Los inmigrantes
[Cuento - Texto completo.]
Rómulo GallegosI
Vinieron, expatriados por la miseria, en busca del oro de América: Abraham, del monte Líbano; Domenico, el calabrés. Ambos eran fuertes, jóvenes y capaces de amontonar fortunas y fundar razas nuevas y vigorosas.
Abraham se alojó en el barrio turco de Camino Nuevo, donde, en viviendas comunes, hacían vida promiscua, sórdida y laboriosa los buhoneros de Caracas. Domenico fue a vivir, con otros compatriotas suyos, en una casa de vecindad, llena también, a toda hora, de la bulliciosa confusión de los varios oficios de los inmigrantes.
Pocos días después Abraham apareció por las calles de Caracas con el cajón de buhonero a cuestas. Sabía decir apenas: quincalla, marchante, bonito y barato; pero con estas cuatro palabras y con su infatigable caminar de puerta en puerta, a pasos lentosos pero seguros, de bestia fuerte, bajo su carga pesada, y con la extenuada sobriedad de su vida, solo enderezada al propósito de hacer dinero, fue amontonándolo día tras día.
Luego extendió el radio de su actividad a las parroquias foráneas y pueblos cercanos de la capital: los lunes, El Valle y Baruta; los miércoles, a Petare y los pueblecitos del trayecto; los viernes, a Antímano y Macarao.
De madrugada abandonaba su tugurio de la turquería de Camino Nuevo y por las carreteras, sabrosas de andar en la frescura del amanecer, que a todas aquellas poblaciones conducen por entre haciendas de caña y de café, a cuestas el cajón de las baratijas y el fardo de las telas, balanceando el andar ligero con el apoyo de la vara de medir terciada sobre los hombros y sostenida con ambas manos por los extremos, el inmigrante recorría las distancias tarareando un aire suave y dulzón de su remota montaña legendaria, a tiempo que iba soñando en el oro fantástico de América.
En la mañana recorría el poblado y los caseríos del contorno, vendiendo su mercancía cara y fiada para que se la pagasen por cuotas semanales de un real, o de dos, o de cuatro, a lo sumo, sin tomar otra precaución que la de anotar en una gruesa y mugrienta libreta de bolsillo tantas rayas como reales fuese el importe de la venta y bajo una denominación arbitraria, en caracteres hebraicos, y que solo para él equivalía al nombre, casi siempre ignorado del cliente. Así explotaban ellos el inmoderado gusto del criollo por comprar al fiado y con una confianza inconcebible iban dejando su mercancía como en manos seguras, en las del primer comprador que, a cambio de las facilidades del pago y casi siempre con la dolosa intención de no acabar de satisfacerlo, apenas regateaba el precio excesivo.
A mediodía el almuerzo frugal bajo les árboles de la plaza del pueblo o a la sombra de algún zaguán espacioso. A veces se reunían varios buhoneros que por allí anduvieran de recorrida o que vinieran de pueblos más distantes: armenios corpulentos, sirios de cráneos cortos y rostros cuadrados, sombríos y feroces, judíos de tipos bíblicos, turcas de ojos hermosos, árabes de rostro cálido y miradas soñadoras. Platicaban en su lengua ruda y sonora mientras almorzaban con pan y aguacates o cambures; alguno que venía de tierra adentro, a través de los desiertos de los llanos, refería las zozobras del viaje, pero sus fabulosas ganancias, y cuando pasaba el bochorno del mediodía y comenzaba a caer la tarde fresca, emprendían juntos la tornada hacia la vivienda común, alegres, optimistas. Abraham caminaba siempre alejado y silencioso, más ligera la carga de los hombros, tintineando en sus bolsillos el producto del trabajo del día, y mientras las mujeres de la pequeña tropa bohemia, tocadas por la dulzura del dorado atardecer, iban murmurando cantares melancólicos del lejano y fantástico país natal, él iba contando mentalmente, como tesoro que ya empezaba a ser suyo, el oro fácil de América.
Después, la animación de la anochecida en la barriada turca de Camino Nuevo. De todas los extremos de la ciudad y de los pueblos de los alrededores van llegando los buhoneros. Depositan su mercancía bajo el camastro propio del dormitorio común. Algunos salen a cenar en la posada que por allí tiene un turco viejo en el país; otros se quedan aderezándola en la casa, en el patio, en anafes encendidos y puestos en el suelo, sobre los cuales las ollas de barro criollo, llenas de la humilde comida exótica, despiden el olor penetrante del aceite cocido. Satura este olor el ambiente ya cargado con el pastoso aroma de los perfumes ordinarios que exhala la tienda del buhonero y con las emanaciones de los cuerpos sudorosos y el tufo acre de las cáscaras de frutas que se pudren en el suelo y de la mugre de la vida promiscua en la sórdida vivienda.
