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Los sueños buscan el mayor peligro

[Cuento - Texto completo.]

Carlos Martínez Moreno

¿Los sueños buscan el mayor peligro?
A pie, con abandono, sobre césped
Van por la orilla de una infancia en sombra.
(Entre sombras perdura aquella infancia.
Aun la impone una espera indestructible.)
Jorge Guillén, “Cántico”
Es triste que el recuerdo incluya todo
y mas aún si es bochornoso el recuerdo.
Jorge Luis Borges, “Los Llanos”

I

El borriquito gris venía por la calle del pueblo, balanceando suavemente su carga de plumeros. El vendedor iba adelante, musitando estupideces de borracho, levantando a menudo las rodillas para franquear inexistentes escalones, dando otras veces largos tropiezos a través de la calle, de la que subía un polvo fino y mortificante que hacía cabecear al borriquito,

Cuando el hombre llegó al bar ató al animalito, con una lazada floja de las riendas, al tronco de un árbol. Apenas se vio solo, el burrito —como si lo olvidaran al cambiar de decorado— tiró torpemente de la atadura y, en un derrumbe lento y ondulante, empavesado por los plumeros, costaló. Quedó allí, en un lecho de maderillas quebradas, y corolas eréctiles de pluma.

Ofrecía a mis ojos de niño su barriga en que el gris se sonrosaba, su triste mirada devorada por un gran iris húmedo, sus dos orejas que decidían tener el susto aparte, curiosamente coronadas por un plumero que se había puesto de través, descuajado e inerte. El borracho salió entonces del bar; vi moverse su boca torcida, vi su rabioso puntapié sobre la barriga del borriquito. Luego, con un cuidado egoísta que se parecía a la ternura, lo puso de píe. Arregló como pudo las árganas de plumeros y regresó al bar mientras el animalito, ya libre, se ponía a andar. El hombre volvió y lo alcanzó al momento, tomándolo de las riendas. Después, impulsivamente, se dio vuelta y, abrazándolo del pescuezo, le dio un largo, sucio y enternecido beso en el hocico. El burrito hacía por librarse de aquel cariño estúpido, de aquel desborde afectivo en que se arrepentía la brutalidad esencial del borracho.

Con el tiempo, he llegado a creer que aquel burrito era verde y que en el gran iris que ofrecía hacía mí se reflejaba, pequeña pero minuciosa, una disparatada imagen del borracho, la parodia de su alma.

El iris del burrito anima uno de los ojos de mi infancia. El otro, fantástico y desvelado, se puebla de miradas ocasionales, pero lo importante es él, su forma desnuda, el vaciado fijo que se habita y deshabita de azares desconocidos y fortuitos de visión, o acaso solo de mis imaginaciones taciturnas y de la luz del cielo. El jardinero de casa estaba enfermo, yacía al fondo de la vieja cochera del vecino; allí vivía, y era posible llegar hasta él franqueando el muro bajo de ladrillo y adobe que separaba los dos corrales. Yo lo veía jadear en la cama, alzar a veces las manos y una indiscernible voz ajena en el entresueño, en la fiebre. A alguna distancia de la cama, una hoja de la puerta de la cochera estaba cerrada y tenía un pequeño agujero oval, en el sitio en que habían hecho saltar un nudo de la madera. La otra estaba abierta y dejaba llegar el fulgor ocre que proyectaba la tapia, el hostil desasosiego de las higueras, cuya sombra trepaba por los listones. Una tarde llegué y nadie estaba junto al jardinero. Entonces, en la penumbra del galpón vi refulgir el ojo saltado de la madera sobre el envés blanquecino de la hoja cerrada. Saqué un lápiz del bolsillo y le dibujé unas pestañas pávidas y enormes, rígidas y separadisimas. Si alguien cruzaba hacia la entrada de la cochera, el ojo se nublaba, y me parecía que la mirada sobrenatural se posaba sobre mi y sobre el jardinero, sobre su suerte terminada. Cuando murió, la cochera se llenó de gente increíble, y apenas me dejaron entrar. Al día siguiente volví al galpón ya vacío y vi que alguien —para entretener su lástima— había dibujado una grotesca, quieta y henchida lágrima un poco más abajo de las pestañas inmóviles. Aquella gota, ofensiva del milagro como las dos que algunas imágenes depositan en las manos de Cristo, quitó al ojo su original condición de inquisidor eterno. Pero no puedo confundirme: el jardinero murió bajo la gran mirada cuando ella, enjuta y vigilante, lo amonestaba sin ninguna torpe incitación de piedad, sin prometerle ninguna lágrima.

