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Louisa Pallant

[Cuento - Texto completo.]

Henry James

I

 

¡Jamás afirmen tener la última palabra sobre ningún corazón humano! En cierta ocasión fui obsequiado con una revelación que me dejó perplejo y conmovido, encarnada en cierta persona a la que creía conocer bien desde hacía años, alguien cuyo carácter había tenido buenas razones, el cielo es testigo, para descubrir y en relación a la cual me complacía pensar que nada me quedaba por aprender.

Me hallaba en la terraza del Kursaal en Homburg, hará unos diez años, una encantadora noche a finales de julio. Había llegado al lugar ese mismo día desde Frankfurt, con vagos propósitos y la tarea principal de recibir a mi joven sobrino, el único vástago varón de mi hermana, cuya afectuosísima madre lo había encomendado a mi cuidado durante el verano, esperando que le mostrara Europa, aunque solo la mejor parte. Él venía desde París para encontrarme. La excelente banda emitía una música no demasiado abstrusa, y colmaba el aire además el murmullo en distintos idiomas, el humo de muchos cigarros, el crujido de los zapatos de paseo sobre la gravilla de los jardines y el vasto tintineo de los vasos de cerveza. Había un centenar de personas deambulando, unos pocos apiñados en mesitas y muchos de ellos sentados en bancos y filas de sillas, mirando a los otros como si hubieran pagado por ciertos privilegios y estuvieran bastante defraudados. Yo me encontraba entre estos últimos; sentado solo, fumando y pensando en nada especial mientras las familias y las parejas me pasaban y repasaban.

Apenas recuerdo cuánto tiempo llevaba sentado allí cuando me percaté de una apreciación que puso fin a mis meditaciones. El objeto de mi descubrimiento era una dama que se movía de un lado a otro, ajena a mi mirada, con una jovencita a su lado. No la había visto desde hacía diez años, y lo primero que llamó mi atención no fue el hecho de que se tratara de Mrs Louisa Pallant, sino que la chica que la acompañaba era extraordinariamente hermosa; o antes de eso, que todo el que pasaba junto a ella se giraba para mirarla. Aquello fue lo que me condujo a observar a la joven dama, cuyo encantador rostro desvió mi atención por momentos del de su acompañante. Esta última, además, aunque era de noche, llevaba un velo fino y ligero que diluía sus rasgos. La pareja caminaba y caminaba, a paso lento y, pese a ser ambas muy discretas y decorosas y vestir además muy convenientemente, no parecían tener amistades. Todo el mundo las observaba mas nadie se dirigía hacia ellas; y apenas mantenían conversación. Además, llevaban con extrema compostura, y como si estuvieran plenamente acostumbradas a ella, la atención que despertaban. Me temo que por un instante se me pasó por la cabeza que no eran del todo decentes, ya que de haberlo sido la mayor de ellas habría puesto más empeño en ocultar a la joven de la mirada pública y no se mostraría tan pudorosa para exhibir su propio rostro. Puede que esta ocurrencia me sobreviniera con demasiada facilidad entonces, debido a la inminente tutoría sobre mi sobrino. Si debía enseñarle solo lo mejor de Europa debía tener sumo cuidado con la gente que conociese —especialmente las damas— y las relaciones que mantuviese. Sospechaba que sabría muy poco de la vida y mis responsabilidades me incomodaban en cierta medida. ¿Me sentí acaso plenamente aliviado al descubrir que tenía a Louisa Pallant ante mí y que la chica era su hija Linda, a la que había conocido de niña, convertida ahora en una belleza absoluta?

La pregunta es delicada y la prueba de que no estaba muy seguro es quizá que me abstuve de dirigirme a las damas inmediatamente. Las contemplé por un momento, me preguntaba qué harían. Nada malo, por descontado; pero sentía curiosidad por saber si estaban realmente tan aisladas. Homburg es un gran centro vacacional de ingleses —allí se retoma el hilo de la temporada social londinense hacia primeros de agosto— y pensé que en una compañía como aquella Louisa conocería naturalmente a gente. Me daba la impresión de que cultivaba amistades entre los ingleses, que habría frecuentado mucho Londres y podría tener intenciones de establecerse de forma permanente en la ciudad. Mis suposiciones se aceleraron ante la imagen de la belleza de Linda, siendo consciente de que no existe país en el que más se aprecie una persona bella. Podrán comprobar que me tomé algo de tiempo, y confieso que cuando acabé el cigarro lo volví a considerar todo de nuevo. No había ningún buen motivo por el que debiera arrojarme a los brazos de Mrs Pallant en ese momento. No me había tratado bien en el pasado, y nunca lo arreglamos realmente. Por alguna razón, ni tan siquiera la circunstancia de que, tras el resentimiento inicial, me alegrara de haberla perdido había corregido nunca la situación entre nosotros. Tampoco a ella le había hecho sentir menos vergüenza por su despiadado comportamiento, el hecho de que la pobre Pallant después de todo resultara no ser un buen partido. La había perdonado; no había creído que fuera otra cosa sino una salvación el no haberme esposado con una chica que fue capaz de retirar su promesa y romper el corazón de un tipo por meros lujos, o por la pueril esperanza, como demostró ser lamentablemente, de alcanzar los mismos. Además, desde entonces nos habíamos vuelto a encontrar con ocasión de mi última visita a Europa; nos habíamos mirado a los ojos, fingido ser amigos sinceros y hablado de la mezquindad del mundo con serenidad, como si fuéramos los únicos justos, los únicos puros. Supe entonces qué explicación había dado por ahí: que la había ahuyentado con mis dementes celos antes incluso de que empezara a pensar siquiera en Henry Pallant, antes siquiera de que lo hubiera conocido. Esto no había sido cierto entonces y no podía ser hoy la base de un verdadero reencuentro, especialmente si le suman que Mrs Pallant sabía perfectamente lo que pensaba de ella. En mi opinión no siempre ayuda a la amistad que tu amigo sepa verdaderamente lo que piensas de él, puesto que a grandes rasgos sabe cuando tu opinión no es favorable, y es así especialmente —si se me permite el solecismo— en el caso de que tu amigo sea una mujer.

No había seguido los derroteros de Mrs Pallant; los años trascurrieron, por mi parte, en mi propio país, mientras que ella llevaba su vida, que se me antojaba difícil tras la muerte de su marido —prácticamente una vida arruinada— en tierras extranjeras. Oía hablar de ella de vez en cuando, siempre como “establecida” en algún lugar, pero cada vez en un lugar distinto. Iba a la deriva de un país a otro, y si al inicio había estado hecha de pasta dura nunca se me habría ocurrido que su lucha con la sociedad, como podría denominarse, la hubiese ablandado. Siempre que oía hablar de una mujer como “terriblemente mundana” pensaba inmediatamente en ella, el objeto de mi temprana pasión. Cuando al fin me decidí a devolverme a su memoria, se me ocurrió que habría contraído muchas deudas y que podría pedirme dinero prestado. Pero por encima de todo, en ese momento, la compadecía, de modo que aquella ocurrencia no sirvió como elemento disuasorio.

Ella fingió no haberme advertido, expresando una gran sorpresa y deseando saber de dónde había salido; pero creo que por el rabillo del ojo ya me había identificado, y que esperó a ver qué haría yo. Había terminado por sentarse con su hija en la misma fila de sillas en la que yo me encontraba y, pasado un rato, cuando el asiento contiguo al suyo quedó vacío, me levanté y me situé ante ella. Alzó su vista y me miró un momento, fijamente, como si tratara de imaginar quién era o qué quería, entonces, sonriendo y extendiendo su mano, soltó:

—¡Oh, mi viejo y querido amigo, qué alegría! —Si había esperado a ver lo que haría yo para elegir su propia estrategia, al menos lo había hecho con suma elegancia. Se mostró cordial, simpática, sin malicia, interesada, y de hecho no dudo de que se alegrara mucho de verme. Podría también añadir que, pese a mis suposiciones, ni entonces ni posteriormente dio muestras de ninguna intención de pedir prestado dinero. Tampoco tenía mucho —lo que supe después— pero por el momento parecía capaz de valerse por sí misma. Me senté en la silla vacía y seguimos charlando durante una hora. Pasado un rato me hizo sentarme a su otro lado, junto a su hija; deseaba que me conociera —que me quisiera— como a uno de sus más viejos amigos.

—Todo se remonta a mucho, mucho tiempo atrás, ¿no es cierto? —dijo Mrs Pallant; -y por supuesto te recuerda cuando eras una niña—. Linda sonreía muy dulcemente y de manera indefinida, y yo veía que no me recordaba en absoluto. Cuando su madre le insinuó que habían hablado de mí, no logró atar cabos, pero fue encantadora. Resultar encantadora era su punto fuerte; era aún más guapa de lo que su madre había sido. Era una señorita tal que me hacía avergonzarme por haber dudado, aunque vagamente y por un momento, de su posición en la escala de la decencia. Su aspecto parecía decir que si no tenía relaciones, era porque no quería, porque no había nadie allí que la alcanzara en atractivo: no tenía la menor dificultad para escoger a sus amigos. Linda Pallant, joven como era, fresca, justa, encantadora, gentil y suficientemente tímida, parecía por alguna razón exclusiva, como si el polvo del mundo corriente nunca hubiera tenido intenciones de posarse sobre ella. Era más sencilla que su madre y evidentemente no era una joven devota, salvo en la medida en que se entregaba al interés en el otro mediante su brillante, pura y sagaz sonrisa. Una chica con una manera tan deliciosa de enseñar los dientes nunca podría pasar por desalmada.

Mientras me sentaba entre la pareja sentí que había tomado posesión y que para bien o para mal mi estancia en Homburg estaría íntimamente ligada a la suya. Intercambiamos un número considerable de noticias y mostramos interés ilimitado en la historia del otro desde nuestro último encuentro. No sé lo que Mrs Pallant se guardó, pero en lo que a mí respecta fui bastante franco. En cualquier caso me dejó ver que su vida había sido grosso modo como suponía, aunque los términos que usó para describirla eran menos crudos que los de mis pensamientos. Confesó que habían ido de un lado para otro y que aún lo hacían. Su relato divagaba por momentos y se tornaba lo que vulgarmente se dice algo revuelto, como pensé que Linda advirtió mientras permanecía sentada observando a los transeúntes de un modo que delataba no ser consciente de sus miradas, sin acudir, sin embargo, en ayuda de su madre. En una o dos ocasiones Mrs Pallant me hizo sentir como un interrogador, lo que estaba lejos de ser mi intención. Asumí que si la niña nunca añadía palabra alguna era porque confiaba plenamente en la habilidad de su madre para salir ilesa. Algo me sugería, apenas sabía cómo, que esa confianza entre las dos damas se prolongaba a larga distancia; que la unión de sus pensamientos, su sistema de adivinación mutua, era destacable, y que probablemente apenas necesitaran acudir al torpe y en algunos casos peligroso recurso de expresar sus ideas en palabras. Supongo que no hice esta reflexión de inmediato, ni fue solo el resultado de nuestro primer encuentro. Estuve con ellas asiduamente durante los siguientes días y tuve tiempo de aclarar mis impresiones.

