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Los jugadores de ajedrez

[Cuento - Texto completo.]

Manuel Romero de Terreros

A Roberto Montenegro

I

Angustias, india tarasca de raza pura, era maestra en el difícil arte de cuidar y entretener a los niños. Durante varios años sirvió en mi familia, prodigando sus cuidados, sucesivamente, a los cinco hermanos que éramos. Si nuestra casa era visitada por alguna enfermedad, Angustias se hallaba siempre a la cabecera de la cama, y cuando se trataba de enjugar lágrimas, consecuencia de alguna travesura de chiquillos, su palabra cariñosa nos proporcionaba pronto consuelo. Pero la ciencia de la bondadosa niñera era más patente cuando estábamos contentos. Inventando juegos nuevos, haciendo gestos verdaderamente estrambóticos, gracias a sus nada clásicas facciones, o contando cuentos jamás imaginados, nos hacía gratísimas las horas del atardecer y, llegada la hora, sabía conducirnos suavemente al mundo de los sueños. Otro don particular de Angustias era la pronta contestación que daba a las numerosas y peregrinas preguntas que solía hacerle la gente menuda. Era tal la espontaneidad de la respuesta y tan grande el aplomo con que la daba, que jamás pusimos en tela de juicio la solución por ella propuesta a cualquier problema que se presentaba a nuestros infantiles cerebros.

Los recuerdos de mi infancia están estrechamente ligados con la Hacienda de San Isidro Labrador, en donde residíamos la mayor parte del año. La finca, cercana a la ciudad de México, fué propiedad de la Compañía de Jesús desde los tiempos más remotos de la Colonia, y cuando los célebres religiosos fueron expulsados de los dominios españoles, por las razones que Carlos III tuvo a bien guardar «en su real pecho», fue adquirida por un mi antepasado. Se comprenderá, pues, que la casa de la Hacienda tenía más carácter de monasterio que de finca de campo, y mi padre, siguiendo el ejemplo de sus mayores, quiso que conservara siempre el austero aspecto que desde un principio tuvo. Las estancias, todas abovedadas y de poca elevación; los interminables claustros con arquería de medio punto; los muros, gruesos como los de un castillo medioeval; y principalmente la comarca toda ayuna de encantos naturales,—pues ostentaba, como únicas galas, extensos magueyales y uno que otro eucalipto en medio de los campos de maíz y de cebada,—hacían de la Hacienda de San Isidro Labrador un sitio que a muchos repugnaba, pero que a otros, al contrario, atraía por su misma desnudez y severidad. Inútil me parece decir que para nosotros era un verdadero «buen retiro»; en aquellos tiempos todavía se conservaban muchas de las costumbres del Virreinato, y mi padre era para los peones y sirvientes, más que el amo a quien se debía respeto, el jefe de una dilatada familia.

La capilla era quizá la estancia más interesante de la Hacienda. No era amplia, pero ostentaba enorme retablo de madera dorada, al estilo de churriguerra, zócalo de azulejos, y pavimento de mármol en losetas blancas y negras, alternadas. Lo que más me llamaba la atención eran los sepulcros de mis antepasados. Empotrados en ambas paredes laterales del presbiterio, hallábanse los nichos cubiertos con sendas placas de alabastro, grabados con largos epitafios; y más de una vez, desde que empecé a leer, me distraje durante la Misa o el Rosario, procurando descifrar aquellos letreros, para mí atravesados e inintelegibles.

Una noche, camino de mi alcoba, ocurrióseme hacer esta pregunta:

—Angustias, ¿Qué hacen los muertos de la capilla, en la noche?

Y la india, sin titubear, contestó:

—Juegan al ajedrez.

Yo que casi todas las noches, al requerir la bendición de mi padre, lo encontraba en la biblioteca jugando al ajedrez con don Pepe Dávalos, Presidente Municipal del pueblo comarcano, no me sorprendí de la respuesta. Un juego en que dos señores se sentaban frente a frente, durante largo espacio de tiempo, sin proferir palabra y sin mover apenas las curiosas piezas de madera que entre sí tenían, y que se prestaban de manera tan admirable para jugar a los soldaditos; un juego así, repito, me parecía más apropósito para muertos que para vivos; y la contestación de Angustias fue convincente.

