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Luces

[Novela corta - Texto completo.]

Anton Chejov

Fuera se oyó el inquieto ladrido de un perro. El ingeniero Anániev, su ayudante, el estudiante Von Stenberg, y yo salimos del barracón para ver a quién le ladraba. Dada mi condición de invitado, podía haberme quedado dentro, pero debo reconocer que el vino que había bebido me había mareado un poco y que me apetecía respirar aire fresco.

—No hay nadie… —dijo Anániev, cuando estuvimos fuera—. ¿Por qué nos engañas, Azorka? ¡Idiota!

Alrededor no se veía ni un alma. El idiota de Azorka, un perro guardián de pelo negro, queriendo probablemente disculparse de sus ladridos injustificados, se acercó con indecisión a nosotros moviendo la cola. El ingeniero se agachó y le acarició las orejas.

—¿Por qué has ladrado sin motivo, tontuelo? —le dijo con ese tono que las personas bondadosas emplean con los niños y con los perros—. ¿Acaso has tenido un mal sueño? Le ruego que le preste atención, doctor —añadió, dirigiéndose a mí—, ¡es una criatura extraordinariamente nerviosa! Figúrese, no soporta la soledad, siempre tiene sueños extraños, pesadillas espantosas, y si le gritas entra en un estado próximo a la histeria.

—Sí, es un perro delicado… —confirmó el estudiante.

Azorka probablemente comprendía que estábamos hablando de él; levantó el hocico y emitió un aullido lastimero, como si quisiera decir: «Sí, a veces mis sufrimientos son insoportables; les ruego que me disculpen».

Era una noche de agosto estrellada pero oscura. Nunca en mi vida me había encontrado en un paraje tan singular como aquél al que el azar me había llevado; quizá por ello esa noche estrellada me parecía sombría, desapacible y más oscura de lo que era en realidad. Estaba en una línea férrea en construcción. El terraplén alto y a medio hacer, los montones de arena, arcilla y grava, los barracones, las zanjas, las carretillas diseminadas aquí y allá, las bajas techumbres que cubrían las cuevas de los obreros: todo ese desorden, al que las tinieblas dotaban de una tonalidad monocorde, daba a la tierra un aspecto en cierto modo extraño y salvaje, que recordaba los tiempos del caos. En todo lo que había ante mis ojos se apreciaba tan poco orden que en medio de esa tierra levantada y deforme se hacía extraño divisar siluetas humanas y esbeltos postes de telégrafo; unas y otros destruían la visión de conjunto y parecían pertenecer a otro mundo. Reinaba el silencio y solo se oía la monótona cantinela del telégrafo, que zumbaba muy por encima de nuestras cabezas.

Subimos al terraplén y contemplamos el panorama. A unos cincuenta sazhens de allí, donde los desniveles, las zanjas y los montones se fundían totalmente con la bruma nocturna, parpadeaba una tenue lucecilla. Tras ella brillaba una segunda y más allá una tercera; luego, a unos cien pasos, centelleaban juntos dos ojos rojos, probablemente las ventanas de una barraca, y una larga hilera de tales luces, cada vez más pálidas y próximas, seguía la línea férrea hasta el mismo horizonte, donde, describiendo un semicírculo, giraba a la izquierda y desaparecía en la distante oscuridad. Esas luces inmóviles tenían algo en común con la quietud de la noche y el desconsolado canto del telégrafo. Era como si bajo el terraplén se ocultara un importante secreto que solo conocían ellas, la noche y los hilos del telégrafo…

—¡Qué maravilla, señores! —suspiró Anániev— ¡No se puede pedir más amplitud y belleza! ¿Y qué me dicen del terraplén? ¡Más que un terraplén, amigos, parece un Mont Blanc! Cuesta millones…

Maravillado de las luces y del terraplén que costaba millones, achispado por el vino y dominado por un humor sentimental, el ingeniero dio una palmada en el hombro del estudiante Von Stenberg y continuó en tono burlón:

—¿Por qué se ha quedado tan pensativo, Mijaílo Mijaílich? ¿Le gusta contemplar su propia obra? El año pasado este lugar era una estepa desierta, en donde no había ni huella de la mano del hombre, y en cambio fíjese ahora: ¡vida, civilización! ¡Qué maravilloso es todo esto, Dios mío! Usted y yo estamos construyendo la línea férrea; después de nosotros, dentro de cien o doscientos años, hombres de bien levantarán aquí fábricas, escuelas, hospitales, ¡y la maquinaria se pondrá en marcha! ¿No es así?

El estudiante estaba inmóvil, con las manos en los bolsillos, y no apartaba los ojos de las luces. Sumido en sus propios pensamientos, no escuchaba al ingeniero y parecía dominado por ese estado de ánimo en que no apetece hablar ni escuchar. Tras un prolongado silencio se volvió hacia mí y dijo en voz baja:

—¿Sabe a qué se parecen esas luces interminables? Me sugieren la imagen de algo que vivió hace mucho tiempo y desapareció hace miles de años, algo así como un campamento de amalecitas o filisteos. Se diría que una tribu del Antiguo Testamento ha acampado en el lugar y espera la mañana para batirse con Saúl o David. Para que la ilusión fuera completa, solo faltaría que se oyera un clamor de trompetas y que los centinelas se llamaran unos a otros en alguna lengua etíope.

—Quizá tenga razón —convino el ingeniero.

Como hecho a propósito, una ráfaga de viento recorrió la línea férrea, trayendo un sonido semejante a un entrechocar de armas. Se produjo un silencio. Desconozco en qué estarían pensando el ingeniero y el estudiante, pero a mí me parecía estar viendo realmente algo desaparecido hace mucho tiempo e incluso escuchar a los centinelas hablando en una lengua desconocida. Mi imaginación no tardó en dibujar tiendas y gentes extrañas, con sus atuendos y sus armas…

—Sí —murmuró el estudiante, pensativo—. En otro tiempo habitaron este mundo los amalecitas y los filisteos, entablaron guerras, desempeñaron un papel, pero ahora han desaparecido sin dejar rastro. Así sucederá con nosotros. Estamos aquí construyendo una línea férrea y filosofando, pero dentro de unos dos mil años no quedará ni polvo de este terraplén ni de todos esos hombres que duermen después de una agotadora jomada de trabajo. ¡Es realmente aterrador!

—No debe pensar esas cosas… —dijo el ingeniero con aire serio y sentencioso.

—¿Por qué?

—Porque… Esas ideas están bien para acabar la vida, no para empezarla. Es usted demasiado joven para pensar así.

—Pero ¿por qué? —repitió el estudiante.

—Todas esas reflexiones sobre la finitud y la insignificancia, sobre el sinsentido de la vida y la inevitabilidad de la muerte, sobre la oscuridad de la tumba y todo lo demás; en definitiva, todos esos pensamientos elevados, amigo mío, resultan aceptables y naturales en la vejez, cuando son fruto de una prolongada labor espiritual y de los sufrimientos, y representan una verdadera riqueza intelectual; pero en el caso de un cerebro joven, que acaba de iniciar una vida independiente, son una auténtica desgracia. ¡Una auténtica desgracia! —repitió Anániev, con un gesto de la mano—. En mi opinión, a su edad más valdría no tener cabeza sobre los hombros que pensar de esa manera. Se lo digo en serio, barón. Hace tiempo que quería hablar de este asunto con usted, pues desde el día en que nos conocimos he observado su inclinación por esos pensamientos perniciosos.

—Pero, Dios mío, ¿por qué son perniciosos? —preguntó el estudiante, sonriendo, y en el tono de su voz y en su rostro se adivinaba que respondía por simple cortesía y que la discusión iniciada por el ingeniero no le interesaba lo más mínimo.

Mis ojos se cerraban. Albergaba la esperanza de que, inmediatamente después del paseo, nos desearíamos buenas noches y nos iríamos a la cama, pero esa aspiración tardó en cumplirse, Cuando regresamos al barracón, el ingeniero puso las botellas vacías debajo de la cama, sacó dos llenas de una cesta de mimbre y, una vez descorchadas, se sentó a su escritorio con la intención evidente de seguir bebiendo, hablando y trabajando. Tomando de vez en cuando un sorbo del vaso, trazaba anotaciones a lápiz sobre unos planos y seguía tratando de convencer al estudiante de que su forma de pensar era equivocada. Este último, sentado a su lado, comprobaba unas cuentas y guardaba silencio. Lo mismo que yo, no tenía ganas de hablar ni de escuchar. Para no interrumpir su trabajo, me senté lejos de la mesa, en la patizamba cama de campaña del ingeniero, esperando con impaciencia y lleno de aburrimiento que me sugirieran irme a la cama. Era más de medianoche.

