiré con usted, miss Jenny, el derecho de los confederados, pero no puedo por menos de decirle que soy negociante y que, como tal, sólo me preocupan los intereses de mi casa. Busco la ganancia dondequiera que se presente.

—Eso es justamente lo censurable —replicó la joven —. La ganancia no justifica nada. Cuando vende usted a los chinos el opio que los embrutece es menos culpable que ahora proporcionando a los rebeldes del sur los medios de continuar una guerra criminal.

—¡Oh miss Jenny! por esta vez no puedo darle la razón; es usted demasiado injusta…

—No, lo que digo es cierto y justo, y así lo reconocerá usted mismo cuando haya reflexionado sobre el papel que representa usted en esta ocasión, cuando haya recapacitado sobre los resultados de que será usted responsable a los ojos de todo el mundo. Entonces me dará usted la razón en este punto como en tantos otros..

Playfair no sabía qué contestar y, conociendo que la cólera empezaba a dominarle, se separó de la joven, pues le humillaba su propia impotencia; se mostró enfadado como un chiquillo al que se contraría, pero volvió enseguida al lado de la joven que le aturdía con sus argumentos acompañados de tan seductoras sonrisas.

En una palabra, el capitán no era ya dueño de sí mismo.

No era el amo después de Dios a bordo de su buque.

Así, con gran alegría de Crockston, los asuntos de Halliburtt iban por buen camino. El capitán parecía decidido a arrostrarlo todo por libertar al padre de miss Jenny, a comprometer el Delfín, su cargamento y su tripulación y acarrearse las maldiciones de su tío Vicente.

Capítulo VI

El canal de la isla Sullivan

Dos días después del encuentro con la corbeta Iroqués, sufrió el Delfín, a la altura de las Bermudas una violenta borrasca. En aquellos parajes son frecuentes los huracanes. Tienen una fama siniestra.

En ellos colocó Shakespeare las escenas de sus dramas La Tempestad, en el que Ariel y Calibán se disputan el imperio de las aguas.

El ciclón fue espantoso. Jacobo Playfair pensó un momento en recalar en Mainland, una de las Bermudas, donde tienen los ingleses una estación naval, lo cual hubiera sido un grave contratiempo; pero, afortunadamente, el Delfín se portó de una manera maravillosa durante la tempestad, y después de un día entero de luchar con el huracán pudo continuar su ruta hacia las costas norteamericanas.

Pero si Jacobo Playfair estaba satisfecho de su nave, no lo estaba menos del valor y sangre fría de la joven. Miss Halliburtt pasó a su lado en el puente las peores horas del ciclón, y el capitán, pensando seriamente en el caso, llegó a persuadirse de que un amor profundo, imperioso, irresistible, se había apoderado de todo su ser.

—Sí —se dijo —, esa valiente muchacha es la verdadera ama de mi barco. Me trae y me lleva como las olas a un buque sin gobierno. ¡Está visto que me voy a pique! ¿Qué dirá mi tío Vicente? ¡Ah! Debilidades humanas… Estoy seguro de que si miss Jenny me pidiera que echase al mar todo el cargamento de contrabando que llevo, lo haría sin vacilar ¡sólo por ella!

Afortunadamente para la casa Playfair y Compañía, miss Jenny no exigió semejante sacrificio. Sin embargo, el pobre capitán estaba tan bien prendido en las redes del amor, que Crockston podía leer en su corazón como en libro abierto y se frotaba las manos hasta levantarse la piel.

—¡Ya le tenemos, ya le tenemos! — repetía, el fiel servidor— y dentro de ocho días mi amo estará tranquilamente instalado a bordo en el mejor camarote del Delfín.

¿Cuando miss Jenny se dio cuenta de los sentimientos que inspiraba?, ¿se dejó llevar de ellos hasta el punto de corresponderlos? Nadie lo podría decir y Jacobo Playfair mucho menos. La joven se mantenía muy reservada, bajo la influencia de su educación americana, y su secreto permaneció sepultado profundamente en su corazón.

A medida que el amor hacía tales progresos en el alma del joven capitán, el Delfín navegaba con no menos rapidez hacia Charleston.

El 13 de enero el vigía señaló tierra a diez millas al oeste. Era una costa baja que casi se confundía a lo lejos con la línea de las olas.

Crockston examinaba atentamente el horizonte, y a las nueve de la mañana, señalando un punto luminoso, exclamó:

—¡El faro de Charleston!

Si el Delfín hubiera llegado de noche, aquel faro, situado en la isla Morris y elevado ciento cuarenta pies sobre el nivel del mar, hubiese sido visto desde muchas horas antes, porque la claridad de su fanal giratorio se percibe a una distancia de catorce millas.

Determinada la posición del Delfín, Jacobo Playfair no tuvo que hacer más que una cosa: decidir por qué punto penetraría en la bahía de Charleston.

—Si no encontramos ningún obstáculo —dijo —, dentro de tres horas estaremos al seguro en los docks del puerto.

La ciudad de Charleston está situada en el fondo de un estuario de siete millas de largo por dos de ancho, llamado Charleston Harbour, cuya entrada es muy difícil, pues la estrechaban la isla Morris al sur y la de Sullivan al norte. En la época en que el Delfín debía forzar el bloqueo, la isla de Morris estaba en poder de las tropas federales, y el general Gillmore había hecho emplazar baterías que dominaban la rada. La isla de Sullivan, por el contrario, pertenecía a los confederados que ocupaban el fuerte de Moultrie, situado en su extremidad; por consiguiente, el Delfín no tenía otro remedio que pasar rasando las orillas del norte para ponerse fuera del alcance de las baterías de la isla Morris.

Cinco pasos permitían penetrar en el estuario: el canal de la isla Sullivan, el del norte, el de Overall, el canal principal y el de Lawford; pero este último está vedado a los extranjeros, a menos que lleven abordo excelentes prácticos y que el buque no cale más de siete pies. En cuanto a los canales del norte y Overall, estaban dominados por las baterías federales y no había ni que pensar en ellos. Si Jacobo Playfair hubiera podido escoger, seguramente hubiera adoptado por el principal, que es el mejor, pero había que amoldarse a las circunstancias y decidió estar a las resultas de los acontecimientos. Afortunadamente el capitán del Delfín conocía muy bien todos los secretos de aquella bahía, sus peligros, la profundidad de sus aguas en la bajamar y sus corrientes; era, pues, capaz de gobernar su buque con entera seguridad así que hubiera embocado uno de aquellos estrechos canales.

