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Los reconquistadores (1806)

[Cuento - Texto completo.]

Manuel Mujica Lainez

El olor del churrasco crucificado en el asador consolaba y aguijaba simultáneamente el hambre de Bertrand Suliac. Por la abertura de la choza se veían, más allá de los talas y del ombú rocoso, más allá de las densas cortinas de lluvia, las iluminadas ventanas de la quinta. Sus marcos aprisionaban fugazmente, como dentro del varillaje de una galería de cuadros históricos, las figuras de los militares: el capitán de navío Santiago de Liniers, de rojo y azul flordelisado de oro; el coronel Agustín de Pinedo, con la chupa encarnada de los dragones de Buenos Aires; el capitán Juan Gutiérrez de la Concha. A veces asomaba entre ellos, con ademanes desmedidos, François-de-Paule Hippolyte Mordeille, el corsario francés.

Habían llegado a San Isidro dos días antes, calados hasta los tuétanos, famélicos, rendidos de fatiga, pues la travesía iniciada en La Colonia había sido azarosa por la oscuridad y el temporal del sudeste que aventó las naves. Desde la margen del río del Tigre, los soldados arrastraron con la lengua fuera los viejos cañones, por el camino de la costa. Dijérase que el barro tenía manos que tiraban de los ejes. Los chubascos, al transformarse en tormenta, les obligaron a detenerse en los Montes Grandes. Liniers y los oficiales se alojaron en la casa que había pertenecido a los Montalvos y que ahora, después de una sinuosa testamentaría papelera, había sido adquirida por Don Fernando Islas de Garay, descendiente del fundador de Buenos Aires. Los mil trescientos hombres que componían la tropa se diseminaron en los contornos. Los vecinos hospitalarios les recibieron generosamente. No ignoraban que sus huéspedes marchaban a la reconquista de la ciudad, prisionera del inglés.

En los ranchos y en las casonas esparcidas alrededor de la capilla levantada por el capitán Domingo de Acassuso, se improvisaban vivaques tumultuosos. Las brasas chisporroteaban bajo las enramadas y en los soportales modestos. Artilleros, miñones, blandengues, dragones y algunos paisanos que se habían sumado a las fuerzas en la carretera de Las Conchas, devoraban cuanto se les ofrecía. Entre ellos llamaban la atención por su facha los setenta y tres marineros del corsario Mordeille. Eran gárrulos y pintorescos. Discutían en lenguas extrañas, barajando el francés con los dialectos de Normandía y de Provenza y mechando el todo con vocablos recogidos al azar en sus andanzas por el Caribe y por los golfos del continente negro. Uno tenía una cotorra perchada en la muñeca. Otro ostentaba un parche sobre el ojo izquierdo, de acuerdo con la mejor tradición de la bucanería. Los más mostraban en sus brazos arremangados el tatuaje de anclas y mujeres desnudas. Se interpelaban a voces roncas y su desplante contrastaba con el recelo amoscado de los criollos y con el despacioso desdén de los españoles, quienes, aun los más harapientos, se daban aires de hidalgos.

Sosegada la picazón de las entrañas con una pierna de cordero bien rociada de vino de Cuyo, Bertrand Suliac se desperezó sin saber qué partido tomar. Había llovido desde su llegada y el agua del cielo no pararía de caer en todo el día y acaso el siguiente. A pesar de que aún era temprano, el encapotamiento ponía doquier tintas nocturnas y tenebrosas. En la sala de la residencia, los esclavos habían encendido las velas en las grandes arañas de cristal. Protegiéndose del aguacero con un poncho, el muchacho se arrimó a una de las ventanas y atisbó el interior. Los jefes rodeaban una mesa cubierta por un plano. Las bujías hacían brillar la nieve de sus pelucas. Cuando Liniers se volvió, la cruz de Malta arrojó chispas, como un cairel, en su solapa bicolor. Un anciano caballero, el dueño de casa, se inclinaba, obsequioso. Entre tantos señores —y al fondo estaba, junto a los jóvenes marinos, Don Cándido de Lasala, sobrino de un santo—, Mordeille desconcertaba con su desaliño. Liniers le hablaba de vez en cuando en su idioma, para sosegarle. Trajeron los mates los niños de la casa.

