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Los zapatos de la sirvienta

[Cuento - Texto completo.]

Bernard Malamud

La sirvienta le había dejado sus señas a la mujer del portero. Dijo que buscaba trabajo fijo y que tomaría cualquier cosa, pero que prefería no trabajar para una vieja. Sin embargo, si no había más remedio lo haría. Tenía cuarenta y cinco años y parecía mayor. La cara gastada, pero el pelo negro y lindos los ojos y los labios. Le quedaban pocos dientes sanos y esto le producía gran turbación cuando se reía. Aunque era principio de octubre, hacía frío ese año en Roma y los vendedores de castañas ya se inclinaban sobre sus calderos de brillantes carbones; sin embargo la sirvienta solo llevaba un raído vestido de algodón negro, rajado en el costado izquierdo, donde unos diez centímetros de costura se habían abierto sobre la cadera, descubriendo su ropa interior. Lo había cosido varias veces, pero ésta era una de ésas en que había vuelto a abrirse. Sus piernas gruesas, aunque bien formadas, estaban desnudas y cuando fue a hablar con la portinaia llevaba chinelas de entrecasa: había lavado todo el día para una señora de esa misma cuadra y llevaba los zapatos en una bolsa de papel. Tres eran las casas de departamentos relativamente nuevas de la calle empinada, y en las tres la sirvienta dejó sus señas.

La portinaia, una mujer regordeta que usaba una pollera de tweed marrón heredada de una familia inglesa que vivió en el edificio, dijo que tendría en cuenta a la sirvienta, pero después se olvidó hasta de que el profesor norteamericano se mudó al departamento amueblado del quinto piso y le pidió que le ayudara a buscar una sirvienta. La portinaia le trajo una muchacha de la vecindad, de dieciséis años, recién llegada de Umbría, que compareció con su tía. Pero al profesor, Orlando Krantz, no le gustó la manera en que la tía recomendaba ciertas cualidades de la muchacha, de modo que las despachó. Le dijo a la portinaia que estaba buscando una mujer mayor, alguien por quien no tuviera que preocuparse. Entonces la portinaia se acordó de la sirvienta que le había dejado su nombre y su dirección; fue hasta la casa de la via Appia Antica, cerca de las catacumbas y le dijo que un norteamericano estaba buscando una sirvienta mezzo servizio y que la recomendaría si llegaban a un acuerdo que valiera la pena. La sirvienta, que se llamaba Rosa, se encogió de hombros y miró obstinadamente a la calle. Dijo que no tenía nada que ofrecerle a la portinaia.

—Mira lo que llevo puesto —dijo—, mira esa pila de escombros,

¿puede llamársele casa? Aquí vivo con mi hijo y la perra de su mujer que cuenta hasta las cucharadas de sopa que me tomo. Me tratan como una basura y mi único patrimonio es la basura.

—Nada puedo hacer por ti en tal caso —dijo la portinaia—. Yo tengo que pensar en mí y en mi marido. Pero desde la parada del ómnibus se volvió y le dijo a la sirvienta que la recomendaría al profesor norteamericano si cuando cobrara el primer sueldo le daba cinco mil liras.

—¿Cuánto me pagará él? —preguntó la sirvienta a la portinaia.

—Le pediré dieciocho mil por mes. Dile que el transporte te sale doscientas liras diarias.

—Está bastante bien —dijo Rosa—, me costará cuarenta de ida y cuarenta de vuelta. Pero si me paga dieciocho te daré las cinco mil, siempre y cuando me firmes que eso es todo lo que te debo.

—Te lo firmaré —contestó la portinaia, y recomendó la sirvienta al profesor norteamericano.

Orlando Krantz era un hombre nervioso de sesenta años. Tenía mansos ojos grises, una boca ancha y un mentón saliente y hendido. Su redonda cabeza estaba calva y tenía un poco de barriga, aunque por lo demás era delgado. Parecía un poco raro, pero era una autoridad en leyes, le dijo la portinaia a Rosa. El profesor se pasaba todo el día sentado escribiendo ante una mesa de su estudio, pero cada media hora se levantaba con cualquier pretexto para observar nerviosamente lo que sucedía. Le preocupaba cómo marchaban las cosas y salía a menudo del estudio para ver. Miraba trabajar a Rosa y luego volvía a entrar y escribía. A la media hora volvía a salir y se lavaba ostensiblemente las manos o tomaba un vaso de agua, pero en realidad pasaba para ver qué hacía la sirvienta. Ella hacía lo que debía. Trabajaba de prisa, especialmente cuando él la observaba. El profesor pensó que no parecía feliz, pero eso no era asunto suyo. La vida de esta gente estaba llena de dificultades, a veces sórdidas; lo mejor era no meterse.