La cuestión principal era entrar en ellos.

Pero esta maniobra exigía una gran experiencia del mar y un perfecto conocimiento de las cualidades del Delfín.

Dos fragatas federales cruzaban entonces las aguas de Charleston, y mister Mathew las señaló bien pronto a la atención de su capitán.

—Se preparan —dijo —a preguntarnos qué venimos a hacer a estos parajes.

—Pues bien, no se les contestará, —repuso Playfair —, y se quedarán con las ganas de satisfacer su curiosidad.

Los cruceros, entretanto, se dirigían a todo vapor hacia el Delfín, que continuaba su ruta, teniendo cuidado de no ponerse al alcance de sus cañones. Pero queriendo ganar tiempo, Playfair mandó poner la proa al sudoeste, tratando de engañar a los buques enemigos. En efecto, éstos creyeron que el Delfín intentaba lanzarse a los pasos de la isla Morris, donde las baterías, con un solo disparo, podrían echar a pique a la nave inglesa, y dejaron que el Delfín siguiera su rumbo hacia el sudoeste limitándose a observarlo sin darle caza de cerca.

Durante una hora no cambió la situación respectiva de las naves. Jacobo Playfair, queriendo entonces engañar mejor a sus enemigos respecto a la marcha del Delfín, ordenó moderar la velocidad y navegó a media máquina. Sin embargo, a juzgar por los torbellinos de humo que escapaban de sus chimeneas, daban a entender que deseaba obtener el máximo de presión y, por consiguiente, el de rapidez.

—¡Qué chasco se van a llevar cuando vean que escapamos de sus manos! — dijo Jacobo Playfair.

En efecto, cuando el capitán se vio bastante cerca de la isla de Morris y frente a una línea de cañones cuyo alcance no conocía, cambió bruscamente de dirección, hizo girar la nave sobre sí misma, viró al norte y dejó a los cruceros a dos millas a sotavento. Los federales comprendieron al fin la jugada y se lanzaron en persecución del steamer; pero ya era demasiado tarde: el Delfín, doblando su velocidad bajo la acción de sus hélices lanzadas a toda máquina, les dejó muy atrás, acercándose a la costa. Los cruceros federales, por hacer algo, le enviaron algunas balas; pero los proyectiles quedaron a mitad del camino.

A las once de la mañana, el buque de Playfair, costeando la isla de Sullivan, gracias a su poco calado, entraba a todo vapor en el estrecho canal. Allí se hallaba al seguro, pues ningún buque federal se hubiera atrevido a seguirle en un paso que no tenía más de once pies de profundidad en la bajamar.

—¡Cómo! — exclamó Crockston—. ¿No hay que hacer nada más difícil que esto?

—Amigo mío — respondió Playfair—, lo difícil no es entrar, sino salir.

—¡Bah! —replicó el americano—. Eso me tiene sin cuidado. Con un barco como el Delfín y un capitán como el señor Playfair, se entra y se sale cuándo y cómo se quiera.

Mientras tanto, el capitán examinaba atentamente con el anteojo la ruta que debían seguir. Tenía delante una carta costera que le permitía marchar sin temores ni vacilaciones.

Ya en medio del estrecho canal, que corre a lo largo de la isla Sullivan, Jacobo viró hacia el fuerte Moultrie, al oeste cuarto norte, hasta que el castillo de Pickney, que era fácil de reconocer por su color oscuro y situado en un islote de Shute’s Folly, se mostró al norte nordeste. Al otro lado tenía la casa del fuerte Johnson, elevada a la izquierda y abierta a dos grados al norte del fuerte Sumter.

En aquel momento partieron dos proyectiles de las baterías de la isla Morris, que se quedaron cortos. El Delfín continuó su marcha, sin desviarse un punto, pasó delante de Moultrieville, situado en el extremo de la isla Sullivan, y desembocó en la bahía.

Pronto dejó a su izquierda el fuerte Sumter, quedando a cubierto de las baterías federales.

Este fuerte, célebre en la guerra de los Estados Unidos, está situado a tres millas y un tercio de Charleston y alrededor de una milla de cada margen de la bahía. Es un pentágono irregular, construido sobre una isla artificial, con granito de Massachusetts, y costó diez años de tiempo y más de novecientos mil dólares.

De este fuerte fueron desalojados Anderson y las tropas federales, y contra él dispararon sus primeros tiros los separatistas. No puede calcularse la cantidad de hierro y plomo que los cañones federales vomitaron sobre él. Sin embargo, resistió durante cerca de tres años.

Algunos meses después del paso del Delfín, cayó bajo las balas de trescientas libras de los cañones rayados Parrott que el general Gillmore emplazó en la isla Morris.

Pero, cuando llegó Playfair estaba en todo su vigor, y la bandera de los confederados ondeaba encima de aquel enorme pentágono de granito.

Pasado el fuerte, aparecía la ciudad de Charleston acotada entre los ríos Ashley y Cooper, formando una punta hacia la rada.

Jacobo Playfair pasó en medio de las boyas que marcaban el canal dejando al sur sudoeste el faro de Charleston, visible por encima de los terraplenes de la isla Morris. Había izado el pabellón de Inglaterra y navegaba con maravillosa rapidez por entre aquellos pasos.

Cuando hubo dejado a estribor la boya de la cuarentena, avanzó libremente por la bahía. Miss Halliburtt estaba en pie en la toldilla contemplando la ciudad donde su padre estaba cautivo, y los ojos se le llenaron de lágrimas.

Por fin el buque moderó su marcha; por orden del capitán rozó las puntas de las baterías del sur y del este y no tardó en estar amarrado al muelle en el North commercial wharf.

Capítulo VII

Un general sudista

En el muelle de Charleston se reunió una multitud inmensa que acogió al Delfín con hurras y aplausos. Los habitantes, bloqueados por mar, no estaban acostumbrados a recibir visitas de buques europeos, y se preguntaban con estupor qué iba a hacer en sus aguas aquel magnífico barco que ostentaba con orgullo el pabellón inglés; pero, cuando se supo el objeto porque había franqueado los pasos de Sullivan, cuando cundió la voz de que su cargamento era contrabando de guerra, las aclamaciones se redoblaron y el entusiasmo no tuvo límites.

