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Los pecados del príncipe Saradine

[Cuento - Texto completo.]

G.K. Chesterton

Cuando Flambeau cerró su oficina de Westminster para disfrutar de su mes de vacaciones, decidió pasárselo a bordo de un bote de vela tan pequeño, que casi siempre lo manejaba a remo. Además, Flambeau navegaba por los ríos de las provincias orientales, ríos tan pequeños, que el bote parecía una embarcación mágica que flotara sobre la misma tierra, sobre las vegas y las mieses. El barco tenia sitio para dos pasajeros y capacidad estricta para las cosas más necesarias; Flambeau, pues, lo había llenado con todas las cosas que, según su filosofía eran indispensables. Reducíanse estas, al parecer, a cuatro capítulos esenciales: latas de salmón, para alimentarse; revólveres cargados, para caso de guerra; una botella de brandy, sin duda por si desmayaba, y un sacerdote, tal vez para caso de muerte. Y con este ligero equipaje empezó a recorrer los serpenteantes y pequeños ríos de Norfolk, tratando seguramente de llegar a las anchuras de los Broads, pero divirtiéndose de paso con los jardines y vegas, las mansiones y aldeas, que se reflejaban en el agua; deteniéndose a pescar en los tanques y recodos, y acariciando la playa en cierto modo.

Flambeau, como verdadero filósofo, no tenía ningún propósito para sus vacaciones; pero tenía, como verdadero filósofo, un pretexto. O más bien, tenía un semipropósito, y lo tomaba lo bastante en serio para que su éxito —si lo lograba fuera la corona de sus vacaciones, y lo bastante en broma para que su fracaso —si tal acaecía— no echara a perder las vacaciones.

Hacía algunos años, cuando fue el Rey de los Ladrones y la figura más notable de París, solía recibir extraños mensajes de aprobación, denuncias y hasta declaraciones de amor, pero uno de estos mensajes, entre todos, sobrevivía en su memoria. No era más que una tarjeta de visita, metida en un sobre que llevaba el sello de Correos de Inglaterra. En el dorso de la tarjeta, escrito en francés y con tinta verde, se leía:

«Si alguna vez se retira usted y se vuelve persona honrada, venga usted a verme. Tengo deseos de conocer a usted, porque he conocido a todos los grandes hombres de mi época. Esta jugada de usted de coger a un detective para arrestar por medio de él a los demás, es la escena más espléndida de la historia francesa». Y en el anverso de la tarjeta, con elegantes caracteres grabados, aparecía este nombre: «Príncipe Saradine, Casa Roja, Isla Roja, Norfolk».

Flambeau no había vuelto a acordarse del príncipe, y solo sabía que, en su tiempo, aquel hombre llegó a ser la actualidad mundana más brillante de toda la Italia meridional. Según aseguraban, en su juventud se había fugado con una mujer casada, de su mismo mundo, y aunque, en tal ambiente, semejante aventura no tenía nada de inusitado, produjo una gran impresión por la tragedia a que dio lugar: el suicidio del marido injuriado, que, según parece, se arrojó por un precipicio de Sicilia. El príncipe se fue entonces a vivir a Viena por algún tiempo, pero se aseguraba que después se pasó la vida en continuos y agitados viajes. Y cuando también Flambeau, al igual del príncipe, huyó de la celebridad europea y se estableció en Inglaterra, se le ocurrió hacer una visita de sorpresa al ilustre desterrado de los Broads de Norfolk. Cierto que no estaba seguro de dar con el sitio, harto insignificante y pequeño. Pero a la postre lo descubrió, y mucho antes de lo que se figuraba.

Una tarde amarraron el barco a una ribera llena de matojos y árboles podados. Tras las fatigas del mucho bogar, el sueño se apoderó de ellos muy temprano y, por lo mismo, despertaron al otro día antes de amanecer. Sobre ellos, sobre el bosque de arbustos, paseaba una ancha luna de limón, y el cielo tenía un vivo tinte violeta, nocturno, pero luminoso. Ambos se acordaron de su infancia, de aquella era fantástica y misteriosa en que los montones de hierba se nos figuran bosques profundos. Al destacarse sobre el disco de la luna, las margaritas silvestres parecían margaritas gigantes, y los amargones, amargones gigantes. Y ambos, contemplando esto, recordaban las cenefas del papel que tapizaba los muros del aposento infantil. La profundidad del lecho del río los hundía lo bastante entre las raíces de los arbustos y plantas para que la hierba les resultara muy alta.

—¡Por Júpiter! —exclamó Flambeau—. Esto parece un cuento de hadas.

El padre Brown se sentó en el bote con un movimiento brusco y se santiguó. Tan brusco fue el movimiento, que su amigo le preguntó qué le sucedía.

—Los que escribieron las baladas medievales —contestó el sacerdote— entendían de cuentos de hadas más que usted. Según ellos, en el país de las hadas no siempre suceden cosas agradables.

—¡Ganas de hablar! —dijo Flambeau—. Bajo esta luna inocente solo cosas encantadoras pueden suceder. Estoy por seguir adelante ahora mismo, para ver qué pasa. Ni en vida ni en muerte hemos de volver a disfrutar de otra ocasión y otra luna semejantes.

—Muy bien —dijo el padre Brown—. Yo no he dicho que sea necesariamente malo penetrar en el país de las hadas; lo único que afirmo es que siempre hay peligro en ello.

