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Los ojos de la pantera

[Cuento - Texto completo.]

Ambrose Bierce

No siempre se casa uno cuando está loco

Cierta vez, al caer la tarde, un hombre y una mujer —unidos por la naturaleza, como es costumbre— estaban sentados en un banco. Él era ya maduro, delgado, moreno; tenía la expresión propia de un poeta y la complexión física de un pirata. Un hombre en el que repararía cualquiera. La mujer era joven, rubia, hermosa, con algo en su cuerpo y en su manera de moverse que sugería de inmediato el término flexibilidad. Lucía un vestido gris con lunares marrones. Puede que en otro tiempo fuese aún más hermosa. Sus ojos, de tan expresivos, llamaban la atención por encima de cualquier otra cosa. Eran de un verde suave, grandes, un poco rasgados, indescifrables. Solo se podía decir que aquella mujer tenía la mirada inquieta. Cleopatra pudo haber tenido unos ojos como los suyos.

El hombre y la mujer hablaban.

—Sí, claro que te amo —decía ella—; bien sabe Dios que te amo, no te quepa la menor duda… Pero casarme… no, no puedo, no lo haré…

—Irene, siempre dices lo mismo pero nunca me das una razón. Creo que tengo derecho a saber el porqué; no temas decírmelo, soy fuerte… Dame una razón, por favor, te lo ruego…

—¿Una razón para amarte?

La mujer sonreía un tanto burlonamente, a pesar de las lágrimas que afloraban a sus ojos, a pesar de su palidez, de su expresión disgustada. Sus palabras, empero, no consiguieron hacer sonreír al hombre.

—No, para eso supongo que no hay razones, se ama o no se ama —dijo él, molesto—. Quiero que me digas por qué no deseas casarte conmigo, por qué dices que no puedes hacerlo… Estoy en mi derecho a preguntártelo… Quiero saberlo… Y te juro que lo sabré, de una u otra manera.

Se había puesto de pie y estaba frente a ella, apretados los puños con fuerza, fruncido su ceño, en una actitud que hacía evidente su enojo. Alguien que los hubiera visto a cierta distancia habría pensado que iba a estrangularla.

Ella dejó de sonreír, limitándose a mirarlo fríamente, con bastante dureza ahora; si alguien la hubiese observado a una cierta distancia habría supuesto que era un ser desprovisto de sentimientos y emociones. Pero algo hubo en su mirada que consiguió que el hombre se calmase.

—¿De veras quieres que te diga por qué? —dijo ella en un tono mecánico y frío, como si se hubiese hecho palabra su mirada.

—Hazlo, por favor, creo que no es mucho pedir…

El hombre, aparentemente, el hombre, o sea, un rey de la creación, comenzaba a ceder parte de su dominio en favor de la mujer.

—Muy bien, te lo diré sin más: es que estoy loca.

El hombre pareció sobresaltarse, dando un pasito atrás; luego, sin embargo, mostró una expresión de absoluta incredulidad, y hasta sonrió, como si las palabras de la mujer tuvieran forzosamente que hacerle gracia, que parecerle una broma ingeniosa. Mas no tuvo, de nuevo, sentido del humor, por mucho que lo necesitara en aquellos momentos. No obstante la incredulidad que denotaba su expresión, se quedó anonadado, turbado por las palabras de ella, que no parecía comprender. La verdad es que a veces resulta muy difícil aunar convicciones, emociones y capacidad de comprensión.

—Eso, que estoy loca; es lo que dirían los médicos, seguro —prosiguió la mujer—. Si supieran… Pero para mí que se trata de un caso de posesión, eso es lo que me ocurre… Siéntate y escucha pacientemente.

El hombre obedeció, sentándose de nuevo a su lado en silencio. Detrás y por encima del banco, en la región más oriental del valle, las colinas parecían inflamarse con el crepúsculo; la quietud del ambiente era la propia de los momentos inmediatamente anteriores al ocaso. Algo de aquella misteriosa y significativa solemnidad de la tarde se había impuesto al estado de ánimo del hombre. En el mundo espiritual, como en el material, hay siempre signos y presagios inequívocos de la noche.