Recuerdo bien, sin embargo, que fue durante esta primera noche cuando surgió el nombre de Archie. Mrs Pallant no atribuía su estancia en Homburg a ningún motivo refinado ni exaltado; no dijo que se encontrara allí porque siempre viniera, ni porque una eminencia en medicina le hubiese prescrito beber las aguas, admitió sin reparos que la razón de su visita había sido simplemente el no saber a qué otro sitio ir a parar. Pero parecía dar por sentado que mi decisión descansaba en razones más elevadas que incluso precisaban explicación, siendo el lugar frívolo y moderno, desprovisto de aquel interés histórico que yo tanto solía apreciar:

—¿No recuerda que, hace mucho, mucho tiempo, no visitaría usted lugar alguno en Europa que tuviera menos de cien años? Bueno, conforme avanzamos en la vida supongo que dejamos de pensar que eso tenga tanto encanto. —Y cuando le comenté que había venido a Homburg porque era tan buen lugar como cualquier otro para esperar a mi sobrino, exclamó:

—Su sobrino, ¿qué sobrino? Debe haber aparecido recientemente.

Respondí que era un joven llamado Archer Pringle y que era bastante moderno de hecho; alcanzaría la mayoría de edad en algunos meses y se encontraba en Europa por primera vez. Mis últimas noticias sobre éste habían llegado desde Paris y esperaba tener nuevas de él de un día para otro. Su padre había muerto, y pese a estar yo considerado como un soltero egoísta, poco ducho en el cuidado de los niños, su madre confiaba en mí lo suficiente para vigilar que no fumara demasiado ni se despeñara de un Alpe.

Mrs Pallant adivinó de inmediato que su madre era mi hermana Charlotte, de la que hablaba con familiaridad, aunque yo sabía que apenas la había visto una o dos veces. Entonces, tras un instante, cayó en cuál de los Pringles había esposado Charlotte, recordaba perfectamente a la familia, en los viejos tiempos neoyorquinos —esa gente tan asquerosamente rica—. Añadió que sería estupendo tener de pronto un chico a mi cuidado; a lo que respondí que era estupendo para él. Insistió en que lo era para mí; debía haber tenido hijos; había algo tan paternal en mí y los habría criado tan bien. Era capaz hacer una alusión como esa —a todo lo que había podido ser y no fue— sin una chispa de culpa en sus ojos; y tuve el presentimiento de que antes de dejar aquel lugar le habría confesado que, aunque la detestara y me alegrase mucho de que hubiéramos roto, nuestra antigua relación no me había dejado corazón para esposar a otra mujer. Si yo era un viejo soltero errante hoy en día, de ella solamente era la culpa.

Me preguntó qué pretendía hacer con mi sobrino y le dije que era más una cuestión de lo que él haría conmigo. Trató de averiguar si era un joven apuesto y si tenía hermanos y alguna profesión en particular. Le conté que en realidad había visto pocas cosas de él; creía que era un joven de metro ochenta y facciones tolerables. Era el único varón, pero tenía una hermana pequeña en casa, una niña desdichada y frágil que exigía todo el cuidado de la madre.

—De modo que eso hace su responsabilidad con el chico aún mayor de lo que ya lo era, ¿no es así? —dijo Mrs Pallant.

—¿Mayor? Le aseguro que lo ignoro.

—Claro, si la vida de la niña es incierta, el chico puede ser, en algún momento, todo lo que le quede a su madre. Así que estando en sus manos…

—Oh, le mantendré con vida, supongo, si se refiere a eso, —repliqué.

—Bien, nosotras no le mataremos, ¿verdad, Linda? —prosiguió Mrs Pallant entre risas.

—No lo sé… ¡quizá lo hagamos! —dijo la chica sonriendo.

 

II

 

Al día siguiente las visité en su alojamiento, cuya modestia se había visto mejorada por cientos de bellos artefactos femeninos: flores, fotografías, chismes portátiles, un piano alquilado y trocitos de brocado antiguo arrojados sobre sofás en ángulo. Las invité a dar una vuelta en coche. Después, las volví a encontrar en el Kursaal; les propuse cenar juntos, a la moda de Homburg, en el mismo table d’hôte; y durante varios días continuó este trato familiar resucitado, emulando si no lograba alcanzarla, una cierta intimidad. Confieso que me gustaba, ya que mis acompañantes mataban mi tiempo por mí y las condiciones de nuestra vida eran balsámicas: la sensación del verano, de la sombra, de la música y el ocio en los jardines y bosques alemanes, donde paseábamos, nos tendíamos y chismorreábamos. A lo que debe añadirse una cierta tendencia a lo sociable que, entre personas que podían resistir normalmente al reto de la curiosidad, reservábamos para nosotros mismos. Alimentábamos la condición de viejos amigos que, con respecto al otro, todavía tenían descubrimientos que hacer. Conocíamos la naturaleza del otro pero desconocíamos su experiencia; de modo que cuando Mrs Pallant me contaba lo que se había “traído entre manos”, en mis propias palabras, durante tantos años, el conocimiento anterior incluía cientos de notas explicativas al pie —como si hubiera estado editando a un autor que presentase dificultades— en la página de interés. No había nada extraño para mí en el hecho de no estimarla, pero encontré cierto sentimiento reanimador al descubrir que en Homburg no era necesario y que podía simplemente gustarme a cambio. Me parecía, de la forma más extraña, mejorada y deteriorada a la vez, como si en su naturaleza los dos procesos hubieran ido de la mano. Estaba maltrecha y hastiada y, en términos espirituales, vulgarizada; los roces de la vida habían desgastado su frescura —incluyendo la vivacidad de su deseo por actuar siempre en su propio beneficio—, dejando al descubierto en ella algo muy rancio. Por otro lado, delataba cierto escepticismo, que le sentaba bastante bien, pues templaba aquel fervor de su juventud que tan desafortunada forma había tomado para mí. Estaba aburrida e indiferente, y, puesto que me daba la impresión de que había visto más de lo mezquino del mundo que de lo bueno, esto era todo un logro; en otras palabras, el cinismo formado en su naturaleza tenía la piel más suave que sus viejas ambiciones. Y como consecuencia debía reconocer que la devoción por su hija había sido una especie de religión; había hecho todo lo mejor posible por Linda.

Linda era curiosa, era interesante. He conocido muchachas que me agradaban más, con todo lo encantadora que era, pero jamás he conocido una que durante el tiempo que pasara con ella —la impresión se desvanecía, de algún modo, cuando estaba fuera de mi vista— me ocupara más. Podría describir mejor el tipo de interés que despertaba diciendo que destacaba por encima de todo como un producto acabado, así como lo hace una planta o fruta, una orquídea cérea o un melocotón perfecto. Más que ninguna chica que hubiera visto nunca, ella era el resultado de un proceso de cálculo; una labor educativa pacientemente desempeñada; una presión ejercida para llevarla a alcanzar su punto álgido. Ese punto álgido había sido la estrella en el cielo de su madre —colgaba ante ella de forma tan indudable— y la fuente de la única luz, a falta de una mejor, que alumbraba el camino de la pobre dama. La sostenía como ninguna otra religión. Lo máximo y lo mejor, eso era lo que la muchacha había sido conducida a lograr; me refiero, por supuesto, ya que no se había forjado ningún verdadero milagro, a lo máximo y mejor de lo que ella era capaz. Era tan guapa, grácil, inteligente, bien educada, bien informada, bien vestida, como podía haber llegado a ser; su música, su canto, su alemán, su francés, su inglés, su paso, su tono, su mirada, sus maneras, y todo en su persona y movimiento, desde la sombra y onda de su pelo hasta el modo en que podías ver sus uñas rosas cuando alzaba la mano, se habían llevado a tal extremo que uno se encontraba a sí mismo aceptándolos como un tipo de estándar de la perfección. La consideraba un modelo, y aún así formaba parte de su perfección el que careciese por completo del agarrotamiento de un patrón. Y si acaparaba la atención era porque uno se preguntaba dónde y cuándo se desmoronaría; pero nunca lo hacía, ni en su acento francés ni en su rôle de ángel cultivado.

Cuando Archie llegó al lugar las damas evidentemente supusieron un gran recurso para él, y todo el mundo sabe que una fiesta de cuatro es más oportuna que una de tres. Mi sobrino me tuvo esperando una semana, con una placidez muy suya; pero la misma placidez resultó ser un elemento de éxito en nuestras relaciones personales —siempre, claro, que no me hiciera perder los nervios—. Esto no llegó a suceder, sobre todo porque la falta de sorpresa de mi joven sobrino ante las más variadas formas de buena fortuna, tenía por encima de cualquier otra cosa la capacidad de divertirme. Lo había visto poco durante los últimos tres o cuatro años. Ignoraba lo que haría de él su inminente mayoría de edad —no se contemplaba a sí mismo en modo alguno como si se avecinara tormenta— y le observaba con una preocupación que normalmente terminaba en una broma. Era un joven alto y de buen color, con un semblante redondeado y cándido y cierto amor por los cigarrillos, los caballos y los barcos, que no había sacrificado por estudios más trascendentes. Era de una naturalidad refrescante, en una época ultracivilizada, y pronto llegué a la conclusión de que la fórmula de su carácter residía en una cierta serenidad simplificadora. Después de aquello tuve tiempo de meditar sobre la línea que separa la serenidad de la necedad y la simplificación de la muerte. Archie no era listo —aquella teoría era insostenible, pese a que Mrs Pallant lo intentara una o dos veces—; pero por otro lado me parecía que su falta de agudeza era una buena arma defensiva. No era el tipo de estulticia que le metería en líos, sino el tipo que le mantendría fuera. Por ello no digo que tuviera ideas imprudentes, sino, al contrario, que no haría falta imaginación para salvarle, porque la suya jamás le pondría en peligro. En pocas palabras era un joven americano bien crecido, bien aseado y musculoso, cuya increíble buena naturaleza podía haberle hecho pasar por presumido. Si parecía encantado consigo mismo era solo porque estaba encantado con la vida (así como tenía que estar, teniendo en cuenta el dinero que estaba a punto de encontrarse), y su cuerpo fuerte, sano y autosuficiente formaba inevitablemente parte de aquello. Me veo obligado a añadir que se estaba adaptando —algo que yo agradecía—. Sus hábitos eran activos pero no insistía en que yo los adoptara y hacía sacrificios notables por el bien de mi círculo de amistades. Cuando digo por el bien del mío debo recordar obviamente que el mío y el de Mrs Pallant y Linda eran ahora casi el mismo. Mostraba buena disposición tanto para sentarse y fumar durante horas bajo los árboles como para, regulando sus largas piernas al paso de sus tres acompañantes, pasear por los bosques de los alrededores de la encantadora y pequeña cordillera del Taunus hasta aquellos rústicos Wirthschaften en los que se podía beber café a la sombra de un emparrado.