—Sí; continuó el ama. Todas las noches, en cuanto tú te acuestas a dormir, ellos se ponen a jugar al ajedrez hasta que llega el Padre a decir misa. Entonces se vuelven a sus sepulcros, que son, como si dijéramos, sus camas, y duermen durante el día.

Y dichas las oraciones de costumbre, por mis padres y hermanos, y otra, que para mi coleto decía, por mi caballo «El Confite», quedé al momento dormido.

II

Muchos años después, cuando regresé de España, casado ya con mujer de mi misma estirpe, hallé las cosas en San Isidro Labrador muy distintas de cuando me marchara. Mis padres, dos hermanos y Angustias habían desaparecido de la vida, y don Pepe Dávalos, depuesto de su cargo municipal, vagaba enfermo y viejo por los claustros, añorando las partidas de ajedrez con «su Merced el Señor don Alonso.» Noté que el respetuoso cariño de muchos sirvientes había amenguado, gracias a ciertos vientos de fronda que del Norte soplaban, y sentí desde un principio marcada repulsión por el nuevo administrador de la Hacienda, nombrado por el albacea de mi padre. Llamábase don Guadalupe Robles, y su aspecto insolente demostraba bien a las claras que había sido antaño guerrillero audaz y duro cacique.

Mucho temí que la Hacienda tuviera pocos atractivos para mi mujer, pero Inés, acostumbrada a las austeridades de su torre castellana, encontró San Isidro Labrador muy de su agrado, y propuso ella misma que fijáramos allí nuestra residencia.

Transcurridos pocos meses, y aproximándose la fiesta titular de la heredad, mi mujer, a fuer de buena madrileña propuso que la fiesta fuese celebrada con especial pompa. Preparó, pues, ropas para repartir a los pobres; encargó flores para el adorno de la casa y capilla; y convidó, para que cantara Misa Pontifical, a cierto Prelado, a quien, desde mi infancia, llamaba yo «el tío Obispo», aunque en realidad carecíamos de parentesco alguno.

Yo accedí gustoso, tanto por complacer a Inés, cuanto porque hallé la ocasión propicia para hacer lucir gran cantidad de objetos, de los cuales, como colector entusiasta de antiguallas, me vanagloriaba. Al caudal no despreciable de ornamentos y vasos sagrados, que a la Hacienda habían donado mis antepasados, añadí yo gran acopio de objetos, hallados algunos en vetustas ciudades del país, traídos otros de la Península. Era especialmente notable mi rica colección de plata labrada; componíase de varias docenas de candeleros, grandes y pequeños, atriles, vasos y macetones ornamentales; no pocos blandones; algunos cálices y copones; y una custodia que me complacía yo en atribuir a Juan de Arfe y Villafañe. Pero lo que más me agradaba y mostraba yo a mis amigos con el mayor orgullo, era un juego de pebeteros que adquirí en Cintra. Obra de portugueses de pleno siglo XVIII, se comprenderá desde luego que tales perfumadores tenían que ser extravagantes; en efecto, medían más de medio metro de altura, y afectaban la inusitada forma de pegasos, pero su labor era de tal forma acabada, que en verdad podían figurar en la mejor colección de objetos de arte.

Con todos esos elementos, comprendí que el suntuoso retablo, cuya intrincada hojarasca cubría el muro frontero de la capilla con pilastras y columnas retorcidas, frontones interrumpidos, ménsulas de caprichosa forma, y nichos y doseles cobijando esculturas policromas, haría brillar el rico y si se quiere bárbaro conjunto de oro y plata, como un ascua refulgente; y empecé a hacer preparativos con no escaso entusiasmo.

Llegada la víspera de la fiesta, entré en la capilla para disponer lo necesario, y vínoseme a mi mente un mundo de recuerdos. Contemplando las fúnebres alegorías, y leyendo los letreros de las lápidas, que tanto inquietaron mis años infantiles, vi de nuevo mil incidentes de mi niñez y escuché, una vez más, la voz de personas queridas, entre ellas Angustias, quien me aseguraba dogmáticamente que mis muertos jugaban al ajedrez todas las noches….