Casi sin ver sus ojos, consciente del temor inexplicable que siempre le causaban a pesar de su felina belleza, Jenner Brading escuchó en silencio la historia narrada por Irene Marlowe… Para evitarle al lector esfuerzos, e incluso prejuicios, el autor tratará de aquí en adelante de ofrecer la historia de la manera más verosímil posible, no exenta, empero, de interpretaciones.

 

Una habitación puede ser muy pequeña para tres,
aunque uno de ellos se encuentre fuera

 

En una pequeña cabaña de troncos que tenía solo un cuarto, de dimensiones reducidas y amueblado lo justo, se hallaba una mujer acurrucada en el suelo de madera, contra una de las paredes, sosteniendo a una niña contra su pecho. La cabaña estaba en un bosque que se extendía a lo largo de muchas millas. Un bosque impenetrable. Era de noche y la habitación estaba a oscuras. Un ojo humano no hubiera podido contemplar ni a la mujer ni a la niña. Pero eran observadas de cerca, persistentemente, sin que decayera la atención de aquella mirada. Sobre este hecho concreto gira la narración.

Charles Marlowe pertenecía a la estirpe, ya extinguida en nuestro país, de los pioneros del bosque, esos hombres que encontraban el ambiente ideal para vivir en soledades que podemos llamar selváticas más que boscosas, o lo que es igual, en las tierras que se extienden a lo largo de las colinas al este del Valle del Mississippi, desde los Grandes Lagos hasta el Golfo de México. Durante más de cien años aquellos hombres fueron acercándose lenta pero tenazmente al oeste, en un avance imparable, generación tras generación, con sus rifles, sus machetes y sus hachas, reclamando la rendición de la Naturaleza y de sus criaturas salvajes, y trabajando tierras en las que poder hundir el arado para hacerlas más feraces. Tierras conquistadas, tierras cultivadas, de las que con el paso de los años sacarían buen provecho sus sucesores, quizá no tan valientes pero sí más ahorrativos. Salieron al fin a campo abierto aquellos hombres, una vez consumada su conquista, y desaparecieron como si se esfumaran, o como si se hubiesen precipitado desde lo más alto de un barranco.

Ya no existe la figura del pionero de los bosques; el pionero de las llanuras —aquel cuya fácil tarea consistió en someter a la civilización las dos terceras partes del país en el transcurso de una generación— es distinto… Y probablemente inferior en sus cualidades.

Con Charles Marlowe compartían los peligros del bosque —o acaso habría que hablar de los peligros de la selva— su mujer y su pequeña hija, a las que amaba por encima de cualquier cosa, como todos los de su raza, para los que las virtudes domésticas eran una especie de religión. La mujer era atractiva y lo suficientemente joven como para serlo; llevaba tan poco tiempo en aquella soledad del bosque que aún se mostraba contenta. Encontraba provisiones abundantes para cumplir adecuadamente sus tareas domésticas y era feliz atendiendo a su hijita y a su marido, y leyendo a ratos perdidos en sus pocos y sencillos libros.

Una mañana de verano Marlowe descolgó su rifle de la percha de madera en la que lo tenía y dijo que se iba de caza.

—Hay carne suficiente, no hace falta que vayas a cazar —le dijo su esposa—. No salgas, por favor; anoche soñé algo terrible… No puedo recordarlo bien, pero estoy segura de que pasará algo malo si te vas…

Resulta doloroso tener que decir que Marlowe recibió aquella confesión de su esposa con menos seriedad de la que cabía esperar ante el anuncio de algo realmente calamitoso. Se echó a reír con ganas.

—Intenta recordar tu sueño —dijo a su esposa—. No habrás soñado que la niña se quedaba muda, ¿verdad?

Decir aquello se lo sugirió precisamente su hijita, que colgada de su chaqueta parecía expresar sus opiniones al respecto diciendo alegremente gu-gu mientras trataba de echar mano al gorro de piel de coatí que llevaba su padre.

La mujer se rindió: carecía del sentido del humor suficiente como para dar réplica al marido. Dio Marlowe un beso a la mujer y otro a su hijita, y dejó la cabaña, abandonando el hogar y la felicidad del mismo.