Jacobo Playfair se puso inmediatamente al habla con el general Beauregard, comandante militar de la plaza, el cual recibió muy bien al joven capitán que llegaba en el momento más oportuno para proveer a sus soldados del vestuario y municiones que tanto necesitaban. Se convino en que la descarga se haría sin pérdida de momento, y numerosos brazos acudieron en ayuda de los marineros ingleses.

Antes de saltar a tierra, miss Halliburtt hizo a Jacobo las más apremiantes recomendaciones relativas al prisionero. El capitán se había consagrado por completo al servicio de la joven.

Miss —le dijo—, puede usted contar conmigo. Haré hasta lo imposible por salvar a su padre, pero confío en que no será preciso vencer grandes dificultades. Hoy sino veré al general Bauregard y sin pedirle bruscamente la libertad de mister Halliburtt, sabré por él en qué situación se encuentra, si está libre bajo su palabra o encarcelado.

—¡Pobre padre mío! — sollozó la joven—. No sabe que su hija está tan cerca de él… ¡Ah! ¡que no pueda arrojarme en sus brazos!

—Un poco de paciencia, miss Jenny pronto le abrazará usted. No dude de que haré cuanto pueda, pero procediendo con circunspección y tino..

Fiel a su promesa, Jacobo, después de haber tratado como negociante los asuntos de su casa, entregado el cargamento del Delfín y ajustada la compra, a vil precio, de una inmensa cantidad de algodón, hizo recaer la conversación sobre los asuntos del día.

—Según eso —dijo al general Bauregard —, ¿cree usted en el triunfo de los esclavistas?

—No dudo ni por un momento de nuestra victoria respecto a Charleston; el ejército de Lee hará cesar muy pronto el cerco. Además, ¿qué se puede esperar de los abolicionistas? Supongamos y es mucho suponer que caigan en su poder las ciudades comerciales de Virginia, de las dos Carolinas, de Georgia, de Alabama, del Mississipí ¿qué sucederá después? ¿Serán dueños de un país que jamás podrán ocupar?

No, por cierto. Por mi parte, creo que su victoria les pondrá en grave apuro.

—¿Está usted seguro de sus soldados? —pregunté el capitán—. ¿No teme que Charleston se canse de un sitio que es su ruina?

—¡No! no temo la traición. Además, los traidores serían sacrificados sin piedad. Yo mismo pasaría la ciudad a sangre y fuego si sorprendiera en ella el menor movimiento unionista. Jefferson Davis me ha confiado Charleston, y Charleston está en manos seguras.

—¿Tiene usted prisioneros nordistas? — dijo Jacobo llegando a lo más interesante para él.

—Sí, capitán. En Charleston empezó el fuego de la escisión. Los abolicionistas que se hallaban aquí, quisieron resistir, pero, después de haber sido batidos, quedaron prisioneros de guerra.

—¿Y son muchos?

—Unos cien.

—¿Que andan libres por la ciudad?

—Anduvieron hasta el día en que descubrí una conjuración formada por ellos. Su jefe había llegado a establecer comunicaciones con los sitiadores que estaban instruidos de la situación de la ciudad. Hice, pues, encerrar a esos huéspedes peligrosos, y muchos de esos federados sólo saldrán de la cárcel para subir al glacis de la ciudadela, donde diez balas confederadas darán al traste con su federalismo.

—¡Cómo! ¿fusilados? —exclamó el joven capitán, sobresaltándose a pesar suyo.

—Sí, y su jefe antes que todos. Es un hombre muy resuelto y peligroso en una ciudad sitiada. He enviado su correspondencia a la presidencia de Richmond y, antes de ocho días, su suerte se habrá fijado irrevocablemente.

—¿Quién es ese hombre?—preguntó Jacobo con la más perfecta indiferencia.

—Un periodista de Boston, un abolicionista rabioso, el alma condenada de Lincoln.

—¿Cómo se llama?

—Jonathan Halliburtt.

—¡Pobre hombre! —dijo Jacobo tratando de ocultar su emoción— Cualquiera que sea su delito me da lástima. ¿Y cree usted que será fusilado?

—Estoy seguro — respondió Bauregard—. ¿Qué le vamos a hacer? La guerra es la guerra. Cada cual se defiende como puede.

—En fin, no tengo nada que ver en este asunto; cuando esa ejecución se lleve a cabo, ya estaré muy lejos.

—¡Cómo! ¿piensa ya marchar?

—Sí, general, soy comerciante ante todo. Terminado el cargamento de algodón, saldré al mar. He entrado en Charleston, pero necesito salir. Esa es la cuestión. El Delfín es un buen barco, capaz de desafiar a la carrera a todos los buques federales, pero, por mucho que corra, más corre una bala de a ciento y uno de esos proyectiles en su casco o en su máquina, haría fracasar toda mi combinación comercial.

—Como usted guste, capitán —repuso Beauregard—. Nada puedo aconsejarle. Cumple usted con su deber, y hace bien. Yo haría lo mismo en su lugar. Además, la estancia en Charleston es poco agradable; una bahía en que llueven bombas no es un buen abrigo para un buque. Así, pues, puede zarpar cuando quiera. Pero, dígame, ¿qué fuerza y número tienen los cruceros federales que hay delante de Charleston?

Jacobo Playfair satisfizo lo mejor que pudo la curiosidad del general y se despidió con la mayor cortesía. Después volvió al Delfín, muy preocupado y triste.

—¿Qué diré a miss Jenny? —pensaba—. No puedo decirle la verdad. Mejor es que ignore los peligros que la amenazan. ¡Pobre hija!

Aun no había dado cincuenta pasos fuera de la casa del gobernador, cuando tropezó con Crockston. El digno americano le acechaba desde su salida.

—¿Qué hay, capitán?

Jacobo miró con fijeza a Crockston, y éste comprendió que las noticias no eran buenas.

—¿Ha visto usted a Bauregard? —preguntó.

Sí —respondió Jacobo.

—¿Le ha hablado de mister Halliburtt?

—No. Me ha hablado él.

—¿Y qué?

—Que… ¿se puede decir todo, Crockston?

—Todo, capitán.

—Pues bien, ¡el general Bauregard me ha dicho que tu amo será fusilado antes de ocho días!

