El cielo sucio del creyón, el viento sugeridor de danzas espectrales; las montañas monstruosas en la cruda pesadez de la atmósfera; las calles sombrías y terribles con sus casas húmedas y sus hórridos zaguanes, y con la pesadilla lujuriosa de sus hombres sanguíneos y carnales.
Ella estará aburrida viendo tras los cristales de su ventana, cómo van cuajando las sombras de las nubes. El paisaje: afilados cipreses, tierras blancas, rocas de cal y caminos de almagre, se rendirá en un bíblico sosiego, y la pompa enfermiza de la tarde perderá el oro vago de sus lustres en las espesas brumas fantasmales.
Habrá una hilera lila y en beatitud de tenebrosos frailes, a cuyos puntiagudos cráneos secos dará un macabro fósforo la tarde.
Entonces ella sentirá en el alma congelársele informes claridades, inmensos candelabros esqueléticos, cirios gastados como tiernas carnes, y un leve hedor de rosas putrefactas, húmedas de rocío y de vinagre. Después, las blandas tierras removidas, y el rumor de las palas implacables. Se tapará los ojos y una campana doblará en la tarde, mientras bajo las sombras pensativas de los cipreses orarán los frailes.
Luego, la inanidad, los horizontes inútiles, las torvas soledades, afilados cipreses, tierras blancas, rocas de cal y caminos de almagre, y una luna sulfúrica y tremenda toda bañada en sangre.
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