Mrs. Pallant mostraba un alto interés en el chico; hablaba a menudo de él y lo consideraba un espécimen fascinante, como joven gentleman de su época y país. Incluso me preguntó por el tipo de cifra al que su fortuna podía ascender realmente y expresó la más hambrienta envidia cuando le dije cuál suponía yo que era. Mientras hablábamos entre nosotros Archie, por su parte, no podía hacer menos que conversar con Linda, tampoco a decir verdad manifestaba la mínima inclinación por una actividad distinta. Caminaban juntos mientras sus mayores descansaban; y en dos o tres ocasiones, al anochecer, cuando iluminaron la sala de baile del Kursaal y sonó la música, giraron sobre el pulido suelo bailando un vals que me trajo tantos recuerdos. Ignoro si produjo el mismo efecto en Mrs Pallant, pues guardaba silencio. En ciertas ocasiones tuvimos nuestros momentos, casi nuestras medias horas, de cómodo silencio mientras los jóvenes acompañantes se divertían. Pero, si otras veces realizó numerosas preguntas y comentarios sobre el asunto de mi cándido allegado podría perfectamente haber pasado por un reconocimiento cortés de la frecuente admiración que yo expresaba por Linda, una admiración que advertí tendía a recibir con una breve y directa respuesta. Había algo anómalo en su manera de tomarse mis comentarios acerca de su hija, algo que me sobrecogía pues apenas generaban un aleteo maternal. Su desapego, su aire de no albergar necias ilusiones y de no estar cegada por el prejuicio me parecían a veces rozar la afectación. O bien me respondía con un suspiro vago, y ligeramente impaciente y cambiaba de tema, o decía antes de hacerlo:

—Ah sí, sí, es una criatura brillantísima. Debe serlo; ¡Dios sabe lo que he hecho por ella!

El lector habrá ya percibido que disfruto examinando las explicaciones de las cosas, y en relación a este asunto tenía mi propia teoría de que la niña la había defraudado. ¿Cuál habría sido la decepción en concreto? Siendo imposible que la deseara más guapa o más encantadora, solo podía tratarse de que Linda no hubiera hecho uso de sus dones con éxito. ¿Acaso esperaba que hubiera cazado un príncipe al día siguiente de dejar el colegio? Después de todo, quedaba muchísimo tiempo para ello pues solo tenía veintidós años. No se me ocurrió pensar que la falta de entusiasmo de su madre proviniese de que la joven dama no había desarrollado una naturaleza tan bondadosa como hubiese esperado, porque en primer lugar Linda me parecía enteramente honrada y en segundo porque no me pagaban, como dicen los franceses, para pensar que a Louisa Pallant le importara mucho que lo fuera o no. La última hipótesis a la que yo hubiera recurrido era la de una inconfesa desesperación ante síntomas de mala moral. Y en relación a la naturaleza de Linda tenía ante mí el espectáculo diario de sus modales con mi sobrino. Resultaban de lo más encantador posible, sin indicios de pretender provocarle. Se comportaba con la familiaridad de una prima, pero como una lejana, una prima que ha sido educada para respetar el parentesco. Su inteligencia era tan superior a la de Archie que no podía evitar reírse de él, pero no se reía tanto como para excluir la diversidad, siendo plenamente consciente, sin duda, de que brilla más la inteligencia de una mujer frente a la estupidez de un hombre cuando finge tomar dicha estupidez por sabiduría. Linda Pallant además no era parlanchína; del mismo modo que conocía el valor de otras muchas cosas conocía el de los intervalos. Estos abundaban en la conversación de los jóvenes; y tampoco el propio discurso de mi sobrino, por no hablar de su pensamiento, se encontraba exento de periodos de letargo. Tanto era así que a veces me preguntaba cómo mantenían su relación a ese nivel de cordialidad, una cordialidad cuyo sello indudablemente llevaban estampado.

Cordial, indiscutiblemente, era el modo en el que Archie se sentaba cerca de ella —lo suficientemente cerca para los susurros, de haber llegado estos a sus labios— y la miraba con ojos curiosos y con la libertad de no tener que esforzarse mucho por hacerse el agradable. Ella siempre estaba haciendo algo, terminando una flor en un trozo de tapiz, recortando las hojas de una revista, cosiendo un botón sobre su guante (llevaba una bolsita de labor en su bolsillo y era una persona de las exquisiteces más exquisitas), o practicando con el lápiz sobre un cuadernito que apoyaba en la rodilla. Cuando estábamos bajo techo, en la casa de su madre, gozaba siempre del recurso del piano, en el que era obviamente toda una maestra. Aquellos pasatiempos le permitían mantener esa firme vigilancia de la compostura —terminé reprendiendo a Archie por contemplar demasiado a la pobre chica— y encontraba alivio adicional en sonreír por todas partes. Cuando los ojos de mi joven muchacho fulguraban ante ella, los de Miss Pallant se apresuraban hacia los árboles, nubes y otros objetos circundantes, incluidos su madre y yo mismo. A veces estallaba en una repentina carcajada de vergüenza, alegre y sin sentido. Cuando se alejaba de nosotros miraba hacia atrás de modo que pareciese decir que no sería por mucho tiempo, que seguía con nosotros en espíritu. Si estaba encantado con ella era por un buen motivo: hacía mucho que una chica hermosa no había dado muestras de tomarme en tal consideración. A veces, cuando estaban lo suficientemente lejos para no molestarnos, le leía en voz alta algún texto al señor Archie. Nunca supe de dónde sacaba los libros, yo no se los proporcionaba, y sin lugar a dudas él tampoco. No era lo que se dice un lector y me atrevería a decir que en ocasiones hasta se quedaba dormido.

 

III

 

Recuerdo bien la primera vez, trascurridos unos diez días como los descritos, que Mrs Pallant me comentó:

—Mi querido amigo, ¡es usted increíble! Se comporta en todos los aspectos como si estuviera perfectamente preparado para aceptar ciertas consecuencias. —Afirmó dirigiendo la cabeza hacia nuestros jóvenes acompañantes, pero aun así la puse en el aprieto de explicar a qué consecuencias se refería.

—¿Qué consecuencias? —repitió. —Bueno, las consecuencias que se dieron cuando usted y yo nos conocimos.

Dudé por un momento y entonces, mirándola a los ojos, le pregunté:

—¿Se refiere a que lo rechazará?

—No sea grosero, no está siendo generoso, —respondió, ruborizándose de súbito.— Le estoy advirtiendo.

—¿Quiere decir que mi chico se enamorará de ella?

—Sin lugar a dudas. Incluso parece que el daño esté hecho.

—Entonces su advertencia llega demasiado tarde, —le dije sonriendo.— ¿pero por qué lo llama daño?

—¿No tiene ningún sentido de la responsabilidad? —preguntó.— ¿Es eso para lo que su madre se lo ha enviado, para buscarle una esposa, para permitirle que meta la cabeza en una horca el día después de su llegada?

—¡Que el cielo me libre de hacer algo así! Además sé que su madre no quiere que se espose joven. Piensa que es un error y que a esa edad un hombre no elige realmente. No elige hasta que haya vivido un poco, hasta que haya mirado a su alrededor y comparado.

—Entonces, ¿qué cree usted?

—Me gustaría decir que considero el amor en sí mismo, aunque se sea joven, suficiente elección. Pero siendo yo mismo un soltero a estas alturas me contradiría demasiado.

—Bien, entonces, es usted demasiado primario. Tendrán que dejar este lugar mañana.

—¿Para no ver a Archie darse un batacazo?

—Tiene que cogerle del pescuezo y llevarle con usted.

—¿Cree que el chico ha llegado tan lejos? —le pregunté.

—Si fuese su madre sabría qué hacer. Puedo ponerme en su lugar, no soy estrecha de miras. Sé perfectamente qué opinaría ella de todo esto.

—¿Y no sabe que en América no se considera importante, la opinión de la madre?

Mrs Pallant se quedó callada un instante, como si en parte la dejase perpleja y en parte la sacase de quicio.

—Bueno, no estamos en América; resulta que estamos aquí.

—No; mi hermana, la pobre, está ocupadísima en Nueva York.

—Soy capaz de escribirle para solucionarlo, —dijo Mrs Pallant.

—Me está advirtiendo, —exclamé— pero apenas sé de qué. Me temo que mi responsabilidad empezaría solo en el momento en que pareciese ser su hija la que corre peligro.

—Ah, no tiene por qué ocuparse de eso; yo cuidaré de ella.

—Si piensa que la chica ya está en peligro, me lo llevaré mañana mismo, —continué.

—Es lo mejor que podría hacer.

—No sé. Lamentaría mucho actuar por una falsa alarma. Me encuentro muy bien aquí; me gusta el lugar, la vida y su compañía. Además, no me parece que, por parte de ella, haya nada.

Me miró con una expresión que no había visto nunca en su cara, y si la había perturbado me pagó con la misma moneda.

—Es muy desagradable; no merece lo que haría por usted.

Lo que haría por mí jamás lo dijo aquel día, pero retomamos el asunto de nuevo. Le dije que no veía razones para suponer que una chica como Linda, lo suficientemente brillante para celebrar uno de los mejores enlaces, caería en los brazos de mi sobrino. ¿Me permitiría preguntarle si su madre había obtenido una confesión de la muchacha, si le había revelado balbuceante su secreto? Mrs Pallant me respondió que no necesitaban contarse esas cosas, no habían vivido veinte años en tan estrecha intimidad para nada. A aquello contesté que ya lo había deducido pero que podía existir una excepción para una gran ocasión como la presente. Si Linda no había manifestado nada era señal de que para ella la ocasión no era remarcable; y le mencioné que Archie tampoco me había hablado de la joven dama en momento alguno, salvo para comentar de modo informal y con cierto paternalismo, después de su primer encuentro con ella, que era una florecita encantadora (la florecita era casi tres años mayor que él). Aparte de eso no se había referido a ella ni tampoco había respondido a mis alusiones. Mrs Pallant me informó de nuevo (para lo que estaba preparado) de que yo era demasiado primario; y entonces dijo:

No es preciso que tratemos el asunto si no lo desea, pero resulta que sé (cómo obtuve la información no importa) que si Mr Pringle llegara a declararse a mi hija, ella lo devorará de una sentada. Sin duda es un detalle que usted merece conocer.