Cayó la noche y no había regresado. La mujer preparó la cena y esperó. Transcurrió largo rato sin que apareciese Marlowe y acostó a la niña, arrullándola con una canción muy dulce hasta que se quedó dormida. El fuego del hogar, en el que había hecho la cena, se extinguió al fin; no había en toda la casa, por ello, más luz que la que daba una vela, que puso en la ventana abierta con la esperanza de que fuese el faro que guiara el camino de regreso a casa de su esposo. Había tenido la buena esposa la precaución de cerrar y trancar bien la puerta, por el temor de que entrase en la casa alguna bestia salvaje del bosque. En realidad no tenía idea de cuáles eran las costumbres de los animales salvajes, pero creía que ninguno se atrevería a entrar por una ventana en la que había una vela encendida. Algo de eso había oído decir.

Según corría la noche aumentaba su inquietud. Y al cabo aumentó también su cansancio, quedándose al fin dormida, con los brazos y la cabeza sobre la pequeña cama de la hija. Ardió la vela de la ventana hasta extinguirse. La mujer soñaba.

Soñó que estaba sentada junto a la cuna de un segundo hijo, un varón, y que la niña había muerto. Y que su marido también estaba muerto. No se hallaba en la cabaña del bosque, sino en una casa que le resultaba por completo desconocida. Una casa con puertas de roble grandes y muy pesadas que siempre estaban cerradas, y fuera de las ventanas, sujetos a las gruesas paredes de piedra, había barrotes de hierro, una precaución necesaria contra el posible asalto de los indios.

Todo aquello le producía una gran pena, aunque no sorpresa; una emoción, la de la sorpresa, que jamás se da en los sueños. No podía ver a la criatura que estaba en su cuna, bajo la manta. Pero algo la obligó a descubrirla, y cuando lo hizo vio, en vez de la cabeza de su hijo vio la de un animal salvaje. El sobresalto producido por aquel descubrimiento hizo que la mujer despertase de golpe de su sueño, temblorosa, angustiada.

Mientras recobraba el sentido de las cosas e identificaba de nuevo la cabaña como la suya, palpó a su hijita, aquella criatura que no era un sueño sino real, para asegurarse así, escuchando atentamente su respiración, de que nada malo le ocurría. No pudo evitar rozarle ligeramente la carita. Luego, movida por algún impulso que no hubiera podido explicarse, se puso de pie y tomó a la niña en sus brazos, apretándola contra su pecho con una gran ternura. La cabecera de la cama se apoyaba contra la pared de troncos, a la que daba la espalda la mujer. Y al levantar los ojos vio dos botones que iluminaban la oscuridad como dos estrellas brillantes, con un resplandor verde sobre un fondo rojizo. Pensó que serían dos brasas del fuego, mas gracias a su sentido de la orientación adivinó de inmediato, con gran miedo, que el hogar no estaba en la dirección de aquellos dos botones luminosos que se veían casi a la misma altura de sus ojos. Eran los ojos de una pantera.

La bestia temible estaba en la ventana abierta, a menos de cinco pasos de donde se encontraba la madre. Solo se le veían sus ojos terribles, pero en el horrible tumulto de sus sentidos, a medida que la situación de peligro se hacía más evidente para la mujer, supo ésta que la fiera estaba sobre sus patas traseras y se apoyaba con sus garras delanteras en el alféizar de la ventana. Eso suponía, desde luego, un interés perverso de la bestia por lo que ocurría en la casa, no la mera satisfacción de una curiosidad indolente. Aquello supuso para la mujer un horror que acentuaba la amenaza de los ojos de la pantera, unos ojos en los que el fuego de su fortaleza y coraje de mujer entusiasta desaparecían. Bajo aquella silenciosa interrogación de la mirada de la fiera, la madre se descompuso estremecida. Se le aflojaron las rodillas, y tratando de evitar un movimiento convulso que alentara el ataque de la pantera, tomó a la niña en brazos y se acurrucó contra la pared, mientras trataba de hurtar su cuerpecito a los ojos pérfidos que no dejaban de mirarla. Ningún recuerdo de su marido le llegó durante aquella agonía espantosa; ninguna esperanza de que alguien o algo la rescatase de su destino fatal. Su capacidad de raciocinio y hasta su capacidad de sentir se habían debilitado a tal punto que solo cabía en ella el terror paralizante, el abandono ante el salto inminente del animal. Ya inmóvil y en absoluto silencio aguardó su destino. Los segundos se le hacían horas, años, siglos; los diabólicos ojos de la pantera mantenía su acecho.