En lugar de desesperarse, como hubiera hecho otro cualquiera, el americano sonrió ligeramente y exclamó:

—¡Bah! ¿Qué importa?

—¡Cómo qué importa! —exclamó Playfair— ¿No te he dicho que mister Halliburtt va a ser fusilado?

—Sí, pero antes de seis días estará a bordo del Delfín, y antes de siete, el Delfín estará en medio del océano…

—¡Bien! —dijo el capitán estrechando la mano de Crockston—. Te comprendo, valiente. Eres hombre de resolución, y yo, pese al tío Vicente y al cargamento del Delfín, me dejo hacer pedazos por miss Jenny.

—Nada de hacerse pedazos — respondió el americano —, porque con eso sólo los peces salen ganando. Lo esencial es salvar a mister Halliburtt.

—Será muy difícil, como comprendes.

—No tanto.

—Está estrechamente vigilado.

—Es claro.

—La evasión ha de ser casi milagrosa.

—¡Bah! —dijo Crockston —; un prisionero esta más poseído de la idea de salvarse que sus guardianes de la de conservarle preso. Luego un prisionero debe siempre conseguir libertarse. Todas las probabilidades están en su favor. Mister Halliburtt, gracias a nuestras maniobras, se salvará.

—Tienes razón.

—Siempre.

—Pero, ¿cómo te las compondrás? Se necesita un plan, es preciso tomar precauciones.

—Pensaré.

—Pero miss Jenny, así que sepa, que de un momento a otro puede llegar la sentencia de muerte de su padre…

—Eso se arregla no diciéndole nada.

—Sí, que lo ignore; vale más para ella y para nosotros.

—¿Dónde está encerrado mister Halliburtt? —preguntó Crockston.

—En la ciudadela —respondió Jacobo.

—Perfectamente. Ahora vamos a bordo.

—Vamos a. bordo, Crockston.

Capítulo VIII

La evasión

Jenny, sentada en la toldilla del Delfín, esperaba impaciente y ansiosa la vuelta del capitán. Así que este regresó, sus labios no pudieron articular ni una palabra, pero sus ojos interrogaban a Jacobo Playfair con mayor elocuencia.

Jacobo y Crockston sólo hicieron saber a la joven los hechos relativos a la prisión de su padre. El capitán dijo que, habiendo sondeado a Bauregard acerca de los prisioneros y no habiéndole hallado muy favorable a ellos, se había mantenido en prudente reserva para proceder según las circunstancias.

—No estando mister Halliburtt libre por la ciudad, será más difícil su fuga; pero le juro, miss Jenny, que el Delfín no dejará la rada de Charleston sin tener a bordo a su padre de usted.

—Gracias, señor Playfair —dijo Jenny—. Le doy gracias con toda mi alma.

Al oír estas palabras, Jacobo sintió que el corazón le daba saltos en el pecho. Se acercó a Jenny con la mirada húmeda y las palabras temblorosas. Tal vez iba a hablar, a confesar sus sentimientos, pero Crockston intervino.

—No es éste el momento de enternecerse —dijo —. Hablemos, y hablemos cuerdamente.

—¿Tienes algún plan, Crockston? — preguntó la joven.

—Siempre tengo un plan —respondió el americano—. Esa es mi especialidad.

—Pero, ¿es bueno? —dijo Jacobo.

—Excelente; todos los ministros de Washington juntos no podrían imaginar otro mejor. Es como si tuviéramos ya a bordo a mister Halliburtt.

Crockston hablaba con tanta seguridad y manifiesta adhesión que no había medio de dudar de sus palabras.

—Te escuchamos, Crockston —dijo Playfair.

—Usted, capitán, irá a pedir al general Beauregard un servicio que no le negara.

—¿Cuál?

—Le dirá que tiene usted un pícaro perdido que, durante la travesía, ha excitado la tripulación a la rebeldía; le pedirá que durante su permanencia en Charleston, lo tenga encerrado en la ciudadela; pero con la condición de devolverlo al partir, para que pueda usted entregarlo a la justicia de su país.

—Haré todo eso —dijo Jacobo sonriendo— ¿y el general aceptará gustoso?

—Estoy seguro de ello —repuso Crockston.

—Pero me falta una cosa.

—¿Qué?

—El pícaro.

—Está delante de usted.

—¡Cómo! ese pillastre…

—Soy yo, con su permiso.

—¡Oh corazón noble y valiente! —exclamóJenny, apretando con sus pequeñas manos las callosas del americano.

—¡Crockston! ¡amigo mío! —dijo Playfair —, te comprendo; y sólo siento no poder ocupar tu puesto.

—Cada uno a su papel.—replicó Crockston. En mi puesto se vería usted mucho más apurado que yo. Bastante tendrá que hacer luego para salir de la rada, bajo el cañón de los federales y el de los confederados; cosa que yo haría bastante mal.

—Continúa.

—Una vez dentro de la ciudadela, que conozco al dedillo, veré cómo me las compongo, pero me las compondré bien. Entretanto, cargará usted su barco.

—¡Oh! los negocios me importan ya muy poco —exclamó el capitán.

—Nada de eso. ¿Qué diría el tío Vicente? Hagamos marchar a la par los sentimientos y las operaciones mercantiles. Así evitaremos sospechas. ¿Pueda usted estar preparado dentro de seis días?

—Sí.

—Pues haga que el Delfín esté dispuesto a salir el día 22.

—Lo estará.

El día 22, por la noche —fíjese bien —, vaya usted en una embarcación con sus mejores hombres a White Point, al extremo de la ciudad. Espere hasta las nueve y verá aparecer a mister Halliburtt con este su servidor.

—Pero, ¿cómo podrán huir los dos?

—Eso es cuenta mía.

—Querido Crockston —dijo Jenny—, ¡vas a arriesgar tu vida por mi padre!

—No tema por mí, miss Jenny, no arriesgo nada.

—¿Cuándo es preciso hacer que te encierren? —preguntó Jacobo.

—Hoy mismo. Estoy desmoralizando la tripulación. Cuanto antes mejor.

—¿Quieres dinero? Puede serte útil.

—¿Para comprar un carcelero? Nada de eso. El procedimiento es demasiado tonto, pues el carcelero suele quedarse con el dinero y con el preso. Tengo medios más seguros. Es preciso poder beber en caso de necesidad.

