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Los idiotas

[Cuento - Texto completo.]

Joseph Conrad

Íbamos de camino desde Tréguier a Kervanda. Avanzamos a trote ligero entre los setos que quedaban sobre los cortados de arena que había a ambos lados de la carretera, y, cuando llegamos al borde de la fuerte pendiente que hay antes de Ploumar, el caballo se puso al paso y el cochero bajó del pescante con pesadez. Hizo chasquear el látigo y subió la pendiente marchando con torpeza junto al carruaje, con la mano en el estribo y la mirada fija en el suelo. Levantó de pronto la mirada, apuntó hacia lo alto de aquel trecho y dijo:

—¡El idiota!

El sol brillaba con violencia sobre la ondulante superficie de la tierra. Las cimas estaban coronadas por pequeños grupos de delgados árboles cuyas ramas quedaban recortadas contra el cielo como si alguien las hubiese levantado sobre unos zancos. Los pequeños campos, delimitados por setos y muros de piedra, que zigzagueaban sobre las colinas con su aspecto de parches y retazos rectangulares de verdes amarillos e intensos, parecían los torpes brochazos de un pintor aficionado. El paisaje estaba dividido en dos por la franja blanca del camino, que se prolongaba en la distancia sinuosamente como si se tratara de un río de polvo que descendiera hacia el mar bordeando las colinas.

—¡Ahí está, ahí está! —dijo de nuevo el cochero.

En medio de la alta hierba que quedaba junto a la carretera, un rostro se asomó a la altura de las ruedas cuando nosotros pasábamos con el carruaje. Aquella cara de idiota estaba totalmente roja y la cabeza con forma de pepino tenía el pelo cortado al rape, por lo que la impresión era la misma que si lo hubiesen degollado y le hubiesen hundido el mentón en el polvo. El cuerpo desaparecía entre los altos arbustos que crecían junto a la cuneta.

Era un rostro de muchacho. A juzgar por el tamaño debía de tener unos dieciséis años, puede que un poco menos o un poco más. A criaturas como ésa el tiempo las olvida y pueden llegar a vivir sin que los años las rocen hasta que la muerte las hace entrar en su piadoso seno, esa misma muerte fiel que no olvida en su ejercicio ni al más pequeño de sus hijos.

—¡Ah, pero si hay otro! —dijo el hombre con cierto tono de satisfacción en la voz, como si hubiese visto algo inesperado.

Y había otro. El otro estaba de pie casi en medio de la carretera bajo aquel sol abrasador y donde su propia sombra achatada terminaba. Tenía cada una de las manos metida en la manga opuesta de un chaquetón largo y la cabeza hundida entre los hombros, como si lo aplastara aquel diluvio de fuego. De lejos tenía el aspecto de alguien que estuviera pasando un frío enorme.

—Son gemelos —dijo el cochero.

El idiota se apartó un par de pasos de la carretera y se quedó mirándonos por encima del hombro cuando pasamos a su lado. Tenía una mirada inquietante y fija, una mirada llena de fascinación, pero no se dio la vuelta para observarnos. Lo más probable es que la imagen pasara frente a él sin dejar la más mínima huella en aquel cerebro deforme. Cuando llegamos a lo alto de la pendiente, volví el rostro para echarle un vistazo más a aquella criatura. Seguía allí, en el camino, justo en el mismo punto en el que acabábamos de dejarlo.

El cochero subió de nuevo a su silla, chasqueó la lengua y comenzamos a ir colina abajo. De cuando en cuando, el freno chirriaba de un modo terrible. Cuando llegamos al pie de la colina, el ruidoso mecanismo se fue ensordeciendo y el cochero se dio la vuelta en el pescante y anunció:

—Iremos viendo algunos más de cuando en cuando.

—¿Más idiotas? ¿Pero cuántos hay? —pregunté.

—Son cuatro, eran hijos de un granjero que vive en los alrededores de Ploumar… Los padres ya no viven —añadió poco después—, la granja la lleva la abuela. De día las criaturas vagan por el camino y por la tarde vuelven a casa junto al ganado… Es una buena granja.

Vimos a los otros: un chico y una chica, o eso fue lo que dijo el cochero. Iban vestidos exactamente igual, con unas ropas sin forma y algo parecido a una falda. Aquel ser imperfecto que vivía en su interior les hizo aullarnos desde lo alto del terraplén en el que estaban recostados entre gruesos tallos de aulagas. Sus cabezas rapadas y oscuras contrastaban con la reluciente pradera cubierta de pequeños brotes. Las caras se amorataron por el esfuerzo del grito y sus voces tenían un sonido vacío y quebrado, como si se tratara de una imitación mecánica de la voz de un anciano; en cuanto doblamos el recodo, cesaron de pronto.

Los vi muchas veces durante mis vagabundeos por la zona. Vivían en aquella carretera. Recorrían el camino y aparecían de cuando en cuando obedeciendo a los impulsos de su misteriosa oscuridad. Eran una ofensa a la luz del sol, un reproche al cielo abierto, una maldición al vigor concentrado y nítido de aquel paisaje campestre. Poco a poco, fue conformándose frente a mí la historia de sus padres gracias a los indolentes comentarios que fui escuchando en respuesta a mis innumerables preguntas en las fondas que había en los caminos cercanos, o incluso en el mismo camino en el que vivían los idiotas. Parte de la historia me la contó un viejo decadente y escéptico que tenía un látigo enorme mientras recorríamos una playa junto a una carreta cargada de algas chorreantes. Más tarde, y en otras ocasiones, hubo más personas que fueron respondiendo a mis preguntas y completando la historia hasta que por fin se desplegó por completo frente a mí: una historia sencilla y al mismo tiempo extraordinaria, tal y como suelen serlo aquellas que incluyen la presencia de alguna oscura tragedia sufrida por un alma simple.

Cuando Jean-Pierre Bacadou regresó de su servicio militar se encontró con que sus padres habían envejecido terriblemente. Descubrió con dolor que el trabajo de la granja había sido un poco descuidado. El padre ya no tenía la misma energía de antes y los peones se aprovechaban de la poca vigilancia de su señor. Jean-Pierre comprobó con lástima que el montón de abono que había en el patio en el que estaba la única entrada a la casa no era tan grande como debería; había que arreglar también las vallas y algunas piezas de ganado no estaban siendo atendidas como era preciso. La madre estaba en el interior de la casa y se pasaba prácticamente todo el día metida en la cama, mientras que las muchachas no hacían más que parlotear en la cocina de la mañana a la noche sin que nadie les llamara la atención. Se dijo a sí mismo: “Todo esto tiene que cambiar”, y habló con su padre sobre el asunto mientras los rayos del atardecer que cruzaban el patio cubrían de franjas luminosas las densas sombras de los cobertizos. Sobre la montaña de estiércol flotaba una nube opalescente y olorosa, y las gallinas se detenían de cuando en cuando para contemplar con sus pequeños ojos redondos a aquellos dos hombres altos y corpulentos que se dirigían el uno al otro con un tono tan áspero. Tanto el viejo, totalmente retorcido debido al reumatismo y a los años de trabajo, como el joven, apuesto y estirado, hablaban entre ellos sin gesticular, a la manera indiferente de los campesinos, con lentitud y gravedad. Antes de que el sol se pusiera, el padre ya se había rendido a las razones de su hijo.

—No te lo digo por mí —insistió Jean-Pierre—, sino por la tierra. Me duele verla tan mal trabajada. No creas que me impaciento por mí.