Bertrand bostezó y se alejó hacia las cuadras de la servidumbre. Aquí y allá, los fogones pintarrajeaban los uniformes untados de sombra. De pie detrás de los soldados, los gauderios de crencha lacia (que algunos llamaban ya “los gauchos”) escuchaban sin intervenir en la conversación. En un corro, uno cantaba acompañándose con una guitarra. La melancolía de los versos que comprendía apenas fastidió a Suliac. Se sujetó el pañuelo verde que le ceñía la cabeza y le titilaron los aros de oro. Entró en la noche.

Pensaba en su Bretaña remota, tan distinta de esta tierra por la cual pronto tendría que luchar y acaso dar su sangre.

A la zaga de Mordeille había sucumbido siendo casi un niño a la tentación novelesca de la piratería, y anduvo en navíos de toda traza con nombres absurdos pintados en la popa. Había desembarcado dos días antes de la fragata “Dromedario”, con patente de corso del Rey de España, para comenzar una aventura más, quizá la más curiosa de su existencia. No se trataba ya de pelear cuerpo a cuerpo, en los puentes confusos, bajo las arboladuras destrozadas, en pos de un tesoro o de rehenes que pagarían un bello rescate, sino de acudir en defensa de una ciudad capturada por el invasor. Los himnos de la Revolución Francesa, que desde su infancia le habían estremecido, resonaban ahora, misteriosamente, entre los sauces mojados de la barranca del Río de la Plata. El odio a los opresores alentaba en él como otra respiración. El corsario llevado y traído por las olas no podía sufrirles.

Por eso canturriaba alegremente mientras ambulaba por los caminillos de la quinta, saltando sobre los charcos. Un corredor de alero, cercano de la ranchería de los esclavos, le brindó su abrigo. De un brinco más se plantó bajo sus tejas. Los ojos empapados no le dejaron distinguir nada al principio. Se quitó el poncho, que el agua tornara pesado y rígido como una armadura. A la luz de un brasero, advirtió que en la extremidad de la galería había otra persona. Se aproximó cautelosamente entrecerrando los párpados.

Era una mujer joven y le daba la espalda. Indiferente al trajín que turbaba la monotonía del quintón, seguía entregada a su trabajo. En un alto mortero de madera estaba machacando el maíz destinado a la mazamorra. Bertrand valoró su cadera redonda y arqueada y sus piernas robustas bajo la saya recogida. Había atado el pelo negro en un rodete hecho a la diabla.

El muchacho silbó suavemente y ella giró sobre los talones, temerosa. En la soledad del alero, al escaso resplandor amarillo, se contemplaron un instante. Veía él una mujer morena de ojos pardos y labios de gula. El cuerpo se le marcaba en la desgarrada sencillez del vestido. Ella observaba al mozo cuyos ojos clarísimos de celta se destacaban en un rostro curtido por los soles oceánicos. Una cicatriz culebreó sobre la mejilla derecha del marinero cuando tornó la cara. Sus aros recibieron la estocada de la luz.

Suliac inició el palique en su media lengua que la hizo sonreír. Sonrió él también y albearon las dos dentaduras. La moza no había conocido jamás a un hombre como ese, ni siquiera había imaginado que existiera. Los pocos que había tratado eran autoritarios y taciturnos. Cuando hablaban dejaban las manos inmóviles sobre el facón o caídas a lo largo de los flancos. Siempre quedaban entre ellos, mateando o riñendo o embriagándose con un vino que les manchaba la boca. Se saciaban con las mujeres como si fueran bestias. En cambio el forastero parecía pendiente de su voluntad. Le decía unas cosas oscuras que la hechizaban tanto como su faz dorada que apenas velaba el vello sutil. Y todo el tiempo sonreía, retorciendo un mechón color bronce sobre la frente.

En breve el marinero le tomó una mano, obligándola dulcemente a abandonar el palo con el cual majaba el maíz. Quería saber, por adornar la charla pobre, si tenía algún cortejante. Parpadeó la mujer y ruborizándose replicó que era casada. Bertrand no comprendió e insistió en su pregunta. Ella respondió de nuevo, y, ante el gesto de sorpresa del muchacho, le señaló a lo lejos, para indicarle que el marido estaba ausente. El bretón entendió por fin, hizo un guiño picaresco y optó por reír acariciándole los dedos ásperos. Ella añadió:

—Tiene de venir mañana, pa juntarse con los que van a Buenos Aires.

Bertrand no necesitó que se lo repitiera. Sus manos ascendían ahora con sabia presión por los brazos tostados, hacia los pechos duros.