—Muy bien. Lo tantearé. Me ocuparé del asunto esta misma noche.

—¡No, no lo haga; lo echará todo a perder! —murmuró, en un tono peculiar de desaliento. —Lléveselo de aquí, eso es todo.

No me agradaba en absoluto la idea de llevármelo; parecía demasiado repentino, innecesariamente violento, aun dándole falsos pretextos; y, además, como le había dicho a Mrs Pallant, no sentía deseo alguno de marcharme. No consideraba parte del trato con mi hermana, dados mis hábitos de señor de mediana edad, el jugar al escondite por toda Europa. De modo que dije:

—¿Realmente rechazaría al chico como yerno? Después de todo es un buen tipo y un caballero.

—Mi pobre amigo, es usted demasiado superficial, demasiado frívolo, —respondió Mrs Pallant con bastante amargura.

Había una vibración de desdén en aquello que me irritó, así que exclamé:

—Posiblemente; pero resulta extraño que tenga que venir de usted una lección de entereza.

No obtuve réplica por su parte; pero finalmente dijo, con calma:

—Creo que lo mejor será que Linda y yo nos marchemos. Llevamos aquí un mes, es suficiente.

—¡Cielos, será un fastidio! —exclamé; y durante el resto de la tarde, hasta que nos separamos (nuestra conversación había tenido lugar tras la comida, en el Kursaal), permaneció prácticamente callada, con aire tenue y ofendido. Esto de ningún modo me alivió, como debía haberlo hecho, pues era demasiado absurdo que, de entre todas las mujeres, fuese Louisa Pallant quien se propusiera acusarme. ¡Si hubiera que acusar a alguna mujer en el mundo…!

Archie y yo solíamos acompañar a las damas hasta su propia puerta —vivían en una calle de alojamientos secundarios, a cierta distancia de las Habitaciones— y nos despedíamos bien entrada la noche, desde la calle de grandes adoquines del pueblecito alemán durmiente, bajo cuyas ventanas cerradas, indicio de interiores cargados, nuestras despedidas inglesas se escuchaban alegres. En esta ocasión, sin embargo, no lo fueron, pues las dificultades que habían surgido entre Mrs Pallant y yo, parecían haberse prolongado por una misteriosa empatía a la joven pareja. También ellos se mostraban bastante meditabundos y silenciosos.

Mientras caminaba de vuelta al hotel con mi sobrino le pasé la mano por el brazo y le pregunté, sin rodeos, si se encontraba en grave peligro de amor.

—No lo sé, no lo sé… de verdad, tío, ¡no lo sé! —esa fue toda la satisfacción que pude obtener del joven, que no poseía ni la arteria más fina de introspección. Seguramente él no lo supiera, pero antes de que llegáramos a la hostería (intercambiamos unas pocas palabras más sobre el tema), me dio la impresión de que yo sí lo sabía. Su mente no estaba hecha para albergar muchos objetos a la vez, y Linda Pallant por el momento constituía con certeza el mueble principal. Impregnaba su conciencia, suscitaba su curiosidad, y se asociaba, de un modo aún indefinido e inefable, con su futuro. Pude comprobar que ella era la primera impresión intensamente agradable de su vida. No le revelé, pese a todo, mi descubrimiento, y no dormí particularmente bien, pensando que, después de todo, no era mi cometido proporcionarle impresiones intensamente agradables. Encontrarle una mujer era la última cosa que su madre hubiera esperado de mí o que yo hubiera esperado de mí mismo. Además, creía sin duda que era demasiado joven para ser un buen juez de esposas. Mrs Pallant tenía razón y había sido insólitamente superficial por mi parte verla a ella, junto a su hermosa hija, como un “recurso”. Había otros recursos en Europa y ellas estaban claramente dispuestas a marcharse. ¿Qué sabía yo al fin y al cabo sobre la chica salvo que me alegraba enormemente de haberme librado de casarme con su madre? Esa madre, ciertamente, era una persona singular, y resultaba tan extraño que su conciencia hubiera empezado a inquietarse antes que la mía y que estuviera más nerviosa por mi sobrino de lo que yo estaba. Los caminos de las damas estaban repletos de misterios y no era una novedad para mí que uno jamás supiera dónde las encontraría. Como no he dudado durante este relato en revelar el lado irascible de mi propia naturaleza confesaré que llegué a cuestionarme si las diligencias de Mrs Pallant no escondían algún artificio más profundo. ¿No podía ser un plan para asegurarse a mi muchacho, aunque yo no pudiera ver la lógica en ello? Si ella lo veía, como podía darse en vista de su gran fortuna, como un buen partido, ¿no podría haber montado esta pequeña comedia, en su propio interés, de acuerdo con la chica?

En todo caso aquella posibilidad no hacía sino más oportuna la idea de llevarme al chico a visitar otras ciudades. Había muchas sin lugar a dudas más merecedoras de su atención que Homburg. Durante el trascurso de la mañana, después de nuestro almuerzo, di un paseo hasta la estancia de Mrs Pallant, para hacerle saber la decisión que había tomado; y mientras lo hacía de nuevo sentí la escasa credibilidad del rol que mis miedos y los de la madre, de ser ciertos, atribuían a Linda. Ciertamente si fuera una chica como aquellos miedos dibujaban esperaría jugar una carta más alta. Había sido educada para hacer la mejor jugada, Mrs Pallant lo había admitido honestamente, y dicha educación, por no hablar de dicho sujeto, justificaba la esperanza de un mayor reembolso. Un joven americano que no podía darle más que dinero de bolsillo resultaba un premio bastante modesto, y si estaba instruida para casarse por ambición (no había dicha dureza ni en su cara ni en su tono, pero nunca la hay), sus pretensiones estarían puestas al menos en un duque inglés.

Me recibieron en la estancia de Mrs Pallant con el anuncio de que ambas habían dejado Homburg media hora antes. La buena mujer que había alojado a la pareja manifestó no saber nada de sus planes salvo el hecho de que se dirigían a Frankfurt, donde sin embargo pensaba que no tenían intención de quedarse. Evidentemente viajaban más lejos. ¿De improviso? Oh sí, tremendamente de improviso. Debían haber pasado la noche haciendo el equipaje, tenían tantas cosas y tan bonitas; y su pobre criada en toda la mañana apenas había tenido tiempo de ingerir el café. Pero eran evidentemente damas acostumbradas a ir y venir. No importaba: con una habitación como aquella no había problemas; llegaba una nueva familia a las tres en punto.

 

IV

 

Aquel ejemplo de estrategia me dejó atónito y confieso que me enfureció bastante. Mi único consuelo fue que Archie, cuando se lo conté, se quedó tan blanco como yo y que la artimaña le afectó más directamente, pues yo no estaba enamorado de Louisa. Estábamos de acuerdo en que necesitábamos una explicación y fingimos esperar una al día siguiente en forma de carta que resultara satisfactoria hasta el punto de incluir disculpas. Al decir “fingimos” quiero decir que yo lo hice, pues mi sospecha de que él supiera, gracias a un encuentro con Linda, lo que había sucedido con nuestras amigas duró solo un instante. Si su resentimiento era menor que el mío, su sorpresa era igual de grande. Hubiera estado dispuesto a marchar a toda prisa, pero me sentí ofendido sumamente por la facilidad de la que Mrs Pallant había hecho gala para abandonarnos. Archie no estaba molesto, en primer lugar porque era una buena persona y en segundo porque evidentemente él no percibía con claridad que hubiera sufrido una provocación, al no disponer, creo, de una idea muy concreta de lo que constituía un estímulo. Era un producto fresco de una maravillosa tierra en la que entre los jóvenes ingenuos rara vez se dan las “intenciones”. Apenas era vagamente consciente de las suyas, y no habría tenido opinión acerca de si le habían provocado o plantado. No era mi deseo exasperarlo, pero cuando trascurrido el tercer día aún no teníamos noticias de nuestras anteriores acompañantes comenté que era muy simple: resultaba obvio que solo se estaban escondiendo de nosotros, nos consideraban peligrosos y querían evitar enredos. Nos habían hallado demasiado atentos y no querían alimentar falsas esperanzas. Archie pareció aceptar esta explicación e incluso daba la impresión (o al menos así lo entendí por su falta de preguntas) de creer que el asunto podría ser delicado para mí. El pobre joven estaba completamente desconcertado, y me reí pensando en la imagen que debía estar haciéndose de Mrs Pallant huyendo de las insistencias de su tío.

Decidimos abandonar Homburg, pero si no fuimos tras ella no fue únicamente por ignorar dónde se encontraba. Podría haberlo descubierto con algunas pocas molestias, pero me frenaba la reflexión de que ese sería su mismo razonamiento. Había sido deshonesta y su partida era una provocación. Me temo que con esa estúpida convicción diseñé un pequeño itinerario independiente con Archie, incluso me dije a mí mismo que sabríamos dónde estaban muy pronto y que nuestra paciencia —hasta la de mi joven hombre— se estiraría más que la suya. Por ello lancé un pequeño grito de triunfo en privado cuando tres meses después, estando en Interlaken, Archie me dijo que había recibido una nota de Miss Pallant. Su manera de decírmelo fue preguntar primero si existían razones concretas para demorar más aún la visita programada a los Lagos Italianos; ¿no había pasado ya el miedo al clima caluroso, que además era en verano nuestra temperatura de origen, encontrándonos ya a mediados de septiembre? Respondí que partiríamos al día siguiente si lo deseaba, y solo entonces, satisfecho aparentemente por lo fácil que era negociar conmigo, me reveló su pequeño secreto. Me mostró la carta: era un documento grácil y sencillo —apenas con unos pocos trazos fluidos en una hoja de papel para correspondencia— que no comprometía en modo alguno a la joven dama. Sin embargo, aunque fuera casi la disculpa que había estado esperando (salvo que ésta debía haber llegado de la madre), no era una invitación ostensible en modo alguno. Mencionaba de modo casual (la mención se reducía prácticamente a la fecha) que estaban en el Lago Maggiore, en Braveno; pero consistía básicamente en la expresión de un lamento por habernos abandonado en Homburg sin aviso. Linda no decía en qué urgencia se habían encontrado, y solo esperaba que no las hubiéramos juzgado con demasiada dureza y que aceptáramos “estas pocas y apresuradas líneas” como sustitutas del omitido adiós. También esperaba que estuviéramos pasando nuestro tiempo de forma interesante y disfrutando del mismo clima espléndido que prevalecía al sur de los Alpes; y sin otro particular, se despedía atentamente, con muchos recuerdos para mí.