—Y emborrachar al carcelero.

—No; un carcelero borracho lo echa todo a perder. Tengo mi idea; déjeme hacer.

—Toma diez dólares.

—Es demasiado; pero le daré la vuelta.

—¿Estás dispuesto?

—Completamente dispuesto a ser un pillo redomado.

—Vamos, pues.

—Crockston —dijo la joven con voz conmovida— ¡eres el hombre más honrado que hay bajo la capa del cielo!

—No me extrañaría —repuso el americano soltando la carcajada. A propósito, capitán. Una recomendación importante.

—Veamos.

—Si el general le propone ahorcar al tunante que quiere usted encerrar, pues ya sabe que los militares todo lo arreglan así…

—¿Qué?

—Le dirá usted que necesita reflexionar.

—Te lo prometo.

Aquel mismo día, con gran asombro de la tripulación, que no estaba en el secreto, Crockston, con esposas en las manos y cadenas en los pies, fue desembarcado entre diez marineros y media hora después a petición del capitán Jacobo Playfair, el malvado, atravesaba las calles de la ciudad y a pesar de su resistencia, era encerrado en la ciudadela de Charleston.

Durante aquel día, y el siguiente se descargó con rapidez el Delfín. Las grúas del vapor elevaban sin descanso el cargamento europeo para hacer sitio al indígena. La población de Charleston asistía a aquella interesante operación, ayudando y felicitando a los marineros.

Los sudistas les daban grandes muestras de afecto, pero Jacobo Playfair no les dejó tiempo de aceptar las atenciones de los americanos; no les dejaba a sol ni sombra, exigiéndoles una actividad de que los marineros del Delfín no sospechaban la causa.

Tres días después, el 18 de enero, empezaron a amontonarse en la sentina las primeras balas de algodón. Aunque Jacobo ya no se ocupaba en ella, la casa de Playfair y Compañía efectuaba una excelente operación, pues había comprado a ínfimo precio todo el algodón que obstruía los almacenes de Charleston.

Entretanto, no se había recibido ninguna noticia de Crockston.

Jenny, aunque no decía nada, sufría crueles angustias. Su rostro, alterado por el temor, hablaba por ella. Y Jacobo procuraba tranquilizarla.

—Tengo plena confianza en Crockston — le decía.

—Es un fiel servidor; usted que le conoce mejor que yo, debe estar tranquila. Dentro de tres días podrá usted abrazar a su padre.

—¡Señor Playfair! —exclamó la joven—. ¿Cómo podremos mi padre y yo pagar su abnegación?

—Se lo diré cuando estemos en aguas inglesas —respondió el capitán.

Jenny le miró, bajó los ojos, que se llenaron de lágrimas, y regresó a su camarote.

Jacobo esperaba que hasta el momento en que el padre se hallara fuera de peligro, la joven ignoraría su terrible situación; pero en este último día, la indiscreción de un marinero descubrió la verdad. La respuesta del gabinete de Richmond había llegado la víspera, por una estafeta, que había podido forzar la línea del bloqueo. Contenía la sentencia de muerte de Jonathan Halliburtt, que debía ser pasado por las armas al día siguiente por la mañana. La noticia había cundido por la ciudad, habiéndola llevado a bordo uno de los marineros del Delfín.

La comunicó a su capitán, sin sospechar que miss Jenny podía oírla.

La joven lanzó un grito desgarrador y cayó sin conocimiento sobre cubierta. Jacobo la transportó a su camarote y fueron necesarios los cuidados más asiduos para volverla a la vida.

Cuando abrió los ojos, vio al capitán que con un dedo en los labios le recomendaba silencio. La joven se vio obligada a callar, conteniendo los arrebatos de su dolor, y el capitán, inclinándose hacia su oído, le dijo:

—Jenny, antes de dos horas su padre estará a salvo, a su lado, o yo habré muerto en la empresa.

Después, salió de la toldilla, diciendo para sí:

—Ahora es preciso apoderarse de él a toda costa, aun cuando deba pagar su libertad con mi vida y la de mi tripulación.

Había llegado la hora de obrar. La estiba del Delfín había terminado aquella mañana; sus bodegas estaban llenas de carbón. Podía partir dentro de dos horas. Jacobo le había hecho salir del North Commercial wharf y colocar en plena rada a fin de aprovechar la pleamar a las nueve de la noche.

Daban las siete cuando Jacobo se separaba de Jenny. El capitán hizo empezar los preparativos de marcha. Hasta entonces, el secreto había permanecido oculto dentro de él, Crockston y Jenny, pero en aquel momento juzgó oportuno poner a su segundo al corriente de la situación.

Así lo hizo inmediatamente.

—Estoy a sus órdenes —respondió Mathew, sin hacer la menor observación—. ¿A las nueve?

—Sí. Haga usted encender los fuegos y que se activen.

—Perfectamente.

—Mande usted colocar un farol en el tope del palo mayor. La noche está oscura y se levanta la bruma. No conviene que podamos extraviarnos al regresar a bordo. Debe tomar también la precaución de hacer sonar la campana desde las nueve.

—Se cumplirán sus órdenes.

—Y ahora, señor Mathew —añadió Jacobo—, mande arriar la lancha y que la tripulen los seis marineros más robustos y mejores remeros. Parto a White Point. Le recomiendo a miss Jenny durante mi ausencia. Dios nos proteja, señor Mathew.

—¡Dios nos proteja! —respondió el segundo.

E inmediatamente mandó encender los fogones y activar el fuego. En pocos minutos, el Delfín quedó preparado. Jacobo se despidió de Jenny y bajó a su lancha, desde la cual pudo ver los torrentes de negro humo que se perdían en la oscura niebla del cielo.

Profundas eran las tinieblas; había caído el viento; silencio absoluto reinaba en la inmensa rada, cuyas aguas parecían dormidas. Algunas luces apenas perceptibles temblaban en la bruma. Jacobo se había puesto al timón y con mano segura dirigía su embarcación hacia White Point. El trayecto era de dos millas. Durante el día, Jacobo había tomado puntos de orientación, de modo que le fue fácil llegar en línea recta al cabo de Charleston.

Las ocho daban en San Felipe cuando la proa de la lancha tocó en White Point.

Faltaba una hora para el momento preciso fijado por Crockston.