Era el segundo año que el profesor pasaba en Italia: el primero en

Milán, éste en Roma. Había alquilado un gran departamento de tres habitaciones, una de las cuales usaba como estudio. Su mujer y su hija, que habían vuelto de visita a los Estados Unidos en agosto, ocuparían los otros dormitorios; las esperaba dentro de poco. Cuando volvieran las señoras, le dijo a Rosa, la tomaría para el día entero. Había un cuarto de servicio donde podría dormir; en realidad ella ya lo usaba como propio, aunque solo se quedaba de nueve a cuatro. Rosa aceptó el arreglo para el día entero, pues eso significaba todas sus comidas y no tener que pagar alquiler a su hijo y a la cara de perro de su mujer.

Hasta tanto volvieran Mrs. Krantz y su hija, Rosa se ocupaba de las compras y la cocina. Cuando llegaba preparaba el desayuno del profesor y a la una, el almuerzo. Le ofreció quedarse después de las cuatro y prepararle la cena, que él tomaba a las seis, pero el profesor prefirió seguir comiendo fuera.

Después de las compras Rosa limpiaba la casa fregando concienzudamente, con un trapo húmedo en la punta de un palo, los pisos de mármol, aunque al profesor no le parecían particularmente sucios. También lavaba y planchaba la ropa blanca. Era trabajadora; sus chinelas repiqueteaban cuando pasaba apurada de un cuarto a otro, y a menudo solía terminar casi una hora antes de cumplir la jornada; se retiraba entonces al cuarto de servicio y leía Tempo o Epoca, o a veces una fotonovela de amor, con las palabras impresas en bastardilla debajo de cada foto. A menudo bajaba la cama adosada a la pared y se metía entre las frazadas para estar calentita. El tiempo se había puesto lluvioso y ahora el departamento resultaba inconfortablemente frío. La administración de la casa de departamentos tenía la costumbre de no encender la calefacción hasta el quince de noviembre, y si hacía frío antes la gente de la casa se arreglaba como mejor podía. El frío incomodaba al profesor, que escribía con guantes y sombrero puestos, y aumentaba su nerviosidad, de modo que salía a mirar a la sirvienta mucho más seguido. Sobre la ropa llevaba una pesada salida de baño azul y a veces con el cinturón se anudaba una bolsa de agua caliente que se ponía en la parte baja de la espalda, debajo del saco del traje. A veces, cuando escribía, se sentaba sobre la bolsa caliente, lo que hizo sonreír a Rosa, cubriéndose la boca con la mano una vez que lo vio. Cuando después del almuerzo el profesor dejaba la bolsa en el comedor, Rosa le preguntaba si podía usarla. En general se lo permitía y entonces ella trabajaba sosteniendo con el codo la bolsa, sobre el estómago. Decía que sufría del hígado. Por eso al profesor no le incomodaba que fuera a recostarse al cuarto de servicio antes de irse, una vez que terminaba con sus tareas.

Cierta vez, cuando Rosa ya se había marchado a su casa, el profesor notó olor a tabaco en el pasillo que daba al cuarto de servicio, y entró para investigar. El cuarto no era más que un cubículo alargado, con una cama estrecha que se colgaba contra la pared; había un pequeño armario verde y un diminuto baño adyacente, con un inodoro y un baño de asiento con una canilla de agua fría. La sirvienta solía hacer el lavado en el baño, con una tabla de lavar, pero nunca, por lo que él sabía; se bañó allí. El día antes del santo de su nuera le pidió permiso para tomar un baño caliente en la bañera del profesor, en el cuarto de baño grande, y aunque él dudó un rato, dijo finalmente que sí. En el cuarto de servicio abrió un cajón de abajo del armarito y encontró un montón de colillas de cigarrillos, las colillas que él dejaba en los ceniceros. Vio también que la sirvienta había juntado los diarios y las revistas viejas del cesto de papeles. Guardaba también piolines, bolsas de papel y bandas elásticas; también los cabitos de lápices que él tiraba. Después de este descubrimiento, en ocasiones le daba la carne que sobraba del almuerzo o el queso que se había resecado, para que se lo llevara a su casa. A causa de esto ella le llevó flores. También le llevó de regalo uno o dos huevos sucios que habían puesto las gallinas de su nuera, pero él se lo agradeció y le dijo que las yemas eran muy fuertes para su gusto. El profesor se dio cuenta de que necesitaba un par de zapatos porque los que se ponía para irse a su casa estaban rajados en varias partes y seguía usando el mismo vestido negro con el descosido, todos los días, lo que hacía que se sintiera muy molesto cuando tenía que hablarle y pensó que encargaría de estos asuntos a su mujer cuando llegara.