Empujaron la barca lentamente sobre el río lleno de fulgores. El violeta luminoso del cielo y el oro pálido de la luna fueron desvaneciéndose, hasta decaer en ese cosmos vasto, difuso, que precede a los colores del alma. Había ya bastante luz, todos los objetos eran visibles, cuando divisaron los techos en declive y los puentes de aquella aldehuela ribereña. Las casas, con sus tejados largos, bajos, pendientes, parecían bajar a abrevarse al río, como un inmenso ganado pardo y rojo. La aurora, cada vez más blanca y radiante, había empezado ya a difundir la luz del día, antes de que los dos amigos vieran un alma viviente por los embarcaderos y puentes de la aldea. De pronto descubrieron a un hombre de aspecto muy plácido y próspero, en mangas de camisa, cara tan redonda como la luna que acababa de desaparecer, y cruzada por las rayas rojas de las patillas, que estaba apoyado en un poste, contemplando la perezosa marea. Por inexplicable impulso, Flambeau se puso de pie haciendo mecer el bote, y le gritó al hombre que si sabía dónde estaba la Isla Roja o la Casa Roja. La sonrisa de satisfacción del hombre se hizo un poco más expresiva, y por respuesta señaló simplemente el próximo recodo del río. Flambeau, sin hablar, siguió remando.

El bote tuvo que pasar aún por muchos rincones llenos de verdura y cruzar muchos silenciosos tramos del río; pero antes de que la pesquisa se pusiera monótona, doblaron un recodo en ángulo agudo y entraron en un remanso o lago, cuyo solo aspecto instintivamente les atrajo. En mitad de las espaciosas aguas, rodeado de juncos, aparecía un islote bajo, alargado, sobre el cual se veía una casa también baja y alargada, construida al modo de las chozas indias, de bambú o alguna otra caña correosa de los trópicos. El bambú de los muros era de color amarillo pálido, y el de los techos inclinados era de un rojo café oscuro. La casa daba una impresión de uniformidad, de monotonía. La brisa matinal hacía cantar los cañaverales en torno a la isla, zumbando por las costillas de la casa como en una gigantesca flauta de Pan.

—¡Por san Jorge! —exclamó Flambeau—. Éste es el sitio que buscamos. Ésta, y no otra, es la Isla Roja, y ésa tiene que ser la Casa Roja. Ese hombre gordo y patilludo ha de haber sido el hada bienhechora de los cuentos.

—Bien puede ser —observó el padre Brown imparcialmente—. Ojalá que no resulte un hada maléfica.

Pero ya el impetuoso Flambeau metía el bote por entre las cañas susurrantes, y pronto estaban los dos sobre aquella isla tan curiosa y tan larga, junto a aquella casa tan singular y tan sola.

El fondo de la casa daba al río, sobre el único desembarcadero posible; la entrada principal daba al otro lado, sobre el jardín de la isleta. Los visitantes se adelantaron por una vereda que casi recorría tres lados de la casa, al amparo de los bajos aleros. Y a través de tres distintas ventanas que daban a tres muros distintos, vieron desde fuera la misma sala larga, clara, revestida de madera ligera, con muchos espejos, y dispuesta como para un almuerzo elegante. La puerta principal, cuando al fin llegaron a ella, les pareció adornada con dos tiestos de flores de color azul turquesa. Acudió a abrir un mayordomo del tipo más seco, largo, flaco, entrecano, indiferente, quien dijo que el príncipe Saradine no estaba en casa, pero era esperado de un momento a otro, por lo cual la casa estaba preparada para recibirle a él y a sus huéspedes. Al ver la tarjeta escrita con tinta verde, hubo un aleteo de vida en la cara apergaminada del exangüe servidor, y con cierta cortesía indecisa manifestó que los forasteros podían esperar en la casa.

—Su Alteza estará aquí de un momento a otro —dijo—, y sentiría mucho no haber podido ver a un caballero a quien ha invitado. Tenemos orden de preparar siempre algunos fiambres para él y para sus amigos y estoy seguro de interpretar sus deseos invitando a los señores.

Incitado por la curiosidad de esta pequeña aventura; Flambeau aceptó muy agradecido, y siguió al anciano, que los introdujo con toda ceremonia en el salón artesonado. Allí lo único notable que había era la extraordinaria variedad de ventanas bajas con multitud de espejos bajos y oblongos, todo lo cual daba al sitio un aspecto singular de inconsistencia y ligereza. Almorzar allí era como almorzar al aire libre. Por los rincones había algunos cuadros, figurando todos escenas tranquilas. Uno de ellos era la fotografía de un joven uniformado y otro era un pastel rojo que representaba dos niños de cabellos largos. Flambeau preguntó si el joven militar era el príncipe, y el criado dijo al instante que no, que aquel era el hermano menor de Su Alteza, el capitán Stephen Saradine. Y, tras de haberse dignado decir esto, el anciano pareció perder todo gusto por la conversación y quedarse muy mudo y seco.

Después del lunch, que acabó con exquisito café y licores, los huéspedes fueron conducidos al jardín y a la biblioteca, y fueron presentados al ama de llaves: una hermosa señora vestida de negro, no poco majestuosa, que tenía el aire de una madona plutónica. Resultó que ella y el mayordomo era la único que quedaba del antiguo ménage extranjero del príncipe, y que el resto de la servidumbre era gente nueva, contratada por el ama en Norfolk. El ama respondía al nombre de Mrs. Anthony, pero hablaba con un ligero dejo italiano, y Flambeau no dudó un instante de que «Anthony» era una versión, para uso, en Norfolk, de algún otro nombre más latino. Mr. Paul, el mayordomo, también tenía un leve acento extranjero, pero hablaba y se portaba muy a la inglesa, como la mayoría de los criados bien educados de la nobleza cosmopolita.

Con ser lindo y original, aquel lugar tenía cierta extraña tristeza luminosa. Las horas allí parecían días. Las salas largas y llenas de ventanas eran muy claras, pero su luz parecía luz muerta. Y por entre todos los rumores accidentales —el murmullo de la charla, el tintineo del vidrio, el paso de los criados— podía oírse incesantemente el melancólico susurro del río.