Como no tenía nada que hacer, me puse a observar a mis nuevos conocidos. No había visto antes ni a Anániev ni al estudiante, pues nuestro primer encuentro se había producido en la noche de la que me ocupo. A última hora de la tarde regresaba a caballo de una feria a la casa del hacendado en la que me hospedaba, pero por culpa de la oscuridad había tomado un camino equivocado y me había extraviado. Tras vagar por las proximidades de la línea férrea, y viendo cómo las tinieblas de la noche cada vez se hacían más espesas, recordé esas historias de «peones descalzos» que acechan a viandantes y jinetes, me entró miedo y llamé a la puerta del primer barracón con el que me topé, donde fui recibido cordialmente por Anániev y el estudiante. Como suele suceder cuando personas extrañas se reúnen por accidente, enseguida congeniamos y trabamos amistad; empezamos bebiendo té y acabamos tomando vino, sintiéndonos como si nos conociéramos desde hacía años. Al cabo de una hora sabía quiénes eran y cómo el destino los había llevado de la capital a la remota estepa, mientras ellos sabían quién era yo, a qué me dedicaba y cuál era mi forma de pensar.

El ingeniero Nikolái Anastásievich Anániev era corpulento, ancho de hombros y, a juzgar por su aspecto, había empezado a bajar «el valle de los años», como Otelo, y a engordar más de la cuenta. Se encontraba en esa edad que las casamenteras denominan «la flor de la vida», es decir, no era joven ni viejo, le gustaba comer bien, beber y alabar el pasado, jadeaba ligeramente al caminar, emitía ruidosos ronquidos cuando dormía y en su trato con los demás hacía gala de esa serena e imperturbable benevolencia que adquieren las personas decentes cuando alcanzan los grados más altos del escalafón y empiezan a ganar peso. Aunque en su cabeza y en su barba aún tardarían en despuntar las canas, había empezado a dirigirse a los jóvenes, de manera involuntaria, sin darse cuenta, con un condescendiente «jovencito» y pensaba que tenía derecho a hacerles amistosos reproches sobre su modo de pensar. Sus ademanes y su voz eran serenos, mesurados, seguros, como los del hombre plenamente consciente de que se ha abierto camino, de que tiene un empleo fijo, un pedazo de pan asegurado y una opinión definida de las cosas… Su rostro atezado y narigudo, así como su musculoso cuello, parecían decir: «Estoy bien alimentado, sano y contento de mí mismo, y cuando llegue el momento también vosotros, los jóvenes de ahora, estaréis bien alimentados, sanos y contentos de vosotros mismos…». Llevaba una camisa de percal con cuello de tirilla y pantalones bombachos de lienzo metidos en botas altas. Algunos pequeños detalles, como por ejemplo el llamativo cinturón de estambre, el cuello bordado y las coderas, me permitieron deducir que estaba casado y que, según todas las apariencias, su esposa le profesaba un afecto sincero.

El barón Mijaíl Mijaílovich von Stenberg, estudiante del Instituto de Vías de Comunicación, era un joven de unos veintitrés o veinticuatro años. Solo sus cabellos rubios y su barba rala, así como tal vez cierta rudeza y sequedad de los rasgos faciales, recordaban que descendía de los barones del Báltico; todo lo demás, su nombre de pila, su religión, sus ideas, sus modales y la expresión de su rostro, era totalmente ruso. Vestido como Anániev, con una camisa de percal por fuera del pantalón y botas altas, atezado, algo encorvado y necesitado de un buen corte de pelo, no se asemejaba a un estudiante ni a un barón, sino a un simple aprendiz ruso. Hablaba poco y apenas gesticulaba, bebía el vino como con desgana, comprobaba las cuentas maquinalmente y siempre parecía estar pensando en algo. Su voz y sus ademanes también eran serenos y mesurados, pero su serenidad era de un género muy distinto que la del ingeniero. Su rostro bronceado, meditabundo, algo burlón, sus ojos que miraban un tanto de soslayo y toda su figura revelaban tranquilidad espiritual y pereza mental… Parecía como si le diera completamente igual que la luz estuviera encendida o apagada, que el vino fuera bueno o malo, que las cuentas que comprobaba cuadraran o no… En su rostro sereno e inteligente se leía: «De momento no veo nada positivo en un trabajo fijo, en un pedazo de pan seguro y en una opinión definida de las cosas. Todo eso es una bobada. Antes estaba en Petersburgo, ahora me encuentro en este barracón, en otoño me marcharé de nuevo a Petersburgo y en primavera regresaré otra vez aquí… Ni yo ni nadie sabe qué sentido tiene todo eso… De modo que no hay nada de qué hablar…».

Escuchaba al ingeniero sin interés, con esa indiferencia condescendiente con que los cadetes de los cursos superiores escuchan las divagaciones de un cabo entrado en años y bonachón. Por lo visto, nada de lo que decía el ingeniero era nuevo para él y, de no haber tenido tan pocas ganas de hablar, podría haber dicho algo más novedoso e inteligente. Entretanto, Anániev seguía con su discurso. Había abandonado ya ese tono paternal y zumbón y hablaba con una seriedad e incluso con una pasión que no cuadraban en absoluto con su expresión de serenidad. Era evidente que las cuestiones abstractas, lejos de dejarle indiferente, le atraían, pero no estaba acostumbrado a ellas y, en consecuencia, no sabía tratarlas. Esa falta de costumbre lastraba de tal modo su discurso que en un principio no comprendí lo que quería decir.

—¡Odio esas ideas con toda mi alma! —dijo—. Yo mismo estuve infectado en mi juventud e incluso ahora no he logrado librarme totalmente de ellas; y le diré más: quizá porque soy tonto y esas ideas eran un alimento equivocado para mi cerebro, no me han acarreado más que disgustos. ¡Y se comprende! Las ideas de la inutilidad de la existencia, de la futilidad y la finitud del mundo visible, la «vanidad de vanidades» de Salomón, constituían y constituyen hasta la fecha el grado supremo y definitivo del pensamiento humano. Cuando el pensador alcanza ese estadio, la máquina se detiene. No puede ir más lejos. En ese punto la actividad de un cerebro alcanza su culminación, algo muy natural y consecuente. Nuestra desgracia es que empezamos a reflexionar precisamente a partir de ese punto culminante. Nosotros empezamos donde la gente normal termina. De buenas a primeras, apenas ha empezado a funcionar el cerebro con autonomía, subimos al grado supremo y definitivo, sin querer saber nada de los inferiores.

—¿Y qué tiene eso de malo? —preguntó el estudiante.