En cuanto a trabajos, Rosa supo que había conseguido uno bueno. El profesor pagaba bien y puntualmente, y nunca le daba órdenes con ese tono altivo de algunos de sus patronos italianos. Era nervioso e inquieto, pero no malo. Su principal defecto era el silencio. Aunque hablaba un italiano más que pasable prefería, cuando no estaba trabajando, sentarse a leer en un sillón del cuarto de estar. Con esas dos únicas almas en el departamento, uno pensaría que querrían conversar un poco. A veces, cuando le servía una taza de café mientras leía, Rosa trataba de colocar una palabra referente a sus dificultades.

Quería hablarle de su larga y empobrecida viudez, de lo malo que le había salido su hijo, y lo que era vivir con la miserable de su nuera. Y aunque él la escuchaba cortésmente, aunque compartían el mismo techo y hasta la misma bolsa de agua caliente y la misma bañera, casi nunca compartían la conversación. Él no contestaba más que lo que contestaría un cuervo y demostraba claramente que prefería que lo dejaran solo. Así que ella lo dejaba solo y se sentía sola en el departamento. Trabajar para extranjeros tiene sus ventajas, pensaba, pero también sus desventajas.

Después de un tiempo el profesor advirtió que regularmente llamaban a Rosa por teléfono todas las tardes, a la hora en que generalmente descansaba en su cuarto. A la semana siguiente, en vez de quedarse en la casa hasta las cuatro, pidió permiso para irse, después de la llamada de teléfono. Al principio decía que se sentía mal del hígado, pero más tarde dejó de dar excusas.

Aunque el profesor desaprobaba este tipo de cosas, presumiendo que ella se aprovecharía si lo veía demasiado liberal en otorgar favores, le informó que hasta la llegada de su esposa podría retirarse a las tres de la tarde dos veces por semana, siempre y cuando hubiera terminado con todas sus tareas. Él sabía muy bien que dejaba todo listo antes de irse, pero pensó que de todos modos convenía decirlo. Ella lo escuchó dócilmente — los ojos brillantes, los labios fruncidos — y dócilmente asintió. El profesor presumía, cuando volvió a pensar en esto más tarde, que Rosa había conseguido en su casa un buen empleo, desde todo punto de vista, y que pronto se le notaría en la cara un cambio de esa expresión tan triste por otra menos triste. Sin embargo, esto no ocurrió; cuando tenía oportunidad de observarla, aun en los días en que salía más temprano, parecía tristemente preocupada y suspiraba mucho, como si en el fondo de su corazón algo la abatiera.

El profesor nunca preguntaba lo que le pasaba, prefiriendo no meterse en nada. Esta gente tenía problemas interminables y si uno se metía en ellos, se metía interminablemente. Conocía a una señora, la esposa de un colega, que le había dicho a la mucama: «Lucrezia, simpatizo con todo lo que le pasa, pero no quiero enterarme de nada». Esta, reflexionaba el profesor, era una buena política. Mantenía las relaciones patrón-empleado donde correspondía: a un nivel objetivo. Y además, después de todo, él se iría de Italia en abril y nunca en su vida volvería a ver a Rosa. Para ella sería mucho mejor que, por ejemplo, le mandara un pequeño cheque para Navidad en vez de inmiscuirse ahora en sus desgracias. El profesor se sabía nervioso y a menudo impaciente, y a veces se arrepentía de su carácter, pero era como era y prefería mantenerse apartado de lo que no le concernía íntima y personalmente.

Pero Rosa no opinaba lo mismo. Una mañana llamó a la puerta del estudio y cuando él dijo avanti entró con tanta turbación que aun antes que empezara a hablar, él ya se sentía turbado.

