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Los viejos -y siempre nuevos- cuentos populares


Miguel Díez R.

«Dios inventó al hombre para oírle contar cuentos»
-Dicho popular

«Una tonada es más perdurable que el canto de los pájaros y un cuento es más perdurable que toda la riqueza del mundo.»
-Proverbio irlandés


Contar historias, sin más, por el puro placer de narrar, es una pasión tan antigua y universal como el goce de oírlas. Y al ser el hombre, por naturaleza, contador y receptor de historias, podemos imaginar que los primeros cuentos nacieron en las largas noches de los tiempos primigenios en que, alrededor del fuego de una caverna, los primitivos cazadores contaban oral y gestualmente algún suceso real o fantástico: el riesgo de una peligrosa aventura de caza, el espanto sobrecogedor ante la luz del relámpago y el estruendo del trueno o la fascinación por la inmensidad insondable y desconocida del mar. Los relatos eran dirigidos a los miembros de la tribu, encandilados oyentes de aquellas historias que, en las cavernas y alrededor del fuego, amenizaban sus precarias vidas y las medrosas horas de las noches interminables. Porque, como decía una vieja narradora quechua: «los cuentos se contaban -sobre todo- para dormir el miedo».

La imaginación, la fantasía, la curiosidad, la atracción y el temor por lo maravilloso y misterioso son capacidades propias del hombre en todo tiempo y lugar, como también lo son la necesidad de distracción, de evasión y de expresar las emociones. Pues bien, los relatos orales, los viejos cuentos, han servido para dar salida y colmar en parte dichas capacidades y necesidades, de las que surge imperiosamente la facultad de narrar y también de escuchar.

Todavía hoy, en un mundo tan tecnificado, mediático y unificado, convertido en «aldea global» por las autopistas de la información y prosternado -como ferviente adorador- ante cualquier clase de imagen, podemos contemplar al narrador de cuentos sentado en el zoco de un mercado oriental; en el espacio tan anchoroso, vivo y colorista, de la plaza “Jemaa’ El Fna” de Marrakech; delante de la choza de un poblado africano; bajo «el árbol de la memoria» de la selva amazónica o convertido en «cuentacuentos» de nuestras modernas ciudades, ante personas muy distintas que, con la misma avidez que aquel público de las cuevas prehistóricas, le miran fijamente, y oyen y escuchan atentamente antiguas historias sin fecha o renovadas ficciones.

El cuento popular pertenece al folclore, es decir, al «saber tradicional del pueblo», y en esto es semejante a los usos y costumbres, ceremonias, fiestas, juegos, bailes, etc.; y en la literatura denominada popular y tradicional, se sitúa al lado de los mitos, las leyendas, los romances y baladas. Nacen los cuentos populares en una tradición cultural determinada y se transmiten oralmente, en voz alta, en las plazas públicas o en torno al fuego del hogar.

El cuento popular es anónimo. Por supuesto que tuvo que haber, y hay, un autor inicial, pero cuando la comunidad se reconoce en el relato y lo hace suyo, el autor se olvida y, desde ese momento, el cuento se convierte en un bien mostrenco, patrimonio colectivo de todo un pueblo. Precisamente por dicha anonimia, los cuentos están abiertos en su proceso de creación y recreación, y se actualizan y acomodan continuamente a la diversidad del público y de las circunstancias, incluso en el mismo acto narrativo. Las variantes y modificaciones pueden deberse a la adaptación, a la modernización o a la eliminación de elementos arcaicos, a la alteración en el orden de los episodios, a la adición de algún pasaje, a la fusión y contaminación con otros cuentos y, por supuesto, al olvido de ciertos rasgos y detalles.

Además, según pueblos y tradiciones, cada cuento tiene su sello propio, y el narrador mismo le imprime su talante y estilo. Porque el acierto y el éxito de estos relatos de carácter oral y popular no radica sólo en la fábula o historia -en el argumento-, sino, especialmente en el arte de narrar, tanto más refinado y difícil que el de escribir. Las pausas, la entonación, los énfasis, el gesto y los ademanes enriquecen -o empobrecen- el cuento y lo desacreditan o refuerzan. Pero lo más importante son las palabras. El escritor mexicano Alfonso Reyes evocaba a un narrador popular de su niñez que, cuando se le pedía que contase un cuento, se concentraba y decía: voy a recordar las palabras. El cuento, añadía Reyes, era para él un poema en prosa. Era ese hombre el legítimo narrador de historias o «Tusitala», como llamaban a Robert L. Stevenson los isleños de Samoa1.