—¡Dese cuenta de que no es normal! —gritó Anániev, mirándole casi con ira—. Si hemos encontrado un medio de subir al grado supremo sin necesidad de pasar por los inferiores, quiere decirse que toda la larga escalera, es decir, la vida en su conjunto, con sus colores, sonidos e ideas, pierde todo su sentido para nosotros. Puede juzgar cuán absurda y perniciosa es esa forma de pensar a su edad a partir de cada paso de su vida racional e independiente. Supongamos que en este mismo instante estuviera leyendo a Darwin o a Shakespeare. Apenas habría terminado de leer una página cuando el veneno ya habría empezado a funcionar: su propia vida, Shakespeare y Darwin le parecerían un sinsentido y un absurdo ante el convencimiento de que tiene que morir y de que Shakespeare y Darwin también murieron, sin que sus ideas les salvaran a ellos, ni al mundo ni a usted; en consecuencia, si la vida carece de sentido, todos los conocimientos, la poesía y los pensamientos elevados no son más que entretenimientos ociosos, fútiles juguetes de niños adultos. Por tanto, interrumpe usted la lectura en la segunda página. Supongamos ahora que algunas personas, considerándole un hombre inteligente, solicitan su opinión sobre la guerra, por ejemplo: ¿es deseable y moral o no? En respuesta a esa terrible pregunta usted se limita a encogerse de hombros y se contenta con pronunciar algún lugar común, porque a usted, dada su manera de pensar, le da completamente igual que mueran cientos de miles de personas de muerte natural o violenta, pues en uno y otro caso el resultado será el mismo: cenizas y olvido. Aquí estamos usted y yo construyendo una línea férrea. Podemos preguntamos: ¿por qué razón rompernos la cabeza, inventar, sobreponernos a la rutina, preocuparnos de los obreros, robar o no robar, si sabemos que al cabo de dos mil años esa línea se habrá convertido en polvo? Y así sucesivamente… Convenga conmigo en que esa lamentable forma de razonar imposibilita todo progreso, toda ciencia, todo arte y hasta todo pensamiento. Nos consideramos más inteligentes que la masa y que Shakespeare, pero en realidad nuestro trabajo intelectual no conduce a ninguna parte, pues no nos apetece bajar a los grados inferiores, y más arriba no hay ningún lugar al que ir; en definitiva, nuestro cerebro queda en punto de congelación, y no avanza ni en un sentido ni en otro… Durante cerca de seis años estuve bajo el yugo de esas ideas y le juro por Dios que en todo ese tiempo no leí ni un solo libro de valor, no aumenté un ápice mi inteligencia, no enriquecí en una sola letra mi propio código moral. ¿No es una desgracia? Además, no contentos con emponzoñamos a nosotros mismos, inoculamos el veneno en la vida de las personas que nos rodean. No pasaría nada si, presas del pesimismo, renunciáramos a la vida, nos retiráramos a una cueva o nos apresuráramos a morir, pero nos sometemos a la ley general, vivimos, sentimos, nos enamoramos de las mujeres, criamos hijos, construimos ferrocarriles.

—Nuestras ideas no procuran a nadie ni frío ni calor —dijo el estudiante de mala gana.

—¡Ah, no diga eso, por el amor de Dios! Aún no ha paladeado la vida como es debido; cuando tenga usted mis años, amiguito, ya sabrá lo que es bueno. Nuestra forma de pensar no es tan inocua como usted se figura. En la práctica, en nuestro trato con la gente, solo conduce al horror y a la estupidez. A lo largo de la vida he tenido que pasar por situaciones que no le deseo a mi peor enemigo.

—¿Por ejemplo? —pregunté yo.

—¿Por ejemplo? —repitió el ingeniero; se quedó pensativo, sonrió y añadió—: Por ejemplo el siguiente caso. En realidad, más que un caso es toda una novela con argumento y desenlace. ¡Una lección magnífica! ¡Ah, qué lección!

Nos sirvió vino, llenó su propio vaso, bebió un trago, se pasó las palmas de la mano por el ancho pecho y continuó, dirigiéndose más a mí que al estudiante:

—Sucedió durante el verano de 187…, poco después de la guerra, cuando acababa de concluir mi estudios. Me marché al Cáucaso y de camino me detuve cuatro o cinco días en la ciudad portuaria de N. Debo decirles que nací y crecí en esa ciudad; por tanto no es sorprendente que N. me pareciera extraordinariamente acogedora, agradable y hermosa, aunque cualquier persona de la capital la encuentra tan aburrida e incómoda como Chujoma o Kashira. Pasé lleno de nostalgia junto al instituto en el que había estudiado, caminé con aire melancólico por el parque de la ciudad, que tan bien conocía, hice un triste intento de acercarme a personas a las que no había visto en años, pero a las que recordaba… Todo era deprimente…

»Entre otras cosas, una tarde fui en coche a un lugar llamado Cuarentena, un ralo bosquecillo que antaño, en los remotos tiempos de la peste, había servido de puesto de cuarentena y que ahora albergaba varias dachas. Se encuentra a cuatro verstas de la ciudad y se llega a él por una carretera lisa y en buenas condiciones. El panorama que se divisa por el camino es el siguiente: a la izquierda el mar azul y a la derecha la estepa sombría e infinita; se respira a pleno pulmón y la vista vaga a sus anchas. El bosquecillo se encuentra en la orilla del mar. Despedí al cochero, atravesé la conocida cancela y, sin pérdida de tiempo, me dirigí por un sendero a un pequeño cenador de piedra que me gustaba mucho cuando era niño. En mi opinión, aquel cenador circular y macizo, levantado sobre desgarbadas columnas, combinaba el lirismo de un monumento funerario antiguo con la tosquedad de Sobakievich, y constituía el rincón más romántico de la ciudad. Se levantaba en el borde mismo de la orilla, sobre el acantilado, y ofrecía una magnífica vista sobre el mar.

»Me senté en un banco y, apoyándome en la barandilla, miré hacia abajo. Del cenador partía un sendero que descendía por la escarpada orilla, casi cortada a pico, entre terrones de arcilla y matas de bardana, y terminaba lejos, junto a la arenosa playa, donde las pequeñas olas esparcían perezosas sus espumosas crestas, levantando un suave rumor. El mar era tan majestuoso, vasto y arisco como siete años antes, cuando, una vez concluido el instituto, dejé mi ciudad natal y me trasladé a la capital; en la distancia se columbraba un penacho negro de humo: era un vapor que pasaba; aparte de esa banda inmóvil y apenas visible y de los charranes que revoloteaban sobre las aguas, nada animaba ese monótono cuadro de mar y cielo. A derecha e izquierda del cenador se extendían los irregulares y arcillosos acantilados…

»Ya saben ustedes que, cuando un hombre de disposición melancólica se queda a solas con el mar o contempla un panorama que le parece grandioso, por alguna razón con su tristeza se entrevera el convencimiento de que vivirá y morirá ignorado, y su reacción automática es coger un lápiz y escribir a toda prisa su nombre en cualquier superficie que encuentra a mano. Probablemente esa sea la razón de que todos los parajes solitarios y recoletos, como el cenador del que les hablo, estén siempre cubiertos de inscripciones hechas a lápiz o a punta de cuchillo. Recuerdo como si hubiera sucedido hoy mismo que al contemplar la barandilla leí: “Iván Korolkov estuvo aquí el 16 de mayo de 1876”. Al lado de la inscripción de Korolkov, algún soñador local había puesto su firma y añadido:

 

Un hombre ante la inmensa mar vacía
sublimes pensamientos concebía

 

»El trazo era delicado y suave como seda húmeda. Un tal Kross, probablemente un hombre pequeño y oscuro, sintió con tanta fuerza su insignificancia que dio libre curso a su cortaplumas y grabó su nombre con letras profundas, de casi un vershok de largas. Maquinalmente saqué un lápiz del bolsillo y escribí también mi nombre en una de las columnas. En cualquier caso, todo esto nada tiene que ver con mi historia… Perdonen, no sé ceñirme al relato

»Me sentía triste y algo aburrido. El tedio, el silencio y el rumor de las olas poco a poco me llevaron a albergar esos pensamientos de los que hablábamos hace un momento. En aquella época, a finales de los años setenta, esas ideas empezaron a ponerse de moda entre el público, y algo después, a comienzos de los ochenta, fueron pasando gradualmente del público a la literatura, a la ciencia y a la política. Yo no tenía entonces más que veintiséis años, pero era plenamente consciente de que la vida carece de objeto y de sentido, de que todo es engaño e ilusión, de que, en esencia y a juzgar por sus resultados, la vida de los presidiarios de la isla de Sajalín en nada se distingue de la vida en Niza, de que la diferencia entre el cerebro de Kant y el de una mosca carece de significado real, de que nadie en este mundo tiene razón o se equivoca, de que todo es una nadería y un sinsentido, y bien podía irse al diablo. Vivía como si le estuviera haciendo un favor a una fuerza desconocida que me obligaba a vivir. “Mira —parecía decirle a esa fuerza—, me importa un bledo la vida, pero de todos modos sigo viviendo”. Todos mis pensamientos seguían una misma dirección, pero sus variaciones eran infinitas; en ese sentido, me parecía a un refinado gastrónomo que con unas patatas sabe preparar centenares de platos suculentos. No cabe duda de que era parcial y, hasta cierto punto, estrecho de miras, pero en aquella época me imaginaba que mi horizonte intelectual no tenía comienzo ni fin y que mi pensamiento era tan vasto como el mar. A juzgar por mi propia experiencia, las ideas que nos ocupan tienen un componente adictivo y narcótico, como el tabaco o la morfina. Se convierten en una costumbre, en una necesidad. Aprovechamos cualquier instante de soledad y cada ocasión propicia para recreamos pensando en el sinsentido de la vida y en las tinieblas de ultratumba. Mientras estaba sentado en el cenador, por la avenida pasaron ceremoniosamente unos niños griegos de grandes narices. Valiéndome de esa oportunidad favorable, me sumí en las siguientes consideraciones, al tiempo que los miraba: “Me pregunto para qué han nacido y para qué viven esos niños. ¿Acaso su existencia tiene algún sentido? Crecerán sin saber por qué, vivirán en este agujero sin necesidad alguna y morirán…”.