—Professores —dijo Rosa con tristeza—, dispúlpeme, por favor, que lo moleste cuando trabaja, pero tengo que hablar con alguien.

—Ocurre que estoy muy ocupado —le contestó, enojándose un poco— ¿es algo que puede esperar?

—Me llevará solo un minuto. Uno anda con las preocupaciones colgadas toda la vida, pero contarlas no lleva mucho.

—¿Es por su malestar al hígado? —le preguntó.

—No. Necesito su consejo. Usted es un hombre educado y yo nada más que una campesina ignorante.

—¿Qué clase de consejo? —le preguntó con impaciencia.

—Llámelo como quiera. El hecho es que con alguien tengo que hablar. No puedo hablar con mi hijo, ni aunque fuera posibile en este caso.

Apenas abro la boca ruge como un toro. Y con mi nuera no vale la pena ni de gastar saliva. A veces, en la azotea, cuando colgamos la ropa, le digo unas palabras a la portinaia, pero no es una persona simpática, así que tengo que recurrir a usted, ahora le digo por qué.

Antes de que el profesor pudiera decir cómo se sentía ante sus confidencias, Rosa se había lanzado a la historia del maduro empleado público de la oficina de réditos, a quien había conocido casualmente en la vecindad.

Era casado, con cuatro hijos, y a veces trabajaba de carpintero al salir de la oficina a las dos de la tarde, todos los días. Su nombre era Armando, era él el que telefoneaba todas las tardes. Se habían conocido recientemente en un ómnibus y después de dos o tres encuentros, viéndole los zapatos que ya no se podían usar más, él la había apremiado para que le permitiera comprarle un nuevo par. Ella le había contestado que no fuera loco. Se veía que no tenía mucho dinero y a ella le bastaba con que la llevara al cine dos o tres veces a la semana. Eso era lo que le había dicho, pero cada vez que se encontraba él hablaba de los zapatos que quería comprarle.

—Uno es humano —le confesó francamente Rosa al profesor— y necesito terriblemente esos zapatos, pero usted sabe cómo son estas cosas. Si me los pongo, sus zapatos pueden llevarme a su cama. Por eso pensé que debía preguntarle a usted si debo aceptarlos.

La cara y la calva del profesor estaban sonrojadas.

—No sé de qué manera puedo aconsejarla…

—Usted tiene educación —le contestó Rosa.

—Sin embargo —prosiguió él—, como la situación es aún esencialmente hipotética, me atrevo a decir que usted debe explicar a este generoso caballero que él tiene responsabilidades con su propia familia. Haría bien en no ofrecerle regalos y usted haría bien en no aceptarlos. Si usted no procede así, él tendrá derecho a hacer reclamaciones sobre usted o sobre su persona. Esto es todo lo que quiero decir. Ya que usted me pidió consejo, se lo he dado, pero no quiero hablar más de esto.

Rosa suspiró.

—La verdad es que podría aprovechar un par de zapatos. Los míos parecen masticados por las cabras. Hace seis años que no tengo un par de zapatos nuevos.

Pero el profesor no tenía nada más que agregar.

Cuando Rosa se fue ese día, pensando en su problema, el profesor decidió comprarle un par de zapatos. Se daba cuenta que ella quizá esperaba algo parecido; que lo había planeado, por decirlo así, para que diera este resultado. Pero como esto eran solo conjeturas, ya que faltaban totalmente las pruebas, él supondría, hasta que hubiera pruebas de lo contrario, que al pedirle consejo lo había hecho sin motivos premeditados. Consideró la posibilidad de darle cinco mil liras para que se comprara los zapatos y le evitara la molestia de hacerlo él mismo, pero dudó porque no había garantías de que gastara el dinero en el objeto convenido. ¿Y si, por ejemplo, venía al día siguiente diciendo que había tenido un ataque al hígado, y que había sido preciso llamar a un médico que le había cobrado tres mil liras por la visita, y por lo tanto si podía el profesor, en vista de esta infortunada circunstancia, proporcionarle tres mil liras adicionales para los zapatos? Eso no serviría, así que a la mañana siguiente, cuando la sirvienta fue al almacén, el profesor se introdujo en el cuarto y rápidamente trazó en un papel el contorno de su miserable zapato— una tarea desagradable pero que terminó en seguida—. Por la tarde, en una tienda de la misma piazza del restorán donde le gustaba comer, le compró a

Rosa un par de zapatos marrones por cinco mil quinientas liras, un poquito más de lo que había pensado gastar, pero era un sólido par de zapatos de caminar, con taco bajo, un regalo práctico.