Repiqueteaba la lluvia. En la penumbra trastornada de relámpagos no se oía ya la voz de la soldadesca. Entre el sauzal pasó a escape el coronel Agustín de Pinedo con dos edecanes. Iba a reunir la tropa.

Bertrand Suliac tumbó ahí mismo a la morenita deslumbrada, ahí mismo, sobre unas bolsas vacías. Los golpes de viento, al torcer las túnicas de agua, les salpicaban a veces, y la criolla reía como una niña. Un pájaro tiritante revoloteó como ciego y se refugió en las vigas de palma. El perfume de las hojas y de la tierra creaba una armonía singular con el croar de las ranas infinitas y el balbucir del brasero que entibiaba el aire. El bretón tuvo la sensación fantástica de que ambos bogaban a la deriva en un barco que la tempestad no lograba conmover. Un mar verde, embrujado, les circundaba. Y no había en su extensión rumorosa más navegantes que ellos dos y el pájaro que temblaba allá arriba; ni más brújula que esa boca semiabierta, roja.

 

 

Al amanecer entraron en una pequeña habitación vecina. Ella le cebó un mate y el francés se quemó la punta de la lengua al sorberlo. La muchacha se acostó en un cuero de toro tendido sobre el suelo de tierra apisonada. Su cuerpo moreno resaltaba como enjoyado en la miseria del ambiente. Bertrand le refería ahora cuentas de su vida vagabunda. Le describía las selvas de Angola, donde crece el baobab y las jirafas se frotan el cuello contra los cocoteros; le pintaba los encantados archipiélagos del Mar de los Sargazos, donde los piratas antiguos enterraron las barras de metal de las catedrales y de las fortalezas antillanas. La criollita bebía sus palabras, a las que el titubeo del idioma agregaba un sabor de fruto exótico.

En la galería se oyó un ruido quedo, como el que podría hacer una espuela al rozar sigilosamente una baldosa. Suliac se levantó de un salto y se anudó la faja. Abrió la puerta y espió a ambos lados. Luego, con la punta de los dedos, envió un beso a la mujer que se había incorporado apoyándose en un codo y que, asustada, tapaba su carne con una piel de oveja. No había nadie en el corredor. El muchacho recogió el poncho y, ágil como un galgo, escapó a través del jardín hacia el campamento de las gentes de Mordeille. Volaba casi sobre los macizos que florecerían en setiembre.

 

 

Contra los cálculos de los capitanes, había cesado de llover. En todo San Isidro, las tropas se aprestaban a marchar sobre Buenos Aires. Los restos de las fuerzas deshechas en el caserío de Perdriel se les añadieron, trayendo noticias contradictorias. A poco los cañones rodaban penosamente sobre la carretera. A pie y cabalgando, los soldados los seguían.

Bertrand Suliac buscó entre la pueblada reunida para despedirles a su compañera nocturna. La avistó bajo el ombú. Un paisano alto y flexible le rodeaba la cintura con el brazo. No hablaban. El hombre tenía algo de árabe y algo de indio, quizá por lo curvo de la nariz fina y el tinte de la piel. Cuando montó a caballo, el corsario notó que calzaba botas de cuero de potro, con los dedos asomados, y que ceñía a los calcañares enormes espuelas de plata.

 

 

El 12 de agosto de 1806, las tropas se dividieron en tres columnas y avanzaron hacia el centro de la ciudad, por las calles de la Merced, de la Catedral y del Correo. Habíase fijado la hora del ataque pero la precipitaron los marineros de Mordeille y los voluntarios catalanes de Bofarull. Grupos de campesinos se mezclaron con ellos. Los facones pugnaban por salírseles de los cintos y blandían los trabucos naranjeros. Se deslizaron hasta las cercanías de la Plaza Mayor y abrieron el fuego rabiosamente. Detrás, ante lo ineludible, el grueso del contingente se adelantó hacia la fortaleza.

Bertrand Suliac bailaba de gozo. El olor a pólvora le enardecía. Dejando la calle, subió a una azotea y comenzó a tirar sobre los ingleses que retrocedían hacia las murallas virreinales. Otros franceses le acompañaban y gritaban como él, jurando y haciendo ademanes descompuestos cada vez que las casacas rojas caían en el ancho descampado.

Por la calle del Santo Cristo iban las milicias de la Colonia y los dragones de Buenos Aires. Liniers lo hacía por la de la Merced. El pueblo, frenético ayudaba a empujar las piezas de artillería. Pronto se vio que los británicos no podrían sostenerse, pues uno a uno abandonaban sus baluartes, replegándose sobre la Recova.