Luego que cenaba, Abraham, el taciturno, solía alejarse un paco del barrio bullicioso e iba a fumar su pipa de oloroso tabaco turco sentado en el pretil de un puentecito que por allí había, en el camino de Agua Salud. Allí permanecía horas enteras contemplando el pintoresco caserío suspendido al borde del camino, sobre los taludes, o diseminado aquí y allá, sobre rojas colinas desnudas de vegetación que el atardecer iba ungiendo de dulzura y de paz y que, cuando la noche ya era entrada, comenzaban a decorarse con las luces de oro de las lámparas encendidas en los interiores humildes, mientras arriba fulgía, callado y misterioso, el polvo de plata de las constelaciones del trópico.
Y mientras la pipa se consumía en los labios pensaba en su aldea del Líbano y se preguntaba qué estarían haciendo allá los que quedaron. Mitigábale, es cierto, el acerbo dolor de las nostalgias, tanto como el halago de la fortuna que ya comenzaba a amasar, la emoción de un amor nuevo que le estaba naciendo en el alma; gustábale aquel paisaje y miraba con simpatía el espectáculo de la vida, todavía extraña para él, de los hombres de la raza autóctona, en el torrente de cuya sangre la suya estaba destinada a confundirse y transformarse.
II
Domenico, el calabrés, recorría todas las mañanas las calles de Caracas, cargado con dos grandes cestas rebosantes de frutas.
Duraznos de las montañas de Galipán, piñas y naranjas de los cerros de El Hatillo, cambures de las tierras ardientes de la costa, aguacates de Guarenas, mangos de las riberas del Sebucán, olorosos membrillos de Las Altos, fresas de los cangilones del Ávila, húmedos y sombrosos, donde la sinfonía de los grillos prolonga el suave rumor de la noche hasta la mitad del día… Todo el dulce jugo de la tierra nuestra, que el sol nuestro cuaja y acendra, iba despidiendo su olorosa madurez en las cestas del inmigrante, llenas de todos los encendidos colores, por las calles de Caracas, de puerta en puerta, al grito musical y gracioso de:
—¡Frutero, marchante!
Y a medida que se vaciaban, el dinero iba cayendo, fácil y abundante, en los bolsillos del amplio pantalón de pana burda de musiú Domingo.
En las noches el calabrés infatigable se echaba a cuestas un organillo y emprendía otra vez la recorrida de la ciudad, ahora por las parroquias de las afueras, por las calles humildes de los arrabales, de esquina en esquina, dándole al manubrio para solaz de la chiquillería y gusto de la plebe. A veces los pulperos le pagaban algo, o lo obsequiaban con un vaso de vino para que tocase más de las dos piezas con que él solía regalar al vecindario, y con este menudeo de centavos y con la ganancia de mayor monto que hacía cuando lo llamaban en alguna casa de la vecindad o de familias humildes para que tocase un bailecito de santo o amenizase un velorio de cruz, la hucha del inmigrante se iba inflando rápidamente.
El pianito de musiú Domingo era el preferido. Los muchachos lo conocían desde lejos y lo anunciaban con gritos de júbilo, y para oírlo tocar se formaban corrillos en las esquinas. Las estampas de vivos colores que lo decoraban, entre ellas una grande de los reyes de Italia que musiú Domingo había rodeado de flores de trapo y cintajos do la bandera de su patria, atraían y embelesaban la curiosidad de los pequeños; su música sencilla, su variado repertorio y, sobre todo, la jovialidad simpática y atrayente de su dueño y el gusto artístico con que éste le daba al manubrio, acentuando los pasajes de sabor sentimental con una expresión, entre sincera y burlona, de arrobamiento que le daba a su rostro, le conquistaron muy pronto la popularidad.
Música inocente de aquellos pianitos de antaño que congregaba en las esquinas gente de la plebe embobada por su sabrosa cadencia, sacaba a las puertas, jubilosos, a los niños pobres, que solo aquello tenían para divertirse, y detenía, para mecerlo en ingenuos arrobamientos, el furtivo idilio de los novios humildes en las ventanas. Aires melancólicos de músicos anónimos que nos fueron propicios a los balbuceos de la ensoñación —¿por qué no confesarlo?—, y después hemos recordado siempre con cariño porque iluminaron nuestra turbia edad de niños pobres y tristes con la primera concepción de la belleza, tosca y humilde, pero ingenua y sabrosa de añorar… ¡Música de aquellos pianitos que ya no suenan en las noches de esta ciudad que se va quedando sin costumbres pintorescas, antes de tiempo, como un adolescente precoz que pierde el candor y se vuelve desagradable, escéptico y malicioso antes de que pueda ser realmente malo; música que la fiesta nocturna de las alcabalas, anunciada con júbilo por los muchachones, cuando en la semioscuridad de las cuadras mal alumbradas por los farolitos de gas o kerosene, se divisaba la silueta del musiú, con el pianito a cuestas y el catrecillo en la mano, acercándose doblegado por el medio de la calle!… ¡No sé por qué me recuerdan, especialmente, las noches azarosas de los tiempos de guerra, cuando a la voz de que estaban reclutando gente, las calles se quedaban desiertas y en el silencio de las esquinas gemían los organillos indiscernibles tristezas nuestras!
III
Pasaron los años. Musiú Domingo abandonó el pianito y las cestas de frutas. Ya tenía una base de fortuna y se fue a uno de los pueblos de Aragua a establecer una fábrica de pastas italianas.