Marlowe regresó muy tarde a la cabaña, cargando un pesado ciervo sobre sus hombros. Trató de abrir la puerta, que no cedió. Llamó para que su esposa le abriese, sin obtener respuesta. Dejó el ciervo en el suelo y se dirigió a la ventana. Al doblar la esquina de la casa creyó oír un sonido como de leves pisadas y el susurro de la maleza cercana. Pero ni siquiera sus oídos, acostumbrados a la selva y a la oscuridad, pudieron decirle de qué se trataba. Al llegar a la ventana y comprobar que estaba abierta, pasó una pierna por el alféizar y entró. Todo estaba oscuro y en silencio. Fue a tientas hasta el hogar, prendió un fósforo y encendió una vela. Miró en derredor suyo con la vela en la mano. Contra la pared, con gesto ido, con expresión de terror, su mujer apretaba a la hijita contra su pecho. Corrió hacia ella, que al ver a su marido se puso de pie prorrumpiendo en una risa desencajada, desprovista por completo de alegría; una risa que sonaba como las cadenas cuando alguien las arrastra por el suelo. El hombre extendió sus brazos y ella le puso en ellos a la criatura. Había muerto asfixiada por el abrazo de la madre.

Teoría de la defensa

Eso fue cuanto sucedió en el bosque, cierta noche, pero Irene Marlowe no se lo contó todo a Jenner Brading; la verdad es que tampoco ella lo sabía todo… Cuando hubo concluido su relato el sol se encontraba casi bajo el horizonte y el largo crepúsculo estival empezaba a sumergirse en las profundidades de los valles. Brading, por unos momentos, se quedó en silencio, esperando que la narración de la mujer prosiguiera hasta dar sentido a la conversación que la había suscitado. Mas la narradora también permanecía en silencio, con el rostro apartado ahora de la mirada del hombre, abriendo y cerrando sus manos de continuo sobre su regazo, como si actuaran independientemente, al margen de su voluntad.

—Es una historia terrible —dijo Brading al fin—, pero no sé qué tiene que ver… Llamas a Charles Marlowe tu padre, cosa que sabe todo el mundo; que está más viejo de lo que en realidad es, también lo puede comprobar cualquiera… Pero dijiste que tú, tú…

—Que estoy loca —dijo la mujer impávida, sin hacer el menor movimiento al decirlo.

—Irene, por favor, querida… Mírame… Dices que la niña estaba muerta, no comprendo… ¿Y lo de tu locura?

—La niña murió… Yo soy su hermana, la segunda hija de mis padres. Mi madre estaba embarazada entonces, nací tres meses después de aquella espantosa noche… Mi madre entregó piadosamente su vida al darme la mía.

Brading se quedó otra vez en silencio. Parecía aturdido, no sabía qué decir. La mujer seguía sin mirarle. Confundido, fue a tomar las manos de ella entre las suyas; las manos de la mujer seguían abriéndose y cerrándose mecánicamente, cada vez con mayor rapidez y violencia. Algo —no hubiera podido decir qué— lo detuvo. Vagamente recordó entonces que ella nunca había querido que él le tomara las manos.

—¿Te parece posible que una persona nacida en tales circunstancias sea normal? —le preguntó ella—. ¿Crees que alguien que haya nacido como yo puede estar cuerdo?

Brading no respondió. Estaba preocupado por una idea que tomaba cuerpo en su mente: lo que un hombre de ciencia llamaría una hipótesis y para un detective sería una teoría. Algo que podría arrojar luz sobre el asunto de la cordura o no de su amada, pero una luz terrible.