La nota no contenía mensaje alguno de su madre, dejándome abierta la posibilidad para suponer, a mi propio juicio, bien que Mrs Pallant ignoraba que Linda estaba escribiendo o que deseaba que pensáramos eso mismo. La carta podía pasar como una cortesía cualquiera de la chica hacia una persona a la que había tratado en términos muy familiares. Como algo más, sin embargo, lo tomó mi sobrino; al menos eso me veía obligado a deducir por la extremadamente perceptible naturaleza de su determinación de ir a Baveno. Vi que era inútil arrastrarlo a otra parte; tenía dinero propio en el bolsillo y era perfectamente capaz de darme esquinazo. Aun así —tales son las dulces incongruencias de la juventud— cuando le pregunté si había estado pensando en Linda Pallant desde que nos dejaran plantados respondió:

—Oh no cielos; ¿por qué habría de hacerlo? —La mentirilla iba acompañada de un rubor exorbitante. Como el muchacho debía obedecer la llamada de la joven dama yo también debía acudir para ver a dónde le llevaría, y una espléndida mañana emprendimos el camino por el Paso del Simplon en una silla de posta.

Logré hacerle ver que sería de mucho mejor gusto por nuestra parte apearnos en Stresa, que como todo el mundo sabe es un centro vacacional para turistas, también a orillas del Lago Maggiore, en torno a una milla de distancia de Baveno. Si nos quedásemos en este último lugar, deberíamos hospedarnos en el mismo hotel que nuestras amigas, lo que resultaría indiscreto, considerando nuestra peculiar relación con ellas. Nada sería más fácil que ir y venir de un sitio a otro, especialmente por agua, lo que suponía para Archie la oportunidad de remar ilimitadamente. Su cara se iluminó ante la visión de un par de remos y aparentó tomar mis súplicas de discreción muy seriamente, aunque advertí que comenzó inmediatamente a calcular oportunidades para “estar a flote” con Linda.

Nuestro carruaje (yo había insistido en etapas cómodas y llevábamos tres días de camino) nos dejó en Stresa hacía la mitad de la tarde, y en un increíblemente breve instante me encontraba en un pequeño bote con mi sobrino, que nos remolcaba hasta Baveno con vigorosas remadas. Recuerdo la dulzura de la impresión que provocaba el paisaje (la había tenido antes, pero para mi acompañante era nueva y él la juzgó tan bonita como una opera); la belleza encantadora del lugar y la hora del día, la quietud del aire y del agua, con las románticas y extraordinarias islas Borromeas en medio de todo ello.

Desembarcamos en las escaleras que accedían a la pasarela del jardín del hotel, y, fuera como fuese, encajó como una pieza perfectamente natural de la situación el advertir al momento que Mrs Pallant y su hija se encontraban allí sentadas, en la terraza, mirándonos con sosiego. Tenían todo el aspecto de estar esperándonos y creo que lo buscamos en ellas. Ni siquiera había preguntado a Archie si había respondido la nota de Linda; eso quedaba entre ellos y a modo de supervisión ya había hecho suficiente viniendo con él.

Sin lugar a dudas había algo muy extraño en el encuentro con nuestras amigas, al menos entre Louisa y yo. Estaba demasiado ocupado en ese asunto para advertir realmente cómo fue el encuentro de los jóvenes. He señalado en suficientes ocasiones que no conseguía sacarme de la cabeza la idea de que Mrs Pallant tramaba algo, y me temo que vio en mi cara que tal sospecha había promovido mi viaje. Había ido allí a desenmascararla. Conocer mis intenciones poco la ayudó a darme una calurosa bienvenida, y por eso digo que nos encontramos en extrañas condiciones. Sin embargo, en esta ocasión cumplimos con todas las formalidades y la admirable escena nos dio mucho de qué hablar. No hice referencias delante de Linda a su retirada en Homburg. Estaba incluso más bonita que en la víspera de aquella maniobra y no daba muestras de tener remordimientos. Me resultaba, de nuevo, tan encantadora y lista, que no me entraba en la cabeza una vez más por qué nos meteríamos —o nos habríamos metido— en un embrollo con respecto a ella. Mucha gente desearía complicar la situación únicamente para hacerlo bajo un pretexto tan simple como que Linda era admirable. Así era ella, y ¿por qué no iban a ser las consecuencias igualmente admirables? Una de ellas, en el acto, fue que tras un instante Archie le propuso dar una vuelta con él en la barca que nos esperaba al pie de la escalera. Miró a su madre con un sonriente —¿Puedo, mamá? —y Mrs Pallant respondió, —Claro, cielo, si no te da miedo.— Al oír esto, casi sin saber por qué, solté una carcajada; de alguna forma me parecía tan gracioso que se atribuyera semejante timidez a una joven dama tan competente. Linda me lanzó una mirada algo cortante conforme se alejaba con mi sobrino; parecía desafiarme ligeramente, decir:

—¿Qué demonios le ocurre?

Era la primera expresión de ese tipo que había visto nunca en su cara. Los ojos de Mrs Pallant, por el contrario, ni siquiera buscaron los míos; cuando nos dejaron allí a solas se sentó en silencio, sin prestarme atención, mirando al lago y las montañas, a las cumbres nevadas que vestían el rubor de la tarde. Durante algunos minutos, respeté su ensimismamiento; caminé lentamente de un lado a otro de la terraza y encendí un cigarro, pues ella siempre me lo había permitido en Homburg. Percibí una expresión de cansancio que jamás había visto antes en ella; su delicado y afable rostro había palidecido y divisé nuevas líneas de fatiga, casi arrugas en él. Al final, me detuve frente a ella y le pregunté, ya que parecía tan triste, si le habían dado alguna mala noticia.

—La única mala noticia la recibí cuando supe, a través de la nota que su sobrino envió a Linda, que vendrían a encontrarnos.

—Ah, ¿entonces escribió? —exclamé.

—Claro que lo hizo.

—Se toma usted todo más en serio que yo. —Insistí, sentándome a su lado. Y después añadí sonriendo— ¿Ha escrito a la madre del chico?

Giró la cara lentamente hacia mí y posó sus ojos en los míos.

—Tenga cuidado, tenga cuidado, o me insultará, —dijo, con un aire de paciencia ante lo inevitable.

—¡Nunca, jamás! A menos que piense que lo hago al preguntarle si usted sabía que Linda había escrito.

Dudó por un momento.

—Sí; me mostró la carta. No habría hecho nada más. Lo dejé pasar porque no sabía qué era lo mejor. Me atemoriza enfrentarme a ella, cara a cara.

—¿Miedo, mi querida amiga, con esa niña?

—¿Esa niña? ¿Y qué sabe usted de ella? No me preocupé por si vendrían o no, pensé que no haría falta.

—Estoy como usted, —dije— temo a mi sobrino. No me atrevo a enfrentarme a él. Lo único que podía hacer en esas circunstancias era acompañarle.

—Ya veo, me alegro de que lo haya hecho, —dijo Mrs Pallant, atentamente.

—¡Oh, era consciente de ello! Pero carezco de autoridad; no puedo darle órdenes ni prohibirle nada. No puedo usar la fuerza. Mire el modo en que lleva esa barca y dígame si me imagina haciéndolo.

—¡Podría haberle dicho que es una chica cruel y fría, que envenenaría la vida de cualquier hombre bueno! —estalló de pronto mi acompañante con cierta exaltación.

—Querida Mrs Pallant, ¿a qué se refiere? —musité sin apartar la mirada de sus ojos.

Hundió el rostro entre sus manos, cubriéndolo con ellas, y permaneció así durante un minuto; y después continuó, de un modo distinto, como si no hubiera oído mi pregunta:

—Confiaba en que estuvieran demasiado enfadados con nosotras, tras dejarles plantados de ese modo.

—Fue desconcertante, sin duda, y podía haber funcionado si Linda no hubiera escrito. Eso lo arregló todo, —dije riendo. Pero mi risa era hueca, ya que me había impresionado de un modo excesivo con su pequeña explosión momentos antes.

—¿Realmente quiere decir que es cruel? —añadí.

Mrs Pallant contuvo cualquier respuesta inmediata; se limitó a decir que después de todo no importaba si la crisis se producía unas semanas antes o unas semanas después, ya que desde el comienzo estaba escrito que sucediera. Linda había marcado a mi joven hombre, y ¡cuando Linda marcaba una cosa…!

—¡Santo cielo, esto pinta mal! ¿Se refiere a que está enamorada de él? —pregunté incrédulo.

—Basta con que ella le haga pensar que lo está, aunque ni siquiera eso es esencial.

—¿Si le hace pensar eso? Queridísima dama, ¿a qué se refiere? La he observado, la he visto, y en realidad, ¿qué ha hecho? Ha sido amable con él, pero hubiera sido mucho más extraño de no haberlo sido. En realidad, no le ha mostrado nada salvo la amistad habitual de una chica brillante de buen corazón. Su nota era insignificante; el chico me la mostró.

—No creo que haya usted escuchado cada palabra que le haya dicho, —replicó Mrs Pallant, con una insistencia que me pareció contra natura.

—¡Tampoco usted, me atrevería a decir! —exclamé. Evidentemente se refería a algo más de lo que dijo, y dicha impresión me dejó helado, me hizo sentir muy incómodo.

—No, pero conozco a mi propia hija. Es una joven muy singular.

—Utiliza usted un tono muy curioso cuando habla de ella, —respondí— un tono que jamás creo haber escuchado de los labios de una madre. Lo había observado antes, pero nunca tan acentuado.

Al oír esto Mrs Pallant se levantó; permaneció de pie un instante, mirándome desde arriba.

—¡Complica usted mi enmienda, mi expiación! —Y dejándome un tanto perplejo comenzó a moverse de un lado a otro de la terraza.

En ese momento la alcancé y repetí sus palabras:

—¿Su enmienda, su expiación? ¿A qué diablos se refiere con eso?

—Sabe perfectamente a lo que me refiero, es demasiado magnánimo por su parte fingir que no lo sabe.

—Bueno, de modo alguno veo en qué me beneficia o cómo me compensa que ofenda a su hija.