El anciano asentía apoyado en su bastón.

—Está bien, de acuerdo —murmuró—, puede que tengas razón. Haz lo que te parezca. Tu madre estará encantada.

La madre estaba encantada con su nuera. Jean-Pierre introdujo la carreta en el patio con energía. El caballo trotaba de una manera un poco torpe, y la novia y el novio, sentados uno al lado del otro, iban balanceándose de adelante hacia atrás, debido al ritmo de los empujones, de una manera un tanto irregular y brusca. Por el camino iban avanzando también los invitados de la boda, a cierta distancia, de dos en dos y en pequeños grupos. Los hombres avanzaban con paso firme meciendo los brazos al caminar. Iban vestidos con elegancia, con chaquetas cortas, recios sombreros negros y enormes botas recién lustradas. Las mujeres iban vestidas de negro, con cofias blancas y chales de tintes desvaídos doblados en forma de triángulo sobre los hombros ligeramente ladeados. Frente a todos ellos, un violinista tocaba una melodía estridente y la gaita sonaba a su lado, mientras el gaitero ejecutaba una solemne danza levantando en alto los zuecos. Aquella sombría procesión iba apareciendo y desapareciendo por las colinas, entrando en la sombra o saliendo a la luz, entre campos y valles, asustando a los pajaritos e inclinándose tan pronto a la izquierda como a la derecha. Cuando llegó al patio de la granja Bacadou, aquella cinta negra volvió a aglutinarse en una masa de hombres y mujeres apiñados entre gritos y saludos. La gente recordó aquel banquete de boda durante meses. Hubo una fiesta espléndida en el huerto. Hubo granjeros, conocidos por su conducta siempre recta e intachable, que acabaron durmiendo en la cuneta a lo largo de todo el camino a Tréguier, incluso hasta la tarde del día siguiente. Todos los habitantes del campo quisieron participar de la alegría de Jean-Pierre, quien permaneció sobrio y en compañía de su tranquila esposa un poco al margen, para que fueran su padre y su madre quienes recibieran todos los honores y los agradecimientos. Pero al día siguiente se hizo cargo con posesión férrea de la granja y los viejos sintieron que una sombra —anticipo de la tumba— caía sobre ellos de manera implacable. El mundo pertenece a los jóvenes.

Cuando nacieron los gemelos había espacio de sobra en la casa, ya que la madre de Jean-Pierre había cambiado de residencia y ahora habitaba bajo una pesada losa en el cementerio de Ploumar. Aquel mismo día, por primera vez desde la boda de su hijo, el viejo Bacadou (desatendido por las nuevas mujeres que ahora se encargaban de la cocina) abandonó su puesto frente a la repisa de la chimenea y se dirigió hacia el establo vacío acariciándose el pelo cano. Tener nietos estaba bien, pero él quería seguir tomando su sopa a mediodía. Cuando vio a los bebés se quedó observándolos con atención durante un rato y murmuró algo parecido a: “Esto es demasiado”. Es imposible saber si se refería a la cantidad de felicidad o de descendientes. Parecía ofendido —al menos todo lo ofendido que podía mostrarse aquel rostro de piedra—, y durante los días posteriores solo se lo pudo ver, casi a cualquier hora del día, sentado en la entrada con la nariz apoyada en las rodillas y la pipa en los labios, concentrado en una especie de hostilidad hermética. En una ocasión le habló a su hijo sobre los recién llegados con un gruñido quejumbroso:

—Se acabarán peleando por la tierra.

—Padre, no te preocupes por eso —respondió Jean-Pierre con estolidez y, echado hacia delante, siguió tirando de una testaruda vaca.

Era feliz, y su mujer Susan también lo era. No se trataba tan solo de la etérea alegría de haber traído dos nuevas almas a la vida, y quizá a la eternidad. En unos catorce años los chicos resultarían de una gran ayuda, y a Jean-Pierre le gustaba imaginarse a sus hijos ya adultos recorriendo la propiedad de parte a parte, sacándole el fruto debido a aquella tierra fértil y amada. Susan también era feliz, porque nunca había deseado que nadie dijera de ella que era una mujer poco afortunada y, ahora que tenía dos hijos, nadie se atrevería jamás a decir semejante cosa. Tanto ella como su marido habían visto mundo: él durante su servicio militar; ella había pasado un año o dos en París con una familia bretona, pero sintió nostalgia y no quiso permanecer demasiado tiempo alejada de la región verde y rocosa, rodeada de acantilados y playas en la que había nacido. Fantaseaba con que uno de sus hijos fuese sacerdote, pero no le decía ni una sola palabra sobre el asunto a su marido, que era republicano y odiaba a los “cuervos”, tal y como solía llamar a aquellos ministros de la religión. El bautizo fue una ceremonia impresionante. Acudió toda la comarca al completo, porque los Bacadou tenían mucho dinero, eran influyentes y había determinadas ocasiones en las que no les importaba no reparar en gastos. El abuelo estrenó un traje nuevo.

Meses más tarde, una noche, cuando ya habían barrido la cocina y cerrado las puertas, Jean-Pierre se inclinó sobre las cunas y le preguntó a su mujer:

—¿Qué le sucede a los niños?

Y como si esas palabras hubiesen encerrado un mal augurio contenido durante mucho tiempo, ella contestó con un sonoro gemido que tuvo que oírse al otro lado del patio y hasta la pocilga, porque los cerdos (los Bacadou tenían los mejores de la comarca) se agitaron y gruñeron en medio de la oscuridad. El marido siguió masticando su pan con mantequilla, mirando hacia la pared mientras el plato de sopa humeaba bajo su mentón. Había regresado tarde del mercado y era allí donde había escuchado (y no se trataba de la primera vez) algunas murmuraciones a sus espaldas. Había estado dándole vueltas a aquellas palabras durante todo el trayecto de vuelta a casa. “¡Retrasados! ¡Los dos…! Nunca servirán para nada… Ya veremos, ya veremos. Le preguntaré a mi mujer”. Ésa fue su respuesta. Cuando la oyó, sintió una especie de golpe en el pecho y se limitó a decir:

—Anda, tráeme un poco de sidra, que estoy sediento.

Ella salió gimiendo con la jarra vacía en la mano y él se puso en pie, cogió la vela y se acercó lentamente a las cunas. Estaban dormidos. Los miró de soslayo, dejó de masticar el bocado que tenía en la boca y regresó de nuevo lentamente a sentarse frente a su plato. Cuando volvió su mujer, él ni siquiera alzó la vista; sorbió un par de cucharadas más y añadió con desidia:

—Cuando duermen son como los hijos de cualquiera.

Ella se sentó a su lado con brusquedad en un taburete y se abandonó a una muda tempestad de sollozos. Él terminó de cenar y se quedó echado hacia atrás en su asiento con languidez y la mirada perdida entre los negros travesaños del techo. Frente a él, la vela de sebo llameaba roja y esbelta, despedía un leve hilo de humo negro. La luz se posaba sobre la piel tostada y curtida de su garganta, y sus mejillas hundidas dibujaban trazos en la oscuridad; tenía un aspecto de lúgubre impasibilidad, como si estuviese rumiando con mucho esfuerzo una enorme cantidad de ideas. Al final dijo con solemnidad:

—Tendríamos que consultar a alguien. No llores más… No van a ser todos así, te lo aseguro. Por lo pronto vamos a dormir.