Sin entrar a fondo en la compleja cuestión del origen del cuento popular y simplificando mucho, podríamos hablar de la hipótesis de un origen común y un posterior proceso de difusión y préstamo, según la llamada teoría monogenética. Pero otra teoría, un tanto sorpresiva, la poligenética, defiende un origen múltiple, es decir, diferentes nacimientos independientes en diferentes lugares y tiempos, basándose en el principio de la esencial unidad del pensamiento y sentimiento humanos.

Como muy bien dice Anderson Imbert, ambas hipótesis -mono y poligenética- pueden ser sugerentes y aun útiles, pero ninguna de ellas vale como explicación verdadera y única aplicable a todos los cuentos. Tal cuento que aparece en El conde Lucanor, sí deriva de uno que se difundió desde la India por varias culturas hasta llegar a España; pero, en cambio, tal otro cuento del mismo libro coincide con uno de la India, no porque allí tuviera su remota fuente, sino porque hindúes y españoles, por ser hombres, sintieron y pensaron lo mismo2. Cuanto más se conocen los cuentos y leyendas populares de los países del mundo, más evidente resulta la profunda unidad del espíritu humano.

“El amor, la alegría y el dolor son sentimientos humanos, que florecen por doquier, sentimientos que originan en todas partes manifestaciones y efectos parecidos; y, como aquellos, también la ambición, la envidia, el odio la bondad y la maldad son cualidades que germinan en todas las almas y producen así mismo reacciones semejantes. ¿Qué de extraño tiene que se registren coincidencias, que parecen plagios en las ideas en los pensamientos y en las producciones literarias?3

Supuesto lo anteriormente afirmado, lo que sí sigue siendo más sobresaliente de la vida del cuento es su difusión en el espacio; pues muchas veces y de manera imprevista, un cuento nacido en una determinada comunidad, que frecuentemente nos es desconocida, pasa a otra y luego a otra hasta llegar con distintas formas a lugares muy apartados de su origen. Múltiples versiones recogidas en diversas partes del mundo ofrecen curiosas variante que enmascaran y confunden la forma original, pero que mantienen el fondo esencial del relato.

Un ejemplo es una historia tan conocida y extendida universalmente como la de «Cenicienta». ¿Cuándo surgió por vez primera? Es imposible responder, pero, como ha informado Bettelheim, sabemos que existe una versión china de este cuento escrita hace más de mil años por un tal Tuan Ch’eng-shih, un precoz recopilador de cuentos populares; y él mismo decía que se trataba de una historia ya muy vieja en su tiempo y que no había dejado de transmitirse de generación en generación.

“Viajeros del tiempo y de las culturas, cambiantes pero fieles en el fondo a su sustancia íntima, los cuentos acompañan al hombre y lo flanquean con una solicitud de viejo perro que comparte sus faenas, sus horas de descanso, sus luchas y sus largas migraciones a través de ríos, cordilleras y desiertos”4.

Se puede afirmar que el cuento es la sustancia primera o nutricia de la literatura narrativa, la narración por excelencia; y, dada su variedad, en el cuento cabe todo: lo real y lo maravilloso, la enseñanza y la diversión, lo trágico y lo cómico, el mundo cotidiano y el sueño misterioso, el mundo infantil y el del adulto, el amor y el odio, la crueldad y la bondad, la venganza y la generosidad. «Todo es cuento en esta vida», ha escrito Rafael Conte, y lo mejor del hombre y en donde mejor se expresa y se comprende es en su capacidad de contar y de oír cuentos.

Por su denominación, parece que los llamados «cuentos de hadas» tuvieran que presentar siempre estos fantásticos personajes femeninos; sin embargo, no es así en la mayoría de los casos. A partir de los estudios del ruso Vladímir Propp (1895-1970), el concepto de «cuento de hadas» se trasforma y se convierte en el de «cuento maravilloso», propio de todas las culturas y de todos los pueblos. Entre los variados tipos de relatos breves populares, ellos son los verdaderos cuentos; o, como dice Propp, «cuentos en el sentido propio de esta palabra».

Van Gennep propone la siguiente y muy escueta definición de este tipo de cuentos: «Una maravillosa y novelesca narración, sin localizar el lugar de la acción ni individualizar sus personajes, que responde a una concepción infantil del universo y que es de una indiferencia moral absoluta»5.