Dirigía yo la colocación de los distintos ornamentos, sobre el altar y presbiterio, cuando acudió don Guadalupe Robles a la capilla, con pretexto de consultarme no acuerdo qué extremo de la administración de la hacienda; y al ver el caudal allí reunido, la codicia se reflejó en su semblante haciéndole dirigir la mirada, mientras conversaba conmigo, de uno en otro objeto, cuya existencia ni siquiera sospechaba. Entonces fue mayor mi repugnancia por aquel hombre, y tuve desde luego tal convicción de que intentaría robarme, que durante toda la noche no pude despedir este pensamiento de mi mente, y abandoné el lecho muy temprano, cuando aún dormían en silencio amos y sirvientes.

Con la primera claridad del amanecer, penetré en la capilla. A primera vista, la mayor parte de los objetos permanecían en los sitios en que la víspera se colocaran, pero ¡júzguese cuál sería mi asombro, al ver que gran número de candeleros, jarrones y demás yacían diseminados por el suelo en el más completo desorden! Sólo quedaban en pie, arrinconados en un ángulo debajo del coro, cuatro objetos. Me aproximé, y un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. ¡Los muertos habían jugado una partida de ajedrez! Sí, allí en el rincón, sobre la loceta blanca, estaba un blandón, y enfrente de él, salvada una hilera de cuadros, y ocupando sus respectivas casillas, un jarrón, un candelero pequeño y uno de los perfumadores, éste el más próximo al muro. Sí, esas tres piezas—el alfil, el peón y el caballo,—habían dado jaque mate al blandón o sea, al Rey!

Después de algún tiempo, pude dominarme, y con mano trémula repuse en sus sitios los diferentes objetos, para que nadie, más que yo, se diera cuenta del suceso.

La fiesta fue celebrada debidamente, y tanto el Obispo como los amigos que acudieron a nuestra invitación, se hicieron lenguas de la hermosura y riqueza de mi colección. Pero yo prestaba escasa atención a tales elogios, embargada mi mente con el enigma y las sospechas que abrigaba contra don Guadalupe Robles. Estas aumentaron, cuando lo sorprendí, al atardecer, en la penumbra del corredor, hablando en voz baja con Joaquín, su mozo de estribo y hombre de toda confianza. Simulé no haberlos visto, y pasé de largo; pero resolví empaquetar mis antiguallas y remitirlas a México, cuanto antes, mientras encontraba yo la oportunidad de deshacerme del Administrador.

No sé cuanto tiempo después de haber logrado conciliar el sueño, rasgó el silencio de aquella noche tal grito de terror, que sigue y seguirá retumbando en mis oídos, mientras yo viva. Lo oyó mi mujer y despertó asustada; lo oyeron los sirvientes todos, y en breves momentos, los claustros fueron poblándose de sombras, que inquirían con voces de miedo qué acontecía.

Tomé una linterna, y seguido por los más resueltos, dirigí mis medrosos pasos hacia el sitio de donde el grito pareciera proceder. La puerta de la sacristía estaba abierta y comprendí que mis sospechas se habían confirmado. Entramos. Ni en la sacristía, ni en la capilla, había más luz que la escasa claridad que penetraba por cúpulas y ventanas, y al principio nada pudimos distinguir; pero, a poco, la trémula luz de la linterna nos hizo ver que todos los objetos de plata, absolutamente todos, se hallaban amontonados bajo el coro, cercando, aprisionando en el rincón, a don Guadalupe Robles, quien, con el cuerpo echado para atrás, como reculando, extendía ambos brazos contra los muros de aquel ángulo de la capilla. Tenía los ojos fuera de sus órbitas, y todo su semblante era imagen del terror. Lo llamé por su nombre, me miró fijamente y fue su contestación una carcajada.

*FIN*


La puerta de bronce y otros cuentos, 1922


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