Cómo aislar los fragmentos de la noche para apretar algo con las manos, como la liebre penetra en su oscuridad separando dos estrellas apoyadas en el brillo de la yerba húmeda. La noche respira en una intocable humedad, no en el centro de la esfera que vuela, y todo lo va uniendo, esquinas o fragmentos, hasta formar el irrompible tejido de la noche, sutil y completo como los dedos unidos que apenas dejan pasar el agua, como un cestillo mágico que nada vacío dentro del río. Yo quería separar mis manos de la noche, pero se oía una gran sonoridad que no se oía, como si todo mi cuerpo cayera sobre una serafina silenciosa en la esquina del templo. La noche era un reloj no para el tiempo sino para la luz, era un pulpo que era una piedra, era una tela como una pizarra llena de ojos. Yo quería rescatar la noche aislando sus fragmentos, que nada sabían de un cuerpo, de una tuba de órgano sino la sustancia que vuela desconociendo los pestañeos de la luz. Quería rescatar la respiración y se alzaba en su soledad y esplendor, hasta formar el neuma universal anterior a la aparición del hombre. La suma respirante que forma los grandes continentes de la aurora que sonríe con zancos infantiles. Yo quería rescatar los fragmentos de la noche y formaba una sustancia universal, comencé entonces a sumergir los dedos y los ojos en la noche, le soltaba todas las amarras a la barcaza. Era un combate sin término, entre lo que yo le quería quitar a la noche y lo que la noche me regalaba. El sueño, con contornos de diamante, detenía a la liebre con orejas de trébol. Momentáneamente tuve que abandonar la casa para darle paso a la noche. Qué brusquedad rompió esa continuidad, entre la noche trazando el techo, sosteniéndolo como entre dos nubes que flotaban en la oscuridad sumergida. En el comienzo que no anota los nombres, la llegada de lo diferenciado con campanillas de acero, con ojos para la profundidad de las aguas donde la noche reposaba. Como en un incendio, yo quería sacar los recuerdos de la noche, el tintineo hacia dentro del golpe mate, como cuando con la palma de la mano golpeamos la masa de pan. El sueño volvió a detener a la liebre que arañaba mis brazos con palillos de aguarrás. Riéndose, repartía por mi rostro grandes cicatrices.
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