La región era aún casi virgen y estaba escasamente poblada. El cazador era un personaje familiar; entre sus trofeos se contaban, como es lógico, cabezas y pieles de las fieras de mayor tamaño que conseguía abatir. Aún corrían de boca en boca historias que hablaban de encuentros nocturnos con animales salvajes en los caminos más solitarios y angostos del bosque. Historias que pasaban por las habituales etapas de mayor interés, para seguir otras etapas de progresiva decadencia y sepultarse definitivamente en el olvido. Una historia reciente que añadir a las más populares e incluso a las apócrifas aún vigentes; una historia originada, al parecer, por generación espontánea y al mismo tiempo en varios hogares, hablaba de una pantera que había aterrorizado a los miembros de varias familias observando por las ventanas el interior de sus casas por la noche. El cuento había causado un impacto estremecedor en no pocas comunidades de la región, y hasta había obtenido los honores de aparecer como un relato en el periódico local. Pero Brading no le había prestado mayor atención, leyéndolo superficialmente; en realidad no prestaba mayor atención a los periódicos. Su semejanza con la historia que acababa de escuchar de labios de su amada le pareció ahora, sin embargo, algo más que una simple coincidencia. ¿Y si una historia real hubiese sugerido aquella que tenía toda la pinta de ser ficticia? ¿Y si una trágica historia real hubiese inspirado a la imaginación morbosa de un escritor aquello que había leído sin darle mayor importancia entonces?

Brading recordó algunas circunstancias del pasado de la muchacha, y de ciertas actitudes suyas que hasta entonces, con la falta de curiosidad crítica del amor, no había tenido en cuenta: su vida solitaria con el padre, el viejo o avejentado Marlowe, en cuya casa nadie parecía ser bien recibido, de tan hosco como se mostraba el viejo; el extraño temor que invadía a la mujer cuando comenzaba a anochecer, lo que hacía que rara vez aceptase salir de su casa cuando ya se había puesto el sol… A buen seguro, la imaginación, una vez desatada, podría arder de manera incontrolable en una mente como la de Brading, hasta invadir, hasta consumir febrilmente todo su ser. Ya no dudaba de que Irene estuviese loca, por mucho que esa convicción le produjera el más agudo dolor; simplemente, había confundido un efecto de su enfermedad mental con la causa de la misma, relacionando en su imaginación desbordada, con la personalidad de la mujer, las vaguedades fantásticas de los hacedores locales de mitos. Así, con la no del todo explícita intención de probar una nueva teoría, y sin una noción clara de cómo hacerlo, dijo sin vacilar, gravemente:

—Irene, amor mío, dime una cosa, aunque te ruego que no te enfades…

—Ya te he dicho —lo interrumpió ella con firmeza, con una pasión que él no le conocía— que no podemos casarnos… ¿Qué más quieres que te diga? ¿Por qué insistes?

Antes de que pudiera evitarlo, se había levantado ella para alejarse entre los árboles sin decir una palabra más, hacia la casa de su padre. Brading se incorporó con la intención de retenerla a su lado, pero hubo de conformarse con verla irse hasta que desapareció en la oscuridad. Y repentinamente se estremeció como si acabara de golpearlo una bala; adquirió su rostro entonces una expresión de asombro y alarma. En una de las negras sombras en la que ella había desaparecido, advirtió un rápido relámpago, el de unos ojos encendidos. Durante unos instantes se sintió mareado e indeciso; luego se lanzó tras ella, adentrándose en el bosque.

—¡Irene! ¡Irene! —gritaba—, ¡Cuidado, Irene! ¡Hay una pantera!

Llegó corriendo a un pequeño claro justo para ver cómo el vestido de la mujer entraba en la puerta de la casa de su padre. No vio a la pantera que temía ver.