Abraham, por su parte, abandonó también la turquería de Camino Nuevo. En viajes que anualmente hiciera al Llano ganó crecidas sumas y dejando el duro trabajo de buhonero abrió una quincalla frente al mercado de Caracas, en un zaguán: “La Bonita”.
Ambos negocios progresaron rápidamente, gracias a la infatigable laboriosidad de aquellos hombres sobrios, fuertes y codiciosos de riqueza bien lograda. Musiú Domingo compró unos potreros en Aragua y más adelante una hacienda de café; pero no abandonó la fábrica de pastas, a la cual atendía Francisca, una compatriota suya con la cual casara. Abraham ensanchó poco a poco la quincalla y al cabo ésta se convirtió en una de las tiendas de moda más concurridas de Caracas.
IV
Un buen día, al terminar el inventario anual, vio que tenía ya una suma apreciable de riqueza adquirida y pensó que era tiempo de regresar a su tierra. Anunció que estaba dispuesto a vender el negocio y participó a sus empleados su determinación.
En la tarde, a la hora de cerrar, cuando ya se habían ido todos los dependientes del detall, notando Abraham que Domitila, la encargada del taller de sombreros, no había salido todavía, pasó al interior de la tienda, llamándola:
—Criatura. ¿Usted se va a quedar a dormir aquí?
La mujer, que estaba de codos frente a su mesa de trabajo, con la cara hundida entre las manos y como absorta en sus pensamientos, se levantó sorprendida por la voz de Abraham, y como éste notase su aire apesadumbrado y le preguntara afectuoso:
—¿Qué le pasa, Domitila? Está usted triste.
—¡Qué ha de pasarme! Que estoy obstinada de la vida.
Y parándose frente al espejo del taller comenzó a arreglarse el peinado.
Ya la tienda estaba cerrada y solo quedaban dentro Abraham y Domitila. Aquél la contemplaba en silencio: ella dándole la espalda lo miraba con disimulo por el espejo.
Era una muchacha buena moza, que se vestía bien y hasta con alguna elegancia, en lo cual invertía casi todo el sueldo que ganaba en “La Bonita”. Abraham la distinguía entre todas sus empleadas por la contracción y la inteligencia con que desempeñaba su trabajo; pero nunca le había sucedido, como ahora le acontecía, detenerse a mirarla como a una mujer. Ocupado siempre con el pensamiento del negocio, ni había podido fijarse en el juego de seducciones que hacía algún tiempo venía desplegando Domitila en torno suyo, esmerándose en el trabajo, excediéndose en agradarlo, rodeándolo de atenciones y solicitudes por las cuales sus compañeras de taller la llamaban adulanta; pero nunca se le había ocurrido a Abraham pensar que aquello fuese inspirado por algo más que por el deseo de conservar el puesto en la casa y lograr un aumento de sueldo. Ahora todo aquello adquiría para él un sentido claro y preciso, al mismo tiempo que se abría paso en su corazón, inconfundible, un sentimiento que hasta entonces ignoraba que existiese en él.
Lo expresó sin ambages:
—Domitila. ¡Usted me gusta, criatura!
Pasada la sorpresa que tales palabras le causaron, la mujer rió y dijo:
—Tarde piaste.
—¿Qué quiere decir con eso, mujer?
—Que ya no es tiempo, porque usted se va para su tierra.
—Si tú quieres no me voy.
—¡Guá! Eso es cosa suya.
Y volvió a reír, arreglándose todavía el peinado.
—Pues ya está resuello. No vendo el negocio. Me quedo.
Y la unión quedó concertada aquella misma noche. Abraham prometió que se casaría al rabo de un mes, Domitila, que quería desempeñar con toda corrección su papel de novia, abandonaría su empleo en el taller. Entretanto, éste sería reformado e instalado a todo lujo, purgue si había de seguir siendo modista, Domitila no quería serlo sino en grande, para clientela aristocrática, cosa que a Abraham le pareció razonable y ventajosa.
Durante el noviazgo fueron apareciendo los parientes de Domitila: dos hermanos, un tío, un primo, finalmente. Todos eran pobres y se manifestaban tan deseosos de hacer dinero por medio del trabajo y tanto demostraron estar orgullosos de que Abraham fuese a entrar en la familia, que éste, por darle a Domitila una muestra de afecto, les suministró dinero para que se establecieran, cada cual en el ramo que decía era su oficio. Uno de los hermanos puso una zapatería en La Guaira, donde vivía; el otro una barbería lujosamente montada en uno de los sitios más céntricos de Caracas; el tío abrió un portal en el mercado; el primo, finalmente, obtuvo una suma para irse al llano a comerciar en ganados.
No volvió ni se supo más de él. El zapatero so presentó en quiebra, la cual resultó fraudulenta, envolviendo a Abraham en nuevos compromisos con el comercio de la capital por fianzas que le prestara; el de la barbería no cumplía los suyos y se daba una vida regalada, descaradamente, y el tío botaba cuanto ganaba en la semana en las borracheras que cogía los domingos.
