Casa digital del escritor Luis López Nieves


Recibe gratis un cuento clásico semanal por correo electrónico

Los nervios

[Cuento - Texto completo.]

Anton Chejov

El arquitecto Dmitri Osipovich Vaksin volvía a su casa de campo bajo la impresión reciente de una sesión de espiritismo en la que acababa de participar en la ciudad. Mientras se desvestía y se tumbaba en su lecho solitario (la señora Vaksin había partido para la fiesta de la Trinidad), empezó a recordar involuntariamente todo lo que había visto y oído. No había habido sesión, en el sentido estricto del término, pero toda la velada había transcurrido entre terribles conversaciones. Una señorita, sin venir a cuento, se puso a hablar de la adivinación de los pensamientos. De los pensamientos pasaron, sin darse cuenta, a los espíritus, de los espíritus a las apariciones y de las apariciones a los sepultados vivos… Cierto señor leyó un relato escalofriante sobre un muerto que se había dado la vuelta en su ataúd. El propio Vaksin había pedido un platillo para demostrar a las señoritas cómo había que conversar con los espíritus. Había invocado, entre otros, a su tío Klavdi Mironovich y le había preguntado mentalmente: “¿No ha llegado el momento de que ponga la casa a nombre de mi mujer?”. A lo que el tío le había respondido: “Todo lo que se hace a su debido tiempo está bien”.

“Hay muchas cosas misteriosas y terribles… en la naturaleza… —reflexionaba Vaksin, cubriéndose con la manta—. Lo que aterra no son los muertos, sino lo desconocido…”.

Los relojes dieron la una de la madrugada. Vaksin se volvió del otro lado y miró desde debajo de la manta la luz azul de la lamparilla. La llama temblaba y apenas alumbraba la urna de los iconos y el gran retrato del tío Klavdi Mironovich, colgado enfrente de la cama.

“¿Y si aparece en esta semioscuridad la sombra de mi tío? —se le pasó por la cabeza a Vaksin—. ¡No, es imposible!”.

Las apariciones son hijas del prejuicio, fruto de cerebros inmaduros, pero, en cualquier caso, Vaksin se cubrió con la manta hasta la cabeza y cerró los ojos con mayor fuerza. Por su imaginación desfilaron el cadáver que se había dado la vuelta en el ataúd, la imagen de su difunta suegra, un colega que se había ahorcado, una joven ahogada… Vaksin trató de expulsar de su cabeza esos pensamientos sombríos, pero cuanta mayor energía ponía en ese intento, mayor claridad adquirían esas imágenes y pensamientos espantosos. Estaba aterrado.

“El diablo lo entiende… Me asustó como un muchacho… ¡Es estúpido!”.

“Tic… tic… tic…”, sonaba el reloj al otro lado de la pared. En la iglesia de la aldea, junto al cementerio, el guardián se puso a tocar la campana. Era un sonido lento, lúgubre, que helaba la sangre… Vaksin sintió escalofríos en la nuca y en la espalda. Teníala impresión de que alguien respiraba con dificultad sobre su cabeza, como si su tío hubiera salido del cuadro y se inclinara sobre su sobrino… Un terror insoportable se apoderó de él. Apretó los dientes de miedo y contuvo la respiración. Por último, cuando por la ventana abierta entró un abejorro y se puso a zumbar por encima de la cama, no pudo soportarlo más y tiró con desesperación de la campanilla.

—Dmitri Osipich, was wollen Sie? —se oye al cabo de un minuto la voz de la institutriz detrás de la puerta.

—¡Ah! ¿Es usted, Rosalía Kárlovna? —dice Vaksin con voz alegre—, ¿Por qué se molesta usted? Podría haber venido Gavrila…

—A Gavrila usted mismo le dio permiso para ir a la ciudad y, en cuanto a Glafira, se marchó esta tarde no sé adónde… No hay nadie en la casa… Was wollen Sie dock?

—Mi buena Rosalía, quería decirle… Eh… ¡Pero entre, no sea tímida! La habitación está a oscuras…

Rosalía Kárlovna, mujer gruesa y rubicunda, entró en el dormitorio y se quedó parada en medio de la pieza, en actitud expectante.

—Siéntese, querida… Se trata de lo siguiente… —“¿Qué podría pedirle?”, pensó Vaksin, mirando de soslayo el retrato de su tío y sintiendo que poco a poco su alma se tranquilizaba— A decir verdad, lo que quería pedirle es lo siguiente… Mañana, cuando un criado vaya a la ciudad, no se olvide de decirle que… eh… que me compre papel para los cigarrillos… ¡Pero siéntese usted!

—¿Papel para los cigarrillos? ¡Muy bien! Was wollen Sie noch?