»Hasta sentí rabia al verlos andar tan ceremoniosamente y conversar de forma tan digna, como si tuvieran en alta estima sus vidas insignificantes y anodinas y supieran para qué vivían… Recuerdo que a lo lejos, al final de la avenida, surgieron tres figuras femeninas. Las tres señoritas —una vestida de rosa y las otras dos de blanco— iban a la par, cogidas del brazo, conversando y riendo. Mientras las contemplaba, pensaba: “¡No estaría mal distraerme con una mujer durante un par de días para matar el aburrimiento!”.

«Entonces recordé que habían pasado tres semanas desde mi última visita a mi dama petersburguesa y pensé que una aventura pasajera me vendría muy bien en ese momento. La señorita que iba en el medio, vestida de blanco, parecía más joven y hermosa que sus amigas y, a juzgar por sus ademanes y su risa, debía de ser una alumna del último curso del instituto. Miraba su busto, no sin intenciones pecaminosas, y al mismo tiempo pensaba: “Estudiará música y modales, se casará, no lo quiera Dios, con algún griego, llevará una vida gris, estúpida e intrascendente, tendrá un montón de hijos, sin saber ella misma para qué, y morirá. ¡Una vida absurda!”.

»En honor a la verdad debo decir que era todo un maestro para combinar los pensamientos elevados con la prosa más ordinaria. Las ideas sobre las tinieblas de ultratumba no me impedían rendir tributo a los bustos y a las piernas, como las sublimes reflexiones de nuestro querido barón tampoco le impiden emprender incursiones donjuanescas a Vukolovka todos los sábados. Hablando con franqueza, mi comportamiento con las mujeres era, por lo que recuerdo, de lo más ofensivo. Al acordarme ahora de aquella estudiante, mi actitud de entonces me ha hecho ruborizarme, pero en aquella época no me remordía lo más mínimo la conciencia. Hijo de padres nobles y cristiano, había recibido una educación superior y no era tonto ni malvado por naturaleza; en consecuencia, no sentía ningún escrúpulo cuando pagaba a una mujer lo que los alemanes llaman Blutgeld o cuando dirigía miradas ofensivas alas estudiantes… Lo malo es que la juventud tiene sus derechos y nuestro modo de pensar, en principio, no tiene nada que oponer a esos derechos, ya sean buenos o reprobables. Quien sabe que la vida carece de sentido y la muerte es inevitable se muestra totalmente indiferente a la batalla con la naturaleza y al concepto de pecado: ya luches o no, acabarás muriéndote y pudriéndote… En segundo lugar, estimados señores, nuestro modo de pensar inculca, incluso en las personas muy jóvenes, el llamado método racional. El predominio de la razón sobre el corazón es apabullante. El sentimiento espontáneo y la inspiración quedan anulados por el análisis detallado. Ahora bien, el método racional va unido a la frialdad, y la gente fría, reconozcámoslo, no se preocupa de la castidad. Esa virtud solo la conocen las personas afectuosas, impulsivas y capaces de amar. En tercer lugar, nuestro modo de pensar, al privar a la vida de significado, despoja de todo valor a la personalidad individual. No cabe duda de que si niego la personalidad de cualquier Natalia Stepánovna, me da completamente igual si la ofendo o no. Hoy ultrajo su dignidad de ser humano y le pago su Blutgeld, y al día siguiente me olvido de ella.

»Así pues, estaba sentado en el cenador, mirando a las muchachas, cuando apareció en la avenida otra figura femenina, con la rubia cabellera descubierta y un chal blanco de punto sobre los hombros. Después de dar un paseo, se internó en el cenador y, apoyándose en la barandilla, miró con indiferencia la orilla y el lejano mar. Al entrar, no me prestó la menor atención, como si no hubiera reparado en mi presencia. Yo la examiné de los pies a la cabeza (no de la cabeza a los pies, como se hace con los hombres) y vi que era joven, como mucho tendría veinticinco años, atractiva, bien plantada; probablemente estaba casada y pertenecía a la categoría de mujeres respetables. Llevaba prendas sencillas, pero elegidas con gusto y a la moda, como es costumbre en N. entre las mujeres casadas de clase media.

»“No estaría mal una aventura con ella… —pensaba, examinando su grácil talle y sus brazos—. Nada mal… Debe de ser la mujer de algún Esculapio local o de algún profesor del instituto…”.

»Pero tener una aventura con ella, es decir, convertirla en heroína de uno de esos romances improvisados que tanto gustan a los turistas, no sería fácil, acaso imposible. Eso fue lo que pensé al contemplar su rostro. Su forma de mirar y su expresión daban a entender que el mar, el humo distante y el cielo la hastiaban, que estaba harta de esa visión; al parecer, se sentía cansada, se aburría, se entregaba a pensamientos tristes, y en su rostro ni siquiera se advertía ese aire de preocupación y afectada indiferencia que adoptan casi todas las mujeres cuando perciben cerca de ellas la presencia de un hombre extraño.

»La rubia me dirigió una fugaz mirada de fastidio, se sentó en el banco y se quedó pensativa. Veía en su rostro que no tenía interés en mí y que mi aspecto capitalino no despertaba en ella la menor curiosidad. Pero de todos modos decidí entablar conversación con ella y le pregunté:

»—Señora, ¿tendría la amabilidad de decirme a qué hora sale la diligencia para la ciudad?

»—Creo que a las diez o a las once…

»Le di las gracias. Ella me miró un par de veces y en su rostro impasible centelleó de pronto un atisbo de curiosidad y luego algo semejante a la sorpresa… Me apresuré a adoptar una expresión indiferente y una postura adecuada: ¡había mordido el anzuelo! De pronto se puso en pie como si algo le hubiera picado, esbozó una afable sonrisa y, examinándome con cierta premura, me preguntó con timidez:

»—Oiga, ¿no será usted por casualidad Anániev?

»—Sí, en efecto… —respondí yo.

»—¿Y no sabe quién soy yo? ¿No me reconoce?

»Algo turbado, la miré fijamente y, figúrense, no la reconocí por el rostro ni por la figura, sino por la sonrisa afable y cansada. Era Natalia Stepánovna o, como la llamábamos nosotros, Kisochka, la misma de la que había estado enamorado siete u ocho años antes, cuando aún llevaba el uniforme del instituto.

 

Pero eso son historias del pasado,
leyendas de la remota antigüedad

 

»La recuerdo como una colegiala menuda y delgadita de quince o dieciséis años, cuando representaba una especie de ideal del estudiante, creada por la naturaleza especialmente para el amor platónico. ¡Qué muchacha tan encantadora! Paliducha, frágil, aérea; parecía como si el simple aliento pudiera hacerla volar como una pluma hasta el mismo cielo; su rostro era dulce y expresaba perplejidad; tenía manos pequeñas, cabellos suaves que le llegaban hasta la cintura y talle de avispa; en definitiva, una criatura etérea y transparente como la luz de la luna; a ojos de un colegial, una belleza indescriptible… Yo estaba enamorado de ella, ¡y de qué manera! Me pasaba las noches en blanco, escribía versos… A veces, por la tarde, se sentaba en un banco del parque de la ciudad, mientras los estudiantes del instituto la rodeábamos y la contemplábamos con veneración… En respuesta a todos nuestros cumplidos, posturas y suspiros, ella, con gesto nervioso, se encogía de hombros por la humedad del atardecer, entornaba los ojos y esbozaba una sonrisa afable; en tales momentos se parecía muchísimo a una linda gatita. Mientras la admirábamos, sentíamos deseos de acariciarla y pasarle la mano por la espalda como a una gata; de ahí el apodo de Kisochka.