Al fin comprendió Abraham que se habían confabulado para estafarlo, y aunque no había esperanzas de recuperar lo perdido, no quiso hacer papel de tonto y les echó a la cara su mala fe en cartas donde los llamaba tramposos. Indignáronse ellos y le respondieron cubriéndole de improperios, estando todos de acuerdo en afirmar que, si bien se miraba, el dinero de Abraham les pertenecía de todo derecho, pues era dinero venezolano, ganado en el país, y que el ladrón era el turco, el perro judío, que se había enriquecido exprimiendo al pueblo, mientras ellos, los criollos, las eternas víctimas del extranjero, no salían de la miseria.
Domitila, como lo supiera, aprovechó la coyuntural para romper con aquellos parientes que la avergonzaban con sus bajos oficios y su condición plebeya, y que, de seguir tratándolos, iban a ser un obstáculo a los nuevos proyectos que estaban rebullendo en su cabeza.
Era el caso que ya no quería seguir siendo modista. Su trabajo al frente del taller de modas de “La Bonita” y el impulso que su carácter audaz y emprendedor había sabido imprimir a la marcha de los negocios, segura y firme, pero un poco lenta en las manos de Abraham, que no era comerciante de grandes vuelos, habían hecho en poco tiempo de la antigua tienda modesta uno de los primeros establecimientos del ramo, frecuentado por la gente de dinero y de buen tono; pero Abraham era rico y era tiempo de que ella entrase a disfrutar de aquel bienestar, de manera más cónsona con sus aspiraciones. Siempre había pensado, aun cuando era la humilde y pobre empleada a sueldo en la tienda del turco, que ella no había nacido para llevar vida oscura y mezquina, sino para figurar en las alturas, para brillar en sociedad. Por otra parte, ya sus hijos estaban creciendo y ella quería que se acostumbrasen desde pequeños a la buena vida, en esferas de comodidad y de distinción. Confundiendo la vanidad con el amor maternal, se proponía introducirlos en la aristocracia por el camino de la ostentación de la riqueza. Un día, como Abraham dijera que ya Samuelito estaba en edad de trabajar, iba a emplearlo en “La Bonita”, para que fuese aprendiendo, ella atajó, inflada de soberbia:
—¡Mi hijo tendero! ¡Qué mano!
Y el hombre tuvo que desistir de la idea. Poco después tuvo que prescindir de la colaboración de Domitila, cosa que hizo con gusto, pues reconocía que ella tenía bastante trabajo con el cuidado y educación de las criaturas.
Pero Domitila no era mujer fácilmente contentadiza y cuando se le metía un propósito en la cabeza no estaba tranquila hasta que no lo veía plenamente realizado. Antojárasele que ella debía vivir en parroquia aristocrática, frente a la plaza de Altagracia, que reputaba ser el centro de la distinción y del dinero, y Abraham, para complacerla en todo, compró allí una casa y la montó con lujo y esplendidez, gastando en ello crecidas sumas, de las cuales no pudo separarse sin dolor.
Instalada en su nueva casa, en medio de un vecindario aristocrático, puso manos a la obra de adquirir relaciones. Un instinto certero y la experiencia de casos semejantes la guiaron en los pasos que había que dar para introducirse en aquella esfera. Lo primero, ofrecerse al vecindario y esperar a que las señoras del alto mundo de la cuadra viniesen a hacerle la visita de costumbre. Era apenas todo lo que necesitaba para vencer las primeras resistencias del orgullo. Bien sabía ella que al principio la tragarían, pero no la mascarían; pero todo era saber ir introduciéndose poco a poco. No era el primer caso.
En efecto, las primeras visitas que recibió fueron tardías y de puro cumplimiento. Orgullosas señoras fueron a visitarla escogiendo las horas del mediodía, con lo cual entendían establecer una diferencia de tratanmiento; pero Domitila no se dio por enterada y se valió de sus habilidades. A una de aquellas señoras, la de más alto rango, la retuvo amablemente hasta la hora de abrir las ventanas, a fin de que los transeúntes y el vecindario se enterasen de que la visitaba. La estratagema dio sus resultados: puesto que aquella escrupulosa dama no se desdeñaba de visitarla a la vista de todo el mundo, la amistad de Domitila podía ser aceptada y correspondida, y las más reacias fueron llegando de una manera más ostensible. El primer paso estaba dado.
Luego fueron las invítaciones a los niños de la cuadra, a las fiestas dadas para celebrar el santo de Sarita. Se presentaba la sirvienta en las casas del vecindario:
—Que manda a decirle misia Domitila que cómo están por aquí y que hoy es el santo de Sarita y quiere que le mande los niñitos a la piñata. Que no deje de mandarlos.
Y los niños de la aristocracia iban a la píñata de Sarita.
De este modo la familia de Domitila se fue introduciendo en el gran mundo, furtivamente, por sorpresa al principio y luego al amparo de una tolerancia benévola a la cual no le faltaban buenas justificaciones: era meritorío levantarse de un origen oscuro a esfuerzos propios. Y aunque todavía no era acogida sino en una penumbra de tolerancia y a títulos de vecina, ya vendría lo demás. Todo era proponerse.