—Hemos dado un mal paso, y hemos llegado a mal sitio —dijo el padre Brown, contemplando desde una ventana las juncias verdes y grisáceas y la corriente de plata—. Pero no importa: a veces hace uno bien con el simple hecho de ser la única persona buena en un mal sitio.

Aunque el padre Brown era de suyo silencioso, era también un hombrecillo de lo más simpático y, en aquellas pocas horas inacabables, logró, inconscientemente, penetrar en los secretos de la Casa Roja mucho más que su amigo el profesional. Poseía esa treta del silencio amistoso que es tan indispensable para provocar que le cuenten a uno las cosas; y, con hablar apenas una palabra, obtenía de los recién conocidos cuanto era posible obtener de ellos en cualesquiera otras circunstancias. Cierto que el mayordomo era de natural poco comunicativo. Se adivinaba en él un afecto obstinado y casi animal hacia su amo. Su amo, decía él, había tenido que sufrir muchas injusticias. Y el que más le había hecho sufrir era, según parece, el hermano de Su Alteza, cuyo solo nombre le alargaba al viejo la cara y le hacía arrugar la nariz de loro, con desprecio. Por lo visto, el capitán Esteban era una mala cabeza; y le había sacado a su benévolo hermano cientos y miles, obligándole a abandonar la vida elegante y a refugiarse tranquilamente en aquel retiro. Esto era todo lo que Paul, el mayordomo, podía decir, y Paul era, evidentemente, un testigo parcial.

El ama italiana era algo más comunicativa, acaso —pensó Brown— porque estaba menos contenta con su estado. El tono con que hablaba del amo era un si es o no es ácido, aunque no desprovisto de temor. Flambeau y su amigo estaban en el salón de los espejos examinando el pastel de los dos niños, cuando el ama entró, presurosa y callada, a cumplir alguna tarea doméstica. Una peculiaridad de aquel salón deslumbrante y revestido de espejos era que, cualquiera que entrara, se reflejaba en cuatro o cinco lunas a la vez. El padre Brown, sin volver el rostro, se interrumpió en mitad de una frase de crítica sobre la familia. Pero Flambeau, que tenía la cara pegada al cuadro, continuó en voz alta:

—Supongo que son los hermanos Saradine. Ambos parecen muy inocentes. Difícil sería saber cuál de los dos es el buen hermano y cuál es el malo.

Después, percatándose de la presencia de la señora, compuso lo dicho con alguna trivialidad, y salió al jardín. Pero el padre Brown siguió contemplando el rojo boceto; y Mrs. Anthony se quedó, a su vez, contemplando atentamente al padre Brown.

Tenía unas cejas negras, espesas y trágicas. Su cara, aceitunada, revelaba una oscura expresión de asombro, como el que duda sobre los propósitos o la identidad del huésped forastero. Sea que el traje y el credo del sacerdote despertara en ella recuerdos meridionales del confesionario, o sea que se figuraba que el sacerdote estaba más al tanto de lo que aparentaba sobre las interioridades de aquella casa, el caso es que se dirigió a él en voz baja, como a un cómplice, y le dijo:

—No le falta razón a su amigo. Dice que sería difícil distinguir al buen hermano del malo. Y, en efecto, muy difícil, muy difícil sería saber cuál es el bueno.

—No la entiendo a usted —dijo el padre Brown dando unos pasos para salir del salón.

La mujer se acercó a él con unas cejas tremendas y una como decisión salvaje, a la manera de un toro que baja la cornamenta.

—Es que ninguno es bueno —dijo con un cuchicheo silbante—. Porque si hay maldad en aquel modo que el capitán tenía de gastar el dinero, no creo que hubiera mucha bondad en las razones que movían al príncipe a proporcionar cuanto el otro le pedía. No solo el capitán merece reproches.

En la cara del clérigo, que estaba vuelto a otra parte, hubo un fulgor de interés, y su boca, en silencio, formuló la palabra chantaje. Pero en este instante volvió el rostro —un rostro lívido, abierto sin ruido— y en el umbral aparecía, como un duende, el pálido Paul. Y el juego fantástico de reflejos hizo aparecer cinco Pauls por cinco puertas al mismo tiempo.

—Su Alteza —anunció— acaba de llegar.

Al mismo tiempo, el bulto de un hombre pasó por la primera ventana como por un escenario iluminado. Un instante después pasó por la segunda ventana, y la multitud de espejos reflejó en imágenes sucesivas el mismo perfil aguileño y la figura en marcha. Era un hombre erguido y alerta, pero con el pelo enteramente blanco y un extraño tinte amarillo marfil. Tenía esa nariz romana, corta y corva, que generalmente va acompañada de unas mejillas enjutas y una barba alargada, aunque todo ello quedaba enmascarado, en parte, por el bigote y la perilla. El bigote era más oscuro que la barba, lo cual producía un efecto ligeramente teatral; y también su traje tenía algo de sainete, porque llevaba un sombrero de copa blanco, una orquídea en la solapa, un chaleco amarillo y unos amarillos guantes que sacudía y hacía sonar a su paso. Cuando llegó a la puerta principal, oyeron que el rígido Paul salía a abrirle, y que el recién venido decía alegremente:

—Bueno, ya ves: aquí me tienes.

El rígido Mr. Paul hizo una reverencia y contestó algo con aquella su imperceptible voz. No se pudo oír lo que hablaron durante unos minutos. Después el mayordomo afirmó:

—Todo está dispuesto.

Y el príncipe, siempre sacudiendo los guantes, entró alegremente en el salón para dar la bienvenida a sus huéspedes. Y éstos presenciaron una vez más aquella escena espectral: cinco príncipes que entraban en el salón por cinco puertas.

El príncipe puso su sombrero blanco y sus guantes amarillos sobre la mesa y alargó la mano cordialmente:

—Encantado de verle a usted por aquí, Mr. Flambeau. Le conocía yo a usted mucho por la fama, si es que esta observación no es indiscreta.