»En los siete u ocho años en que no nos habíamos visto Kisochka había cambiado mucho. Había madurado, engordado y perdido por completo el parecido con una suave y blanda gatita. No es que sus rasgos hubiesen envejecido o se hubiesen marchitado, sino que en cierto modo se habían deslustrado y vuelto más austeros; sus cabellos parecían más cortos; su estatura, mayor; sus hombros, casi dos veces más anchos, y, por encima de todo, su rostro tenía esa expresión de maternidad y resignación que adoptan las mujeres respetables a su edad y que yo, como se comprende, no había visto antes en ella… En una palabra, de aquel aire de colegiala ideal de antaño solo conservaba la afable sonrisa.

»Entablamos conversación. Al enterarse de que ya era ingeniero, Kisochka se alegró muchísimo.

»—¡Qué maravilla! —dijo, mirándome a los ojos con una sonrisa jubilosa—. ¡Qué muchachos tan estupendos son todos ustedes! De la promoción de usted ni uno solo ha fracasado, todos se han abierto camino. Uno es ingeniero, el otro médico, el tercero profesor, el cuarto dicen que es un famoso cantante en Petersburgo… ¡Todos son estupendos! ¡Ah, qué maravilla!

»En los ojos de Kisochka resplandecía una alegría sincera, llena de buena voluntad. Se enorgullecía de mí como una hermana mayor o una antigua profesora. Yo miraba su bello rostro y pensaba: “¡Qué bien estaría tener hoy mismo una aventura con ella!”».

«—¿Recuerda usted, Natalia Stepánovna —le pregunté— que una vez, en el parque, le entregué un ramo con una nota? Cuando la leyó, se quedó completamente desconcertada…

»—Lo he olvidado —dijo, rompiendo a reír—. Pero recuerdo que quiso desafiar a duelo a Florens por mi causa…

»—Vaya, pues ahora soy yo quien no se acuerda…

»—Sí, eso pertenece ya al pasado… —suspiró Kisochka—. En aquella época yo era una diosa para ustedes, ahora ha llegado mi turno de mirarlos a todos de abajo arriba…

»En el curso de la conversación me enteré de que, unos dos años después de concluir los estudios en el instituto, se había casado con un hombre del lugar, mitad griego mitad ruso, que trabajaba en un banco o en una compañía de seguros y se dedicaba también al negocio del trigo. Tenía un apellido bastante complicado, Populaki, Skarandopulo o algo así… Al diablo con él, se me ha olvidado… En general, habló poco y de mala gana de sí misma. La conversación giró solo en tomo a mí. Me preguntaba por el instituto, por mis compañeros, por Petersburgo, por mis planes, y todo lo que decía despertaba en ella una viva alegría y la siguiente exclamación: “¡Ah, qué maravilla!”.

»Bajamos hasta la orilla y paseamos por la arena; luego, cuando la húmeda brisa de la tarde empezó a soplar desde el mar, nos dimos la vuelta. En todo momento la conversación versó sobre mí y sobre el pasado. Seguimos paseando hasta que en las ventanas de las dachas se apagó el reflejo del ocaso.

»—Venga a tomar una taza de té —me propuso Kisochka—. El samovar debe de llevar ya un buen rato sobre la mesa… En casa no hay nadie —añadió, cuando a través del follaje de las acacias apareció su dacha—. Mi marido se pasa todo el día en la ciudad; solo regresa por la noche, y no siempre; debo confesar que me muero de aburrimiento.

»La seguí, admirando su espalda y sus hombros. Me alegraba que estuviera casada, pues para una aventura pasajera las mujeres casadas son una pieza más conveniente que las solteras. También me alegraba que su marido no estuviera en casa… Pero al mismo tiempo presentía que no iba a haber ninguna aventura…

»Entramos en la casa. Las habitaciones eran pequeñas, de techo bajo, con el mobiliario típico de las casas de verano (en las cuales el ruso suele disponer muebles incómodos, pesados y deslustrados, de los que le da pena deshacerse y que no sabe dónde meter), pero algunos pequeños detalles revelaban que Kisochka y su marido vivían sin estrecheces y que probablemente gastaban unos cinco o seis mil rublos al año. Recuerdo que en medio de la habitación que Kisochka denominaba comedor había una mesa redonda de seis patas; sobre ella descansaban un samovar y varias tazas, y en uno de los bordes había un libro abierto, un lápiz y un cuaderno. Eché un vistazo al libro y reconocí el manual de aritmética de Malinin y Burenin. Estaba abierto, aún lo recuerdo, en “Las reglas de la proporción”.

»—¿A quién le está dando clases? —le pregunté.

»—A nadie… —me respondió—. Como no tengo nada que hacer y me aburro… recuerdo el pasado y resuelvo problemas.

»—¿Tiene usted hijos?

»—Tuve un hijo, pero solo vivió una semana.

»Empezamos a beber té. Mirándome con admiración, Kisochka volvió a decir que le parecía maravilloso que fuera ingeniero y que se alegraba mucho de mis éxitos. Cuanto más hablaba y más sincera se hacía su sonrisa, más crecía en mí el convencimiento de que me marcharía con las manos vacías. Ya por entonces era un experto en aventuras amorosas y podía sopesar con bastante precisión mis posibilidades de éxito o fracaso. Puede usted contar con el triunfo si persigue a una mujer estúpida o tan aficionada a las aventuras y las sensaciones fuertes como usted mismo, o a una criatura taimada con la no tiene usted nada en común. Pero si se encuentra con una mujer inteligente y seria, con una expresión de fatiga, resignación y buena voluntad, que se alegra sinceramente de verle y, sobre todo, que le respeta, ya puede darse media vuelta y marcharse. En tales casos, para tener éxito, se requiere un plazo mucho más largo que un solo día.

»A la luz del atardecer Kisochka parecía más interesante que de día. Cada vez me gustaba más y, por lo visto, yo le caía simpático. Además, las circunstancias no podían ser más propicias para una aventura amorosa: el marido no estaba en casa, no se veía ningún criado, a nuestro alrededor todo era silencio… Aunque no albergaba muchas posibilidades de éxito, decidí iniciar el ataque, por si acaso. Ante todo era necesario adoptar un tono familiar y transformar su humor lírico y grave en algo más ligero…

»—Cambiemos de tema, Natalia Stepánovna —empecé—. Hablemos de algo alegre… Ante todo permítame que, en homenaje a los viejos tiempos, la llame Kisochka —ella accedió—. Haga el favor de decirme, Kisochka —continué—, ¿qué mosca le ha picado al bello sexo de la localidad? ¿Qué le ha sucedido? Antes, todas las mujeres eran decentes y virtuosas, mientras que ahora, se lo juro, de cualquiera por la que preguntes te cuentan tales cosas que dan ganas de echarse a temblar… Una señorita se ha fugado con un oficial; otra ha seducido a un estudiante y se ha marchado con él; una tercera, casada, ha abandonado a su marido y se ha ido con un actor; una cuarta se ha separado de su marido y se ha ido a vivir con un oficial, y así sucesivamente… ¡Una verdadera epidemia! ¡Si la cosa sigue así, pronto no quedará en la ciudad ni una muchacha ni una esposa joven!

»Hablaba en un tono chabacano y zumbón. Si en respuesta a mis palabras Kisochka se hubiera echado a reír, habría continuado del siguiente modo: “¡Tenga cuidado de que no la secuestre algún oficial o un actor, Kisochka!”. Ella habría bajado la vista y habría dicho: “¿Quién iba a querer secuestrarme a mí? Hay muchachas más jóvenes y bonitas”. Yo habría replicado: “No diga eso, Kisochka, ¡yo sería el primero en raptarla con gusto!”. Y habría seguido en ese tono hasta lograr mi objetivo. Pero Kisochka no rompió a reír; al contrario, adoptó una expresión grave y suspiró.

»—Todo lo que le han dicho es cierto… —dijo—. Mi prima Sonia ha abandonado a su marido y se ha marchado con un actor. Ha obrado muy mal, desde luego… Cada cual debe resignarse a lo que el destino le ha deparado, pero no la condeno ni la culpo… ¡A veces las circunstancias son más fuertes que las personas!

»—Así es, Kisochka, pero ¿qué circunstancias han podido producir semejante epidemia?