V
Y he aquí que ahora es cuando comienzan, verdaderamente, el infortunio y las tribulaciones del pobre Abraham.
Domitila, que hasta allí fuera afectuosa y buena con él, se volvió áspera y desdeñosa: no toleraba sus gustos y costumbres, le causaba todo género de contrariedades, lo irrespetaba y lo deprimía en presencia de los hijos y hasta lo dasautorizaba ante el servicio.
Un día estalló abiertamente el conflicto.
Era la víspera del Kipur, cerca de anochecido, Abraham, que era fiel observadas de la ley hebraica, había cerrado temprano la tienda, la cual no se abriría durante todo el día siguiente, y estaba en su casa tomando una pequeña colación, antes de entrar en el ayuno y en las oraciones de aquella solemnidad, que celebraban todos los años las miembros de la colonia israelita en Caracas, en la casa de un comerciante marroquí que el rabino.
Samuelito, envalentonado por lo que tantas veces le oyera decir a su madre acerca de la ceremonia judía, comenzó a hacer burla y escarnio del Kipur y de la religión paterna, y como Abraham le exigiese respeto a su fe, así como él respetaba la de ellos, y viendo que no lo lograba, lo amenazó con castigarlo y lo mandó que se retirara de su presencia. Domitila apoyó al muchacho y le dio ánimos para que siguiera molestando e irrespetando al padre. Protestó Abraham, más con resentimiento que con energía, y ella respondió cubriéndolo de oprobios.
—¡Bueno está, mujer! ¡Bueno está! —decía el pobre hombre, manso y resignado, tratando de aplacar la cólera de Dornitila.
Pero ésta no lo oía, y metida en sus habitaciones junto con Samuelito, par allá dentro clamaba y decía que bien merecida tenía su suerte por haberse casado con un judío. ¡Razón tenía Dios para castigarla!
—¡Partida de hipócritas! ¡Quien los viera! ¡Y esperando al Mesías! ¡Seguramente para crucificarlo otra vea!
El dolor detuvo en el corazón de Abraham el movimiento subitáno de la cólera y la secular resignación de su raza maldita ahogó en su alma hasta el deseo de la protesta. Se paró de la mesa, pálido y vacilante, y se metió en su cuarto sin ánimos para ir a reunirse con los demás hombres de su fe que lo esperaban. Ayunaría y haría las oraciones del Kipur allí en su casa; aquel año, para el día de la purificación espiritual, tenía un gran sacrificio que ofrecer a su Dios: ¡una injuria grave que perdonar!
Pero desde aquel día llevaría para siempre en el fondo de su pecho una incurable amargura: ¡él en su casa, como su raza en el mundo, no tenía un sitio de amor en los corazones!
VI
Pero no era solamente la antinomia inconciliable de las creencias religiosas lo que separaba a Abraham de su mujer y de sus hijos.
Causas mezquinas, flaquezas humanas, obraban en el ánimo de Domitila entibiándole, hasta extinguírselo totalmente, el afecto al marido. Cuando se casó con Abraham, ella era una palurda, una humilde obrera, cuya condición inferior respecto al hombre no podía menos de hacerla considerar aquel matrimonio como un ascenso que la libraría de la pobreza y del trabajo; pero ahora los términos se habían invertido: Abraham seguía siendo el hombre humilde, de una raza despreciada, mientras que ella, gracias al influjo del dinero y como resultado de su tenaz empeño de introducirse en esferas más altas, comenzaba a saborear los halagos de una distinción social que le daba derechos para ir olvidando ya su pasado oscuro y para comenzar a considerarse como una gran señora. Para lograrlo de un todo, lo único que le estorbaba, pensaba ella, era precisamente lo que antes había sido una ventaja: ser la esposa de un antiguo buhonero de quien todo Caracas se acordaba todavía de haberlo conocido con el cajón a cuestas, no tanto porque fuese pasado reciente, sino porque Abraham no se había propuesto que lo olvidaran, haciendo lo que tanto le aconsejara Damitila, que lo sabía por instinto y por experiencia propia: introducirse en los altos círculos sociales, hacerse miembro de los clubs de buen tono. Pero el hombre, consecuente con su humildad primitiva, se había conservado siempre como antes era: modesto en sus aspiraciones, humilde en sus costumbres, sencillo y chabacano en su traje y en sus modales. Y Domitila reventaba de despecho contra aquel obstáculo, ¡ella, que no le parecía ninguno insuperable cuando se le metía en la cabeza un propósito!
En cuanto a los hijos, éstos crecían formándose con todas las características de la madre, presuntuosos, dominados por un ansia inmoderada de aparentar más de lo que eran, careciendo en absoluto de las virtudes paternas de adquisición lenta y laboriosa, pero segura y legítima, gobernados solamente por un afán de asalto, de apropiación por sorpresa o por mañas, a zarpazos traicioneros sobre la presa descuidada.