Creo que el recuerdo quiere siempre una acotación disparatada que lo alivie de las presencias de la muerte. Mi memoria del jardinero tiene ese ojo saltado en la madera, la de Josecito Guerrero se rodea de una última conversación de despropósitos. En las noches de verano yo aparecía en la puerta de la leñera (que recortaba su umbral de piedra a un metro del nivel de la acera), vestido con un enorme y raído saco, del que solo emergía mi cabeza, tocada con una galerita opaca. Unos pantalones deformes, cuya pretina me rozaba las axilas, y unos zapatos viejos de mi padre completaban la caracterización chaplinesca. Yo tenía ocho años, no había visto todavía a Chaplin en el cine y apenas conocía algunas imitaciones más toscas que la que ensayaba. Esa misma falta de conocimiento del modelo me daba una gozosa libertad de invención, procuraba una faz irresponsable a mis ocurrencias. Hasta envalentonarme, bailaba de espaldas a los chicos, deslizándome a lo largo de la banda de piedra, simulando precipitarme hacia un extremo y detenerme apenas en el borde, gracias al equilibrio de los brazos, al arqueado bastoncillo de junco con que me presentaba a veces. Reían detrás de mí y yo evitaba mirarlos, para no tener conciencia de mi impura diversión, de mi necesidad de darles un personaje para verter en él un instinto, un confuso crecimiento interior hacia la vida.

Luego, animado y desvergonzado, me daba vuelta hacia el público y le proponía lo que en nuestra buena jerga se llamaba un cuento de pura bola. Mi Chaplin se desorbitaba entonces, dejaba de pertenecerme, ajeno en la palabra pero fiel al estilo. Con una imaginación de titiritero, manejaba sucesos y frases incoherentes, tramaba historias alucinantes a propósito del pañuelo que tenia un espectador, de los inconfesables zapatos de otro- Cuando esta veta se extinguía, la desaforada criatura saltaba mentalmente de su escena, se empeñaba en diálogos llameantes e imprevistos con la concurrencia. Una noche —por escarmiento, por rencorosa inferioridad infantil— el personaje eligió a Josecito Guerrero, que solo venía hasta allí a buscar a sus hermanos menores, que no reía mientras los esperaba, como si no quisiera participar en aquella bufonada. Tenía doce años y una seriedad cerrada, prematura, que lo situaba en la edad de nadie, a un tiempo lejos de los niños y de los adultos. (Tenía una cortesía desmayada para los mayores, un aire ausente para los chicos.)

El personaje lo asaltó con frases disparatadas, en un abigarramiento hostil que hacía sentir de antemano el ridículo, la ofensa de toda respuesta. No obstante, las contestaciones de Josecito Guerrero tuvieron una sensatez milagrosa, recatada; parecían estar siempre a punto de disipar el caos en que arremetía otra vez el personaje, cada vez más lleno de agresividad y de malicia, más insufrible y descocado. No puedo recordar las frases, pero si su febril marea en los labios delirantes del personaje, su dulce retroceso lunar en los del muchacho, palidez y traje azul. Solo sé que las grandes jaculatorias que el personaje barbotaba desde dentro de mí sobre la vida (porque en todo su devaneo había una grandeza descolocada, un extraño infortunio de que las frases proféticas se desencontraran con el objeto a profetizar, que esperaba tal vez un golpe de maravilla, un toque mágico), solo recuerdo que esas redondas y recurrentes frases que lanzaba sobre el amor y la existencia de los hombres, para denostarlos, parecían apoyarse sobre mis hombros para abismarse desde allí. Yo los alzaba y bajaba para facilitar el salto, con una entonación simiesca en el movimiento de los brazos, en la incurvación insultante de la figura.

Josecito Guerrero conoció esa afrenta multiplicada, abrumadora. Su don verbal era acaso menor que el del personaje, pero su nobleza, su acercamiento a una instancia callada y última de las cosas, oferente y sencilla, eran mayores.

Aquella fue la última conversación que yo y el personaje tuvimos con él. El personaje tampoco sobrevivió a ese encuentro, murió de la misma exorbitancia interior que se exigiera para violentar ese invencible, triste, meditativo pudor de última niñez.

Al día siguiente de la noticia, al día siguiente de aquella muerte conjunta yo discurría por los alrededores de la iglesia, a la que no me dejaban entrar. (Una vez había caído un rayo en la cúpula y el jacobinismo de mi padre se había transfigurado evocándome las furias del cielo, la deuda de la Iglesia en la tierra frente a un verdadero, altivo, inoficiable Dios.)