El muelle estaba absolutamente desierto; sólo el centinela de la batería del sur y del este se paseaban a veinte pasos. Jacobo devoraba los minutos. El tiempo no corría como deseaba y lo abrumaba la impaciencia.

A las ocho y media, se oyó ruido de pasos. Dejó a sus hombres con los remos preparados, y se lanzó hacia delante. Al cabo de diez minutos se encontró con una ronda de guardacostas; eran veinte hombres y Jacobo sacó un revólver de su cinturón, decidido a usarlo en caso de necesidad. Mas, ¿qué podía hacer contra aquellos soldados que descendieron hasta el muelle?

Allí, el jefe de la ronda se acercó a él y, viendo la lancha, preguntó a Jacobo:

—¿Qué embarcación es ésa?

—La lancha del Delfín —respondió el joven.

—¿Y usted quién es?

—El capitán Jacobo Playfair.

—Le creía en los pasos de Charleston.

—Voy a zarpar; debía estar ya en camino, pero…

—¿Pero?… — preguntó con insistencia el jefe de la ronda.

Una idea repentina, cruzó por la mente del capitán que respondió:

—Uno de mis marineros está encerrado en la ciudadela, y a fe mía, lo tenía olvidado. Afortunadamente, me he acordado cuando aun era tiempo y ha enviado a algunos de mis marineros a buscarle.

—¡Ah! ¿aquel tunante que quiero usted llevar a Inglaterra?

—¡Aquí también le hubieran podido ahorcar! —dijo el soldado riendo.

—Lo creo —repuso Jacobo—, pero vale más hacer las cosas en debida forma.

—Vaya, buen viaje, capitán, y desconfíe de las baterías de la isla de Morris.

—No tenga usted cuidado, Creo poder salir como he entrado.

—Buen viaje.

Y la ronda se alejó, quedando silenciosa la playa.

En aquel momento, dieron las nueve. Era el momento señalado.

Jacobo oía los latidos de su corazón… Resonó un silbido… El capitán del Delfín respondió con otro, y después prestó atento oído, recomendando con la mano, el más absoluto silencio a sus marineros. Apareció un hombre, envuelto en una ancha manta, mirando a uno y a otro lado. Jacobo corrió hacia él.

—¿Señor Halliburtt?

—Yo soy — respondió el hombre de la manta.

—¡Loado sea Dios! —exclamó Jacobo Playfair—. Embárquese usted enseguida… ¿Y Crockston?

—¡Crockston! —repitió mister Halliburtt—. ¿Qué quiere usted decir?

—Quien le ha salvado y conducido hasta aquí ha sido su fiel criado Crockston.

—El hombre que me acompañaba es el carcelero de la ciudadela.

—¡El carcelero! —exclamó Jacobo.

No entendía nada y le asaltaban mil temores.

—¡Ah sí, el carcelero! —dijo una voz muy conocida —. ¡El carcelero duerme como una marmota en mi calabozo!

—¡Crockston! ¡Eres tú! ¡tú! —gritó mister Halliburtt.

—Nada de conversación, mi amo. Todo se lo explicaremos. Le va la vida. ¡A bordo, a bordo!

Los tres hombres entraron en la lancha.

—¡Boga! —ordenó el capitán.

Los seis remos entraron en sus escálamos.

Y la lancha se deslizó como un pez sobre las oscuras olas de Charleston Harbour.

Capítulo IX

Entre dos fuegos

La lancha, impelida por seis robustos remeros, volaba. La niebla se iba condensando y Jacobo conseguía, no sin trabajo, mantenerse en la línea de sus señales. Crockston estaba hacia la proa y el señor Halliburtt hacia la popa, junto al capitán. El prisionero, asombrado de la presencia de su criado, había querido hablarle; pero éste le había rogado por señas que guardara silencio.

Pero, así que la lancha estuvo en plena rada, Crockston se decidió a hablar, pues comprendía la ansiedad de su amo.

—Sí, querido amo —dijo—, el carcelero ocupa mi lugar en el calabozo, gracias a dos puñetazos que le he propinado, uno en la nuca y otro en el estómago, a manera de narcótico, en el momento en que me entraba la cena. ¡Qué agradecido soy! Le he quitado la ropa y las llaves, le he ido a buscar y le he conducido fuera de la ciudadela, a las barbas de los soldados. ¡No era muy difícil!

—Pero ¿y mi hija? —preguntó mister Halliburtt.

—A bordo del buque que nos ha de llevar a Inglaterra.

—¡Mi hija está aquí! —gritó el americano, levantándose del banco.

—¡Silencio! —exclamó Crockston—. Dentro de algunos minutos estaremos a salvo.

La embarcación corría velozmente pero algo a la ventura. En medio de la oscuridad, Jacobo no distinguía los faroles del Delfín. Vacilaba acerca de la dirección que debía seguir, y la oscuridad era tal que los marineros no veían las extremidades de sus remos.

—¿Qué sucede, señor Jacobo? —dijo Crockston.

—Debemos haber andado más de milla y media —respondió el capitán—. ¿No ves nada, Crockston?

—Nada, y tengo buena vista. Pero ¡bah! ya llegaremos. No saben nada allá abajo.

Aún no había pronunciado estas palabras cuando un cohete rasgó las tinieblas hasta una altura prodigiosa.

—¡Una señal! —exclamó Jacobo Playfair.

—¡Diablo! —dijo Crockston—. Debe venir de la ciudadela. Esperemos.

Otro cohete, y después otro siguieron al primero. Casi en el acto, la misma señal se repitió a una milla de distancia de la embarcación, hacia delante.

—Este viene del fuerte Sumter —exclamó Crockston—, y es la señal de la evasión. ¡Fuerza! ¡De remo! ¡Todo está descubierto!

—¡Remen firme, amigos míos! —gritó Jacobo, animando a sus marineros—. Esos cohetes han alumbrado mi camino. El Delfín no dista de nosotros cien yardas. Oigo la campana de a bordo. ¡Adelante! ¡Veinte libras para ustedes si llegamos en cinco minutos!

La barca parecía rozar sólo las olas. Todos los corazones palpitaban con violencia. Un cañonazo acababa de resonar en dirección a la ciudad, a veinte brazas de la embarcación. Crockston oyó pasar un cuerpo rápido que podía ser un proyectil.