Cuando nació el tercero, también un niño, Jean-Pierre reanudó su trabajo con una tensa esperanza. Sus labios parecían más finos, como si estuviesen más comprimidos que antes, como si temiera que la tierra que estaba labrando pudiese oír la esperanza que albergaba en su pecho. Contemplaba al pequeño acercándose hasta la cuna y haciendo sonar sus pesados zuecos, y asomaba la mirada de soslayo, con esa indiferencia que parece una malformación del espíritu campesino. A semejanza de la tierra a la que sirven y por la que están esclavizados, también los campesinos son lentos en el mirar y en el hablar, jamás muestran lo que sucede en su interior, hasta el punto de que uno acaba preguntándose —al igual que con la tierra— qué habrá por debajo: fuego, violencia, una fuerza terrible y misteriosa, o tal vez tierra sin más, una masa inerte, fría e insensible que no hace más que sostener una multitud de plantas a las que prolonga la vida o provoca la muerte.

La madre tenía otra mirada, escuchaba con oídos expectantes. Bajo aquellas estanterías de las que colgaban trozos de tocino, se ocupaba de varias tareas: vigilaba la cazuela que se mecía sobre los montantes de hierro, limpiaba la mesa en la que a los pocos minutos estarían sentados los peones de la labor, pero su alma no se apartaba de la cuna ni un instante y estaba en suspenso noche y día, esperando y sufriendo. Al igual que sus dos hermanos, aquel niño nunca sonrió, nunca alzó las pequeñas manos, nunca articuló una palabra, nunca regaló una mirada de reconocimiento con sus enormes ojos negros, unos ojos que apenas podían seguir el destello de un rayo de luz sobre el suelo. Mientras los hombres trabajaban en el campo, ella pasaba los días entre aquellos tres hijos idiotas y un abuelo senil que estaba sentado con el ceño fruncido e imperturbable y con los pies cerca de las cenizas calientes del hogar. El anciano parecía sospechar que había algo que no iba del todo bien con sus nietos. En una ocasión, puede que por afecto o por simple sentido de la propiedad, intentó jugar con el más pequeño. Lo levantó del suelo e intentó hacerlo galopar sobre sus huesudas rodillas al mismo tiempo que chasqueaba la lengua. A continuación estuvo observándolo un buen rato con el ceño fruncido y lo volvió a dejar sobre el suelo con cuidado. Se quedó allí sentado con las piernas cruzadas, meneando la cabeza ante el guiso borboteante del caldero con una expresión senil y preocupada.

Después, una muda aflicción inundó la granja Bacadou, que compartía pan y aire con sus habitantes, y el párroco de Ploumar encontró un gran motivo de alegría. Fue a visitar a un rico terrateniente, el marqués de Chavanes, para exponerle con gozosa prolijidad algunas solemnes tonterías sobre los inescrutables designios de la Providencia. En medio de la enorme semipenumbra de aquel salón repleto de cortinajes, ese pequeño hombrecillo se inclinaba hacia un sofá con el sombrero sobre las rodillas y hacía gestos con sus hinchadas manos ante las tenues formas flotantes del pulcro vestido parisiense de la marquesa, que escuchaba con languidez, entre divertida y amable. Se sentía eufórico y sobrecogido, exultante y humilde al mismo tiempo. Había sucedido algo imposible: Jean-Pierre Bacadou, el recalcitrante republicano, había ido a misa el domingo anterior. ¡Y hasta se había ofrecido a alojar a sacerdotes que acudieran a Ploumar durante las próximas fiestas! Aquello era todo un triunfo para la Iglesia y su causa.

—Pensé que tenía que venir cuanto antes a decírselo al señor marqués, sé lo mucho que le preocupa el bienestar de la nación —dijo el sacerdote secándose la cara. Lo invitaron a cenar.

Los Chavanes, mientras regresaban de acompañar a su invitado hasta la reja principal, comentaron el episodio bajo la luz de la luna, deslizando sus sombras por entre la recta arboleda de los castaños. El marqués era evidentemente monárquico y prefecto del distrito que comprendía Ploumar, los pocos puebluchos que había junto a la costa y los islotes que se dibujaban en medio de la monotonía amarilla de las playas. Su posición le había parecido insegura, porque en aquella zona del país había una mayoría republicana de lo más inquietante. Pero ahora, la conversión de Jean-Pierre lo tranquilizaba. Se sentía muy complacido.

—No te imaginas hasta qué punto ese tipo de personas supone una influencia —le dijo a su mujer—. Estoy convencido de que las cosas me van a ir muchísimo mejor en las próximas elecciones del distrito. Creo que saldré reelegido.

—Tu ambición me parece absolutamente insaciable, Charles —exclamó alegremente la marquesa.

—Pero ma chère amie —dijo el marido con seriedad—, es muy importante que este año, con motivo de las elecciones de la Cámara, se elija prefecto al hombre más indicado. Si piensas que me hace mucha gracia…

Jean-Pierre se había rendido ante su suegra. La señora Levaille era una mujer de negocios muy conocida y respetada en un radio de quince millas. Se la podía ver por toda la comarca, siempre vigorosa y dinámica, a pie o en el interior del coche de algún conocido, moviéndose sin descanso, a pesar de sus cincuenta y ocho años, a la caza de nuevas posibilidades de negocio. Era dueña de muchas casas de campo y se dedicaba a la explotación de canteras de granito y a expedir fletes de piedra. Comerciaba hasta con algunas de las islas del Canal. Tenía unas mejillas amplias, ojos grandes y una lengua convincente, y era capaz de defender sus argumentos con la tranquila terquedad de una anciana que sabe lo que quiere. Casi nunca dormía más de dos noches seguidas en la misma casa y la mejor forma de saber dónde se encontraba era preguntar en las posadas y en las hosterías. Casi siempre acababa de pasar, o iba a pasar por allí a las seis, o alguien que había llegado esa mañana la había visto o había quedado para encontrarse con ella esa misma noche. Después de las posadas que estaban a lo largo del camino, el segundo lugar que más frecuentaba era la iglesia. Los hombres de pensamiento más liberal solían pedirle a cualquier chiquillo de la calle que entrara en el recinto sagrado para decirle que tal o cual persona estaba esperándola en la calle y tenía algo que decirle sobre unas patatas, o sobre unos sacos de harina, o sobre una partida de piedras, o sobre una casa, y ella agilizaba sus rezos y salía a la calle a los pocos minutos, achinando los ojos debido al contraste de luz, totalmente dispuesta a hablar de negocios con tranquilidad y sensatez en la posada más cercana. En la última temporada se había alojado varias veces en la casa de su yerno con la intención de aliviar sus penas y su mala fortuna con palabras comprensivas y amables. Jean-Pierre poco a poco sintió que se iban desvaneciendo las ideas que había adquirido en el servicio militar, y no precisamente por argumentos, sino por hechos palpables. Pensó en el asunto con detenimiento mientras paseaba por sus campos. Tres eran sus hijos. ¡Tres! ¡Y todos iguales! ¿Por qué? Aquellas cosas no le sucedían al común de los mortales, al menos no le había sucedido a nadie que él supiera. Uno… podía ocurrir. ¡Pero tres! ¡Los tres! Inútiles para siempre, tendrían que ser atendidos mientras él siguiera con vida, y luego… ¿Qué iba a ser de la granja cuando él muriera? Tenía que tomar cartas en el asunto. Estaba dispuesto a sacrificar sus convicciones. Un día le dijo a su mujer:

—Veamos qué es capaz de hacer tu Dios por nosotros; paguemos unas cuantas misas.