Se los dio a Rosa al día siguiente, un miércoles. Se sintió un poco molesto al hacerlo porque se dio cuenta de que a pesar de las advertencias que le hizo, se había permitido a sí mismo meterse en sus asuntos, pero consideraba que darle los zapatos era una medida psicológicamente apropiada en más de un sentido. Al entregárselos, le dijo: «Rosa, tengo quizás una solución que sugerirle para el asunto que discutimos ayer. Aquí tiene un par de zapatos nuevos. Dígale a su amigo que debe rechazar los que le ofrecía. Y cuando lo haga, quizás sería aconsejable que le informara que de ahora en adelante piensa verlo con menos frecuencia.»

Rosa estaba llena de alegría por la amabilidad del profesor. Intentó besarle la mano pero él la escondió en la espalda y se retiró inmediatamente a su estudio. El jueves, cuando sonó el timbre y le abrió la puerta del departamento, ella llevaba puestos los zapatos nuevos. Traía un gran bolso de papel de donde sacó tres naranjitas todavía con la rama y las hojas verdes, y se las ofreció al profesor. Él dijo que no había necesidad de haberlas comprado, pero Rosa sonriendo un poco a escondidas para que no se le vieran los dientes, contestó que quería demostrarle qué agradecida estaba. Después pidió permiso para retirarse a las tres, para poder enseñarle a Armando sus zapatos nuevos.

Él contestó secamente:

—Puede irse a esa hora si ha terminado su trabajo.

Rosa le agradeció profusamente. Se apuró con sus tareas y se fue poco después de las tres, pero no antes de que el profesor con sombrero, guantes y salida de baño, parado nerviosamente en la puerta de su estudio inspeccionando el suelo del corredor que ella acababa de repasar con un trapo húmedo, la viera salir presurosamente llevando puestos un par de puntiagudos zapatos de vestir negros escotados. Esto lo enfureció y cuando Rosa apareció a la mañana siguiente, y a pesar de que ella le rogó que no lo hiciera, le dijo que lo había tomado por tonto y que la despedía para darle una lección; y la despidió. Ella lloró pidiéndole otra oportunidad, pero él no quiso cambiar de parecer. Así que muy desolada envolvió en papel de diario, en el cuarto, sus cositas y se marchó sin parar de llorar. Ese día el profesor no pudo soportar el frío y no pudo trabajar.

Una semana después, el día en que dieron la calefacción, Rosa apareció en la puerta del departamento y rogó que le diera de nuevo el trabajo.

Estaba perturbada, dijo que el hijo le había pegado y se tocó suavemente el labio superior amoratado e hinchado. Con lágrimas en los ojos, aunque no lloró, explicó que no era su culpa haber aceptado los dos pares de zapatos.

Armando le había dado un par primero y por celos de un posible rival, la obligó a aceptarlos. Después, cuando el profesor tan amablemente le había regalado el otro par, ella había querido rechazarlos pero temió que se enojara y perder el empleo. Por Dios que ésta era la verdad, y San Pablo la asistiera.

Prometía buscar a Armando, a quien no había visto en una semana, y devolverle los zapatos si el profesor la tomaba otra vez. Si no la tomaba se arrojaría al Tíber. El profesor, aunque no le interesaba este tipo de argumentos, sintió cierta simpatía por ella. Estaba descontento consigo mismo por la manera en que la había tratado. Hubiera sido mejor haber dicho unas pocas palabras apropiadas sobre el tema de la honestidad y dejar caer filosóficamente el asunto. Al despedirla solo había dificultado las cosas para ambos, porque entre tanto había probado con otras dos sirvientas que habían resultado inadecuadas. Una robaba, la otra era holgazana. En resultado era que la casa estaba hecha un lío, que le era imposible trabajar aunque la portinaia subía una hora todas las mañanas a limpiar. Era una suerte que Rosa hubiera aparecido en la puerta justo en ese momento. Cuando ella se quitó el tapado, él observó con satisfacción que por fin se había cosido la rajadura del vestido.