—¡Oh, no me importa; lo salvaré! —exclamó, conforme se alejaba con cierto ímpetu perverso. En ese momento dos damas, aparentemente inglesas, se aproximaron (se habían sentado aquí y allá grupos dispersos y los clientes del hotel iban de un lado para otro), y contemplé la transición inmediata y encantadora, muestra de tantos años de práctica social, mediante la cual, cuando nos saludaron, Mrs Pallant cambió su expresión entusiasta, casi febril, por un semblante de reconocimiento y agrado. Se detuvieron para hablar con ella, que les preguntó con buena disposición si su madre se encontraba mejor. Seguí caminando y al poco me alcanzó; tras lo cual dijo de modo impaciente:

—Alejémonos, vayamos al jardín. —Descendimos hasta el jardín, lo atravesamos caminando y nos detuvimos al borde del lago.

 

V

 

El encanto de la tarde se había intensificado, la quietud parecía la expresión solemne de una cara bonita y la atmósfera del lugar era celestial. Bajo aquella luz debilitada la barca de mi sobrino se hallaba demasiado lejos de la vista. La busqué por un momento y entonces, cuando me rendí, añadí que de una excursión como esa, en un lago como ese, a una hora como esa, un joven y una joven de sensibilidad común solo podían volver doblemente comprometidos. Ante esta observación la respuesta de Mrs Pallant fue, al menos superficialmente, irrelevante; después de una pausa dijo:

—Con usted, mi querido señor, una tiene sin duda que poner los puntos sobre las íes. ¿Acaso no ha descubierto, y no le dije en Homburg, que éramos miserablemente pobres?

—¿No le parece exagerado decir miserablemente cuando se alojan en un costoso hotel?

—Nos aceptan en pension, por tan poco al día. Llevo llamando a la puerta de Europa el tiempo suficiente para saber que hay ciertas maneras de hacer las cosas. Además, no hable de hoteles; hemos pasado media vida en ellos y Linda me dijo la pasada noche que esperaba no volver a poner un pie en ninguno de nuevo. Cree que venir a un lugar como éste es lo más alejado a encontrar una casa propia.

—Bien, en estos momentos su acompañante es perfectamente capaz de darle una. Creo no tener el más mínimo deseo de empujar a uno en los brazos del otro; prefiero lavarme las manos. Pero me gustaría saber por qué quiere, como acaba de decir, salvarle. Cuando habla como si su hija fuera un monstruo asumo que no lo dice en serio.

Se hallaba frente a mí a media luz, y para hacerme saber que estaba más en serio quizá de lo que nunca había estado en su vida solo tuvo que mirarme detenidamente sin pronunciamientos.

—Son los valores de Linda. ¡Dios sabe que ni yo misma podría comulgar con ello! Es ambiciosa, lujuriosa, obstinada para obtener lo que desea, más que nadie que haya visto antes. Por supuesto, tiene usted libertad para decirme que es culpa mía, que yo era así antes que ella y así la he hecho. ¿Pero acaso eso hace que me guste más?

—Querida Mrs Pallant es usted tan extraordinaria, —tartamudeé, sorprendido infinitamente y sin reproche alguno.

—Oh sí, su opinión sobre mí está creada; me ve de cierta manera y no se tomará la molestia de cambiarlo. Votre siège est fait. Pero tendrá que cambiarlo, ¡si le queda algo de generosidad! —Sus ojos brillaban en el atardecer estival y estaba especialmente hermosa.

—¿Esto forma parte de la enmienda, de la expiación? —pregunté.— No veo qué le ha podido hacer usted jamás a Archie.

—Basta con que sea algo suyo. Pero no lo hago por usted, lo hago por mí misma, —continuó.

—Sin duda tiene sus razones, en las que no puedo penetrar. Pero, ¿no puede sacrificar otra cosa? ¿Tiene que sacrificar a su propia hija?

—¡Ella es mi castigo, es mi estigma! —gritó Louisa Pallant, con verdadera exaltación.

—A mí me parece más bien que usted es el suyo.

—¿El suyo? ¿Qué sabe ella de esas cosas? ¿Qué puede sentir ella? Tiene un caparazón de acero; un corazón de mármol. Es verdad, se lo aseguro. ¡Me horroriza!

Posé mi mano sobre la pobre dama; pronuncié, con intención de contenerla y aliviarla, las primeras palabras incoherentes que me vinieron a la cabeza y la conduje hacia un banco que percibí a unas pocas yardas. Se dejó caer sobre él; me situé cerca de ella y le rogué que considerara bien lo que estaba diciendo. No me debía nada y no quería que nadie resultara herido, no quería que se acusara a nadie ni que nadie quedara expuesto por mi propio bien.

—¿Por su bien? Oh, no estoy pensando en usted —respondió; y de hecho al instante siguiente mis palabras me parecieron ciertamente fatuas.— Se trata de una satisfacción para mi propia conciencia, porque tengo una, por pequeña que piense usted que sea tengo derecho a hablar de ella. Mi propio pecado me ha castigado. He sido terriblemente material, he pensado solo en eso, y le he enseñado a ella a ser así, a hacer lo mismo. Es la única enseñanza que le he dado nunca, y ha aprendido la lección tan bien que ahora que lo veo grabado en su naturaleza me horrorizo ante mi labor. Durante años hemos vivido de ese modo; no hemos pensado en nada más. Lo ha aprendido tan bien que ha ido más lejos que yo. Digo que estoy horrorizada porque ella es horrible.

—Mi pobre y extremada amiga, —le imploré, —¿no es acaso más horrible escuchar a una madre decir cosas semejantes?

—¿Por qué, si son abominablemente ciertas? Además, no me importa decirlo, si puedo salvarlo.

—¿Espera usted que yo le repita al muchacho…?

—En modo alguno, —interrumpió— Lo haré yo misma. —Ante esto manifesté una protesta firme aunque inarticulada, y continuó con cierta simplicidad:

—Me alegré mucho al principio, pero hubiera sido mejor no habernos encontrado.

—No estoy de acuerdo con eso, ustedes me hacen inmenso bien.

—No me importa… si puedo hacerle bien a él.

—Debe recordar que sus cargos resultan extrañamente imprecisos, considerando lo violentos que son. Jamás tuvo ninguna chica una apariencia más inocente. Sabe cuánto lo he apreciado.

—No sabe nada sobre ella. Yo sí, ¡pues es obra de mis propias manos! —declaró Mrs Pallant, con risa amarga. —La he observado durante años y poco a poco, durante los últimos dos o tres, me ha sobrepasado. No hay un solo punto de ternura en toda su alma. Por alcanzar una posición social brillante, si fuera necesario, me vería ahogarme en este lago sin mover un dedo, se quedaría de pie ahí y contemplaría la escena… me empujaría ella misma… y sin un ápice de remordimiento. ¡Esa es mi joven dama! Para lo único que tiene corazón es para escalar a la cima y resultar espléndida y envidiada por todo el mundo, para hacerlo a cualquier precio o por medio de cualquier mezquindad o crueldad. Mentiría por ello, robaría por ello, ¡mataría por ello! —Mi acompañante formuló estas palabras con una claridad tremenda y profunda y un aire de sinceridad extraordinariamente solemne. Yo contemplaba su pálido rostro y sus ojos brillantes; me tenía en una especie de estupor, pero su extraña franqueza casi vengativa se imponía. Me encontré a mí mismo creyéndola, compadeciéndola más de lo que compadecía a la chica. Era como si hubiera estado contenida en el interior de una botella durante más tiempo de lo que podía aguantar, sufriendo cada vez más por el fermento de su conciencia. Ahora sentía alivio al advertir, denunciar y exponer.

—Dios me ha dejado verlo con el tiempo, en su misericordia —continuó, —pero sus caminos son inescrutables, y me lo ha revelado en mi propia hija. Es a mí misma a quien me ha permitido ver, a mí y a lo que fui durante años. Pero ella es peor, lo es, se lo aseguro; es peor de lo que yo nunca tuve la intención ni soñé con ser. —Tenía las manos fuertemente entrelazadas sobre su regazo, su voz profunda temblaba y su aliento se entrecortaba; alzó la vista con perversidad religiosa hacia las estrellas apenas perceptibles.

—¿Alguna vez le ha hablado a ella como habla conmigo? —le pregunté— ¿La ha amonestado, reprochado?

—¿Reprochado? ¿Cómo? Su respuesta sería: «Tú, tú, tú, la única referencia, quien me hizo».

—¿Entonces por qué desea tenderle una trampa?

—No estoy obligada a decírselo a usted y no lo entendería si lo hiciera. Le tendería una trampa mucho peor a ese chico si sellara mis labios.

—Si la ama no creerá una palabra de lo que dice.

—Es muy posible, pero habré cumplido con mi deber.

—¿Y simplemente le dirá lo que me ha dicho a mí?

—No importa lo que le vaya a decir a él. Será algo que quizá le afecte, si dejo de perder el tiempo.

—Si está tan concentrada en ganar tiempo, —dije— ¿por qué le permitió salir en la barca con él?

—¿Permitirle? ¿Cómo podía impedirlo?

—Pero le pidió permiso.

—¡Eso es parte de la función!

Estuvimos en silencio un momento, tras el cual continué: —Entonces, ¿ella ignora que usted la odia?

—No sé lo que sabe. Tiene profundidades y profundidades, todas ellas malas. Además, no la odio de modo alguno; la compadezco simplemente, por lo que he hecho de ella. Pero compadezco aún más al hombre que se descubra casado con ella.

—No hay mucho peligro de que exista esa persona, al ritmo que usted va.

—Oh, sin lugar a dudas; se casará con alguien. Se casará con un título así como con una fortuna.

—Es una pena que mi sobrino no tenga un título, —murmuré sonriendo.

Dudó por un momento.

—Veo que usted cree que es eso lo que yo quiero y que estoy haciendo un papel. ¡Que dios le perdone! Su sospecha es perfectamente natural: ¿Quién podría decir lo contrario, con gente como nosotras?

La manera en que pronunció estas últimas palabras arrancó lágrimas en mis ojos. Posé la mano sobre su brazo, sujetándola un instante, y nos miramos el uno al otro al atardecer.

—No podría hacer más si fuera mi hijo, —dije finalmente.

—Oh, ¡si hubiera sido su hijo se habría mantenido al margen! Me agrada por sí mismo, es sencillo y honesto, necesita afecto.

—Tendría una suegra admirable y entregada, —continué.