Vagaba pues por los alrededores de la iglesia y al bordear una de las paredes laterales, leí sobre el flanco pétreo del edificio, sobre su friso invulnerable, estas cuatro palabras: El anda abundando. La denuncia había sido estampada con tiza por una torpe mano infantil, que hacía trepar las arriscadas letras en el panel de granito. Tuve un momento de penosa vacilación: vi mis años expuestos, el tiempo que me quedaba por andar. La denuncia era literalmente un sinsentido, pero yo estaba más que nadie acostumbrado a usarlos, era un lenguaje que podría haberse escrito expresamente para mí. Atisbé a lo largo de la calle, la vi desierta. Entonces, acercándome más a la inscripción, escupí en su sitio y luego, restregando rápidamente con mi pañuelo, borré los irritantes caracteres garabateados por alguien que se me parecía tanto, en aquel muro de piedra.

 

II

 

Obtuve mi título de médico en 1939 y mis tías estuvieron de acuerdo en que mi porvenir me obligaba a separarme de ellas. AI fin de un equívoco laborioso sobre lo que ellas y yo conveníamos en considerar “mi porvenir”, entreví la liberación. Sentía desvanecerse su triple y unívoca presencia, a medida que el acuoso batir en los flancos del barco me llevaba, a través de la noche de otoño, a Buenos Aires, con mí mujer reciente y mis cartas de recomendación para los estancieros de Pringles, para los caudillos políticos del sur de la provincia. Al día siguiente pisaría la tierra de mi posible fortuna, de mi temerosa e incierta ventura. Me alejaba de ellas pero su longa manus me seguía a través del río. Me habían dado el dinero para los primeros tiempos de exploración y afianzamiento, para el consultorio y el automóvil, para la casa y todo lo que me investiría lentamente de la memoria del viejo médico.

Recuerdo la esperanza de ese viaje, en cuyo fondo latía un indeciso sentido de redención; y la asocio a la vuelta a que me condené un año más tarde, por imposición del cariño senil de las dos tías que quedaban, por la irresistible orden de que fuéramos a vivir con ellas y nos despreocupáramos de todo. Yo me pondría a trabajar en Montevideo, cuidaría su doble arteriosclerosis, discurriría y sufriría en frustración la importancia de una muerte en aquella casa. El año vivido en Pringles se volvía retrospectivamente estúpido: un invierno rompiendo huellas anegadas y heladas en los caminos, desembocando de todos lados en el viento impetuoso que soplaba desde la Sierra de la Ventana, una primavera fría y un árido verano de la pampa, una alternativa de precarios tratamientos, pequeñas operaciones, partos, simuladas devociones de médico rural, lento y tenaz fastidio del sitio y de su gente. Y ahora este regreso, preparado por una larga disputa con Ivannah, por la premonición de mi fracaso.

Las tías viven una decadencia graduada, casi imperceptible, desde ese año de 1940 en que lloraron y conmemoraron sus cumpleaños con cierta dual y recoleta pompa de despedida, asegurando que no llegarían a otros. Entre mi mujer y yo crecieron desde entonces el recelo, la inexpresión, el disgusto mutuo de tener que justificarnos siendo cosa de otros, objetos inertes de un cariño indiviso, opresivo, cuya apariencia samaritana no nos hacía sufrir menos su rapacidad, su horrible y solicito sentido de precio a pagar, en el afán de las tías.

En 1943 intenté la segunda e inútil evasión, solo esta vez. Abandoné a Ivannah y a las tías, huí —por simplismo, por insistencia, por pobre simetría de la fe— a través de otra noche ventosa, a bordo del mismo barco, hacia la misma ciudad de Buenos Aires. Soporté una noche de vaivén en el río, soporté en el camarote compartido a un sefardita repulsivo y dulce, que hablaba como un Buda sentado en su cucheta, meciéndose sobre las piernas dobladas bajo su cuerpo. Asistí distraída, sofocadamente a la exposición de sus varias penurias, dichas con ánimo depuesto, con tradicional sumisión semítica: una quiebra comercial, un adulterio a los que se había resignado, una soledad final de la que se plañía con moderación. Soporté esa dignidad que me era indiferente para no tenerla, a mi vez, cuando me habría correspondido: entré a casa de tío Eduardo, que nada sabía de mis desazones, para gritarle desde el portal (histriónicamente) que me había liberado, sacándome a tirones la emancipatoria corbata roja que llevaba, como si la soterrada pasividad de aquellos cuatro años todavía me oprimiera el cuello. Todo esto fue una estupidez impremeditada; detrás de ella, no fui capaz de un valor resuelto, de una sapiencia hostil a las mediaciones.