La campana del Delfín se había lanzado a vuelo. La lancha se acercaba. Algunos golpes de remo hicieron que atracasen, y pocos segundos después, Jenny caía en brazos de su padre.

La lancha fue izada enseguida y Jacobo subió a la toldilla.

—Señor Mathew, ¿hay presión?

—Sí, capitán.

—Corte la amarra, y a toda máquina.

Algunos minutos después, las dos hélices llevaban el buque hacia el paso principal, separándole del fuerte Sumter.

—Señor Mathew —dijo Jacobo—, no podemos pensar en tomar los pasos de Sullivan, pues caeríamos bajo el fuego de los confederados.

Acerquémonos cuanto podamos a la derecha de la rada, aunque nos expongamos a recibir los proyectiles federales. ¿Tiene usted un hombre seguro en el timón?

—Sí, capitán.

—Mande apagar todas las luces. Demasiado nos venden los reflejos de la máquina que no se pueden ocultar.

El Delfín marchaba con suma rapidez; pero al acercarse a la derecha de Charleston Harbour, había tenido que seguir un canal que le acercaba momentáneamente al fuerte Sumter, y no se hallaba a media milla de éste, cuando todas sus cañoneras se iluminaron a la vez, y un diluvio de hierro pasó por delante del buque, resonando una espantosa detonación.

—¡Demasiado pronto, torpes! —gritó Jacobo soltando una carcajada.

—¡Fuerce, maquinista! ¡Es preciso pasar entre dos andanadas!

Los fogoneros activaron. Todo el Delfín gemía a los esfuerzos de su máquina, como si fuera a deshacerse.

Resonó una segunda detonación y otra granizada de proyectiles silbó detrás del barco.

—¡Demasiado tarde, imbéciles! — exclamó el joven capitán.

—Ya nos hemos librado de uno —gritó Crockston desde la toldilla—. Dentro de algunos minutos no habrá que temer a los confederados.

—¿Crees que no tenemos ya más que temer del fuerte de Sumter? —preguntó Jacobo.

—Nada. Pero sí del fuerte Moultrie, al extremo de la punta Sullivan, aunque sólo nos molestará por espacio de medio minuto. Que apunten bien, si quieren tocarnos. Nos acercamos.

—¡Bien! la posición del fuerte Moultrie nos permite entrar de lleno en el canal principal. ¡Fuego, pues, fuego!

En el mismo instante, como si Jacobo hubiera mandado por sí mismo el fuego de las baterías, una triple línea de relámpagos iluminó el fuerte. Se oyó un espantoso estrépito y se produjeron chasquidos a bordo del buque.

—¡Nos han tocado! — exclamó Crockston.

—¡Señor Mathew! — gritó el capitán a su segundo, que estaba en la proa —. ¿Qué hay?

—El penol del bauprés en el agua.

—¿Hay heridos?

—No.

—¡Pues al diablo la arboladura! Derechos al paso, ¡adelante! ¡Gobierne hacia la isla!

—¡Se han fastidiado los confederados! —gritó Crockston— ¡Si hemos de recibir balas, que sean del norte! ¡Se digieren mejor!

No se habían evitado todos los peligros; el Delfín no podía cantar victoria, pues aunque la isla de Morris no estaba aún armada con las temibles piezas que se establecieron en ella algunos meses más tarde, sus cañones y morteros bastaban y sobraban para echar a pique buques como el Delfín.

El fuego de los fuertes Sumter y Moultrie había dado el alerta a los federales de la isla, y a los buques del bloqueo. Los sitiadores, aunque no comprendían aquel ataque nocturno, que no parecía dirigido contra ellos, debían estar dispuestos a responder.

Sobre esto reflexionaba Jacobo al avanzar hacia los pasos de Morris, y tenía motivo para temer, pues al cabo de un cuarto de hora multitud de luces surcaban las tinieblas cayendo una lluvia de granadas alrededor del buque, y haciendo saltar agua por encima de sus bordas; algunas llegaron a herir la cubierta del Delfín, pero por su base, lo cual le salvó de una pérdida segura. En efecto, aquellas granadas, como se supo después, debían romperse en cien fragmentos y cubrir cada una, una superficie de ciento veinte pies cuadrados, con fuego griego imposible de apagar, y que ardía por espacio de veinte minutos.

Una sola de aquellas bombas podía incendiar una nave.

Afortunadamente para el Delfín, aquellos proyectiles de nueva invención, eran muy defectuosos; lanzados al aire, un falso movimiento de rotación los mantenía inclinados y en el momento del choque caían sobre su base, en vez de golpear con la punta donde estaba la espoleta de percusión. Ese defecto de construcción salvó al Delfín, pues la caída de aquellas granadas de poco peso, no le hizo gran daño y continuó avanzando por el paso.

En aquel momento, a pesar de las órdenes de Jacobo, Halliburtt y su hija fueron a reunirse a él sobre la toldilla. Jenny declaró que no se separaría del capitán aunque éste se opusiera. Mister Halliburtt, que acababa de saber cuán noble había sido la conducta de Jacobo, le estrechó la mano sin poder articular una palabra.

El Delfín avanzaba con gran ligereza hacia alta mar; le bastaba seguir el paso durante otras tres millas para hallarse en el Atlántico; si el paso estaba libre en su entrada, se había salvado. Como Playfair conocía maravillosamente todos los secretos de la bahía de Charleston, dirigía su buque entre las tinieblas con admirable seguridad. Podía esperar que su atrevida marcha le proporcionaría un feliz resultado, cuando el vigía, gritó:

—¡Un buque!

—¿Un buque? — gritó Jacobo.

—¡Sí, por babor!

La niebla, que se había elevado, permitía distinguir una gran fragata, que maniobraba para cerrar el paso al Delfín. Era necesario a toda costa ganarle en velocidad, pidiendo a la máquina, un exceso de fuerza impulsiva; si no todo estaba perdido.

—¡Toda barra a estribor! — gritó el capitán.

Y se lanzó al puente colocado sobre la máquina. Por orden suya, se detuvo el movimiento de una hélice, y por el impulso de la otra, el Delfín viró con rapidez maravillosa en un círculo muy reducido. Así evitó correr hacia la fragata federal y avanzó con ello hacia la entrada del paso. La cuestión era de rapidez.