Mrs Pallant suspiró con cierta impaciencia y respondió que no bromeaba. Estuvimos sentados allí un rato más, mientras sopesaba lo que me había dicho y ella aparentemente hacía lo mismo. Confieso que incluso con ella cerca, con el eco de su voz apasionada y rota todavía en el aire, me vinieron a la cabeza algunas ideas excéntricas. ¿Sería ella quien actuaba y no la chica, y estaba adoptando la pose de mujer magnánima a expensas de la pobre Linda? ¿Tendría la determinación, en contra de la preferencia de la joven dama, de reservar a su hija para un personaje de más talla que un joven americano cuyos dólares no eran lo suficientemente profusos (aun siendo profusos) para compensar su falta de buenas amistades, y había formulado todas esas crueles imputaciones para servir a sus fines? Si estaba dispuesta realmente a denunciar a la chica ante Archie tendría que ir muy lejos para vencer la sospecha que seguro originaría en él un procedimiento tan innatural. ¿Estaría dispuesta a ir tan lejos? La respuesta a estas dudas se encontraba sencillamente en el modo en que me había conmovido —entendí entonces— cuando dijo las palabras “gente como nosotras”. Provocaron un efecto enternecedor. Ciertamente se rebajó y de alguna manera me sentí avergonzado, por mi parte, de verla rebajarse hasta tal punto. Finalmente me dijo que no esperase mas; debía irme antes de que volvieran los jóvenes. Estaban tardando mucho, demasiado; mayor razón para hablar con Archie esa misma tarde. Debía volver en coche a Stresa o, si lo deseaba, podía ir a pie: no estaba lejos para un hombre.

Se deshizo de mí sin reservas, tan segura estaba de sus propósitos que, después de haber abandonado el jardín y regresado a la terraza del hotel, pareció casi empujarme a dejarla —sentí sus delicadas manos, temblando ligeramente, sobre mis hombros—. Yo estaba dispuesto a hacer lo que pedía: me emocionaba de un modo tan doloroso que quería alejarme de ella. Antes de marchar le pregunté qué motivos podría tener Linda para ver a mi joven hombre como tal parti, no encajaba después de todo con su narración sobre las fieras ambiciones de la chica. Según dicho retrato parecería que un príncipe reinante fuera lo menos a lo que aspirara.

—Oh, ha reflexionado bien; ha contemplado la cuestión desde todas las perspectivas, —dijo Mrs Pallant.— Si ha cambiado de opinión es porque sabe lo que puede hacer.

—¿Se refiere a que lo ha discutido con usted?

—¡Señor! ¿Por quién nos toma? No discutimos las cosas. Conocemos el punto de vista de la otra y solo tenemos que actuar. Podemos dar por sentado ciertas razones que resultan poco elegantes.

—Pero en este caso, seguro que ella no conoce su punto de vista, pobrecita.

—No, porque no he jugado limpio. Desde luego, ella no esperaría nunca que hiciera trampa. Debe haber honor entre ladrones. Pero era libre de hacer lo mismo.

—¿A qué se refiere, hacer lo mismo?

—Podría haberse enamorado de un hombre pobre; entonces hubiera sido mi final.

—Es mejor uno rico; tiene más posibilidades, —respondí, con convicción.

—¡Usted lo entendería si hubiera llevado la vida que llevamos! No haber tenido realmente suficiente nunca, me refiero a tener lo bastante como para hacer las pocas cosas sencillas que hemos deseado. No haber tenido jamás “el nervio de la guerra”, o como supongo que usted diría, los fondos para la campaña. Haber sentido cada día y cada hora el monótono azote y haber hallado la cuestión de los dólares y céntimos (y desgraciadamente tan pocos de ellos) entremezclada con cada experiencia, con cada impulso. Eso sí que la convierte a una en mercenaria, sí que hace que el dinero parezca un bien más preciado que cualquier otro, y es natural que así sea. Por eso Linda considera que una fortuna es siempre una fortuna. Conoce todo sobre la de su sobrino, cómo se invierte, cómo se espera que aumente, exactamente a qué tipo de ritmo le permitirá vivir. Ha decidido que es suficiente, y suficiente es tan bueno como un festín. Cree que podría manejarle a su antojo, y me atrevería a decir que lo haría. Le obligará a vivir aquí: no tiene la menor intención de afincarse en América. Creo que tiene las miras puestas en Londres, porque en Inglaterra él puede cazar y tirar, y así la dejará en paz.

—Me da la impresión de que eso le gustaría mucho, —intercalé— no es un mal plan en absoluto, ni siquiera desde el punto de vista de Archie.

—Es inútil hablar de príncipes, —continuó Mrs Pallant como si no me hubiera oído. —La mayoría de ellos tienen más falta de dinero que nosotras. Por tanto, los títulos quedan fuera de la cuestión, y nos dimos cuenta de ello hace tiempo. Su sobrino es exactamente el tipo de joven que habíamos concebido con antelación, es como hecho a propósito. ¡La encantadora Linda demostró ser la mismísima hija de su madre cuando lo reconoció al instante! Ser americano es suficiente título hoy en día, con la manera en que han progresado. Vale tanto como cualquier otro título y simplifica mucho las cosas. Si no me cree, venga a Londres a verlo.

Mientras hablábamos me había acompañado hasta la carretera. Yo había dicho que volvería dando un paseo hasta Stresa y permanecimos allí, de pie, caída ya la tarde. Mientras cogía su mano, deseándole buenas noches, exclamé:

—¡Pobre Linda, pobre Linda!

—¡Oh, tiene tiempo para mejorar! —dijo Mrs Pallant.

—¿Cómo puede mejorar, si usted ha descrito a mi sobrino como la perfección?

Dudó por un momento.

—Quiero decir mejorar para Mr Pringle. —Todavía sostenía su mano, continuaba mirándola.

—¿Cómo pudo rechazarme… una mujer como usted?

—Ah, amigo mío, ¡si no le hubiera rechazado no podría hacer esto por usted ahora! y soltándose ella misma se giró rápidamente y volvió al hotel.

 

VI

 

Ignoro si Mrs Pallant sintió vergüenza al hacer aquella afirmación, que suponía retractarse de una negación anterior y de la verdadera realidad, como me permitía pensar a mí mismo; pero yo sí lo hice, mientras me dirigía a Stresa —es un camino de media hora— en la oscuridad. El nuevo y singular personaje que había aparecido ante mí me producía un efecto de nerviosismo que me habría impedido sentarme en un coche con tranquilidad. Esta misma agitación me mantuvo despierto hasta bien tarde una vez en el hotel y como sabía que no dormiría era en vano ir a la cama. Pese a lo mucho que pospuse dicha ceremonia, Archie no había aparecido aún cuando las luces del hotel comenzaron a apagarse. Comencé a inquietarme levemente por él y me preguntaba si habría tenido un accidente en el lago. Concluí que en tal caso —de no haber traído a su acompañante de vuelta a Baveno— Mrs Pallant ya me habría mandado llamar. Además era estúpido suponer que pudiera haberle pasado algo a su vuelta en barca para reunirse conmigo, ya que la noche estaba plenamente apacible y más que suficientemente clara, y el lago calmo como el cristal. De igual modo, confiaba infinitamente en su fuerza para cuidarse en circunstancias difíciles. Finalmente, regresé a mi habitación; la suya se hallaba a cierta distancia, no habiendo podido el personal de hotel ponernos juntos por encontrarnos en plena temporada de otoño.

Antes de irme a la cama precisaba llamar a un sirviente, y entonces descubrí mediante una pregunta casual que mi sobrino había vuelto hacía una hora y se había dirigido directamente a su cuarto. Había descartado que pudiera haber regresado sin venir a verme —yo estaba merodeando por los salones y terrazas— y no se me había ocurrido llamar a su puerta. Me hallaba a punto de hacerlo en ese momento —tenía tanta curiosidad por cómo le encontraría— pero me controlé, ya que evidentemente no había deseado verme. Esto no atenuó mi curiosidad, y dormí incluso menos de lo que había esperado. El haberme esquivado de ese modo —pues de no haberme visto en la planta baja podría haberme buscado en mi habitación— era un signo de que la charla con Mrs Pallant había tenido lugar realmente. ¿Qué le habría dicho? ¿Cuáles habrían sido las firmes medidas de la dama? El afán casi fatal por llevar a cabo su cometido que había demostrado ante mí sugería posibilidades en las que me asustaba pensar. Había hablado de esas cosas mientras nos despedíamos allí como algo que haría por mí; pero yo me había hecho el apunte mental, conforme me alejaba de ella, de que todavía no lo había hecho. No estaría realmente hecho hasta que Archie se hubiera echado atrás. Quizá estaba hecho a esta hora y el esquivarme parecía casi una prueba. Eso fue en lo que pensé casi toda la noche. Pasé una parte considerable de ella en mi ventana, contemplando las montañas dormidas. ¿Se habría echado atrás o estaría considerando la posibilidad de hacerlo? Había una extraña contradicción en ello; de hecho había más contradicciones que nunca. Creía en lo que Mrs Pallant me había contado sobre Linda, y aun así aquella otra idea me hacía avergonzarme de mi sobrino. Compadecía a la chica; lamentaba que perdiera una buena oportunidad, si había de darse el caso: y aún así esperaba que el modo en que su madre la había traicionado (no había otra palabra) ante su amado hubiera sido rotundo. Solo en caso de que Mrs Pallant hubiera tomado medidas muy radicales podría perdonar a Archie por retractarse. También lo sentía por el muchacho, sobre todo si finalmente ella había causado el efecto que deseaba en él. Una o dos veces estuve a punto de ir a ofrecerle mis condolencias, en bata: Estaba seguro de que también él había abandonado la cama y contemplaba por la ventana las colinas infinitas.

Debo decir que el muchacho mostraba escasos síntomas de conmoción cuando nos encontramos por la mañana y desayunamos juntos. La juventud es curiosa; tiene recursos que la experiencia parece arrebatarnos. Uno de ellos es simplemente —en el caso en cuestión— no hacer nada, no decir nada. Conforme nos hacemos mayores y más listos pensamos que es demasiado simple, demasiado crudo; disimulamos de forma más elaborada, pero con un efecto mucho menos desconcertante. Mi joven sobrino no parecía ni en lo más remoto haber pasado la noche en vela o tener algo en la mente; y cuando le pregunté qué había hecho tras mi temprana marcha —le expliqué lo sucedido diciéndole que me había cansado de esperarle, que estaba cansado del viaje y deseaba irme a la cama—, respondió:

—Oh, nada en particular; deambulé por el lugar, me gusta más que éste. Lo pasamos terriblemente bien en el lago. No estaba cansado en absoluto. —No le atosigué con preguntas: me parecía poco delicado intentar investigar sobre su secreto. La única muestra de inquietud se produjo ante mi anuncio, tras el desayuno, de que volvería de nuevo a ver a nuestras amigas y mi actitud al dar por sentado que estaría encantado de acompañarme. Entonces, señaló que él se quedaría en Stresa, el día anterior les había hecho una visita bastante larga; además, tenía que escribir algunas cartas. Había cierto aire fresco en sus reservas en torno a la duración de sus visitas, y yo conocía algo su correspondencia, que consistía exclusivamente en recibir veinte páginas de su madre cada semana. Su respuesta satisfizo mi curiosidad tan poco que fue en realidad este mismo sentimiento el que me llevó de vuelta a Baveno. En esta ocasión pedí un vehículo, y conforme subía en él, se quedó de pie mirándome en el porche del hotel con las manos en los bolsillos. Esa fue la primera vez que vi en el rostro del joven la expresión de una persona ligeramente confusa, incluso ligeramente atontada, a la que algo desagradable le ha ocurrido. Mientras le observaba nuestros ojos se encontraron y estuve a punto de decir: Hubiera sido mejor que vinieras conmigo. Antes de que se girara y entrase al hotel como si deseara escapar de mi llamada. Me dije a mí mismo que Mrs Pallant le había ahuyentado pero no llevaría mucho tiempo traerle de vuelta.