Susan abrazó a su hombre. Él permaneció rígido, luego se dio media vuelta y se marchó de allí. Poco más tarde, cuando su puerta se ensombreció con la presencia de aquella sotana negra, no se quejó siquiera, sino que incluso le sirvió un vaso de sidra al párroco. Atendió a todo lo que le dijo con amabilidad, asistió a la misa en compañía de las dos mujeres, y en Pascua cumplió con lo que el párroco aseguraba que eran sus “obligaciones religiosas”. Aquella mañana se sintió como un hombre que hubiese vendido su alma. Por la tarde tuvo una violenta pelea con un buen amigo y vecino suyo que le dijo que ahora los curas se llevarían la mejor parte, que los curas acabarían comiéndose al “comecuras”. Regresó a casa con el pelo revuelto y la nariz ensangrentada y, en el momento en que se cruzó con sus hijos (por lo general se intentaba mantenerlos alejados de él), se puso a soltar toda una ristra de blasfemias incoherentes y a pegar puñetazos sobre la mesa. Susan se puso a llorar. La señora Levaille asistió a toda la escena sin mover un solo músculo. Le aseguró a su hija que todo aquello pasaría, cogió su sombrilla y se marchó a toda prisa para contratar una goleta para que transportara el granito de su cantera.

Un año más tarde nació la niña. Una niña. Jean-Pierre recibió la noticia en el campo y se quedó tan desanimado que tuvo que sentarse en uno de los muros del lindero y allí se quedó toda la tarde en vez de ir corriendo a casa como le habían pedido. ¡Una niña! Se sintió medio engañado. Aun así, cuando llegó a casa ya se había medio reconciliado con su destino. Todavía podía casarla con un buen muchacho, no bueno sin más, sino alguien que la comprendiera y también con un buen par de brazos. Y además, el próximo podía ser un chico, pensó. Todo iba a salir bien. Su recién estrenada confianza ya no admitía dudas, la mala racha se había acabado. Se dirigió a su mujer con alegría. También ella estaba esperanzada. Para el bautizo fueron tres curas y la señora Levaille hizo de madrina. La niña resultó ser idiota, como el resto.

Los días siguientes se pudo ver a Jean-Pierre hablando en la plaza del mercado con amargura, regateando precios y discutiendo con violencia, y luego emborrachándose con brutalidad taciturna; por la noche regresaba a casa tan rápido que parecía que iba a una boda, pero con el gesto sombrío de quien acude a un entierro. De cuando en cuando convencía a su mujer para que lo acompañara por las mañanas y salían en el carro a primera hora, agitándose el uno junto al otro en el asiento estrecho y por encima del enorme cerdo con las patas atadas que gruñía melancólicamente cada vez que el carro topaba con un bache en el camino. Aquellos trayectos al amanecer eran silenciosos, pero, por la noche, cuando regresaban, un borracho Jean-Pierre balbucía insultos contra aquella mujer que no era capaz de darle hijos como los de todo el mundo. Susan mantenía con firmeza las riendas del carro y fingía no escuchar lo que decía. En cierta ocasión, cuando estaban atravesando Ploumar, un impulso oscuro y etílico lo hizo detenerse de golpe frente a la iglesia. La luna flotaba entre pequeñas nubes blancas. Las tumbas brillaban pálidamente bajo las sombras de los árboles del patio de la iglesia. Hasta los perros del pueblo estaban dormidos. Solo los ruiseñores se mantenían despiertos y entonaban su canto sobre la quietud de las tumbas. Jean-Pierre, totalmente borracho, le dijo a su mujer:

—¿Qué piensas que hay ahí?

Apuntó con el látigo a lo alto de la torre —allí, la luz de la luna realzaba la enorme esfera del reloj como si se tratara de un rostro pálido y sin ojos— y, al intentar ponerse de pie, se cayó bajo las ruedas. Se levantó de nuevo y subió penosamente los pocos escalones que llevaban hasta la verja del cementerio. Metió la cabeza entre los barrotes y gritó:

—¡Eh, vosotros! ¡Salid de ahí!

—¡Jean! ¡Vuelve, vuelve! —le reconvino su mujer en voz baja.

Él no prestó atención, parecía estar esperando. El canto de los ruiseñores golpeaba las paredes de la iglesia y descendía entre las piedras, las cruces y las lisas lápidas grises en las que habían sido escritas tantas palabras de dolor y esperanza.

—¡Eh! ¡Salid de ahí! —gritó con fuerza Jean-Pierre.

Los ruiseñores dejaron de cantar.

—¿No hay nadie? —dijo Jean-Pierre—. ¿No hay nadie? Esto es una estafa, eso es lo que es. No hay nadie. Los deprecio a todos. Allez! ¡Bah!

Sacudió la verja con todas sus fuerzas y las barras de hierro batieron con un temible sonido, semejante al de una cadena arrastrada sobre unos escalones de piedra. Un perro que había por allí se puso a ladrar. Jean-Pierre retrocedió tropezándose, y después de tres intentos infructuosos consiguió subirse de nuevo a la carreta. Susan estaba inmóvil y silenciosa. Le dijo a su mujer con severidad etílica:

—¿Ves? No había nadie. ¡Me han engañado! Alguien va a tener que pagar por ello. El próximo que venga a mi casa probará mi látigo… en la espalda y sin piedad. A él tampoco quiero verlo más por allí, lo único que hace es ayudar a que esos cuervos roben a los pobres. Yo soy un hombre. Ya veremos si puedo o no puedo engendrar hijos tan buenos como los de cualquiera… Y tú ve con cuidado… No van a ser todos… todos… ya veremos…

Ella se puso a sollozar tapándose la cara, los suspiros se le escapaban entre los dedos.

—No digas eso, Jean, no digas esas cosas, hombre mío…

Él la golpeó en la cara y ella cayó de espaldas en la parte trasera de la carreta, donde se quedó ovillada sufriendo penosamente las sacudidas del camino. Él condujo dominado por la ira, de pie sobre el pescante y dando latigazos al caballo gris, que galopaba a toda prisa haciendo rebotar la grupa sobre los rústicos arreos. En el campo se oía el clamor de los perros de las granjas vecinas, que se despertaban alarmados por el ruido de las ruedas del carro. Dos caminantes nocturnos, que apenas pudieron apartarse cuando pasó el carro, tuvieron que saltar a la cuneta. Cuando llegó a la puerta se golpeó contra la entrada y salió despedido hacia delante, de cabeza. El caballo se dirigió lentamente hacia la puerta. Los peones de la granja se apresuraron a ayudar a Susan cuando escucharon sus gritos. Ella casi lo daba por muerto, pero sencillamente se había quedado dormido en el mismo lugar en el que había caído, y empezó a insultar a sus propios hombres cuando fueron a ayudarlo por haberlo despertado.

Llegó el otoño. Un cielo plomizo descendía sobre los negros contornos de las colinas y las hojas muertas danzaban en espirales bajo los árboles desnudos hasta que el viento, suspirando profundamente, las hacía caer de nuevo en lo más profundo de los valles. De la mañana a la noche, por toda la región, podían verse negras ramas retorcidas y desnudas meciéndose con tristeza bajo el viento lluvioso y sobre la tierra empapada. Los pequeños ríos, que en verano discurrían lentos y claros, ahora golpeaban desconocidos y tenebrosos contra unas rocas que dificultaban su camino hacia el mar, como si estuviesen poseídos de la misma locura rabiosa que empuja al suicidio. De horizonte a horizonte, el largo camino a la playa serpenteaba entre las colinas en una apagada sucesión de curvas vacías, como si se tratara de un innavegable río de lodo.