—No, para nada —dijo Flambeau riendo—. Yo no soy hombre puntilloso. Amén de que muy pocas reputaciones se logran a costa de la virtud inmaculada.

El príncipe le disparó una mirada, preguntándose si en aquella respuesta habría intención. Después rió también y ofreció sillas a todo el mundo, incluso a sí mismo.

—Creo que éste es un sitio agradable —dijo con aire desenvuelto—. No hay mucho en que divertirse, pero la pesca es de lo mejor.

El sacerdote, que había estado observándole con la gravedad propia de un bebé, empezó a sentir que se apoderaba de él una idea indefinible. Miraba aquellos cabellos grises cuidadosamente rizados, aquella cara amarillenta, aquella figura sutil y un tanto afectada. Nada de esto era extraordinario, aunque todo ello algo acentuado, algo prononcé, como de personaje que se prepara a salir a las candilejas. Pero la mayor curiosidad de aquel hombre estaba en otra cosa: estaba en el armazón mismo de su cara. Brown se sentía atormentado por un vago recuerdo, y le parecía haberle visto ya en otra parte. Aquel hombre se le figuraba un antiguo amigo disfrazado. Pero de pronto, pensando en los espejos, se dijo que quizá todo ello era efecto psicológico de la multiplicación de las máscaras humanas.

El príncipe Saradine distribuía sus atenciones entre ambos huéspedes con la mayor alegría y tacto. El detective le resultó aficionado a los deportes y dispuesto a emplear bien sus vacaciones, y el príncipe le condujo, con su bote y todo, al mejor sitio para la pesca, y en veinte minutos estuvo de regreso, con ayuda de su propia canoa, para reunirse al padre Brown en la biblioteca, y sumergirse, con una cortesía ecuánime y perfecta, en el filosófico divertimiento del sacerdote. Parecía entender tanto de pesca como de lectura, aunque en cuanto a libros no conocía cosas muy edificantes. Hablaba cinco o seis lenguas diferentes; o, mejor dicho, hablaba el dialecto popular de todas ellas. Era evidente que había vivido en muchas ciudades y en sociedades muy mezcladas, porque sus más divertidas historias se referían a los infiernos del juego y a los antros del opio, a los campesinos de Australia o a los bandidos italianos. El padre Brown sabía ya que en el otro tiempo célebre Saradine se había pasado los últimos años viajando, pero no tenía idea de que esos viajes hubieran sido tan inconvenientes o, por lo menos, tan divertidos.

Porque, en efecto, el príncipe Saradine, con toda su dignidad de hombre de mundo, irradiaba hacia sus observadores, y especialmente si eran tan sensibles como el sacerdote, una atmósfera de inquietud y hasta de algo sospechoso. Su cara era pulcra, pero su mirada era salvaje; padecía ciertos tics nerviosos, como de hombre aficionado a la bebida o las drogas, y ni tenía ni se preciaba de tener la mano sobre el timón de los asuntos domésticos. Éstos quedaban confiados a los dos antiguos servidores, y sobre todo al mayordomo, que era sencillamente la columna central de la casa. Mr. Paul, en efecto, era, más que un mayordomo, un senescal o chambelán; comía aparte, pero casi con tanta pompa como el amo; era temido de los criados, y consultaba todo con el Príncipe, con mucho respeto, pero no con humildad, como si fuera el procurador del príncipe.

La oscura ama era, a su lado, una sombra; y, en verdad, pareció borrarse como si fuera tan solo la servidora del criado principal; de suerte que el padre Brown no volvió ya a oír aquellos cuchicheos volcánicos sobre los chantajes del hermano menor al mayor. Por lo demás, aunque no era enteramente seguro que el príncipe hubiera sido robado por el ausente capitán mediante el procedimiento del chantaje, lo cierto es que ello parecía muy probable, por aquella cosa equívoca, aquella cosa sospechosa que había en la presencia de Saradine.

Cuando volvieron al largo salón de las ventanas y los espejos, la luz amarilla de la tarde reverberaba en el agua y las riberas llenas de mimbres; a lo lejos se oyó el zumbido de un alcaraván como el del tamborcillo diminuto de un elfo. Y otra vez por la mente del sacerdote, como una nubecilla turbia, voló el sentimiento singular de que aquel era un sitio funesto, triste, embrujado.

—Ojalá que regrese pronto Flambeau —dijo.

—¿Cree usted en los agüeros? —preguntó de súbito el inquieto príncipe Saradine.

—No —contestó su huésped—. Yo solo creo en el Juicio Final.

El príncipe se volvió hacia él desde la ventana, y le contempló de un modo extraño. Sobre la luz crepuscular, su cara era una sombra chinesca.

—¿Qué quiere usted decir? —interrogó.

—Quiero decir que aquí vivimos en el revés del tapiz. Que lo que aquí acontece no tiene ninguna significación; pero que después, en otra parte, todo cobra sentido. Que en alguna otra parte el verdadero culpable tendrá su merecido, aunque aquí la justicia parezca equivocarse y caer sobre el inocente.

El príncipe hizo un ruido animal, inexplicable. En su sombría cara, sus ojos parecieron brillar de un modo inverosímil. Y en el espíritu del sacerdote estalló, silenciosamente, otro pensamiento funesto. ¿Qué significaba aquella mezcla de brillo y sorpresa en la conducta del príncipe Saradine? ¿Acaso el príncipe… no estaba enteramente cuerdo? El príncipe se había quedado repitiendo: «¡El inocente, el inocente!», con una persistencia algo exagerada para ser una simple exclamación convencional.

Pero no; no era locura. Más tarde, el padre Brown descubriría la verdad.

En los espejos vio que la silenciosa puerta se abría, y en ella se dibujaba el silencioso Mr. Paul, con su impavidez y lividez habituales.