La madre, puesta a olvidarse de su oscura condición primitiva, les fomentaba el deseo desordenado de figurar en las primeras líneas, en los rangos más altos de la sociedad y sembrándoles en los corazones la peste de la vana soberbia y la ruindad de la envidia, les inculcaba el menosprecio de la humildad paterna, el desdén por el trabajo, que todos le parecían indignos para ellos, el amor inmoderado por el lujo y el derroche y la ostentación de la riqueza.
Con Samuelito, a quien había puesto en un colegio concurrido por los jovencitos de la aristocracia caraqueña para que en el seno de ella escogiese amistades, este plan estaba produciendo los resultados apetecidos. Fatuo y petulante, el mocito no tenía más preocupaciones que la corrección de la línea y la última moda del traje: en suma, que tenía todo lo que se necesita para ser lo que ahora se llama un hombre bien.
De este hijo, especialmente, Abraham sentía que lo separaba una invencible aversión, tal si una voz secreta le anunciase que habría de negarlo. Sarnuelito se desdeñaba de dirigirle la palabra en la casa, y en la calle evitaba su encuentro, para que no lo avergonzase ante los jóvenes bien con los cuales solo se reunía.
En cuanto a Sara, la hija bonita como una rosa, las mismas ternuras filiales que le prodigaba tenían algo de compasivo y deprimente para él. Más que amor, Sarita parecía tenerle lástima de verlo repudiado por tos suyos, siempre solo y silencioso, y cuando le decía con mimos, acariciándole el rostro: “¡Pobrecito el viejo!”, Abraham sufría el dolor sin medida y a veces se le humedecían de lágrimas los ojos, al pensar que tal vez ni aquel amor tan dulce de la hija predilecta venía al encuentro de su corazón, orgulloso y franco, sino furtivo y vergonzoso, disfrazado de compasión.
Con Sarita, Domitila había refinado sus solicitudes maternales a fin de colocarla en una ventajosa posición social: la puso en el Colegio de las Hermanas francesas, le buscó maestro de piano, la improvisó para señorita distinguida, le aventó la frívola vanidad, le afiló las armas de la seducción. Pero, no obstante, Sarita no le daba a aquello toda la importancia que para Domitila tenía: no había sabido descubrir la diferencia que existe entre la gente bien y la que no lo es y, por el contrario, daba muestras de una inclinación hacia los humildes, con los cuales era compasiva y cariñosa. Domitila sufría algo con esto y la llamaba: mi hija, la populachera.
De alma ardiente y apasionada, Sarita era también para Abraham un tormento perenne. Amasados con sangre de dos razas lujuriosas e imaginativas, mezcla de árabe y de indio, sus encantos se desenvolvían inquietantes como se desenroscan los anillos lucientes de la víbora. Sensual, frívola y envanecida de su belleza; aún no había cumplido los quince años la Turquita, como se la llamaba, y ya su fama corría entre los grupos de jóvenes que andaban a la caza de amores fáciles, encendiendo deseos, despertando apetitos.
Viéndola crecer tan hermosa y amiga del mundanismo —como decía Abraham—, el pobre hombre experimentaba secretos temores que le llenaban de dolor el corazón; pero se abstenía de comunicárselos a Domitila, acatando así la terminante prohibición que ella le hiciera de inmiscuirse en la dirección de las hijos. Apenas se atrevía a darle tímidos consejos a la muchacha, pero siempre era desarmado por aquella respuesta:
—¡Jesús! ¡Papá! Tú no sabes de eso; tú eres de otro mundo.
Domitila, en cambio, veía con satisfacción que ya estaban en camino de realizarse sus planes respecto a la hija: una porción de mocitos de las familias distinguidas de Caracas le hacían la corte a Sara, paseándole la cuadra cuando se asomaba a la ventana y siguiéndola a todas partes cuando salía a la calle.
No se le escapaba a la experta mujer que todas no eran buenas intenciones en los galanteadores de la hija; pero confiaba mucho en sí misma y estaba segura de que sacaría de allí un buen marido para Sarita. Con tal fin redoblaba su vigilancia sobre ella a tiempo que ponía en juego sus habilidades para atraer a la formalidad del noviazgo a aquellos de los jóvenes que más prometían.
De este modo, muy pronto la casa de Abraham comenzó a ser el centro de unas reuniones todavía heterogéneas, a las cuales asistían jóvenes de la crema, que iban atraídos por la esperanza de ver a la Turquita rendida por fin al asedio de sus galanterías, por mitad burlonas y malintencionadas.
Domitila saboreaba una intensa satisfacción al pasar revista a los nombres más encopetados de Caracas, que sonaban en la sala de su casa como timbres de la distinción que ya su familia empezaba a disfrutar en los círculos de la alta sociedad y, para corresponder a ello, prodigaba el dinero de Abraham a manos llenas. Ardía la casa en el resplandor molesto y de pésimo gusto de la profusa iluminación eléctrica; se derramaba en las mesas un obsequio opíparo de festines; corría el champaña, y todo, hasta la cortesía, tenía allí esa insolente, abundancia con que se desborda el mal tono por los cauces de la riqueza advenediza, pues Domitila, orgullosa de la fama de gran señora espléndida que quería crearse ella misma, no estaba satisfecha hasta que no veía a la concurrencia harta de comer y de beber.