Jean-Pierre iba de campo en campo, desplazándose confuso y esbelto bajo la llovizna, o caminando con pasos largos por las crestas de los acantilados solitarios que se destacaban sobre la cortina gris de las nubes a la deriva, como si estuviese paseando por el borde mismo del universo. Observaba aquella tierra negra, muda y promisoria, aquella tierra misteriosa que seguía desplegando bajo la velada tristeza del cielo la mortecina inmovilidad de su vida. Pensaba que para un hombre cuya situación era peor que la de quien no tenía hijos no había ninguna promesa de fertilidad en aquellos campos, y que la tierra se alejaba de él igual que las nubes pasaban rápidas y sombrías por encima de su cabeza. A solas, y cara a cara frente a sus propias tierras, sentía la inferioridad de un hombre que estaba condenado a extinguirse incluso antes de que se disipara la nube que había sobre su cabeza. ¿Es que acaso tenía que desistir de ver con sus ojos a un hijo suyo que pudiera mirar aquellos surcos con la mirada del amo? Un hombre que pudiera pensar igual que pensaba él, que sintiera como él sentía, que fuera parte de sí mismo y que pudiera continuar arando aquellos campos como su dueño y señor cuando él no estuviera. Pensó en sus parientes lejanos y le produjo tanto desagrado que los maldijo en voz alta. Ellos, ¡nunca! Regresó a la casa y fue directamente hacia el tejado de su hogar, que podía verse entre los esqueletos entrelazados de los árboles. En el mismo instante en que cruzó el umbral, vio posarse sobre los campos una silenciosa bandada de aves, como si se tratara de una nube de ceniza negra.

Aquel mismo día, la señora Levaille había ido a primera hora de la tarde a una casa que poseía en las inmediaciones de Kervanion. Tenía que pagar el jornal a algunos de los peones que trabajaban para ella en la cantera de granito, y llegó con antelación porque en el mismo caserón había una tienda en la que los peones se podían gastar el jornal antes incluso de bajar al pueblo. La casa se alzaba solitaria entre las rocas. Una extensión de lodo y piedras llegaba hasta la puerta misma de la casa. Los vientos marinos que llegaban a tierra firme recién salidos de la rugiente violencia de las olas aullaban contra los bloques de piedra negra. En medio de aquel tumulto de los vientos el edificio permanecía resguardado en una calma pasmosa parecida a la que hay en el ojo del huracán. En las noches de mal tiempo, cuando la marea era baja, la bahía de Fougère, que quedaba a unos quince metros por debajo del nivel de la casa, parecía un inmenso pozo negro del que llegaban murmullos y suspiros, como si la playa fuese un organismo vivo que protestara. Si la marea era alta, el agua embestía contra el arrecife en estallidos de luz y nubes de espuma que llegaban volando al interior, cubriendo mortalmente la hierba que había en el prado.

La oscuridad se extendió sobre las colinas, cayó sobre el litoral y apagó los fuegos rojizos del crepúsculo, y se adentró hacia el mar persiguiendo aquella marea en fuga. El viento desapareció al mismo tiempo que el sol, dejando tras de sí las aguas agitadas y el cielo yermo. Sobre la casa, el cielo se extendía como si lo hubiesen cubierto de harapos negros prendidos aquí y allí con alfileres de fuego. La señora Levaille, que aquella noche se había convertido en la sirvienta de sus propios peones, trató de convencerlos para que se marcharan.

—Una anciana como yo ya debería estar en la cama a estas horas —dijo de buen humor.

Pero los peones borrachos querían beber más. Gritaban a la mesa como si estuviesen en el campo. En un extremo, cuatro de ellos jugaban a las cartas, dando puñetazos sobre la mesa y blasfemando cada vez que apostaban. Otro estaba sentado con la mirada perdida, murmurando una canción y repitiéndola sin cesar una y otra vez. Otros dos, en una de las esquinas, se peleaban silenciosamente, pero con violencia, a causa de una mujer, se miraban fijamente a los ojos como si en cualquier momento fuesen a saltar para arrancárselos, pero hablándose en susurros que aventuraban violencia y muerte, un susurro venenoso de palabras a media voz. El ambiente estaba tan cargado que se podría haber cortado con un cuchillo. En la enorme sala no había más que tres velas que titilaban, rojas y tenues como chispas que agonizaban entre las cenizas.

El sencillo ruido del picaporte al abrirse la puerta a aquella hora tan avanzada sonó inesperado y sobrecogedor como. La señora Levaille dejó sobre la mesa la botella de licor con la que estaba a punto de llenar una copa, los jugadores se volvieron para ver quién era y la susurrada disputa se apagó; solo el que tarareaba siguió haciéndolo, aunque también se volvió hacia la puerta para ver quién había entrado. Susan apareció en el umbral, dio un paso adelante y cerró la puerta empujándola con la espalda, diciendo a media voz:

—¡Madre!

La señora Levaille volvió a coger la botella y dijo con tranquilidad:

—Hija mía, ¡vaya aspecto me traes!

El cuello de la botella golpeó contra la copa, porque la anciana mujer se había asustado ante la posibilidad de que hubiera un incendio en la granja. No se le podía ocurrir otra razón que justificara la presencia de su hija.

Susan estaba empapada y cubierta de barro, y observó lentamente a todos los que estaban en la sala, también a los dos hombres que discutían en el rincón. Su madre preguntó:

—¿Qué ha pasado? ¡Dios nos proteja!

Susan movió los labios, pero no produjo sonido alguno. La señora Levaille dio unos pasos hacia su hija, la agarró por el brazo y la observó con atención.

—Por Dios —dijo mientras la agitaba—. ¿Qué sucede? Estás cubierta de barro… ¿Por qué has venido? ¿Dónde está Jean?

Los hombres se levantaron y se acercaron lentamente, contemplándolas con muda sorpresa. La señora Levaille apartó a su hija de la puerta y la obligó a sentarse en una silla que había junto a la pared; luego se volvió furiosamente hacia los hombres.

—¡Ya está bien! ¡Todo el mundo fuera de aquí! ¡Está cerrado!

Uno de ellos, contemplando el estado en el que se encontraba Susan, comentó:

—Está como… medio muerta.

La señora Levaille abrió la puerta.

—¡Todo el mundo fuera! ¡Vamos! —gritó agitada y nerviosa.

Todos salieron a la oscuridad riéndose como si fuesen estúpidos. Cuando ya estaban en el exterior, los dos mujeriegos se pusieron a gritar, pero los tranquilizaron entre todos, hablando al unísono. El alboroto se fue alejando poco a poco por el camino, con los hombres, que tropezaban entre sí y se hacían bárbaras recriminaciones unos a otros.

—Háblame, Susan. ¿Qué ha sucedido? ¡Habla! —la acució la señora Levaille en cuanto cerró la puerta.

Susan pronunció algunas palabras incomprensibles con la mirada fija en la mesa. La anciana mujer se puso las manos sobre la cabeza, las dejó caer y se quedó mirando a su hija con expresión desconsolada. Su propio marido había tenido “problemas mentales” algunos años antes de su muerte y casi estaba empezando a sospechar que su hija se había vuelto loca. Insistió:

—¿Sabe Jean que estás aquí? ¿Dónde está Jean?