Hablamos, pues, de relatos imaginativos y fantásticos por la abundancia de elementos maravillosos -seres sobrenaturales como hadas, brujas, gigantes, sucesos extraordinarios…-, de origen popular y transmisión oral, generalmente en prosa, sin ninguna pretensión moral, de pura diversión o entretenimiento para el oyente que, además, nunca reclamará su credibilidad. Un clima de gracia primitiva, de ingenua frescura envuelve este mundo atemporal y de ensueño.

Los personajes no poseen un carácter definido, sino que son estereotipos carentes de profundidad y desarrollo psicológico, que actúan y se agotan en función de la trama. La acción se desarrolla en un tiempo ucrónico y en un lugar utópico, y el héroe -el protagonista-, encarna todo tipo de virtudes: valor, bondad, generosidad… y, sobre todo, astucia. Es esencialmente viajero y errante, se encuentra con sucesivos obstáculos y enemigos a los que al final siempre vence con el apoyo de ayudantes, ya sean animales o seres sobrenaturales, que utilizan sus cualidades no humanas para socorrerlo, aunque se comportan como humanos en todo lo demás. Por el contrario, los antagonistas son malvados, crueles, envidiosos y egoístas. El final es siempre -o casi siempre- feliz: la boda como recompensa, el generoso perdón de los enemigos, etc; y, por supuesto, los malvados -los antagonistas- son cruelmente castigados, particularmente las brujas.

Según Bettelheim, los comienzos de los cuentos maravillosos sugieren que lo que se va a contar no pertenece al aquí ni al ahora que conocemos: «Érase una vez…», «En un lejano país…», «Érase una vez un viejo castillo en medio de un enorme y frondoso bosque..»; [Stith Thompson cita esta curiosa fórmula introductoria de un cuento ruso, mucho más elaborada: «En los tiempos pasados, cuando el mundo de Dios estaba todavía lleno de espíritus, brujas y ninfas, cuando todavía corrían ríos de leche, cuando las orillas de los arroyos estaban hechas de gachas y perdices asadas volando sobre los campos… »]. La deliberada vaguedad de los comienzos de estos cuentos simboliza el abandono del mundo concreto, de la realidad cotidiana. Mientras que el «hace mucho tiempo» supone que vamos a aprender cosas de tiempos remotos; son las oscuras cuevas, los viejos castillos, los bosques impenetrables o las habitaciones cerradas en las que está prohibida la entrada, los que nos sugieren que algo oculto va a sernos revelado6. De acuerdo con este carácter irrealista, el cuento maravilloso carece de descripciones detalladas de ambientes y paisajes, pues, como afirma Tolkien, este tipo de cuentos se refieren a «las aventuras de los hombres en un reino peligroso de límites sombríos».

El final de la historia se marca mediante alguna fórmula que cierra y sella el cauce narrativo: «Y vivieron felices y comieron perdices y a mí me dieron con los huesos en las narices», «Y colorín colorado este cuento se ha acabado». [A propósito de la deliberada vaguedad de los comienzos de estos cuentos y de esta última fórmula final, el escritor venezolano José Antonio Martín recordaba el cuento que le había contado cierto día su hija Adriana, cansada de que siempre le estuviese pidiendo un cuento: «Había una vez un colorín colorado». Se trata del cuento más breve y el más largo y caudaloso que se pueda imaginar, pues esas tres primeras palabras y las tres últimas encierran todos los cuentos del mundo]

Pero lo que realmente distingue a gran parte de los cuentos maravillosos de otras narraciones, es su organización, o sea, su composición interna, pues la sucesión de episodios y motivos presenta «una estructura y otras características bastante estables a lo largo de los siglos y muy semejantes en todas las culturas en las que se pueden recoger, lo que no ha impedido su aclimatación a cada una de ellas en aspectos, por lo general, no estructurales, y aún con intenso sabor local»7.

Sobre un corpus de cien cuentos populares maravillosos del rico folclores ruso, recogidos por Afanásiev, el ya citado estudioso ruso Vladimir Propp (1895-1970), en su conocido trabajo Morfología del cuento (1928), -uno de los libros de mayor influjo en los estudios sobre el cuento popular- fue el primero que descubrió, en la aparente diversidad de estos cuentos tradicionales, una estructura formal muy definida, demostrando que la elaboración de este tipo de narraciones era mucho menos espontánea o casual de lo que en principio se podría pensar. Los estudios de Propp han traspasado los límites del folclore de la Madre Rusia y han servido de fecundo modelo de análisis para otros muchos cuentos maravillosos de todo el mundo.