»—Es muy sencillo y comprensible… —dijo Kisochka, arqueando las cejas—. Nuestras muchachas y mujeres educadas no tienen nada que hacer. No todas pueden cursar estudios o convertirse en maestras; en definitiva, vivir de acuerdo con ciertos fines e ideales, como los hombres. Tienen que casarse… Y ¿con quién? Ustedes, los jóvenes, al concluir el instituto, se marchan a la universidad y nunca regresan a su ciudad natal; se casan en San Petersburgo o Moscú, mientras las muchachas se quedan aquí… ¿Con quién quiere usted que se casen? A falta de hombres decentes y educados, se casan sabe Dios con quién, con toda clase de comisionistas o griegos que solo saben emborracharse y armar escándalo en el club… Se casan con cualquiera, sin pensarlo. ¿Qué vida les espera después? Imagínese usted: una mujer educada e instruida vive con un individuo lerdo y cascarrabias; de pronto conoce a un hombre inteligente, oficial, actor o médico, y se enamora; en ese punto la vida se le hace insoportable y acaba huyendo de su marido. ¡No se la puede culpar!

»—En tal caso, Kisochka, ¿por qué casarse?

»—Cierto —suspiró—, pero todas las muchachas consideran que es mejor cualquier marido que ninguno… En general, Nikolái Anastásievich, la vida aquí es pobre, muy pobre. Casadas o solteras, las mujeres se ahogan… Se ríen de Sonia porque ha huido, y además con un actor, pero, si pudieran ver su alma, no se reirían…

Azorka volvió a ladrar fuera. Le gruñó con rabia a alguien luego emitió un aullido quejumbroso y se apretó con todo el cuerpo contra la pared del barracón… El rostro de Anániev se contrajo en una mueca de lástima; interrumpió su relato y salió. Durante un par de minutos se le oyó consolar al animal al otro lado de la puerta: «¡Mi perrito! ¡Mi pobre perro!».

—A nuestro Nikolái Anastásich le gusta hablar —dijo Von Stenberg, sonriendo—. ¡Es un buen hombre! —añadió, después de una breve pausa.

De vuelta en el barracón, el ingeniero llenó nuestros vasos y, sonriendo y pasándose la mano por el pecho, continuó:

—De manera que mi ataque resultó fallido. No había nada que hacer, así que dejé mis pensamientos impuros para mejor ocasión, me resigné a mi fracaso y me olvidé del asunto, como suele decirse. Además, influido por la voz de Kisochka, el aire vespertino y el silencio, yo mismo fui cayendo poco a poco en un estado de ánimo sereno y sentimental. Recuerdo que estaba sentado en un sillón junto a la ventana abierta de par en par y contemplaba los árboles y el cielo, cada vez más oscuro. Las siluetas de las acacias y de los tilos eran las mismas que ocho años antes; igual que en la época de mi infancia, en algún lugar lejano resonaban los acordes de un piano barato, y los paseantes habían conservado la costumbre de deambular de un extremo al otro de las avenidas, aunque las personas habían cambiado. Ya no éramos mis compañeros y yo, ni los objetos de mi pasión, quienes caminábamos por los paseos, sino estudiantes y jovencitas extraños. Me embargó la tristeza. Y cuando, al preguntar por cinco o seis conocidos, Kisochka respondió con las palabras «ha muerto», mi melancolía se transformó en ese sentimiento que se apodera de uno en el funeral de un buen hombre. Sentado junto a la ventana, mirando a los paseantes y escuchando los acordes del piano, comprobé con mis propios ojos, por primera vez en mi vida, con qué avidez una generación se apresura a sustituir a otra, y la fatal significación que tienen en la vida de un hombre nada más que siete u ocho años.

»Kisochka puso sobre la mesa una botella de santorin. Bebí un trago, me relajé y empecé a contar una larga historia. Kisochka me escuchaba y seguía admirando mi figura y mi inteligencia.

El tiempo pasaba. El cielo ya se había vuelto tan oscuro que las siluetas de las acacias y de los tilos se habían fundido, los caminantes habían dejado de pasear por las avenidas, el piano había enmudecido había callado y solo se oía el rumor regular del mar.

»Los hombres jóvenes son todos iguales. Halagad y adulad a un muchacho, ofrecedle vino, dadle a entender que es atractivo, y él se arrellanará en su asiento, se olvidará de que es hora de partir y empezará a hablar sin parar… A los anfitriones se les cierran los ojos y están deseando irse a la cama, pero él sigue allí sentado y charlando. Eso es lo que hice yo. En una ocasión dirigí una mirada casual al reloj de pared: eran las diez y media. Me dispuse a despedirme.

»—Tómese una copita para el camino —dijo Kisochka.

»Me la tomé, me enredé de nuevo en una larga historia, me olvidé de que era hora de marcharme y volví a sentarme. De pronto se oyeron voces masculinas, pasos y un tintineo de espuelas. Unas personas pasaron por debajo de las ventanas y se detuvieron delante de la puerta.

»—Me parece que ha regresado mi marido… —dijo Kisochka, aguzando el oído.

»La puerta chirrió, las voces resonaron ya en el recibidor y al poco rato vi pasar a dos hombres por la puerta que conducía al comedor; uno de ellos era grueso, fornido, moreno, con una nariz aguileña y un sombrero de paja; el otro, un joven oficial con una guerrera blanca. Al atravesar el umbral nos miraron un instante con indiferencia, y yo tuve la impresión de que estaban borrachos.

»—¡En definitiva que ella te mintió y tú la creíste! —dijo al cabo de un minuto una voz bronca, con marcado acento nasal—. En primer lugar, no fue en el club grande, sino en el pequeño.

»—Te enfadas, por Júpiter; eso quiere decir que estás equivocado… —dijo entre risas y toses el otro, seguramente el oficial—. Escucha, ¿puedo quedarme a pasar la noche? Dímelo con sinceridad: ¿te estorbo?

»—¡Vaya una pregunta! No solo puedes, sino que debes quedarte. ¿Qué te apetece, cerveza o vino?

»Se sentaron dos habitaciones más allá de donde estábamos nosotros y se pusieron a hablar en voz alta; por lo visto, no se interesaban por la dueña de la casa ni por su invitado. En Kisochka se produjo un cambio apreciable cuando regresó su marido. Primero se ruborizó, luego su rostro adoptó una expresión tímida y culpable; la dominaba cierta inquietud, y yo me supuse que le daba vergüenza que viera a su marido y que deseaba que me fuera.

»Empecé a despedirme. Kisochka me acompañó hasta el porche. Recuerdo perfectamente su sonrisa afable y triste y su mirada sumisa y afectuosa cuando me estrechó la mano y dijo:

«—Probablemente no volveremos a vemos… Que Dios le conceda felicidad. Gracias por todo.

»Ni un suspiro, ni una frase de circunstancias. Mientras nos despedíamos, tenía una vela en la mano; algunas manchas de luz danzaban sobre su cara y sobre su cuello, como en persecución de su triste sonrisa. Me representé a la Kisochka de antaño, a la que daban ganas de acariciar como a una gatita, miré fijamente a la mujer en que se había convertido, y sin saber por qué me vinieron a la memoria unas palabras que ella había pronunciado: “Cada cual debe resignarse a lo que el destino le ha deparado”; sentí una profunda tristeza. Mi instinto adivinaba y mi conciencia me susurraba que ante mí, hombre feliz y despreocupado, tenía una criatura bondadosa, afable, cariñosa y atormentada…

»Hice una reverencia y me encaminé a la cancela. Reinaba una gran oscuridad. En el sur, en el mes de julio, se hace de noche temprano y el cielo no tarda en cubrirse de sombras. A eso de las diez las tinieblas son tan espesas que apenas se acierta a ver a un palmo de distancia. Mientras buscaba casi a tientas la cancela, encendí casi dos decenas de cerillas.

»—¡Cochero! —grité, al salir del jardín; ni una voz me respondió, ni siquiera un murmullo—. ¡Cochero! —repetí—. ¡Eh, diligencia!

»Pero no había ningún coche ni diligencia. A mi alrededor reinaba un silencio sepulcral. Solo oía el rumor soñoliento del mar y el latido de mi corazón, acelerado por el santorin. Levanté los ojos al cielo: no había ni una sola estrella. Todo eran sombras y oscuridad. Por lo visto, el cielo estaba cubierto de nubes. Sin saber por qué, me encogí de hombros, esbocé una estúpida sonrisa y volví a llamar a un cochero, aunque ya con menos decisión:

»—¡… chero! —me respondió el eco.