—Lo sabe… está muerto.

—¿Qué? —exclamó la anciana. Se acercó un poco más y, observando a su hija sin pestañear, repitió tres veces—. ¿Qué has dicho? ¿Qué has dicho? ¿Qué has dicho?

Susan estaba inmóvil como una piedra y con la mirada impasible frente a una señora Levaille que, de pronto, sintió un inexplicable escalofrío de terror en medio del silencio de aquella casa. Apenas entendía lo que había ocurrido más allá de que en un segundo estaba frente a una situación inesperada y sin remedio. Ni siquiera se le ocurrió pedir explicaciones. Pensó: “Un accidente, ha tenido que ser un accidente… se ha roto la cabeza… se ha caído del techo o por una trampilla…”. Se quedó donde estaba, inmóvil y sin decir nada, pestañeando con sus envejecidos ojos.

Susan dijo de pronto:

—Lo he matado yo.

Durante unos segundos la madre permaneció inmóvil, casi sin respirar, pero con una expresión serena; un segundo más tarde, estaba gritando.

—¡Pobre loca! ¡Te van a cortar el cuello!

Se imaginó a los gendarmes entrando en aquel mismo instante en su casa y diciendo: “Buscamos a su hija, tiene usted que entregarla”. Unos gendarmes que tendrían el gesto severo de los hombres que cumplen con su deber. Conocía bien al jefe de los brigadieres, era un viejo amigo, amable y respetuoso, que solía decir: “¡A su salud, señora!”, antes de posar sus labios sobre su copa de cognac. Ella reservaba incluso una botella especial para él y sus amigos, y ahora… Se estaba volviendo loca. Fue corriendo de un lado a otro como si estuviese buscando algo con desesperación, pero de pronto desistió y, desde el centro de la sala, le gritó a su hija:

—¿Por qué lo has hecho? ¡Dime! ¿Por qué?

La otra pareció despertar levemente de su letargo.

—¿Te parece que soy de piedra? —gritó de vuelta dirigiéndose a su madre.

—No puede ser verdad… —dijo la señora Levaille con tono convencido.

—Ve y compruébalo tú misma —dijo Susan mirándola con los ojos encendidos—. En el cielo no hay misericordia ni justicia. ¡No! Yo no lo sabía… ¿Te parece que no tengo corazón? ¿Te crees que no sentía cómo me miraba la gente, cómo me espiaban y me tenían lástima? ¿Sabes cómo me llamaban algunos? La madre de los idiotas… ¡Vaya un apodo! Mis propios hijos no me reconocen, ni me hablan. Nunca sabrán nada, ni sobre los hombres ni sobre Dios. ¡Como si no hubiera rezado! Pero ni siquiera la madre de Dios me escucha. ¡Una madre…! ¿Y a quién acuso, a mí misma o al hombre que ha muerto? ¿Eh? Dímelo tú. Yo cuido de mí misma. ¿Es que acaso me podría atrever yo a provocar la cólera de Dios teniendo mi casa llena de esas cosas que son peores que los animales porque ni siquiera reconocen las manos que los alimentan? ¿Quién fue el que blasfemó la otra noche en la puerta de la iglesia? ¿Fui yo…? Yo lo único que hice fue llorar y pedir misericordia… pero aun así la maldición me cerca a todas horas, la veo flotando a mi alrededor de la mañana a la noche… Tengo que mantenerlos con vida, tengo que cuidar de mi propia desgracia y de mi vergüenza. Y luego me buscaba. Tanto a él como al cielo les suplicaba que tuvieran misericordia de mí… ¡No…! Entonces ya veremos… Esta noche vino a buscarme y yo pensé para mí: “¡Ah, otra vez…!”. Tenía en las manos las tijeras grandes. Lo oí gritar. Sabía que estaba cerca… Debía… ¿No debía…? Y entonces: ¡Toma…! Le corté el cuello… Ni siquiera lo oí suspirar… Lo dejé ahí de pie… Eso fue hace un minuto. ¿Cómo he llegado hasta aquí?

La señora Levaille sintió un escalofrío. Una ola de frío le recorrió la espalda y los brazos desde los hombros hasta las muñecas y la hizo dar pataditas en el suelo. Le temblaron los mofletes y los delgados labios, y hasta las arrugas de sus ojos envejecidos. Murmuró:

—Mujer malvada, te has convertido en mi desgracia. Pero ¿de qué me sorprendo? Eres igual que tu padre. ¿Qué piensas que va a ser de ti en la otra vida? Y en ésta… ¡Oh, qué horror!

Sentía que ardía, sentía fuego en su interior. Se retorció las sudorosas manos y de un segundo a otro se puso a buscar a toda prisa su chal y su sombrilla como enloquecida y sin mirar a su hija, que no dejaba de observarla con una mirada desconcertada e indiferente al mismo tiempo, inmóvil en medio de la sala.

—No me ocurrirá nada peor que lo que ya me ha ocurrido en esta vida —dijo Susan.

Su madre, cogiendo la sombrilla y arrastrando el chal por el suelo, le contestó:

—Tengo que ir a ver al cura —dijo apasionadamente—; ni siquiera sé si me estás diciendo la verdad. Eres una mujer espantosa. Te encontrarán vayas adonde vayas. Puedes quedarte aquí o marcharte, como te parezca. Ya no hay refugio posible para ti en este mundo.

Aunque ya estaba preparada para salir, todavía se dedicó a vagabundear durante unos segundos por la sala, ordenando las botellas de la estantería e intentando cerrar unas cajas de cartón con las manos temblorosas. Cada vez que tomaba conciencia del verdadero significado de lo que acababa de escuchar y ese sentido emergía de entre la nube de sus pensamientos, le daba la sensación de que algo había explotado en el interior de su cerebro, pero, para su desgracia, sin haberlo hecho reventar en pedazos, lo que habría supuesto un alivio. Fue apagando las velas una detrás de otra, y cuando acabó de apagarlas todas se sintió atemorizada por la oscuridad. Se dejó caer en uno de los bancos y se puso a sollozar, pero dejó de hacerlo enseguida y trató de escuchar la respiración de su hija, a quien apenas podía ver y que seguía rígida e inmóvil sin dar mayor señal de vida. En aquellos minutos estaba envejeciendo a toda velocidad. Se dirigió a ella con un tono tembloroso, como si la hubiese inundado un acceso febril y mortal.

—Ojalá hubieses muerto de niña. Nunca me atreveré a mostrarme de nuevo en público. Esta desgracia es muy superior a la de unos niños idiotas. Ojalá hubieses muerto para mí siendo… siendo tú misma…

La tenue claridad que provenía de las ventanas le indicó que la silueta de su hija acababa de moverse; luego la vio recortada bajo el umbral y de pronto oyó cerrarse la puerta. La señora Levaille se levantó como si hubiese despertado de una larga pesadilla gracias a un ruido inesperado.

—¡Susan! —gritó desde el umbral.

Oyó cómo una piedra rodaba un buen rato por el desnivel hasta la playa. Avanzó con cuidado apoyándose con una mano en la pared de la casa y observó la oscuridad sin forma de la solitaria bahía. Gritó de nuevo:

—¡Susan, te vas a acabar matando!