Rosa se puso a trabajar torvamente, plumereando, lustrando, limpiando todo lo que estaba a la vista. Deshizo las camas y las volvió a hacer, barrió debajo de ellas, pasó un trapo, lustró cabeceras y pieceras y adornó las camas con colchas recién planchadas. Aunque había conseguido de nuevo su trabajo y lo hacía con la habitual eficiencia, trabajaba, observó el profesor, con tristeza, suspirando frecuentemente e intentando una sonrisa solo cuando él la miraba. Es su carácter pensó, tienen vidas muy duras. Para evitar que el hijo volviera a pegarle le permitió vivir en el departamento. Le ofreció dinero extra para comprar carne para la cena, pero ella lo rechazó diciendo que bastaba con la pasta. Pastas y ensaladas verdes era lo que se comía por la noche. En ocasiones se hervía un alcaucil sobrante del almuerzo y se lo comía con aceite y vinagre. La invitó a que tomara vino blanco, del que se guardaba en la alacena, y fruta. Cada tanto lo hacía, anunciándole lo que tomaba y qué cantidad, aunque el profesor le había pedido repetidamente que no se lo dijera. El departamento estaba perfectamente en orden. Aunque el teléfono sonaba como siempre, diariamente, a las tres, solo en raras ocasiones salía de la casa luego de hablar con Armando.

Después, una funesta mañana, Rosa se acercó al profesor y a su modo alborotado confesó que estaba embarazada. La cara se le iluminaba de desesperación, la ropa interior blanca le brillaba a través del vestido negro.

Sintió fastidio y se reprochó haberla empleado nuevamente.

—Debe irse en seguida —dijo tratando de que la voz no le temblara.

—No puedo —dijo ella—. Mi hijo me mataría. Por amor de Dios, professore, ayúdeme.

La estupidez de ella lo enfurecía:

—Yo no soy en absoluto responsable de sus aventuras —le contestó.

—Me tiene que ayudar —gimió ella.

—¿Fue el tal Armando? —le preguntó casi brutalmente.

Ella asintió.

—¿Ya se lo ha informado?

—Sí.

—¿Y qué es lo que dice?

—Dice que no puede creerlo —. Trató de sonreír pero no pudo.

—Yo lo convenceré —dijo él—. ¿Tiene su número de teléfono?

Rosa se lo dio. El profesor llamó a Armando a su oficina, se dio a conocer y le pidió al empleado público que viniera inmediatamente al departamento: «Tiene usted una grave responsabilidad hacia Rosa.»

—Tengo una grave responsabilidad hacia mi familia —contestó Armando.

—Lo podría haber pensado antes que pasara esto.

—Bueno. Iré mañana a la salida del trabajo. Hoy me es imposible, tengo que terminar un contrato de carpintería.

—Ella lo va a esperar —contestó el profesor.

Cuando colgó se sintió menos enojado, aunque más emocionado de lo que prefería sentirse.

—Está segura de su estado? —le preguntó—, de que está embarazada?

—Sí —. Lloraba ahora—. Mañana es el cumpleaños de mi hijo. ¡Qué hermoso regalo, descubrir que su madre es una puta! Me romperá los huesos, y si no puede hacerlo con las manos, lo hará con los dientes.

—Parece un poco raro que usted pueda concebir, considerando su edad.

—Mi madre dio a luz a los cincuenta.

—¿No hay alguna posibilidad de que esté equivocada?

—No sé. Nunca me ha ocurrido esto antes. Después de todo he sido viuda…

—Bueno, mejor que lo averigüe.

—Sí, eso quiero hacer —dijo Rosa—. Quiero ver a la partera de mi barrio, pero no tengo ni una sola lira. Gasté todo lo que tenía cuando estuve sin trabajo y hasta tuve que pedir prestado para el viaje para venir acá.

Armando ahora no puede ayudarme. Esta semana tiene que pagar los dientes de su mujer. La pobre tiene los dientes muy mal. Por eso recurrí a usted. ¿Me puede adelantar dos mil del sueldo, para que me vea la partera?

Debo terminar con esto, pensó el profesor. Un minuto después sacó la billetera y contó dos mil liras.

—Vaya ahora —dijo. Estaba a punto de agregar que si estaba embarazada no volviera, pero temió que hiciera algo desesperado o que le mintiera para seguir trabajando. No quería verla más. Cuando pensó que su esposa y su hija llegarían en medio de este lío se sintió enfermo de nervios.

Quería quitarse de encima a la sirvienta lo antes posible.

Al día siguiente Rosa llegó a las doce en vez de las nueve. Su rostro oscuro estaba pálido. «Discúlpeme por llegar tarde —dijo—. Estuve rezando en la tumba de mi marido.»