»La perspectiva de caminar cuatro verstas campo a través, y encima en medio de la oscuridad, no me atraía nada. Antes de tomar esa resolución, pasé largo rato reflexionando y llamando a un cochero; luego me encogí de hombros y, sin ningún plan determinado, regresé al bosquecillo. En ese lugar la oscuridad era espantosa. Aquí y allá, entre las ramas, se distinguían los borrosos resplandores de las ventanas rojas de las dachas. Un cuervo, despertado por mis pasos y asustado por las cerillas que encendía para iluminar el camino que conducía al cenador, volaba de un árbol a otro, haciendo susurrar el follaje. Sentía despecho y vergüenza; el cuervo parecía darse cuenta y en su graznido sonaba un dejo de burla: ¡era, era! Sentía despecho por tener que ir a pie y vergüenza por haberme comportado en casa de Kisochka como un chiquillo, hablando sin parar.

»A1 llegar al cenador, busqué a tientas el banco y me senté. Lejos, allí abajo, en medio de las espesas tinieblas, resonaba el blando e irritado susurro del mar. Recuerdo que me sentí como un ciego, pues no podía ver el mar, ni el cielo, ni siquiera el cenador en el que estaba sentado, y me figuraba que el mundo se componía únicamente de los pensamientos que vagaban por mi cabeza, entorpecida por los vapores del vino, y de esa fuerza invisible que susurraba monótonamente allí abajo. Luego, cuando me quedé adormilado, tuve la sensación de que no era el mar quien levantaba ese rumor, sino mis pensamientos, y que el mundo entero se reducía a mi propia persona. Concentrando de ese modo todo el mundo en mí, me olvidé de los cocheros, de la ciudad y de Kisochka, y me abandoné a esa sensación que tanto me agradaba, una sensación de terrible soledad, que lleva a pensar que en todo el universo oscuro e informe solo existes tú. Es una sensación orgullosa, demoniaca, que solo está al alcance de los rusos, cuyos pensamientos y emociones son tan vastos, ilimitados y austeros como sus llanuras, sus bosques y sus nieves. Si fuera pintor, representaría sin falta el semblante de un ruso sentado inmóvil, con las piernas recogidas bajo el cuerpo y la cabeza entre las manos, entregado a esa sensación… y también a pensamientos sobre el sinsentido de la vida, sobre la muerte y sobre las tinieblas de ultratumba… Esos pensamientos no valen un céntimo, pero la expresión del rostro debe de ser soberbia…

«Mientras dormitaba allí sentado, sin decidirme a levantarme, pues me dominaba un sentimiento de tibieza y serenidad, de pronto se destacaron del rumor del mar unos sonidos, distrayendo mi atención de mí mismo… Alguien andaba con rapidez por la avenida. Al acercarse al cenador, el desconocido se detuvo, sollozó como una muchacha y se preguntó con voz llorosa:

»—Dios mío, ¿cuándo terminará de una vez todo esto? ¡Ah, Señor!

»A juzgar por su voz y por su llanto, era una niña de diez o doce años. Entró en el cenador con paso vacilante, se sentó e inició una especie de rezo o de lamento…

»—¡Señor! —decía entre lágrimas, arrastrando las palabras—. ¡Esto es insoportable! ¡No hay paciencia que lo aguante! Lo sufro en silencio, pero compréndeme, también yo quiero vivir… ¡Ah, Dios mío, Dios mío!

»Y todo por el estilo… Sentí deseos de ver a la chiquilla y de hablar con ella. Para no asustarla, primero emití un profundo suspiro y tosí, luego encendí con precaución una cerilla… La brillante luz centelleó en la oscuridad e iluminó a la persona que lloraba. Era Kisochka.

—¡Oh, sorpresa! —suspiró Von Stenberg—. Una noche oscura, el rumor del mar, una mujer que sufre, un hombre que se siente solo en todo el universo… ¡Qué demonios! Solo faltan unos cuantos cherqueses con puñales.

—No le estoy contado una historia inventada, sino un hecho real.

—Pues aunque así sea… Todo eso no lleva a ninguna parte y es tan viejo como el mundo…

—¡Espere un poco antes de poner objeciones, déjeme terminar! —dijo Anániev, haciendo un gesto de enfado con la mano—. ¡No me interrumpa, se lo ruego! No se lo estoy contando a usted, sino al doctor… Bueno —continuó, dirigiéndose a mí y mirando de soslayo al estudiante, que se inclinaba sobre sus cuentas y parecía muy satisfecho de haber irritado al ingeniero—. Kisochka no se sorprendió ni se asustó al verme, como si supiera de antemano que iba a encontrarse conmigo en el cenador. Respiraba de forma entrecortada y temblaba de pies a cabeza, como si tuviera fiebre; su rostro bañado en lágrimas, según pude ver prendiendo una cerilla tras otra, había perdido esa expresión inteligente, sumisa y cansada de antes, y tenía otra que hasta el día de hoy no he conseguido interpretar. No expresaba el dolor ni la alarma ni la angustia que transparentaban sus palabras y sus lágrimas… Confieso que ese semblante, probablemente por mi incapacidad para analizarlo, me pareció incomprensible y ebrio.

»—No puedo más… —balbució Kisochka con voz llorosa de niña— ¡Es superior a mis fuerzas, Nikolái Anastásich! Perdóneme… No puedo seguir viviendo así… Me marcharé a la ciudad, a casa de mi madre… Lléveme… ¡Lléveme, por el amor de Dios!

»En presencia de esa mujer llorosa, no me sentía capaz de hablar ni de guardar silencio. Me desconcerté y farfullé alguna estupidez con intención de calmarla.

»—¡No, no, me voy a casa de mi madre! —dijo Kisochka con determinación, cogiéndome convulsivamente de la mano (sus manos y las mangas de su vestido estaban humedecidas por las lágrimas)—. Perdóneme, Nikolái Anastásich, me marcho… No puedo más…

»—¡Pero es que no hay ningún coche, Kisochka! —dije yo—. ¿Cómo va a marcharse?

»—No importa, iré a pie… No queda lejos. No puedo aguantarlo más…

»Estaba desconcertado, pero no conmovido. Las lágrimas, los estremecimientos y la expresión embotada de Kisochka me sugerían un trivial melodrama francés o ucraniano, donde cada gramo de sufrimiento vacío y barato va acompañado de un mar de lágrimas. No la comprendía y me daba cuenta de esa incomprensión; debería haberme callado, pero, no sé por qué razón, probablemente para que mi silencio no se interpretara como estupidez, consideré necesario convencerla de que no se fuera con su madre y de que se quedara en su casa. A la gente que llora no le gusta que nadie vea sus lágrimas, pero yo encendí una cerilla tras otra hasta que la caja quedó vacía. Todavía hoy sigo sin comprender qué necesidad tenía de aquella despiadada iluminación. En general, las personas frías suelen comportarse de forma poco delicada y hasta estúpida.

»Por último Kisochka se cogió de mi brazo y juntos salimos del cenador. Una vez atravesada la cancela, giramos a la derecha y caminamos lentamente por una carretera blanda y polvorienta. Todo estaba sumido en sombras; cuando mis ojos se acostumbraron poco a poco a la oscuridad, empecé a distinguir las siluetas de los viejos y escuálidos robles y tilos que crecían a ambos lados de la carretera. Al poco rato, a la derecha, se recortó borrosamente la banda negra de la orilla, escarpada y abrupta, atravesada aquí y allá por hondonadas y barrancos pequeños y profundos, en cuyas proximidades se apretujaban achaparrados arbustos semejantes a hombres sentados. Daba miedo. Yo miraba el acantilado con desconfianza, y el rumor del mar y el silencio del campo empezaron aterrorizar mi imaginación. Kisochka guardaba silencio. No dejaba de temblar y, antes de que recorriéramos media versta, ya estaba agotada por la marcha y jadeaba. Yo también callaba.