La piedra dio un último salto en la oscuridad y ya no se volvió a escuchar nada más. De pronto, un pensamiento pareció estrangularla y ya no quiso volver a gritar. Le dio la espalda al silencio oscuro de aquel abismo y dirigió sus pasos hacia Ploumar, tambaleándose con una sombría determinación, como si comenzara en ese instante un desesperado viaje que quizá durase hasta el fin de sus días. Un clamor tenebroso y rítmico, procedente de las olas que chocaban contra los arrecifes, la acompañó tierra adentro por los altos setos que resguardaban la lúgubre soledad de los campos.

Susan había huido hacia la izquierda tras cruzar el umbral y se había escondido detrás de una roca. Una de las piedras en las que se había apoyado había resbalado hacia el fondo y había sonado al caer. Cuando la señora Levaille la llamó en voz alta Susan, habría podido tocar el vestido de su madre con solo estirar el brazo, pero le faltó el valor para mover un músculo. Se quedó allí inmóvil contemplando cómo se alejaba la anciana, con los ojos cerrados y acurrucada contra la superficie rocosa. Unos instantes después, un rostro familiar de ojos fijos y boca abierta se hizo visible en medio de aquella oscuridad. Ella se puso en pie de un salto, gritando. El rostro se desvaneció de nuevo y se quedó sola y temblorosa entre las piedras, pero en cuanto se volvió a sentar y apoyó la cabeza contra la roca el rostro regresó, se acercó hasta ella como si tratara de acabar una conversación que había sido interrumpida por la muerte hacía apenas unos minutos. Ella se levantó a toda prisa y dijo:

—Vete si no quieres que lo haga otra vez.

Aquella criatura se bamboleaba de izquierda a derecha. Ella también se movía, intentando retroceder, gritaba y se sentía aterrorizada por la quietud de la noche. Se tropezó al borde del precipicio y, como ya sentía bajo los pies el desnivel, se puso a correr desesperadamente hacia abajo para evitar caer de cabeza. Fue como si el abismo entero despertara a su alrededor: las piedras bajaban a su lado y, persiguiéndola a sus espaldas, rodaban ruidosas por todas partes, aumentando en número a cada paso que daba. En medio del silencio de aquella noche, ese rumor no tardó en convertirse en un verdadero estruendo, como si todas las rocas estuviesen precipitándose al unísono hacia la bahía. Los pies de Susan apenas tocaban la superficie de aquel suelo que descendía con ella. Cuando llegó al fondo, tropezó de nuevo, se precipitó alargando los brazos y cayó al suelo. Se puso en pie de un salto y se volvió para mirar hacia atrás; tenía los puños cerrados y llenos de arena que había agarrado impulsivamente al caer. El rostro seguía allí, a una distancia idéntica, visible por su propio resplandor y mostrando su palidez luminosa en medio de la oscuridad. Ella gritó:

—¡Vete!

Gritó aquello sufriendo y con miedo, rabiosa de que su inútil puñalada no hubiese sido bastante como para mantenerlo muerto y alejado de su vista. ¿Qué es lo que quería ahora? Ya estaba muerto y los muertos no podían engendrar hijos. ¿Es que no iba a dejarla nunca tranquila? Se puso a gritarle a aquella criatura, moviendo los brazos para espantarla. Tuvo la impresión de sentir el aliento que salía de entre aquellos labios y, dando un grito de desesperación, salió corriendo a lo largo de la playa.

Corría con levedad, totalmente inconsciente del esfuerzo que hacía su cuerpo. Todas aquellas rocas, que cuando la marea estaba alta se vislumbraban sobre la superficie del agua como si se tratara de las torres de iglesias sumergidas, ahora brillaban a su paso en aquella huida en la que ya había perdido todo control sobre sí misma. A la izquierda y a cierta distancia pudo ver algo que brillaba; una especie de disco luminoso y ancho a cuyo alrededor parecían estar bailando unas sombras, como si fueran los anillos de una rueda. Oyó que la llamaba una voz:

—¡Eh, tú!

Ella contestó con un chillido espantoso. De modo que todavía era capaz de llamarla. Todavía era capaz de gritarle para que se detuviera. ¡Jamás…! En medio de aquel temeroso grupo de recogedores de algas reunidos alrededor de una lámpara, se alzó aquel grito de ultratumba proveniente de una sombra en fuga. Los hombres se agarraron a sus herramientas aterrorizados. Una mujer se puso de rodillas, se santiguó y empezó a rezar en voz alta. Una chiquilla, con la harapienta falda llena de algas viscosas, rompió a llorar desesperadamente, arrastrando su empapada carga hasta el hombre que llevaba la luz. Alguien comentó:

—Esa cosa está adentrándose en el mar.

Y otro exclamó:

—¡Y está volviendo la marea! Mirad esos charcos qué crecidos están. Tú, mujer, vamos arriba.

Algunas voces coincidieron:

—¡Sí, vámonos de aquí, dejemos que esa maldita cosa se meta en el mar!

Se retiraron, caminando apiñados alrededor de la luz. Uno de los hombres se puso a maldecir de pronto: quería ir a ver qué sucedía. Algunas mujeres protestaron tímidamente, pero aquella esbelta sombra masculina se separó del grupo y salió corriendo. Tras él se escucharon varios gritos de temor. Unas palabras ofensivas y burlonas llegaron hasta ellos atravesando la oscuridad. Una mujer gimió y uno de los ancianos comentó:

—Esas cosas no se deberían revolver demasiado.

Continuaron caminando lentamente, arrastrando los pies por la arena y comentando entre ellos que Millot no le tenía miedo a nada porque no tenía religión, pero que algún día iba a terminar mal.

Susan se encontró con la marea, que llegaba a la altura del peñón del Cuervo, y se detuvo allí con el agua cubriéndole los pies. Escuchó el murmullo del mar y sintió su fría caricia. Ya más tranquila, era capaz de ver la sombra del peñón del Cuervo a un lado, y al otro, la franja blanca de las arenas de Molène que la marea revela al fondo de la bahía de Fougère. Dio media vuelta y observó a lo lejos la silueta rocosa del litoral y aquel cielo cubierto de estrellas. Sobre ella, casi a su altura, se podía ver la torre de la iglesia de Ploumar, una especie de pirámide alta y puntiaguda que señalaba hacia aquel firmamento cuajado de estrellas. De pronto se sintió extrañamente tranquila. Sabía dónde estaba y, poco a poco, fue recordando cómo y por qué había llegado hasta allí. Examinó la oscuridad que la rodeaba. Estaba sola. A su alrededor no había nada, ni vivo ni muerto.