—Creo conveniente anunciar —dijo con una energía respetuosa, como de viejo abogado de la familia— que un barco de seis hombres, con un caballero en la popa, acaba de llegar al desembarcadero.

—¿Un barco? —repitió el príncipe—. ¿Un caballero?

Y se puso de pie.

Hubo un silencio, punteado solamente por el rumor del ave entre las juncias. Y poco después, antes de que ninguno hubiera proferido una palabra, una figura nueva, un perfil nuevo, pasó frente a cada una de las tres ventanas, como una o dos horas antes pasara el príncipe. Pero, salvo por la coincidencia de que ambos perfiles eran aguileños, ningún parecido tenían. En lugar del sombrero blanco de Saradine, el nuevo personaje traía un sombrero negro de forma anticuada y extraña, bajo el cual se veía una fisonomía solemne y juvenil, una cara completamente afeitada, algo azulada en la mandíbula —mandíbula dura y voluntariosa—, y que recordaba un poco la cara de Napoleón cuando joven. Esta semejanza aumentaba aún por el aire de vejez y extrañeza del traje: se diría que aquel joven no se había tomado el trabajo de cambiar las modas de sus padres.

Llevaba una levita azul raída, un chaleco rojo de aspecto militar y uno de aquellos pantalones blancos que se usaban a principios de la era victoriana, pero que ya ahora resultan muy ridículos. Y de aquel conjunto de vejeces salía una cara aceitunada llena de juventud y monstruosamente sincera.

—¡Diantre! —dijo el príncipe Saradine, y dándose una palmada en el sombrero fue en persona a abrir la puerta. La puerta se abrió sobre un jardín crepuscular.

El recién llegado y sus acompañantes se habían extendido por la vereda como un pequeño ejército de teatro. Los seis remeros habían arrastrado el bote a la playa, y parecían guardarlo con aire amenazador, embrazando como lanzas los remos. Eran unos hombres atezados, y algunos llevaban aretes. Uno de ellos estaba junto al joven de la cara aceitunada y el chaleco rojo, y llevaba consigo una caja negra muy sospechosa.

—¿El nombre de usted —preguntó el joven— es Saradine?

Saradine asintió como de mala gana.

El recién llegado tenía unos ojos absortos y negros, unos ojos de perro, antípodas de los ojitos grises y relampagueantes del príncipe, y también esta vez el padre Brown tuvo la fantástica idea de haber visto ya en otra parte un ejemplar de aquella cara; pero también esta vez recordó los espejos multiplicadores como causa posible de esta ilusión.

«¡Vaya con el palacio de cristal! —se dijo—. Ve uno todo repetido tantas veces, que todo le parece un sueño».

—Si usted es el príncipe Saradine —continuó el joven—, sepa usted que mi nombre es Antonelli.

—Antonelli —repitió el príncipe con languidez—. Sí…, me parece recordar este nombre.

—Permítame usted presentarme solo —dijo el joven italiano.

Con la mano izquierda se descubrió cortésmente, y con la derecha descargó una bofetada tan sonora en la cara del príncipe, que el sombrero blanco de éste cayó rodando por las gradas, y uno de los tiestos de flores azules se bamboleó en su pedestal.

El príncipe podría ser persona sospechosa, pero no era cobarde. Saltó al cuello de su enemigo y casi le derribó sobre la hierba. Pero éste logró desasirse con una cortesía presurosa, y dijo jadeante y en un inglés trabajoso:

—Perfectamente. He cometido una injuria. Ahora debo dar satisfacción. Marco, abre la caja.

El hombre de las arracadas abrió la caja negra. Sacó de ella dos espadas italianas, de espléndida guarda y hoja de acero, y las clavó en el suelo. Junto a la puerta, el extraño joven, con aquella cara amarilla y vindicativa, las dos espadas que parecían cruces de cementerio, y en el fondo la línea de remeros, todo ello producía un singular efecto de tribunal de justicia bárbara. Pero lo demás continuaba igual: tan súbito había sido el incidente. El aro del sol crepuscular relucía aún, y el alcaraván seguía redoblando como para anunciar alguna fatalidad.

—Príncipe Saradine —dijo el llamado Antonelli—. Cuando yo estaba en pañales, usted mató a mi padre y robó a mi madre. Mi padre fue el más afortunado. Pero usted no le mató airosamente, como yo voy a matarle a usted. Usted y mi perversa madre le condujeron a un solitario paraje de Sicilia, lo arrojaron por un precipicio y continuaron tranquilamente su paseo. Yo, si quisiera, podría imitar a usted; pero el procedimiento me resulta muy vil. Le he seguido por todo el mundo: usted ha huido siempre de mí. Pero hemos llegado al término del mundo y de la existencia de usted. Ya le tengo, y le doy todavía una posibilidad que usted no concedió a mi padre. Escoja una espada.

El príncipe Saradine, fruncido el ceño, pareció vacilar un instante, pero todavía zumbaba en sus orejas el ruido de la bofetada. De un salto empuñó una de las armas. El padre Brown saltó también tratando de interponerse en la disputa; pero pronto se convenció de que su presencia empeoraba las cosas. Saradine era un francmasón, un feroz ateo, y la presencia del sacerdote le provocaba en vez de refrenarle. En cuanto al otro, ni clérigo ni laico, hubiera podido conmoverle. Aquel joven de cara a lo Bonaparte y ojos negros era algo mucho más duro que un puritano: era un pagano. Era un matador de los que había en el albor de la Tierra; era un hombre de la Edad de Piedra un hombre de piedra.

Quedaba todavía una esperanza: acudir al ama. Y el padre Brown entró corriendo por las habitaciones. Y se encontró con que todos los criados se habían ido de asueto por orden del autócrata Paul y solo la sombra de Mrs. Anthony vagaba por las desiertas salas. En el instante en que la mujer volvió hacia él el rostro azorado, el sacerdote descubrió uno de los enigmas de la casa de los espejos. Las espesas cejas y los ojos negros de Antonelli eran una reproducción de los ojos negros y espesas cejas de Mrs. Anthony. Y al instante comprendió la mitad de la historia.

