Ocurrió una medianoche a mediados de verano; lucían pálidas estrellas tras el potente halo de una luna clara y fría que iluminaba las olas rodeada de planetas, esclavos de su señora. Detuve mi mirada en su sonrisa helada -demasiado helada para mí-; una nube le puso un velo de lanudo terciopelo y entonces me fijé en ti. Lucero orgulloso, remoto, glorioso, yo siempre tu brillo preferí; pues mi alma jalea la orgullosa tarea que cumples de la noche a la mañana, y admiro más, desde luego, tu lejanísimo fuego que esa otra luz, más fría, más cercana.