La marea iba subiendo lentamente y extendía sus alargados brazos impacientes, que se dirigían hacia la costa como extraños remolinos. De noche, aquellos pequeños riachuelos crecían con una rapidez sorprendente, mientras el descomunal mar todavía seguía lejos y rugiendo en la línea del horizonte. Susan intentó retroceder unos metros sin conseguir salir de aquella agua que murmuraba tiernamente a su alrededor y que casi estuvo a punto de derribarla con su malicioso sonido. De pronto, su corazón se estremeció de miedo. Aquel lugar le pareció demasiado grande y apartado como para morir en él. Que hicieran de ella lo que quisieran, pero mañana. Antes de morir quería decirles a aquellos hombres de togas negras que hay ciertas cosas que una mujer no puede soportar. Quería explicarles cómo había sucedido todo… Chapoteó en aquella balsa con el agua hasta la cintura, demasiado preocupada como para que le importara. Tenía que explicarles… “Él entró en casa como siempre y me dijo: “¿Sabes que les voy a dejar todas mis tierras a mis familiares de Morbihan, a quienes ni siquiera conozco? ¿Qué te parece? Ven aquí, criatura maldita”. Y trató de asirme con sus brazos. En ese momento, señores, yo dije: “¡Jamás, por Dios!” y él comenzó a pegarme con la mano abierta: “¡No hay Dios capaz de contenerme! ¿Lo entiendes, execrable mujer? Hago lo que me da la gana”. Y me agarró del brazo. En ese momento, señores, yo recé a Dios para que me ayudara, y al segundo siguiente, mientras él me golpeaba, sentí que tenía las tijeras en mi mano. Llevaba la camisa abierta y pude ver el hueco de su garganta a la luz de las velas. Grité: “¡Suéltame!”, y él siguió golpeándome. ¡Era muy fuerte, vaya si era fuerte mi hombre! Luego pensé: “¡No!”. Y también: “¿Debería?”. Y al final: “¡Toma!”, y le corté en el hueco. No llegué a ver cómo caía. Mi suegro es viejo y ni siquiera volvió la cabeza para mirar. Está ya muy sordo y es muy infantil, señores… Nadie vio cómo caía. Yo salí corriendo… Nadie lo vio”.

Se había metido entre las rocas del Cuervo y ahora se encontraba exhausta en medio de aquellos peñascos. El Cuervo estaba conectado con tierra firme mediante un muelle natural muy largo formado por piedras resbaladizas. Trató de regresar a casa por aquel camino. ¿Seguiría él allí? En casa. ¡Menuda casa! Cuatro idiotas y un cadáver. Tenía que regresar y explicarlo todo. Cualquiera lo entendería…

Fue como si la misma noche o el mar dijese con claridad cerca de ella:

—¡Ah, por fin te encuentro!

Ella se sobresaltó, se desestabilizó y cayó; sin intentar levantarse siquiera, escuchó, muerta de miedo. Oyó una pesada respiración y el sonido de unos zuecos. De pronto, todo quedó en silencio.

—¿Por dónde demonios has cruzado? —dijo aquel hombre invisible, con aspereza.

Ella aguantó la respiración. Reconocía aquella voz, no llegó a ver cómo caía. ¿La perseguía un muerto o quizá seguía vivo?

Perdió la cabeza y se puso a gritar desde el hueco en el que estaba escondida:

—¡Jamás! ¡Jamás!

—¡Ah, de modo que todavía estás ahí! Espera, guapa, que ya me has hecho bailar suficiente. Espera ahí…

Millot tropezaba riendo y blasfemando de pura satisfacción, feliz de haber podido cazar finalmente al fantasma. “¡Como si hubiese fantasmas! ¡Tenía que llegar aquí un veterano de África para darle una lección a estos palurdos! Aunque es extraño… ¿Quién demonios será?”.

Susan esperaba escondida y escuchando con atención. El muerto se acercaba en su busca, no había forma de escapar. Qué ruido hacía entre las piedras… Por fin vio el perfil de su cabeza y de sus hombros. ¡Qué alto era su hombre! Agitaba sus grandes brazos y le hablaba con la misma voz familiar, aunque un poco cambiada… Debía de ser por las tijeras. Se puso en pie de un salto, corrió hasta el borde del acantilado y volvió la cabeza. El hombre seguía allí de pie sobre una roca muy alta, recortado contra el azul mortecino del cielo.

—¿Adónde vas? —gritó con rudeza.

Ella contestó:

—¡A casa!

Se quedó mirándolo ansiosamente. Él dio un salto más bien torpe hasta la roca que estaba frente a él, esperó hasta recuperar el equilibrio y dijo:

—¡Ja, ja! Como quieras, voy a por ti. Es lo menos que puedo hacer… ¡Ja, ja!

Ella lo miró fijamente hasta que sus ojos parecieron convertirse en brasas encendidas que le quemaban el cerebro. Aun así, tenía pánico de llegar a identificar aquellas facciones familiares. A sus pies el mar golpeaba suavemente contra las rocas con un ruido continuo y amable.

El hombre avanzó un paso más y dijo:

—Voy a buscarte, ¿qué pensabas?

Se puso a temblar. ¡Venía a buscarla! Ya no había escapatoria posible, ni paz, ni esperanza. Miró a su alrededor con desesperación. De pronto todo empezó a tambalearse: la costa sombría, los borrosos peñones, hasta el mismo cielo. Cerró los ojos y gritó:

—¿No puedes esperar a que esté muerta?

Sentía muchísimo odio hacia aquel fantasma que la perseguía en este mundo, un fantasma al que ni siquiera la muerte había conseguido aplacar en su deseo de conseguir un heredero como los del común de los hombres.

—¡Eh! ¿Qué dices? —preguntó Millot manteniéndose a una distancia prudencial mientras se decía a sí mismo: “Ojo, está loca. Podría haber un accidente”.

Ella siguió sin medida:

—¡Quiero vivir! Vivir sola… una semana… un solo día. Tengo que explicarles… Te cortaré en pedazos, te mataré otras veinte veces antes de permitir que me toques. ¿Cuántas veces tendré que matarte, blasfemo? Es Satán quien te envía. ¡Y yo también estoy maldita!

—¡Tranquila! —dijo Millot preocupado y conciliador—, estoy perfectamente vivo… ¡Dios mío!

Ella había gritado:

—¡Vivo!

Y un segundo más tarde se había volatilizado ante sus ojos como si todo el peñón se hubiese hundido bajo sus pies. Millot se acercó a toda prisa y asomó la cabeza al acantilado. A muchos metros bajo sus pies pudo ver los esfuerzos que hacía ella por nadar y escuchó un espantoso grito de socorro, que se perdía en vertical hacia el cielo inalcanzable e impasible.

 

 

La señora Levaille estaba sentada con los ojos secos entre la alta vegetación de la colina, con sus gruesas piernas estiradas y los pies enfundados en su viejas alpargatas negras. A su lado estaban sus zuecos y la sombrilla estaba tirada unos metros más allá, como si se tratara de un arma que hubiesen arrebatado de la mano de un guerrero recién vencido. Al pasar a caballo, el marqués de Chavanes se quedó mirándola apoyando su mano enguantada sobre el muslo. Cuatro hombres llevaban en una parihuela tierra adentro el cadáver de Susan por el camino por el que solían subir las carretas de algas. Algunas personas más caminaban abatidas detrás de la comitiva. La señora Levaille seguía la procesión con la mirada.

—Así es, monsieur le marquis —dijo aquella anciana sin pasión, con su tono razonable de costumbre—, en este mundo hay mucha gente desgraciada. Yo tenía una hija, ¡solo una! Y ni siquiera van a enterrarla en terreno sagrado.

Los ojos se le llenaron de lágrimas y un instante después ya le caían en un gran torrente por sus mejillas. Se cubrió con el chal. El marqués se inclinó en su montura y dijo:

—Todo esto es muy triste. La acompaño en el sentimiento. Hablaré con el cura. No hay duda de que ella estaba enloquecida y de que la caída no fue más que un accidente. Eso es lo que asegura Millot sin dudar. Que tenga un buen día, señora.

Y mientras se alejaba trotando de aquel lugar, pensaba para sí: “Tengo que conseguir que a esa vieja la hagan tutora de los idiotas y administradora de la granja. Prefiero eso a tener por aquí a los primos de Bacadou, casi seguro serán republicanos y acabarán corrompiendo a toda la comarca”.

*FIN*


“The Idiots”,
The Savoy, 1896


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