—Su hijo está ante la puerta —dijo sin perder el tiempo en rodeos—. Él o el príncipe van a morir. ¿Dónde está Mr. Paul?

—En el embarcadero —dijo la mujer con desmayo—. Está…, está haciendo señales para pedir socorro.

—Mrs. Anthony —dijo el padre Brown gravemente—. No es hora de hacer disparates. Mi amigo está con su bote pescando en el río. El bote de su hijo está guardado por la gente que le acompaña. No queda más que la canoa del príncipe. ¿Qué se propone hacer con ella Mr. Paul?

—¡Santa María! ¡No lo sé! —dijo ella, y cayó desvanecida sobre la estera.

El padre Brown la levantó y acostó en un sofá, le volcó encima un jarro de agua, gritó pidiendo socorro, y después se lanzó a todo correr rumbo al desembarcadero de la islita. Pero ya la canoa iba a media corriente, y el viejo Paul la empujaba río arriba con una energía increíble a sus años.

—Voy a salvar a mi amo —gritó con ojos llameantes—. ¡Todavía puedo salvarle!

El padre Brown no pudo más que mirar de lejos a la canoa combatida por la corriente y hacer votos porque el viejo llegara a tiempo de dar la alarma en el pueblo.

—Mala cosa es un duelo —dijo para sí, rascándose los cabellos color de tierra—. Pero en este duelo hay algo todavía peor que el duelo. Lo adivino, aunque ignoro qué podrá ser.

Y mientras contemplaba el agua, convertida en agitado espejo del crepúsculo, oyó al otro lado del jardín un ruido breve, pero inequívoco: el golpe frío del acero. Y volvió la cabeza.

Al otro lado, en el cabo o saliente mayor del islote, sobre una zona de hierba que corría más allá del último sembrado de rosas, los duelistas acababan de cruzar los hierros. La tarde era una cúpula de oro virgen, y así, aunque estaban distantes, se podía apreciar hasta el menor detalle de la escena. Los combatientes estaban en mangas de camisa, pero el chaleco amarillo y la cabeza blanca de Saradine, y el chaleco rojo y los pantalones blancos de Antonelli, brillaban en la luz igual, como los colores de dos muñecos mecánicos danzantes. Las dos espadas centelleaban de la punta al pomo como dos alfileres de diamante.

Y había algo de terrible en el hecho mismo de que las dos figuras aparecieran tan diminutas y alegres. Se dirían dos mariposas tratando de clavarse en un corcho.

El padre Brown corrió con todas sus fuerzas, y sus piernecitas giraban como ruedas. Pero al llegar al campo de combate comprendió que había llegado demasiado tarde y demasiado pronto a la vez: demasiado tarde para detener la lucha, que se había empezado ya tenazmente al amparo de los tétricos sicilianos apoyados en sus remos; demasiado pronto para prever el resultado desastroso. Porque los dos combatientes eran de igual fuerza, y el príncipe usaba su agilidad con cierta cínica confianza, mientras que el siciliano se portaba con una minucia asesina. Pocos encuentros más hermosos hubieran podido verse en salones y anfiteatros llenos de público, que aquel combate, retiñente y brillante, sobre el islote olvidado en el riachuelo. Y la vertiginosa lucha se fue alargando de tal modo, que la esperanza volvió a alentar en el corazón del cuidado sacerdote; muy probable era, en efecto, que Paul no tardara en llegar con la policía. Tampoco sería malo que volviera de su pesca Flambeau, porque Flambeau, físicamente hablando, valía por cuatro hombres. Pero ni señales de Flambeau se veían; y, lo que era más extraño, tampoco de Paul y la policía. Y ni balsa ni leño aparecía flotando sobre las aguas; en aquella isla perdida, en aquel lago innominado, los hombres estaban tan abandonados como en una roca del Pacífico.

De pronto, el timbreo de las espadas se transformó en un rechinido, el príncipe abrió los brazos, y la punta disparada del arma enemiga le salió por la espalda, entre los omoplatos. El príncipe giró sobre sí mismo. La espada se escapó de su mano como una estrella errante, y derivó sobre el río. Y el príncipe cayó tan pesadamente, que rompió un rosal con su cuerpo y levantó la nube de tierra roja, como el humo de un sacrificio pagano. El siciliano acababa de consumar una ofrenda de sangre ante los manes paternos.

El sacerdote se arrodilló al instante junto al cuerpo, solo para confirmar que era ya un cadáver. Y, mientras todavía intentaba las últimas pruebas desesperadas, oyó unas voces en el río, y vio un bote de la policía que arribaba al embarcadero, del cual salieron agentes y personas del pueblo, y con ellos el espantado Paul. El curita se levantó entonces con un gesto amargo y dudoso.

—¿Por qué —murmuró—, por qué no han podido venir antes?

Siete minutos más tarde la isla estaba invadida de aldeanos y policías; éstos arrestaron al vencedor y le recordaron ritualmente que ninguna de sus declaraciones sería aprovechada en contra suya.

—No tengo nada que declarar —dijo el monomaníaco con admirable serenidad—. Nada más he de decir. Soy muy dichoso, y solo deseo que me ahorquen.

Después enmudeció, y es tan asombroso como cierto que, al ser conducido por los agentes, no volvió a abrir la boca, salvo para decir la palabra «convicto» cuando se abrió el proceso.