Jacobo comprendió que en ello estribaba su salvación, la de Jenny y su padre, la de toda la tripulación. La fragata llevaba considerable delantera. Los torrentes de negro humo que brotaban de su chimenea, revelaban que forzaba sus fuegos. Jacobo no era hombre capaz de darse por vencido.

—¿Cómo estamos? —preguntó al maquinista.

—En el máximum de presión —contestó éste—. El vapor se escapa por todas las válvulas.

—¡Cárguelas! —mandó el capitán.

Sus órdenes se ejecutaron a riesgo de volar el buque.

El Delfín marchó aun más deprisa; los émbolos funcionaban con espantosa precipitación; todas las planchas de asiento de la máquina temblaban. El espectáculo hacia estremecer los corazones más templados.

—¡Fuercen! —gritaba Jacobo—. ¡Fuercen siempre!

—Imposible —respondió el maquinista—. Las válvulas están herméticamente cerradas y los hornillos están llenos hasta la boca.

—¿Qué importa? ¡se pueden atacar con algodón impregnado de espíritu de vino! ¡Es preciso a toda costa dejar atrás a la maldita fragata!

Al oír semejantes palabras, los más intrépidos marineros se miraron, pero nadie vaciló. Se echaron a la cámara de la máquina algunas balas de algodón, y se desfondó en ella un barril de espíritu de vino. La nueva materia combustible se introdujo, no sin peligro, en los incandescentes hornillos. El rugido de las llamas no permitía que los fogoneros se oyesen. Pronto las planchas de los hornillos llegaron al rojo blanco; los émbolos iban y venían como los de una locomotora; los manómetros marcaban una tensión espantosa; el barco volaba; sus junturas crujían; por sus chimeneas brotaban llamas mezcladas con el humo. Su velocidad era vertiginosa, insensata, pero ganaba espacio sobre la fragata; la rebasaba, y al cabo de diez minutos estaban fuera del canal.

—¡Nos hemos salvado! —gritó el capitán.

—¡Nos hemos salvado! —repitió la tripulación batiendo palmas.

Ya el faro de Charleston empezaba a desaparecer hacia el sudoeste, palideciendo su brillo, y parecía que el Delfín se hallaba fuera de peligro cuando una bomba, disparada por una cañonera que cruzaba al largo, zumbó en las tinieblas. Podía seguirse su rastro a causa de la espoleta, que dejaba tras sí una línea de fuego.

Aquél fue un momento de indescriptible ansiedad. Todos callaban mirando con espantados ojos la parábola descrita por el proyectil; nada podía hacerse para evitarla; después de medio minuto cayó con horrible estruendo sobre la proa del Delfín.

Los marineros, horrorizados, se refugiaron en la popa; nadie se atrevía a dar un paso, mientras la espoleta crepitaba.

Pero un hombre, valiente, entre los valientes, corrió hacia aquel formidable artificio de destrucción: era Crockston. Tomó la bomba en sus brazos vigorosos, y mientras millares de chispas se desprendían de la espoleta, la arrojó, haciendo un sobrehumano esfuerzo, por encima de la borda.

Apenas había llegado a la superficie del agua, estalló la bomba con espantosa detonación.

—¡Hurra! ¡hurra! —exclamó en coro la tripulación mientras Crockston se frotaba las manos.

Poco después el Delfín surcaba las aguas del Atlántico; la costa americana desaparecía entre las tinieblas y los fuegos lejanos que se cruzaban en el horizonte indicaban que el ataque era general entre las baterías de la isla Morris y los fuertes de Charleston Harbour.

Capítulo X

San Mungo

Al amanecer del día siguiente, había desaparecido la costa americana. No se veía un buque. El Delfín, moderando la velocidad terrible de su marcha, se dirigió más tranquilamente hacia las Bermudas.

Inútil es referir la travesía del Atlántico; durante el viaje de regreso no ocurrió nada digno de notarse, y diez días después de la salida de Charleston, se reconocían las costas de Irlanda.

¿Qué pasó entre Jacobo y Jenny, que no hayan adivinado los menos perspicaces? ¿Cómo podía mister Halliburtt pagar a su salvador valiente y generoso, sino haciéndole el más feliz de los hombres? Jacobo Playfair no esperó la llegada a las aguas inglesas para declarar al padre y a la hija la pasión que rebosaba de su corazón, y si hemos de dar crédito a Crockston, Jenny recibió semejante confesión con una alegría, que no trató de disimular.

Sucedió, pues, que el 14 de febrero del presente año, una multitud inmensa se hallaba reunida bajo las macizas bóvedas de San Mungo, la antigua catedral de Glasgow. Allí había un poco de todo: marinos, comerciantes, industriales, magistrados. El valiente Crockston servía de testigo a miss Jenny, que lucía elegante vestida de novia; el buen hombre resplandecía en su traje de color verde manzana con botones de oro. El tío Vicente estaba orgulloso al lado de su sobrino.

En una palabra, se celebraba la boda de Jacobo Playfair, de la casa de Vicente Playfair y Compañía de Glasgow, con miss Jenny Halliburtt de Boston.

La ceremonia se efectuó con gran pompa. Todo el mundo conocía la historia del Delfín, y todo el mundo creía que el joven capitán recibía una justa recompensa: sólo él la consideraba excesiva.

Por la noche hubo gran fiesta en casa del tío Vicente, gran baile, gran comida y gran distribución de chelines a la multitud reunida en Gordon Street. En aquel memorable festín, Crockston, sin salirse de los justos límites, hizo prodigios de voracidad.

Todos se alegraban de aquella boda: unos por ver labrada su felicidad propia; otros por ver la ajena, cosa que no siempre sucede en ceremonias de este género.

Tan pronto como se retiraron los convidados, Jacobo Playfair fue a abrazar a su tío, que lo besó en los dos carrillos.

—¿Y bien, tío Vicente? —dijo el sobrino.

—¿Y bien, sobrino Jacobo? — repitió el tío.

—¿Está usted satisfecho del cargamento que he traído a bordo del Delfín? —añadió el capitán Playfair, señalando a su valiente esposa.

—¡Ya lo creo! —respondió el digno comerciante—. He vendido el algodón con trescientos setenta y cinco por ciento de beneficio.

*FIN*


“Les forceurs de blocus”,
Voyages extraordinaires, 1874


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