El criado con el que hablé en Baveno me dijo que mis amigas se encontraban en una cabaña de verano en el jardín, hacia la cual les había indicado el camino. El lugar parecía desierto; muchos de los clientes del hotel estaban dispersos por el lago o las colinas, en meriendas al aire libre, excursiones o visitas a las Islas Borromeas. Mi guía tenía razón en parte pues Linda se hallaba en la cabaña, pero estaba allí a solas. Al descubrir que así era me detuve un instante, con cierta torpeza, porque tuve una sensación repentina de ser un hipócrita desenmascarado, un conspirador contra su seguridad y honor. Pero no había rastro de torpeza en Linda Pallant, al contrario, elevó la mirada con una ligera exclamación de júbilo sobre el libro que estaba leyendo y extendió la mano con la más atractiva franqueza. Me sentía como si no tuviera derecho a tocarla y fingí no verlo. Pero ello no enfrió en un ápice sus delicados modales; desplazó un rollo de tapiz por el banco, para que pudiera sentarme, y destacó que aquel lugar era un encantador rincón a la sombra. Nunca la había encontrado más fresca, linda y amable; lo cual hacía que el despectivo discurso de su madre pareciera un sueño horrible. Me dijo que Mrs Pallant se reuniría con ella pronto; se había quedado dentro para escribir una carta. No se podía escribir fuera, pese a ser tan bonito en otros aspectos, la mesa era demasiado inestable. Así que también ellas tenían pretextos entre sí con forma de cartas. Lo consideré como un indicio de que la situación era tensa, el único, sin embargo, que mostraba Linda que, al igual que Archie, era lo suficientemente joven como para llevarlo bien. Estaba acostumbrada a vernos siempre juntos y no hizo comentario alguno por haber venido de visita sin él. Esperé en vano a que dijera algo al respecto; habría sido lo natural, era casi hostil omitirlo. Finalmente comenté que mi sobrino estaba muy insociable aquella mañana, que había esperado que me acompañara pero me había dejado venir solo.

—Me alegro mucho —respondió. —Puede decírselo si quiere.

—Si se lo digo vendrá inmediatamente.

—Entonces no se lo diga; no quiero que venga. Se quedó tanto rato la pasada noche, —Linda continuó —y me tuvo en el agua hasta las horas más inadecuadas. Eso no se estila aquí, ya sabe, y todo el mundo se sorprendió cuando volvimos, o mejor dicho cuando no volvíamos. Le supliqué que me llevara de vuelta, pero no quería. Cuando regresamos, casi tuve que coger los remos yo misma, sentí como si todos hubieran estado sentados cronometrándonos, observándonos. Fue muy embarazoso.

Estas palabras me impresionaron; y como he provisto al lector con la mayoría de las reflexiones —algunas de ellas quizás bastante morbosas— que me permití en relación a esta joven dama y su madre, también podría completar el informe y hacerle saber que ahora me preguntaba si Linda —cándida y talentosa doncella— había albergado la refinada idea de reforzar su dominio sobre Archie tratando de demostrar que la había puesto en un “compromiso”.

—¡Ah, claro, por eso tenía remordimientos de conciencia la pasada noche! —Exclamé— Cuando volvió a Stresa se deslizó hasta su habitación; no hubiera podido mirarme a la cara.

—Mamá estaba tan enfadada que lo cogió aparte y le echó una reprimenda, —continuó la chica. —Y para castigarme me mandó directa a la cama. Tiene unas ideas muy anticuadas, ¿no es así, mamá? —añadió, mirando sobre mi hombro a Mrs Pallant, que acababa de aparecer tras de mí.

No recuerdo qué respuesta dio Mrs Pallant a la interrogativa de Linda; permaneció allí con dos cartas, cerradas y con dirección, en la mano. Me saludó alegremente y después le preguntó a su hija si tenía algún sello. Linda consultó un libro de bolsillo algo destartalado y confesó que no le quedaba ni uno; ante lo cual su madre le dio las cartas, con el recado de dirigirse al hotel, comprar los sellos adecuados en el puesto, pegarlos con cuidado y echar las cartas al buzón. Debía pagar por los sellos, no añadirlos a la cuenta, una preferencia para la que Mrs Pallant dio sus razones. Yo había comprado algunos en Stresa aquella mañana y estaba a punto de ofrecerlos, cuando, como si hubiera adivinado mis intenciones, la dama mayor me silenció con la mirada. Linda le dijo que no tenía dinero y su madre hurgó en su bolsillo en busca de un franco. Cuando lo hubo encontrado y se lo entregó, Linda la besó antes de partir con las cartas.

—Madre querida, no tienes muchos, ¿verdad? —murmuró; y me lanzó, indirectamente, mientras se marchaba, la más bonita sonrisa tragicómica.

—Esta chica es increíble, increíble, —dijo Mrs Pallant, al mirarnos.

—¿Sabe lo que usted ha hecho?

—Sabe que he hecho algo y está recomponiendo lo qué es, o lo hará en el curso de las próximas veinticuatro horas, si su sobrino no regresa. Creo que puedo prometerle que no lo hará.

—¿Y no le preguntará?

—¡Jamás!

—¿No se lo dirá? ¿Son capaces de sentarse juntas en esta cabaña, este día divino, con cosas tan horribles como esa entre ustedes?

—¿No recuerda lo que le conté sobre nuestra relación, que todo figura implícito entre nosotras y nada es expreso? Las ideas que hemos compartido: nuestra frivolidad perpetua, nuestra incesante búsqueda de oportunidades no son el tipo de cosas que pueden pronunciarse alegremente entre personas que desean mantener las formas, como es nuestro caso: así que si nos entendíamos la una a la otra resultaba suficiente. Ahora nos entenderemos, como siempre hemos hecho, y nada cambiará, porque siempre ha habido algo entre nosotras de lo que no se podía hablar.

—Sin lugar a dudas, ella es increíble, increíble, —repetí-pero usted también. —Y después le pregunté qué le había dicho a mi chico.

Parecía sorprendida.

—¿No se lo ha contado?

—No, y nunca lo hará.

—Me alegro de ello, —dijo simplemente.

—Pero no estoy seguro de que no vaya a volver. No lo hizo esta mañana, pero tenía ya la mente puesta en ello.

—Es su imaginación —dijo Mrs Pallant sin titubear.— Si supiera lo que le dije no dudaría.

—¿Y usted no me lo dirá?

—Nunca, mi querido amigo.

—¿Y él la creyó?

—El tiempo lo dirá; pero eso me parece.

—¿Y cómo le convenció de que usted cogiera un rumbo tan contra natura?

Por un momento no dijo nada, solo me miró. Entonces finalmente dijo:

—Le dije la verdad.

—¿La verdad? —repetí.

—¡Lléveselo, lléveselo! —dijo de pronto. —Para eso me libré de Linda, para decirle que no podían quedarse, tienen que marcharse de Stresa mañana. Esta vez debe hacerlo usted, yo no puedo huir de nuevo, ¡es demasiado costoso! —Y sonrió de un modo extraño.

—No tema; no tema. Nos marcharemos mañana; soy yo el que quiere irse. —La cogí de la mano para despedirme, y mientras la sostenía le dije:

—¿El modo en que le habló de Linda al chico fue tan malo?

—Fue horrible.

Me di media vuelta, verdaderamente sentía deseos de abandonar el lugar. Mrs Pallant me previno de ir al hotel, pues me podía encontrar con Linda a su vuelta, cosa que no deseaba hacer en modo alguno, y me indicó otro camino por la carretera. A la sazón la dama volvió a encontrarse con su hija y a pasar el resto de la mañana en la cabaña de verano con ella, contemplando el brillante lago azul y las cumbres nevadas de los Alpes. Cuando regresé de nuevo a Stresa descubrí que Archie se había marchado a Milán (a ver la catedral, añadió el sirviente), dejando un mensaje para hacerme saber que, como no estaría de vuelta por un día o dos (aunque había numerosos trenes), se había llevado consigo una pequeña maleta. Al día siguiente recibí un telegrama suyo comunicándome su decisión de ir a Venecia y pidiéndome que le enviara el resto de su equipaje. “Por favor, no vengas a por mí,” y añadía “quiero estar solo; no haré nada malo”. Aquello me sonó conmovedor, a la luz de lo que sabía yo, y gustoso dejé al chico a su aire. Se marchó a Venecia y yo volví a cruzar los Alpes.

Durante las siguientes semanas esperé descubrir que se había reunido de nuevo con Mrs Pallant; pero cuando nos encontramos finalmente en Paris, en noviembre, comprobé que no tenía nada que esconderme, salvo únicamente el secreto de lo que aquella dama le había contado. Me lo escondió entonces y lo ha hecho hasta ahora. Volvió a América antes de Navidad y en ese momento sentí que la crisis había finalizado. No he vuelto a ver a mi vieja amiga desde entonces.

Alrededor de un año después de la época a la que mi historia se refiere, Linda se casó, en Londres, con un joven inglés, el propietario de una enorme fortuna, una fortuna amasada por su padre en algún sector fructífero. Se pueden encontrar fotografías de Mrs Gimingham (ese es su nombre de casada) en los principales puestos de prensa. Estoy seguro de que su madre decía la verdad. Mi sobrino no ha cambiado su estado civil aún, ni siquiera ahora que mi hermana por primera vez empieza a desearlo. En cuanto la vi le conté el meollo de la historia que aquí he escrito, y —así es la falta de coherencia de las mujeres— nada puede superar su animadversión hacia Louisa Pallant.

*FIN*


“Louisa Pallant”,
Harper’s New Monthly Magazine, 1888


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