El padre Brown había visto desde el jardín, tan repentinamente poblado, el arresto del homicida y la conducción del cadáver después del examen médico, como quien asiste al desenlace de un drama repugnante. Y estaba inmóvil, como quien ve visiones. Dio su nombre y señas para servir de testigo, pero no aceptó el ofrecimiento de pasar el río en el bote, y se quedó solo en el jardín de la isleta, contemplando el rosal quebrado y el verde campo de aquella súbita e inexplicable tragedia. La luz iba muriendo en el río. La niebla ascendía de las pantanosas riberas. Revoloteaban los pájaros retardados.

En la subconsciencia del sacerdote —que era tan vívida—, estaba clavada la idea de que algo quedaba por explicar. Y este sentimiento de misterio, que todo el día le había dominado, no podía explicarse solo por el efecto de los espejos. Le parecía que no había visto un verdadero suceso, sino una máscara o simulacro.

Con todo, no se acarrea un cadáver ni se cuelga a un hombre por mera pantomima.

Rumiaba todo esto sentado en las gradas del embarcadero, cuando vio venir la mancha alta y negra de una vela que avanzaba silenciosamente por el río lleno de fulgores. Se puso en pie de un salto, poseído de una emoción tan súbita que estuvo a punto de llorar.

—¡Flambeau! —exclamó, y con ambas manos saludaba efusivamente a su amigo, con gran asombro de éste, que salía del bote con sus aparejos de pescar—. ¡Flambeau! ¿De modo que a usted no le han matado?

—¡Matado! —repitió el pescador con el mayor asombro—. Y, ¿por qué me habían de matar?

—¡Ay!, porque casi han matado a todo el mundo —dijo el otro sin saber lo que decía—. Saradine ha sido asesinado, y Antonelli solo desea que le cuelguen, y su madre se ha desmayado, y yo no sé si estoy en este mundo o en el otro. Pero, gracias a Dios, usted está a mi lado.

Y, como si tuviera miedo, se cogió del brazo del sorprendido Flambeau.

Abandonaron el embarcadero, y al pasar bajo los aleros de la casa de bambú, miraron por la ventana como lo habían hecho al llegar. Y descubrieron un interior iluminado digno de atraer sus miradas. Cuando el matador de Saradine cayó sobre aquella isla como una bomba, ya habían dispuesto la mesa para cenar en el salón largo. Y he aquí que ahora la cena había comenzado, plácidamente, porque a un lado de la mesa estaba sentada Mrs. Anthony, algo azorada, y al otro lado Mr. Paul, el mayordomo, comiendo y bebiendo, con muy buen apetito, y los ojos cegatones y azulencos saliéndosele de la cara, con un semblante indescifrable pero no exento, de satisfacción.

Con un ademán de poderosa impaciencia, Flambeau llamó a la ventana, la abrió y asomó una cara indignada:

—¡Muy bien! —exclamó—. Yo comprendo que ustedes necesiten algún alimento; pero, realmente, esto de robar la cena del amo cuando el amo yace muerto…

—Yo he robado ya muchas cosas durante mi alegre vida —replicó el misterioso anciano plácidamente—, pero esta cena es una de las pocas cosas que no he robado. Esta cena y esta casa y este jardín son de mi pertenencia.

Una idea cruzó por la mente de Flambeau:

—Quiere usted decir —empezó— que el testamento del príncipe Saradine…

—El príncipe Saradine soy yo —dijo el viejo, masticando una almendra salada.

El padre Brown, que estaba distraído con el revoloteo de los últimos pájaros, saltó como herido, y asomó también por la ventana una cara tan pálida como un nabo.

—¿Usted es qué? —preguntó con voz chillona.

—Paul, príncipe Saradine, à vos ordres —dijo el venerable personaje muy cortésmente, levantando un vaso de jerez—. Aquí vivo muy contento, porque soy hombre de hábitos muy domésticos: y, por modestia, me dejo llamar Mr. Paul, para distinguirme de mi infortunado hermano Mr. Stephen. Según me han contado, éste acaba de morir… en el jardín. Naturalmente, no tengo yo culpa de que sus enemigos vengan a buscarle hasta aquí. Esto se debe a la lamentable irregularidad de su vida. No tenía un carácter doméstico.

Calló, y se quedó contemplando el muro, justamente por encima de la cabeza inclinada de la mujer. Y los huéspedes apreciaron entonces aquel aire de familia que ya les había impresionado al ver al otro hermano. Y de pronto el viejo comenzó a agitar los hombros, como si se asfixiara, pero su rostro permaneció impávido.

—¡Dios mío! —exclamó Flambeau—. ¡Se está riendo!

—Vámonos —dijo el padre Brown, que estaba completamente lívido— Vámonos de esta casa infernal. Vámonos otra vez a nuestro honrado bote.

Cuando se alejaron de la isla, la noche había envuelto ya la tierra y el río. Se dejaron ir río abajo, calentándose con dos enormes cigarros que ardían como dos rojas linternas de barco. El padre Brown dijo:

—Supongo que entenderá usted ahora toda la historia. Después de todo, es una historia muy primitiva: un hombre tenia dos enemigos; era hombre perspicaz, y comprendió que tener dos enemigos era mejor que tener uno solo.

—No lo entiendo —dijo Flambeau.

—Pues es muy sencillo —le contestó su amigo—. Sencillo hasta la candidez. Ambos Saradines son unos pícaros; pero el príncipe, el mayor, era el pícaro que llega a la cumbre, y el menor, el capitán, era el pícaro que se hunde en el abismo. Este escuálido oficial descendió de mendigo a chantajista, y un triste día se apoderó de su hermano el príncipe. Sin duda, la causa no era leve, porque el príncipe Paul Saradine era francamente derrochador por una parte, y por otra no tenía ya reputación que perder en cuanto a los meros pecados convencionales de la buena sociedad. La verdad es que la causa era causa de horca, y que Stephen tenía cogido a su hermano, literalmente, con una cuerda alrededor del cuello. De algún modo, en efecto, había descubierto la verdad respecto al asunto de Sicilia, y podía probar que Paul había asesinado a Antonelli en las montañas. El capitán estuvo haciéndose pagar su silencio espléndidamente durante diez años, hasta que la fortuna del príncipe, con ser inmensa, comenzó a escasear.