Entretanto, Abraham se esforzaba en ser afable y atento con los invitados de su mujer, no suyos, porque bien sabía él que lo separaba de ellos un abismo de diferencias sociales ante el cual él se detenía, respetuoso de las distancias, con un sentimiento mezcla de orgullo y de humildad, sentimiento que, por lo demás, era el mismo que lo alejaba de los suyos, entre los cuales él vivía como un forastero.
Sufria lo indecible el pobre hombre en aquellas fiestas desatentadas en las cuales su familia se precipitaba a esa nivelación de las alturas, que es el ansia fundamental del mulato, en parte porque no podía menos de ver con dolor cómo se estaba derrochando vanamente el fruto de veinte años de duro trabajo y negras privaciones suyas; en parte, y con más hondo y humano dolor, porque comprendía que aquéllos eran los pasos de perdición de su hija Sarita.
La veía codiciada por los hombres para mal fin —como él decía—; la veía, cegada por la vanidad, entregarse, rendida materialmente, entre los brazos del joven que la sacaba a bailar, y había oído, varias veces, que, cuando terminaba la danza, el pareja le decía irrespetuoso:
—¡Qué sabroso, marchantica!
Ella fingía no comprender la insolente alusión a la condición paterna o no comprendía en realidad, porque la cegaban la vanidad y el gusto complacidos; pero Abraham recogía el agravio y lo guardaba en el fondo de su dolorido corazón, donde había guardado las injurias y el desprecio de los suyos, donde su raza ha venido guardando todo el oprobio y la vejación del mundo, a través de los siglos.
VII
Ya ha terminado elI baile. La concurrencia se ha despedido y la familia se ha recogido a sus habitaciones; Abraham vaga solo por la casa, sembrada con los restos del festín. Pensativo y triste, la recorre apagando las luces y llega finalmente a la sala. Es más de medianoche. Hace frío. El silencio iluminado de la sala desierta da una sensación misteriosa de espera de algo que ha de suceder, inevitble y terrible como las leyes del destino.
El ánimo deprimido de Abraham se llena de una vaga ansiedad, en la cual, poco a poco, van tomando formas tristes presentimientos; su hogar será destruido; su familia, dispersada por una dura fatalidad; su memoria, olvidada, como una cosa despreciable; su mujer se librará del oprobio de su nombre; sus hijos lo negarían, como un origen vergonzoso… Y Abraham, sintiendo que su hora ha llegado y está presta a cumplirse en él la voluntad del destino, se sienta a esperarla y llora sobre las ruinas de sus ilusiones.
Contraria la fortuna que hasta allí le ayudara en sus negocios, al hacer la liquidación de aquel año aciago se convenció de lo que ya presentía: ¡estaba arruinado! No obstante, Domitila se empeñó en celebrar rumbosamente los quince años de Sarita.
Aquel día rebosaron la medida. Fue la última fiesta: el sacrificio supremo de Abraham, el esfuerzo desesperado de Domitila por prolongar la apariencia de la riqueza. Viendo que ya se le iba a acabar, un despecho rabioso la impulsaba a derrochar hasta el último centavo del turco. ¡Después, ella vería lo que habría que hacer!
Abraham lo presentía y un dolor sordo y tenaz le devoraba el corazón. ¡Si a pesar del bienestar que le procuraba con su dinero su mujer lo despreció siempre, hacieno escarnio de sus sentimientos, burla de sus aflicciones y hasta rechazando su amor como cosa manchada de indignidad; si para ella y para sus hijos él siempre fue el turco, el paria, ¡qué podía esperar de ellos ahora que la pobreza se le venía encima y tal vez tendría necesidad de comenzar otra vez la dura persecución del pan, a lo largo de las calles, de puerta en puerta, al hombro del cajón de buhonero!
Y Abrahm, el del monte Líbano, decidió aquella noche repatriarse. Si aquél era su destino, si su mujer había de repudiarle y sus hijos lo negarían, que se cumpliera todo después que él se hubiera ido. No se sentía con ánimos para arrostrar el dolor supremo.
Apagó las luces de la sala y se dirigió a su hanbitación. Al pasar por la puerta del dormitorio de Sarita se detuvo, y sin saber qué se proponía con ello, llamó suavemente.
Y al sentir cuánto amaba a aquella hija que lo negarla, se echó a llorar como un niño.
Sara dormía y no lo oyó, pero la voz desdeñosa de Domitila resonó en el silencio de la casa:
—¡Hombre de Dios! ¿Hasta cuándo estás por ahí? Anda, vete a dormir.
VIII
Del mismo modo, allá en uno de los pueblos aragüeños, Giácomo, el hijo de musiú Domingo, nada iba sacando de las características de éste.
Tan botarate, como amasador de dinero el padre: tan amigo de ocios y parrandas, como tesonero en el trabajo el padre, era Giácomo un simpático mozo que parecía unido a su medio poor profundas raíces ancestrales. Gallero, coleador de novillos y gran aficionado a joropos, nadie más popular y querido que él en todos los valles de Aragua, donde se decía, como para elogiarlo, que era venezolano neto, criollo purito, aunque fuesen italianos el padre y la madre.