En mis primeras noches solas de Olivos soné aún con Ivannah, gorgona que invocaba todas las culpas; las tías, desvaídas, suavemente posesas, dejaban de existir. Solo ella tenía fuerza para recapitular, a propósito de cada incidencia menuda, de cada almuerzo con un amigo, la historia casi laberíntica de mi fracaso.

La recuerdo en noches repetidas, plurales, que se funden para recomponer en la memoria una sola noche enriquecida de detalles, afligente y opima. Ella daba vueltas y hablaba infatigablemente, caminando alrededor de la cama en que yo yacía. Estaba tendido sobre las sábanas, desnudo, exponiendo a su paseo por la habitación la desgastada intimidad de mi cuerpo; no escuchaba su viejo discurso, cuya implacable secuencia apenas toleraba la variante del día, el fervoroso motivo ocasional. No lo escuchaba e Ivannah debía saberlo, pero de todos modos su dramática locuacidad no tenía otro objeto que ella misma, no reclamaba otro auditor. Mientras no la oía, me echaba a pensar arrebatadas delicuescencias físicas, absorto en la contemplación de mi cuerpo —los pies, las corvas, los muslos—, distraído en tenerme esa remota piedad física que se conforma con la actividad de las venas, con el áspero roce de la barba en la palma de la mano; pensaba frases disparatadas, retruécanos que aludieran oscuramente a mi cuerpo, a esa subyacente paciencia animal que no llegaban a tocar las palabras de Ivannah. Una vez, con la cabeza depuesta, sin almohada, vi alzarse mi alto pecho en el ritmo respiratorio, presentí que mi esternón enfilaba la luz: Celosa nave ósea del pecho, lozana Beocia del corazón. La alusión se descubría lentamente, trabucando y distorsionando el sentido, que era aquí inextricablemente servil a la cadencia: mi corazón era beocio, se sometía a una vida estúpida, renovaba la sangre en los rincones de un cuerpo obstinado en la miseria, en el sórdido sueño, en el tiempo que lo trasvivía. Celosa nave ósea del pecho, lozana Beocia del corazón. Lo único lozano en mí podía ser la beocia, la porfiada mediocridad espiritual.

La necesidad de una música —así fuera la de esta frase absurda— parecía siempre invocada por los parlamentos de Ivannah, del mismo modo que la música de los conciertos me hacía siempre el efecto de un estimulante cerebral hacia la incongruencia, hacia la rápida aparición de pensamientos insostenibles que saltaban desde trapecios repentinos, tensos y ardientes.

Una noche estuve tentado de sacar del velador la cajita de música que había comprado ese mismo día, con infantilismo vergonzante; imaginé el efecto que causaría en Ivannah la primera nota, la milagrosa colisión de sus denuestos con aquella monotonía misericordiosa, dulce y empecinada. Tuve la prefiguración de la pequeña caja cruzada sobre mi pecho, de la luz nimbándola y de mi mano, enorme para la fantasmagoría del instrumento, girando en el horror deshecho, como una suave rueda de fuegos artificiales que diera sus últimos volteos sobre la cara anonadada de mi mujer.

Otras veces me ponía a buscar en el vello de mi pecho algo que yo mismo no sabía, acaso un primer hilo gris. Para que el odio de Ivannah tuviera un tono raído, el sabor de una indignidad retorsiva, yo fingía entonces perseguir una, dos, varias pulgas a lo largo de mi cuerpo. (El juego tenía su origen en una locución francesa y en su explicación, que yo recordaba de memoria: “Chercher des poux àquelqu’un: le chicaner à propos de riens”). El estupor de verme le interrumpía el discurso, y yo aprovechaba aquel silencio para dar el tirón de la imaginaria caza y gritar indagándome los dedos, con un entusiasmo poseso: “¡Otra’” Ella sabía que era teatro, que las pulgas que yo me sacaba de encima eran las que espolvoreaba sobre mí su elocuencia. Aquella exclamación debía sonar en sus oídos como un versículo infame en un templo; un versículo que consiguiera la infamia con un solo y pequeño sesgo que lo desviara de la expresión devota. Volvía a sus paseos por la habitación, a sus fatigados reproches, cuya misma mezquindad no soportaba la repetición inmediata. La veía soplando de su mano, inmersa en un fulgor acre, miles de espinitas errantes, que no llegaban a clavarse en mí. Su actitud tenía que ser deprimente, como el esfuerzo de inflar y vaciar los carrillos. Parecería una parodia del ex-libris de Larousse y su inscripción bienhechora; siembro a todos los vientos.