Pero el príncipe Saradine, además de este hermano o sanguijuela, tenía otros cuidados. Sabía que el hijo de Antonelli, que era un pequeñuelo en los días del asesinato, había sido educado en la salvaje lealtad siciliana, y solo vivía para vengar a su padre, y no con la horca, porque carecía de las pruebas legales que poseía Stephen, sino con las antiguas armas de la vendetta. El muchacho había practicado las armas hasta alcanzar una terrible perfección; y cuando llegó a la edad de usarlas, el príncipe Saradine comenzó, como decían las crónicas sociales, a viajar. Lo cierto es, que comenzó a huir de un lugar a otro como un criminal perseguido; pero en su busca iba siempre un hombre incansable. Tal era la situación del príncipe Paul: una situación poco envidiable. Mientras más dinero gastaba en huir de Antonelli, menos le quedaba para hacer callar a Stephen. Y mientras más le daba a Stephen, menos probabilidades le quedaban de escapar definitivamente de Antonelli. Y entonces fue cuando demostró ser un grande hombre, un genio como Napoleón.

En lugar de resistir a sus dos antagonistas, se rindió de pronto a los dos. Como un luchador japonés, se echó fuera, y sus dos enemigos cayeron postrados ante él. Paró su arrebatada carrera por el mundo, y dio sus señas al joven Antonelli; después, hizo a su hermano entrega de todo lo que poseía. Le envió dinero bastante para que se vistiera con elegancia y viajara con lujo, y le puso una carta en estos o parecidos términos: «Esto es todo lo que me queda. Me has desposeído. Todavía tengo una casita en Norfolk, con criados y bodega, y si todavía me pides más, solo eso me falta darte. Ven y toma posesión de ello, si quieres, y déjame vivir a tu lado tranquilamente en calidad de amigo o agente, o cualquier cosa». El príncipe sabía que el siciliano nunca había visto a los hermanos Saradine sino, a lo sumo, en retrato. El siciliano, pues, solo sabía que se parecían un poco y tenían ambos una barbita gris. Entonces el príncipe se afeitó, y esperó, la trampa obró sola. El desdichado capitán, con su traje nuevo, entró en casa en calidad de príncipe, y caminó derecho hacia la espada del siciliano.

Pero hay siempre una dificultad, una dificultad que es la honra de la humana naturaleza. Los hombres perversos como Saradine suelen equivocarse por el solo hecho de que no cuentan con la virtud humana. El príncipe daba por hecho que el golpe del italiano, cuando viniera, había de ser oscuro, violento y anónimo, como la acción que se proponía vengar; que la víctima seria acuchillada de noche o muerta a tiros desde un vallado, y así moriría sin proferir una palabra. El príncipe Paul pasó, pues, un mal rato cuando Antonelli propuso caballerescamente un duelo, con todas sus posibles aclaraciones. En ese momento, yo le descubrí a bordo de la canoa con ojos espantados: trataba de huir, sin sombrero, en un barco, antes que Antonelli averiguara quién era.

Pero, aunque temeroso, no estaba desesperado. Conocía al aventurero y conocía al fanático. Era más que probable que Stephen, el aventurero, se callara, solo por el histriónico gusto de desempeñar un papel, por el empeño de salir en defensa de su recién adquirida situación de príncipe, por su confianza en el azar, propia de pícaro, y por pericia en el manejo de las armas. Era seguro Antonelli, el fanático, también callaría, y preferiría dejarse colgar a contar la historia de su familia. Paul anduvo navegando en el río hasta que comprendió que el combate había terminado. Entonces dio la alarma en el pueblo, trajo a la policía, vio a sus dos enemigos vencidos desaparecer para siempre, y se sentó a cenar, muy contento.

—¡Y riéndose, por Dios! —dijo Flambeau estremecido de ira—. ¿Le inspiraría el mismo Satanás?

—No; le inspiró usted —contestó el sacerdote.

—¡Dios me libre! —gritó Flambeau—. ¿Yo? ¿Qué quiere usted decir?

El sacerdote sacó del bolsillo una tarjeta, y a la luz del cigarro la mostró al otro. Estaba escrita con tinta verde.

—¿No recuerda usted los términos de su invitación? —preguntó—. ¿Y la felicitación que le hace a usted por su hazaña? «Esa jugada —dice—, de coger a un policía para arrestar con él al otro, etcétera». No ha hecho más que copiar la jugada. Con un enemigo a cada lado, se echó de pronto fuera del camino, e hizo así que sus enemigos chocaran y se mataran entre sí.

Flambeau arrancó de manos del sacerdote la tarjeta del príncipe Saradine y la hizo pedazos.

—Acabemos con ese veneno —dijo, mientras los pedazos desaparecían arrastrados por las olas del río—. Aunque todavía me temo que envenene a los peces.

El último trozo de la tarjeta desapareció al fin en la sombra. Un primer tinte matinal, pálido y vibrante, transformó el cielo. La luna, tras los arbustos de la orilla, empezó a desvanecerse. La barca derivaba en silencio.

—Padre —dijo Flambeau de pronto—. ¿No cree usted que todo fue un sueño?

El sacerdote sacudió la cabeza, no se sabe si para negar o dudar, pero no dijo nada. Entre las sombras, un olor a espino y a pomar llegó hasta ellos, haciéndoles comprender que el viento se había despertado. Poco después, el viento balanceó la barca, hinchó la vela, y los fue llevando sobre el río hacia sitios más venturosos donde moraban unos hombres inofensivos…

*FIN*


“The Sins of Prince Saradine”,
The Saturday Evening Post, 1911


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