Apelar a la comprensión divina

Jenner Brading, abogado, vivía en una casita al borde del pueblo. Inmediatamente detrás de ella estaba el bosque. Inmediatamente detrás de la casa, el bosque y solo el bosque… Por ser soltero, y estar por ello sujeto a esa especie de código draconiano —código moral de aquel tiempo y de aquellos lugares—, según el cual le estaban negados los servicios de una criada, comía en la fonda del pueblo, donde también tenía su despacho. La casita junto al bosque no era más que una vivienda mantenida a bajo coste como prueba de su prosperidad, como prueba de que era un hombre respetable. No era conveniente que un hombre al que el periódico local llamaba con orgullo indisimulado «el mejor jurista de nuestra época» no tuviese un hogar propio, aunque sospechara él, con más que fundadas razones, que los términos hogar y casa no son necesariamente sinónimos. Por el contrario, su convicción acerca de ello y su voluntad de armonizar dichos términos eran cosas lógicamente inferibles, ya que poco después de construir la casita su propietario había hecho un intento vano de contraer matrimonio; en realidad había sido rechazado por la hermosa pero excéntrica hija del viejo Marlowe, como todo el mundo sabía. El mismo se lo había contado así a quienes querían escucharle; ella, por el contrario, jamás se dignó contestar las preguntas que, más o menos tímidamente, se le hicieron al respecto.

El dormitorio de Brading daba a la parte trasera de la casa, con una única ventana que se asomaba al bosque profundo. Una noche lo despertó un ruido en la ventana. Un ruido que no supo identificar pero que le causó el suficiente temor como para sentarse en la cama y empuñar el revólver que tenía bajo la almohada, precaución que debe observar todo aquel que viva en el bosque, en una planta baja, y duerma solo. La habitación estaba en la más completa oscuridad, pero supo hacia dónde dirigir sus miradas expectantes, tratando de dominar su terror, a la espera de otro ruido acaso parecido. Tan abiertos tenía los ojos que muy pronto pudo discernir la ventana, un cuadrado más claro que el resto de la habitación. Poco después aparecieron en el borde inferior de aquel cuadrado dos ojos resplandecientes que ardían con un brillo maligno, inefablemente demoníaco. El corazón de Brading pegó un vuelco y pareció detenerse. Un escalofrío le recorrió la espina dorsal y erizó sus cabellos mientras notaba cómo la sangre abandonaba de golpe sus mejillas. No hubiera podido gritar, aunque en su grito le fuese la vida. Pero como es cierto que se trataba de un hombre valiente y capaz de sobreponerse a cualquier impresión angustiosa, tampoco era de los que gritan a las primeras de cambio. Su cuerpo, como acobardado, como vencido por el pánico, más bien, podía echarse a temblar, pero su espíritu era de un barro más noble, por así decirlo… Los ojos malignos se elevaron lentamente con un movimiento firme de aproximación; mas al tiempo, también lentamente, se elevaba la mano derecha de Brading empuñando el revólver. Y apretó el gatillo.

Cegado por el fogonazo del tiro y aturdido por la detonación, Brading no dejó de oír, sin embargo, o acaso pensaba que oía, el agudo y salvaje chillido de la pantera herida, tan humano en su timbre, tan diabólico en cuanto sugería… Saltó rápidamente de la cama, se vistió aprisa, y siempre empuñando con fe su revólver se lanzó hacia la puerta… Vio venir entonces a tres hombres que corrían por el sendero que desembocaba en su casa alertados por el tiro. Una breve explicación de Brading fue el preámbulo de una minuciosa inspección de la casa y sus alrededores. La hierba estaba húmeda de rocío; bajo la ventana nacía una huella sinuosa que se prolongaba hasta desaparecer entre los arbustos. Uno de los hombres tropezó y cayó sobre sus manos; al levantarse se las frotó; le resbalaban; se las miró a la luz del candil y vio que estaban rojas de sangre. Una sangre que no era suya.

Temían, claro está, encontrarse inopinadamente con una pantera herida, algo que temen sobremanera los cazadores, por lo que no fueron más allá… Salvo Brading, que con luz en una mano y el revólver en la otra se adentró valientemente en el bosque. Pasó a través de una maleza enmarañada hasta llegar a un breve claro, donde su valentía halló el merecido premio: el cuerpo de la víctima de su certero disparo. No era una pantera, sin embargo. Hasta donde se sabe a día de hoy, bajo una lápida del cementerio del pueblo, parcialmente resquebrajada, yace la hija del viejo Marlowe, el cual acude allí a orar a diario. Que haya paz para su alma y la de su infeliz y extraña criatura. Paz y alguna comprensión del cielo.

*FIN*


“The Eyes of the Panther”,
The San Francisco Examiner, 1897


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