En síntesis, y según el citado autor, lo más importante del cuento maravilloso son las funciones o acciones diversas de cada tipo de personajes, definidas desde el punto de vista de su significación en el desarrollo de la trama y que, por tanto, son las partes constitutivas y fundamentales de la historia, que culminan con el desenlace final. Pues bien, el estudioso ruso redujo a treinta y una las funciones de los cuentos maravillosos estudiados por él. Aunque, naturalmente, no en todos los cuentos aparecen todas las funciones, lo verdaderamente sorprendente es que el orden de sucesión en que aparecen sí es siempre el mismo. Si las funciones son limitadas, los personajes -aunque es verdad que son siete fundamentales-, y los ambientes son muy numerosos. Esto explica, sigue diciendo Propp, el doble aspecto del cuento maravilloso: por una parte, su extraordinaria diversidad y su abigarrado pintoresquismo, pero, por otra, su uniformidad no menos extraordinaria, que llega incluso a la monotonía8.

Esta estructura de los cuentos maravillosos, tan detenida y exhaustivamente analizada por Propp, se pude reducir, de un manera elemental y para un número importante de tales cuentos, a la siguiente sucesión de acontecimientos: «El héroe padece una carencia o, alternativamente, sufre una agresión; se aleja del hogar familiar; en el camino encontrará a un donante que le hará entrega de un objeto maravilloso, o a un ayudante mágico que le auxiliará, o a un informante que le instruirá en el comportamiento correcto que deberá observar para poder triunfar y, gracias a alguna de estas ayudas, logrará superar las pruebas prematrimoniales y casarse con la princesa, con lo que la carencia inicial quedará solucionada; o también, alternativamente, vencer a un dragón, gigante o similar, y reparar la fechoría9»

En fin, dejando aparte las sugestivas teorías de Vladimir Propp, y ya para terminar, podemos completar lo anteriormente dicho, analizando someramente, la lengua empleada en los cuentos tradicionales. Lo que más destaca es su sencillez: una lengua directa, fluida y sin ningún tipo de artificios, aunque con frecuencia muy expresiva. Además, el uso de palabras y giros arcaizantes, el gusto por las onomatopeyas y jitanjáforas -como en el lenguaje infantil-, los refranes y proverbios, las comparaciones y el estilo directo, son características estilísticas propias de las narraciones populares de transmisión oral, que los recopiladores de cuentos han conservado e, incluso, intensificado en sus retoques literarios; sin olvidar los diversos tipos de recurrencia fácilmente observables, como, por ejemplo, la repetición de fórmulas para indicar situaciones semejantes o paralelas, una misma cancioncilla a lo largo del relato, ciertos números mágicos -tres, siete, doce-, etc.

Aunque los llamados cuentos maravillosos hunden sus raíces en la misma mitología clásica y en otras narraciones orientales de la antigüedad más lejana o en colecciones tan importante como Las mil y una noches -por cierto no conocida en Europa hasta el siglo XVIII-, fue, superado el Renacimiento, cuando cobraron particular fama en Francia con Mme. D’ Aulnoy (1650-1705), Charles Perrault (1688-1703) y Mme. Le Prince de Beaumont (1711-1780); y, ya en el Romanticismo, en Alemania, donde reciben el nombre de Marchen, con los hermanos Grimm -Jacob Ludwign (1785-1863) y Wilhelm Karl (1786-1859)-; En Dinamarca, con Hans Cristian Andersen (1805-1875) y en Rusia, con el famoso recopilador Alexander Afanásiev (1826-1871). Algunos de los cuentos populares más famosos y perennes, patrimonio colectivo de toda la humanidad, son los que estos autores recogieron de la tradición popular y difundieron y perennizaron en acertadas versiones. Estos son los casos de «La Cenicienta», «La Bella Durmiente», «Caperucita Roja», «Blancanieves y los siete Enanitos», «El Gato con botas», «La Bella y la Bestia», «Hänsel Gretel», «El Patito feo», «Vasilisa la Bella», «La Princesa Durmiente y los siete Gigantes», etc.

Pero no podemos reducirnos a estos ejemplos tan conocidos de la vieja Europa porque se puede afirmar que todas los continentes, todas las regiones y todos los países poseen cuentos repetidos y enraizados en su tradición y, en ocasiones, conocidos allende sus fronteras. Téngase presente, por poner un ejemplo, el caso de Japón, con estos tres títulos tan significativos: «Momotaro», «Urashima» y «El espejo de Matsuyama».