Al final, vencida, suciamente somnolienta, cortaba de golpe e iba hacia su lado de la cama, sentándose para desvestirse. La luz que encendía en su mesa de noche me la devolvía sobre la pared en el acto perverso de enrularse la cabellera con papelitos. Luego corría sobre los rulos la tenue sombra de un pañuelo de gasa, que parecía tener piedad de aquella cabeza y enjugar sus maldades, dulcificando el perfil romano sobre la moneda amarillosa que le fiaba el halo de la lámpara. Cuando creía que yo, vuelto de espaldas, ya estaba dormido, ella sentía llegada la hora de la bondad, la hora de mi salvación a pesar mío. (El puntapié, el beso en el hocico.) Rezaba entonces con una ligera animación inaudible de los labios en la moneda (no sé por qué precisaba luz para rezar), hasta que su misma extenuación, el mismo desaliento que le causaba deponer el odio, parecían arrastrar desde dentro de ella la oscuridad, al término de sus oraciones.

La vida —dijeron una vez a la entrada del sueño, cuando apenas la moneda se había borrado, cuando apenas los labios de Ivannah habían soplado la noche hacia su orla—, la vida, ese tejido de obscenidades y lamentaciones. No existen aún las paredes para la sombra de los fantasmas, y los que deberíamos alzarlas nos jactamos de que sea la sombra la que no exista. Yo quise erigir el flanco pétreo de la iglesia para la frase, para verla escrita en tiza, corpórea en su disparate como la otra. Mi sueño no era capaz; para sobrevivirme borré otra vez, devoré la sentencia, plegué los cielos sobre mi cabeza, dormí.

He visto muchas noches aquel rito final de Ivannah, he espiado petitorios por mí ánima que se alimentaban de un fervor despectivo; solo he enajenado el sabor misterioso de estos hechos al volver al lado de ella, al compartir su fe contra la vida (en mí con un sentido más desasido, menos traficante de la desventura). Ésta debe ser la concordia prometida, una triste concordia; el rostro con que se nos promete es seco y desolado, acaso porque la promesa es tal que no se precisa buena cara para ofrecerla.

Así, ahora, quiere cundir la paz en mi derredor. Pero Dios mismo se propone el espacio de mi sinsueño. Algunas noches, mientras Ivannah duerme, Él toca levemente mis párpados, abre en mi un ojo como el de las largas pestañas y me desvela. Abre en mi un ojo como el de las largas pestañas y yo pongo de mi parte la quieta y henchida lágrima, la misma que no sé quién dibujó y tuvo en toda mi infancia un sentido de extrañamiento receloso, conminatorio.

Debería abandonar las imágenes y decir crudamente: cedí a la presión de Ivannah y de las tías, volví al compromiso y a la vida junto a ellas, lapidé y dejé que lapidaran en mí todo impulso de escándalo social. Debería decir crudamente: me quedaba solo una forma de apartar de mí estas presencias, su intangible opresión. Me di a Dios, forma de írmeles sin que me vieran, suprimiendo sus intercesiones lastimosas.

Me cuesta hablar de todo esto, descabezar el pabilo de esta historia. Un azar trivial (mediocre, punzante) me ha inducido a escribirla: anoche encontré a un amigo perdido hace muchos años, desde antes de mi viaje a Pringles. Lo vi avanzar inevitablemente, presentí el abrazo, el largo reconocimiento. Sin titubeos, me decidí a la mentira para abreviar las respuestas. Debía contestarle según las previsiones de lo más sólito, de lo que dejara menos sitio al comentario, al compadecimiento locuaz, a la hipocresía. Habría precisado el ímpetu descaminado e hiriente del personaje, su confianza en la voz, en los gestos, en la persuasión de las palabras torrentosas. Pero el personaje ya no vivía en mi ni siquiera para defenderme. En un tiempo, había sido capaz de saquear la cordura ajena; ahora no me asistía para defender esta melancólica cordura última; la de mentir púdicamente sobre mí mismo.