No obstante, musiú Domingo estaba satisfecho de tal hijo; le encontraba condiciones y con el conocimiento que había adquirido del medio donde viviera, por más de veinte años, pensaba, complacido, que Giácomo sería persona en el país y lo dejaba formarse libremente.
Verdad era que lo amaba mucho y no sabía oponerse a sus gustos e inclinaciones. Para que coleara a sus anchas, le había regalado el mejor caballo de sus potreros; para que tuviese la mejor cuerda de gallos, le daba cuando le pedía, y para que compusiera joropos y golpes aragüeños, le había dado con su sangre italiana la disposición musical.
Y como no tenía más hijos, ni le quedaban parientes en el mundo después que se le murió la mujer, le fue dando, a puñados, toda la fortuna que había logrado amasar en Venezuela, y a medida que así la iba perdiendo decía, fatalista y jovial:
—¡Tierrita brava! ¡Tierrita brava! ¡Tú me la diste, tú me la quitas!
IX
Siguieron pasando los años. Ya han pasado muchos. Musiú Domingo está viejo; Abraham está además pobre.
Un día el azar los reúne en uno de los paseos de Caracas. No se conocen, pero cruzan un saludo al sentarse a la vez en un mismo banco.
—¿Es usted del país?
—No, señor. Pero como si lo fuera. Soy de Italia, de un pueblo de Calabria, pero tengo más de treinta años en Venezuela, me gusta esta tierra y puedo decir que soy venezolano.
—Yo también vine al país hace muchos años —dijo Abraham con el acento de las tristezas consoladas.
—¿Y cómo lo ha tratado la tierrita brava?
—A mí, muy mal.
—Pero se ha quedado en ella.
—No solamente me he quedado, sino que he vuelto. ;Qué sé yo lo que tiene esta tierra, pero la cosa es que trata mal y sin embargo agarra!
—Que se hace querer.
—Aquí trabajó uno y aquí sufrió uno…
Y Abraham cuenta sus tristezas, primero, y luego sus consolaciones: el bienestar perdido, el desamor de su familia, la repatriación desesperada, la soledad y el aislamiento en el país natal, donde nadie ya lo conocía, como un extranjero entre los suyos… Vivía triste, echando de menos a la patria adoptiva, que, sin embargo, había sido cruel y dura con él… ¡Erró después por otros países de la tierra, pero en ninguna parte pudo aplacar su ansia de volver a éste, donde había dejado a sus hijos, que, a pesar de todo, eran sus hijos. Regresó a terminar en ella sus tristes días. Llegó como la primera vez, pobre. Un paisano suyo le dio un paquete de medias para que ganase algo vendiéndolas por las calles… Otra vez el duro ambular de puerta en puerta. Pero no se comienza dos veces, y ya porque la fortuna no quisiera ayudarlo más o porque ya él no tenía fe ni fuerzas, lo cierto era que vagaba inútilmente por las calles sin encontrar quien quisiese comprarle la mercancía. Un día se tropezó con su mujer, con la que tanto lo hizo sufrir con sus desprecios. Él quiso seguir de largo, haciéndose el distraído, pero la mujer lo detuvo, le habló con cariño, le contó su vida, que también había sido triste: Samuelito le había abandonado; Sara dio por fin un mal paso, y ella había tenido que poner un taller de costura para ganarse el sustento. Ahora le iba bien. Ademáso, Sarita, que se había casado con el hombre con quien fugó, que tenía dinero, le mandó una suma de regalo y ella compró una casita. Andando, mientras hablaban, llegaron a la casa y Domitlla le dijo: —Entra. —Él entró, olvidado de lo pasado. Allí vivía unido de nuevo a su mujer, que ahora era con él buena y cariñosa y viéndolo viejo y enfermo no quería que trabajase. Sarita, que siempre preguntaba por él en sus cartas a la madre, al saber que hahabía vuelto escribió que vendría con su marido a verlo, cuando pasase el invierno. Vivía en San Fernando, donde el marido tenía hatos y casa de comercio. Un hombre del país, un criollo que se había metido en una revolución y después fue Jefe Civil de San Fernando y ahora vivía de su trabajo, con plata bastante…, un tal Giácomo Albano…
—¡Éses mi hijo! ¡Giácomo! ¡Venezolano neto! ¡Criollo puro! ¡Un palo de hombre! Como dicen aquí.
Y musiú Domingo se enternecía hasta las lágrimas al hablar del hijo.
Ya oscurecía cuando abandonaron el banco del paseo. Estaban viejos, se arrastraban penosamente por los caminos de la tierra, de aquella tierra que había sido dura y cruel con ellos, pero allá en el corazón del país, sangre de su sangre corría, transformada, pero vigorosa y fecunda por los cauces infinitos de la vida.
Abraham, el del Líbano; Domenico el calabrés, la tierra ajena les barrió del corazón el amor a la propia y les quitó los hijos que ellos le dieron.
Ya oscurecía. Ya no se veían las caras…
*FIN*