También las clásicas colecciones de relatos han proporcionado cuentos que, difundidos aisladamente, se han extendido por todas partes y se han convertido en parte de ese patrimonio universal y colectivo al que nos hemos referido. Recordemos la historia de «El Cíclope Polifemo» de la Odisea (siglo VIII a. C.) o la de «Nala y Damayanti» de la epopeya nacional de la India, Mahabharata (compuesta en el siglo IV d. C., pero que recoge una tradición antiquísima). Sin olvidar algunos de los cuentos de Las mil y una noches como «Alí Babá y los cuarenta ladrones» o «Aladino y la lámpara maravillosa» -considerado uno de los cuentos maravillosos más célebre del mundo- o, en fin algunos de los relatos incluidos en El conde Lucanor (1335) de nuestro Don Juan Manuel, el Decamerón (1350-1365) del italiano Boccaccio o Los cuentos de Canterbury (h.1386) del inglés Chaucer.

Los viejos cuentos son hitos dispersos del imaginario universal, de la memoria colectiva. Florecen en todas las lenguas, se revisten de distintas formas, se relacionan y engarzan misteriosamente e impregnan -sin que nos demos cuenta- el aire que respiramos, los sonidos que oímos, las imágenes que vemos y las vidas que vivimos.

Mantener viva la memoria de esos viejos cuentos, conocerlos, leyéndolos o escuchándolos, son modos de integrarnos en la comunidad humana, de zambullirnos en las aguas profundas del mar del mundo y, sobre todo, un medio de vencer el tiempo, porque como dijo Ramón del Valle-Inclán, «sólo la memoria alcanza a encender un cirio en las tinieblas del tiempo», especialmente cuando esa memoria es la de las fantasías más hermosas y maravillosas que la mente humana ha creado.

Como colofón, terminemos con el siguiente texto del escritor francés Jean-Claude Carriére:

«Una anécdota persa muy antigua muestra al narrador como un hombre aislado, de pie en una roca cara al océano. Cuenta sin descanso una historia tras otra, deteniéndose apenas un momento para beber, de vez en cuando, un vaso de agua.

El océano, fascinado, lo escucha en calma.

Y el autor anónimo añade:

-Si un día el narrador callase, o si alguien lo hiciese callar, nadie puede decir lo que haría el océano».

FIN


Notas

1. Alfonso Reyes, La experiencia literaria. Losada, Buenos Aires 1961, págs 55-56
2. Enrique Anderson Imbert, Teoría y técnica del cuento. Ariel, Barcelona, Págs. 21-22
3. Leandro Carré Alvarellos, Las leyendas tradicionales gallegas. Espasa Calpe (Austral, 471) , Madrid 1978, pág. 19.
4. Jorge Rivera, El cuento popular. Centro Editor de América Latina, Buenos Aires 1985, Pág 7.
5. Van Gennep, La formación de las leyendas (1910). Alta Fulla, Barcelona 1982, págs. 20-21.
6. Bruno Bettelheim, Psicoanálisis de los cuentos de hadas, Crítica, Barcelona 1994, pág. 69.
7. Antonio Rodríguez Almodóvar, Cuentos al amor de la lumbre, I, Anaya, madrid 1984, pág. 21
8. Vladimir Propp, Morfología del cuento, Fundamentos, Madrid 1981, págs. 31-36. Propp empleó la palabra morfología para este estudio analítico del cuento, porque consiste en describirlo según las partes, elementos y formas constitutivas, y las relaciones de estos entre sí. Además, y entre otros trabajos, publicó Las raíces históricas del cuento (1946), que con Morfología…constituyen el núcleo de la teoría del cuento formulada por el autor ruso.
9. Julio Camarena y Máxime Chevalier, prefacio a Catálogo tipológico del cuento folclórico español. Cuentos maravillosos. Gredos, Madrid 1995, pág. 69.


Miguel Díez R.: Profesor de Literatura Española, es autor de Antología del cuento literario (Alhambra, Madrid) y Antología de cuentos e historias mínimas (Espasa Calpe, Madrid). También ha publicado, en colaboración con Paz Díez Taboada: Antología de la poesía española del siglo XX (Istmo, Madrid); La memoria de los cuentos. Un viaje por los cuentos populares del mundo (Espasa Calpe). Se encuentra en prensa Antología comentada de la poesía lírica española (Cátedra, Madrid 2005).



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