Aun sin su asistencia, yo fui inventando dadivosamente; sí, me había graduado en 1939, había trabajado siempre aquí, me iba muy bien; sí, las tres tías vivían, mis padres también (omití que mi padre había abandonado a mi madre y muerto dos años después, que mi madre había muerto tres años más tarde, por propia madurez de su decadencia, de ese enrarecimiento que se aposenta en el alma de las viejas mujeres que guardan un duelo sin amor); sí, me había casado; un hijo y una hija, mentí en seguida, porque era lo más aceptable para el que no nos ha visto en diez años. “Muy bien, un casalcito”, era la respuesta inmemorial, previsible. Yo iba aliviándome de las contestaciones como si las soltara de mi y las pusiese en mi hombro, para que desde allí pudieran suciamente volar. Y cuando alguna me parecía haber partido, la acompañaba con una ligera depresión de los hombros, que daba a mi cuerpo una incurvación de agradecimiento mendicante (alegrémonos de que, por lo menos, sea fácil la credulidad de quienes no nos importan).

 

III

 

Quiero decir que no he ignorado, que he entrevisto un sentido de la redención, de la belleza, del bien. No estaba al alcance de mi mano, pero tampoco demasiado lejos. Solo me he aproximado a esos .grandes nombres cuando me ha impelido la tentación de agraviarlos; ofenderlos, hollarlos a cambio de condiciones impuras, de sueños resentidos. La muerte de Josecito Guerrero fue un triunfo desorbitado del personaje. El personaje estaba pródigamente dotado para cualquier empresa, pero no le interesaban los fines convencionalmente mejores; no le interesaban otra generosidad, otra facundia que las de la desgracia, porque calaba en ella la hondura de la especie. Conocía las palabras, podía pronunciarlo con dulzura pero abominaba el idioma de maravilla mostrenca que le ofrecían. Veía que los sueños de los demás pacían en un mismo prado, aspiraban a una misma leticia, comulgaban fraternalmente en la vulgaridad primera. Y entonces, en vez de odiar a la vulgaridad odiaba a la fraternidad, apuntaba a la actitud y no a su destino.

En el fondo, no sé si ese desafío a los bienes mayores —que ha crecido en mí desde una infancia invasora— no nace de la desconfianza de que realmente sean los bienes mayores. Me dolería la imposible superficialidad de acogerme a la nobleza, al bien, a las virtudes sin refregarles antes la cara, para ver qué esconden, de qué transfigurada o ruda trapacería (almas agudas, almas bastas) está hecha su trama. Me he pasado la vida en esa inquisición hosca, fascinante. Dé ella me ha venido el desánimo de las otras aventuras; no tiene sentido pensar en una educación de la sensibilidad, en una beatitud a fuerza de méritos. Odio la perseverancia espiritual tanto como las corazonadas, me gusta todavía avergonzar a las bondades ajenas cuando son naturales y gratuitas, cuando son solo estados originarios y herbáceos del bien, sobrepuestos a la cepa primitiva, a la estupidez del hombre, cuando esa misma cepa no ha mejorado en el injerto y solo sostiene una providencial ramazón que le es extraña.

(Estoy harto del alma-buena-de-los-fracasados, de la literatura que redime prostitutas solo porque lo sean, y en la cual un simple sujeto, porque lo coloquen en la alta noche tras una taza de café donde va dejando caer la ceniza de su cigarrillo, y lo hagan estregarse la barba con el pensamiento de que tiene treinta y cinco años y no ha hecho todavía nada, es ya un objeto legítimo de piedad.)

Las virtudes rinden su interés, que es la paz interior. Quizá los hombres las practican por eso, sin indagar qué inclinación tienen sus almas individuales, solas, incomunicables, a ese bien monetario de la moral en que quieren convertirlas, sin indagar de qué materia de denuedos o de furia o de timidez o de fe están hechas esas almas. Yo he corrompido mi propia alma, tal vez así sea; pero no he querido enajenarla a cuenta de que hay un prometido objeto de cambios en cuya busca tropezaría y me daría de codazos con los demás, prueba tumultuaria de que su validez es cierta y eterna. Sé bien que todo esto se llama nihilismo, en su faz de irresponsabilidad; pero en la de su silencio acaso se llame desinterés.

Al fin de cuentas, la suerte no me ha permitido creer que la vida sea todo, ni que su inconsecuencia final la desbarate todo. Un sueño reciente y obstinado quiere revelarme que mi último castigo consistirá en narrar a una cara desconocida (¿la de Dios, la de algún auditor mortal?) mi propia historia. Como una penitencia lo consumo, prometiéndome que mi culpa extrema no será meramente literaria, sino confesional.

*FIN*


Número, 1950


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