Suliac ganó el Hueco de las Ánimas, aquel que los fantasmas visitaban de noche. Cuando se dobló para cargar el arma, advirtió a su vera al hombre de nariz aguileña que era probablemente el marido de su amante de San Isidro. El corazón le latió con fuerza. Ni los tenientes más aguerridos del famoso Regimiento 71, ni los del destacamento de Santa Helena, le infundían pavor; había dado pruebas de su bizarría en los mares más revueltos del globo; pero este paisano silencioso le sobrecogía de miedo. Le miró con el rabillo del ojo, mientras colocaba el cartucho, y trató de serenarse. ¿Quién podía asegurarle que el otro le hubiera visto en la habitación de la morena? Lo más posible es que ni siquiera hubiera regresado a la choza cuando Bertrand estaba todavía en ella. Para aquietarse, se esforzó por analizar en el recuerdo el rumor levísimo que se parecía —eso es, se parecía, solo se parecía— al roce de una espuela sobre un mosaico y que había escuchado esa madrugada. No. No podía ser una espuela. Quizás una rata había pasado sobre las baldosas y había movido algo. Sí; eso sería todo.

Entre tanto, el gauderio no paraba mientes en él. Flemático, descargaba su carabina.

Bertrand se irguió y le sonrió a medias. Musitó una frase entre dientes, cualquier cosa sobre el desarrollo del combate, y el hombre le respondió con simplicidad. Suliac respiró de alivio. Le impulsó de repente la urgencia de conquistar la buena voluntad de su peligroso aliado, de alcanzar la absoluta certeza de que por ese lado no tenía nada que temer. Púsose a hablar con volubilidad y el otro le siguió la charla con monosílabos corteses. Alentado, el marinero le palmeó la espalda.

La división inglesa se había encerrado en los bastiones. Su defensa no duraría mucho. El pueblo colmaba la plaza. Los corsarios de Mordeille arrimaron escalas a los baluartes y treparon por ellas como equilibristas. Bertrand Suliac, ebrio de alegría, revivía otras escenas: aquellas que le habían visto rebotar, el cuchillo entre los dientes, hasta la altura de los velámenes restallantes, en las luchas del mar. Se apresuraba entre los primeros hacia los parapetos donde flameaba ya el trapo blanco de la rendición.

La bandera española ascendía en la transparencia del cielo, limpio ahora de nubes. Había terminado la empresa heroica. Frente a uno de los arcos del Cabildo, Liniers, como un caballero de gesta, todo luces y bordados, abrazaba al brigadier Beresford y le devolvía la espada coruscante.

El muchacho bretón, que había permanecido en el pasadizo de ronda, abarcó de una ojeada la plaza en la que deliraba la multitud. Los clamores de triunfo brotaban doquier. El Cabildo, la Catedral, la Recova, espejeaban como si los hubieran lustrado para dar más gloria al espectáculo. Bertrand, en la bruma de las lágrimas, comprendió entonces cuánto amaba la libertad, cuán hondamente llevaba metida en la sangre su pasión generosa.

Allá abajo, entre un grupo de blandengues y catalanes, el hombre aguileño le hizo señas con una mano. Mientras bajaba los peldaños de dos en dos, el marinero se dijo que, para ser completamente feliz ese mediodía de victoria, debía agasajar a aquel a quien, sin proponérselo, había burlado. El destino lo había querido así… ¡Mala suerte! Pero hoy se olvidaban las ofensas, hoy renacían a una vida mejor, más pura, más hermosa. Ya habría tiempo de convidarle con cuatro, con seis, con diez copas, en la fonda de Los Tres Reyes; ya habría tiempo de ser su amigo.

El estruendo de la muchedumbre no paraba. En breve los ingleses entregarían sus pertrechos y sus estandartes.

Bertrand se acercó al paisano, cantando a plenos pulmones la canción de los voluntarios marselleses que agita como un huracán las enseñas republicanas. Brillaban sus ojos infantiles; el pelo de bronce, alocado, añadía a su belleza; su entusiasmo se comunicaba como un incendio. En torno aplaudían los lobos del pirata Mordeille alzando los brazos tatuados de azul con mujeres desnudas. El muchacho repetía:

—Allons, enfants de la Patrie,
le jour de gloire…

El paisano levantó la carabina y de un golpe seco de la culata le hundió el cráneo.

*FIN*


Aquí vivieron, Buenos Aires, 1949


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