—Ich will… Yo no will nada, pero… ¡Siéntese! Todavía tengo que acordarme de otra cosa…

—No es conveniente que una doncella esté en la habitación de un hombre… Ya veo, Dmitri Ósipich, que es usted un poco travieso y pícaro… Me hago cargo… No se despierta a nadie por el papel de los cigarrillos… Ya entiendo…

Rosalía Kárlovna se dio media vuelta y salió. Vaksin, algo más sereno después de la conversación que había tenido con ella y avergonzado de su pusilanimidad, se cubrió la cabeza con la manta y cerró los ojos. Durante unos diez minutos se sintió más o menos bien, pero luego los mismos disparates de antes volvieron a ocupar su cabeza… Escupió, buscó a tientas las cerillas y, sin abrir los ojos, encendió la vela. Pero esa luz no le ayudó. A su imaginación asustada le parecía que alguien le vigilaba desde un rincón y que su tío guiñaba un ojo.

—Volveré a llamarla… ¡Que se la lleve al diablo! —decidió—. Le diré que me encuentro mal… Le pediré unas gotas.

Vaksin llamó, pero no recibió respuesta. Volvió a llamar y la campana del cementerio sonó a modo de réplica. Dominado por el miedo y con el cuerpo helado, salió a todo correr de la habitación y, santiguándose y censurándose por su cobardía, se dirigió a toda prisa, con los pies desnudos y en ropa interior, a la habitación de la institutriz.

—¡Rosalía Kárlovna! —dijo con voz temblorosa, llamando a la puerta—. ¡Rosalía Kárlovna! ¿Duerme… usted? Yo… eh… me encuentro mal… ¡Necesito unas gotas!

No obtuvo respuesta. A su alrededor todo era silencio…

—Se lo ruego… ¿Entiende? ¡Se lo ruego! No comprendo porque es usted… tan susceptible, sobre todo cuando una persona… está enferma. La verdad, qué mojigata es usted. A su edad…

—Se lo diré a su mujer… No deja usted en paz a una muchacha honesta… Cuando vivía en casa del barón Anzig y este quiso venir a mi habitación a buscar cerillas, comprendí… Enseguida me di cuenta de la clase de cerillas a las que se refería y se lo dije a la baronesa… Soy una muchacha honesta…

—¡Ah, qué diablos me importa a mí su honestidad! Me encuentro mal… y le pido unas gotas. ¿Lo entiende? ¡Estoy enfermo!

—Su esposa es una mujer buena y honrada, y usted debe quererla. ¡Ja! ¡Es una mujer respetable! ¡No quiero convertirme en su enemiga!

—¡Es usted tonta, eso es todo! ¿Lo entiende? ¡Tonta!

Vaksin se apoyó en una jamba, cruzó los brazos y esperó a que se le pasara el miedo. No tenía fuerzas para volver a su habitación, donde la lamparilla parpadeaba y su tío le miraba desde el marco, y quedarse junto a la puerta de la institutriz en paños menores resultaba embarazoso desde todos los puntos de vista, ¿Qué hacer? Dieron las dos, pero su miedo no menguaba ni disminuía. El pasillo estaba a oscuras y desde cada rincón le miraba una cosa oscura. Vaksin volvió la cara hacia la jamba, pero en ese momento le pareció que alguien le tiraba ligeramente de la camisa y le tocaba el hombro…

—¡Por todos los diablos… Rosalía Kárlovna!

Nadie le respondió. Vaksin abrió la puerta con indecisión y echó un vistazo. La virtuosa alemana dormía apaciblemente. Una pequeña lamparilla iluminaba los contornos de su cuerpo pesado y rebosante de salud. Vaksin entró en la habitación y se sentó en un baúl de mimbre que había junto a la puerta. Se sentía más tranquilo en presencia de un ser vivo, aunque estuviera dormido.

“Que duerma la alemanota… —pensó—. Me quedaré a su lado y, en cuanto se haga de día, me marcharé… En esta época amanece temprano”.

Mientras esperaba la llegada del alba, Vaksin se acurrucó en el baúl, acomodó los brazos debajo de la cabeza y se puso a cavilar.

“¡Hay que ver lo que hacen los nervios! Soy un hombre sensato, reflexivo y sin embargo… ¡El diablo lo entiende! ¡Hasta me da vergüenza!”.

Poco después, al escuchar la respiración serena y acompasada de Rosalía Kárlovna, se tranquilizó del todo…

A las seis de la mañana la mujer de Vaksin volvió de la fiesta de la Trinidad y, al no hallar a su marido en la habitación, se dirigió al cuarto de la institutriz en busca de unas monedas para pagar al cochero. Nada más entrar, se encontró con el siguiente cuadro: en la cama, toda destapada por el calor, dormía Rosalía Kárlovna y apenas a unos metros, hecho un ovillo sobre el baúl, roncaba, con el sueño de los justos, su marido. Dejo a otros la tarea de referir lo que dijo la mujer y la cara de tonto que puso el marido cuando se despertó. Yo, por mi parte, me declaro vencido y rindo las armas.

*FIN*


“Нервы”,
Fragmentos, 1885


Más Cuentos de Anton Chejov