—Bien, bien —dijo le profesor—. ¿Pero fue a ver la partera?

—Todavía no.

—¿Por qué no? —. Aunque estaba enojado hablaba con calma. Ella clavó la vista en el piso—. Por favor, contésteme.

—Estaba por decirle que perdí las dos mil liras en el ómnibus, pero después de haber estado en la tumba de mi marido, le diré la verdad. De todos modos, se descubriría igual.

Esto es terrible, pensó él, interminable:

—¿Qué hizo con el dinero?

—Es lo que quiero decirle —suspiró Rosa—. Le compré un regalo a mi hijo. No porque lo merezca, pero era su cumpleaños. Rompió en lágrimas.

Él la miró un minuto y luego dijo:

—Por favor, venga conmigo.

El profesor salió del departamento en batín de baño y Rosa lo siguió.

Abrió la puerta del ascensor y entró en él, sosteniendo la puerta abierta para Rosa. Ella entró en el ascensor.

Se detuvieron dos pisos más abajo. Él salió del ascensor y con ojos miopes examinó las chapas de bronce de las puertas. Encontró la que buscaba y apretó el timbre. Una mucama abrió la puerta y los hizo pasar. Parecía asustada por la expresión de Rosa.

—¿Está el doctor? —preguntó el profesor a la mucama del médico.

—Voy a ver.

—Por favor, dígale que quiero verlo un minuto. Vivo en la casa, dos pisos más arriba.

—Sí, signore —. Volvió a mirar a Rosa y luego se introdujo en el interior del departamento.

Salió el médico italiano, un hombre de mediana edad, con barba. El profesor lo había cruzado una o dos veces en la entrada del edificio. El doctor se abotonaba el puño de la camisa.

—Lamento molestarlo, señor —dijo el profesor—. Esta es mi mucama, que ha tenido algunas dificultades. Ella querría que usted dictaminara si está embarazada. ¿Puede atenderla?

El doctor lo miró, luego miró a la sirvienta que se cubría los ojos con un pañuelo.

—Que pase a mi consultorio.

—Gracias —dijo el profesor. El doctor inclinó la cabeza.

El profesor volvió a su departamento. A la media hora sonó el teléfono.

—Pronto.

Era el médico. «No está embarazada —dijo—. Está asustada. Además sufre del hígado.»

—¿Está seguro, doctor?

—Sí.

—Gracias —dijo el profesor—. Si le da alguna receta, por favor, cóbremela a mí, y mándeme también su cuenta.

—Así lo haré —dijo el médico y colgó.

Rosa entró en el departamento. «¿Le dijo el doctor? —le preguntó el profesor—. No está embarazada.»

—Es la bendición de la Virgen.

—En realidad, tiene suerte —. Hablándole con mucha calma el profesor le explicó que tendría que irse. «Lo siento, Rosa, pero verdaderamente no puedo estar metido constantemente en estas cosas. Me molestan y no puedo trabajar.

—Lo sé —. Volvió la cabeza.

Sonó el timbre de la puerta. Era Armando, un hombre flaco y menudo con un largo sobretodo gris. Usaba un Borsalino negro, ladeado, y finos bigotes. Tenía ojos oscuros, preocupados. Los saludó tocándose el sombrero.

Rosa le informó que dejaba el departamento.

—Entonces te ayudaré a recoger tus cosas —dijo Armando. La siguió al cuarto de servicio y envolvieron las cosas de Rosa en papel de diario.

Cuando salieron del cuarto, Armando llevando un bolso de compras y Rosa con una caja de zapatos envuelta en papel de diario, el profesor le entregó a Rosa el resto de su sueldo.

—Lo siento —volvió a decir—, pero debo pensar en mi mujer y mi hija. En pocos días estarán de vuelta acá.

Ella no contestó nada. Armando, que fumaba una colilla de cigarro, le abrió amablemente la puerta para que pasara y salieron juntos.

Más tarde el profesor inspeccionó el cuarto de servicio y vio que Rosa se había llevado todas sus cosas menos los zapatos que él le había regalado.

Cuando volvió su mujer al departamento, un poco antes del día de Acción de Gracias, le dio los zapatos a la portinaia que los usó una semana y luego se los regaló a su nuera.

*FIN*


“The Maid’s Shoes”,
Partisan Review, 1959


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