»A una versta de Cuarentena se alza un edificio abandonado de cuatro plantas con una chimenea muy alta, que antaño albergaba un molino de vapor. Se yergue solitario junto a la orilla y de día puede verse desde una gran distancia, tanto desde el mar como desde el campo. El hecho de que esté abandonado y no viva nadie en él, así como la circunstancia de que su eco repita con total nitidez los pasos y las voces de los transeúntes, le dan cierto aire de misterio. Traten de imaginarme en medio de una noche oscura, cogido del brazo por una mujer que huye de su marido, cerca de una vasta y alta mole que repite cada uno de mis pasos y me mira fijamente con sus centenares de ventanas negras. En esa coyuntura, cualquier joven normal se habría dejado llevar por el romanticismo; yo, en cambio, contemplaba las ventanas oscuras y pensaba: “Todo esto es impresionante, pero llegará un tiempo en que no quedará ni rastro de este edificio, ni de Kisochka, ni de su dolor, ni de mí, ni de mis pensamientos… Todo es polvo y vanidad…”.

»Cuando llegamos a la altura del molino, Kisochka de pronto se detuvo, se soltó de mi brazo y comentó, ya no con voz de niña, sino con la suya habitual:

»—Nikolái Anastásich, estoy segura de que todo esto le parece extraño. ¡Pero soy tan desdichada! ¡No puede usted imaginarse lo desdichada que soy! No es posible imaginárselo. No se lo cuento porque no hay modo de contarlo… Qué vida, qué vida… —Kisochka se interrumpió, apretó los dientes y lanzó un gemido, como esforzándose por no gritar de dolor—. ¡Qué vida! —repitió horrorizada, con ese acento meridional, algo ucraniano, que, sobre todo en el caso de las mujeres, confiere a un discurso apasionado cierto aire de canción— ¡Qué vida! ¡Ah, Dios mío, Dios mío!, ¿qué significa todo esto? ¡Ah, Dios mío, Dios mío!

»Como queriendo resolver el enigma de su existencia, se encogía de hombros desconcertada, movía la cabeza y levantaba las manos. Hablaba como si estuviera cantando y se movía con gracia y donaire, recordándome a una conocida actriz ucraniana.

»—¡Señor, es como estar enterrada en vida! —continuó, retorciéndose las manos—. ¡Si al menos disfrutara de un instante de felicidad, como todo el mundo! ¡Ah, Dios mío, Dios mío! ¡He llegado al extremo de abandonar la casa de mi marido en plena noche en compañía de un extraño, como una perdida! ¿Qué bien puedo esperar después de esto?

»Mientras admiraba sus ademanes y su voz, sentí una alegría repentina al pensar que se llevaba mal con su marido. “¡Sería agradable tener una aventura con ella!”, me dije; esa idea descarnada se instaló en mi cabeza, no me abandonó en todo el camino y cada vez seducía más mi imaginación…

»Una versta y media más allá del molino, teníamos que girar a la izquierda y pasar junto al cementerio. En una esquina del camposanto se alza un molino de viento, y a su lado una pequeña choza en la que vive el molinero. Dejamos atrás el molino y la choza, torcimos a la izquierda y llegamos a la puerta del cementerio. En ese punto Kisochka se detuvo y dijo:

»—¡Voy a regresar, Nikolái Anastásich! Siga usted y que Dios le bendiga, pero yo me vuelvo. No tengo miedo.

»—¡Pero es ridículo! —respondí yo, asustado—. Una vez que se ha puesto en camino, debe seguir adelante…

»—No tendría que haberme acalorado… Todo por una bobada. La conversación con usted me recordó el pasado, me hizo pensar en muchas cosas… Me sentía triste y tenía ganas de llorar; mi marido me trató con desconsideración en presencia del oficial y no pude soportarlo… ¿Para qué ir a la ciudad, a casa de mi madre? ¿Acaso va a hacerme eso más feliz? Es mejor que regrese… Aunque por otra parte… ¡sigamos! —dijo Kisochka, echándose a reír—. ¡Me da todo igual!

»Recordé la inscripción que había en la puerta del cementerio: “Llegará la hora en que todos los que yacen en sus tumbas oirán la voz del hijo de Dios”. Era plenamente consciente de que más tarde o más temprano Kisochka, su marido, el oficial de la guerrera blanca y yo yaceríamos bajo esos árboles oscuros, al otro lado de la valla; sabía que a mi lado caminaba una criatura desdichada y ofendida. Me daba perfecta cuenta de todo ello, pero al mismo tiempo me desazonaba el desagradable y angustioso temor de que Kisochka regresara y yo no pudiera decirle lo que tenía en mente. Nunca como en esa noche los pensamientos de orden superior se han entreverado tan estrechamente en mi cabeza con la prosa más baja y bestial… ¡Algo horrible!

»No lejos del cementerio encontramos un coche. Al llegar a la calle Mayor, donde vivía la madre de Kisochka, nos apeamos y fuimos caminando por la acera. Kisochka no despegaba los labios; yo la miraba y me irritaba conmigo mismo: “¿Por qué no empiezas? ¡Es el momento!”. A veinte pasos del hotel donde me alojaba, Kisochka se detuvo junto a un farol y se echó a llorar.

»—¡Nikolái Anastásich! —dijo, riendo, llorando, mirándome a la cara con sus ojos húmedos y brillantes—. Nunca olvidaré su amabilidad… ¡Es usted una gran persona! ¡Y qué magníficos son todos ustedes! Honrados, generosos, cordiales, inteligentes… ¡Ah, qué maravilla!

»Me consideraba un intelectual, un hombre avanzado en todos los sentidos, y en su rostro húmedo y risueño, junto con la emoción y el entusiasmo que despertaba en ella mi persona, se reflejaba también el pesar que le causaba tener tan poco trato con hombres así y el hecho de que Dios no le hubiera concedido la felicidad de convertirse en la esposa de uno de ellos. Murmuraba: “¡Ah, qué maravilla!”. La alegría infantil de su cara, sus lágrimas, su afable sonrisa, sus cabellos suaves, que se escapaban del pañuelo, y el propio pañuelo, echado con descuido sobre la cabeza, me recordaron, a la luz del farol, a la Kisochka de antaño, a la que daban ganas de acariciar como a una gatita…

»Incapaz de contenerme, me puse a acariciar sus cabellos, sus hombros, sus brazos…

»—¿Qué quieres, Kisochka? —balbucí— ¿Quieres que nos marchemos juntos al fin del mundo? Te sacaré de este agujero y te haré feliz. Te amo… ¿Verdad que nos iremos, cariño? ¿Verdad que sí?

»El rostro de Kisochka expresaba perplejidad. Se apartó del farol y se me quedó mirando estupefacta, con los ojos como platos. La agarré con fuerza del brazo y empecé a cubrir de besos su cara, su cuello y sus hombros, mientras seguía haciéndole promesas y votos. En los asuntos del amor los votos y las promesas constituyen casi una necesidad fisiológica. Es imposible pasarse sin ellos. A veces sabes que estás mintiendo y que las promesas no son necesarias, pero de todos modos juras y prometes. Entretanto, Kisochka, asombrada, seguía retrocediendo y mirándome con ojos desorbitados…

»—¡Déjeme! ¡Déjeme! —farfullaba, rechazándome con las manos.

»La estreché con fuerza entre mis brazos. Ella, de pronto, rompió en un llanto histérico y su rostro adoptó un aire tan embotado e inexpresivo como en el cenador, cuando la contemplaba a la luz de las cerillas… Sin solicitar su consentimiento ni permitir que hablara, la arrastré a la fuerza hasta el hotel… Parecía petrificada y no se movía, pero yo la cogí por el brazo y la llevé casi en volandas… Recuerdo que cuando subíamos por la escalera una figura con una banda roja en el sombrero me miró con sorpresa y saludó a Kisochka con una inclinación.

Anániev se ruborizó y se calló. Se paseó en silencio alrededor de la mesa, se rascó con irritación la nuca y encogió convulsivamente los hombros y los omoplatos varias veces, sintiendo un escalofrío que recorría su espalda. Estaba avergonzado y apenado por esos recuerdos, y luchaba consigo mismo…

—¡Un feo asunto! —dijo, bebiéndose un vaso de vino y sacudiendo la cabeza— Se dice que en la lección inaugural de ginecología se aconseja a los estudiantes de medicina que, antes de desvestir y examinar a una enferma, recuerden que todos ellos tienen madres, hermanas y novias… Ese consejo es válido no solo para estudiantes de medicina, sino para cualquiera que, por una u otra razón, tenga que tratar con mujeres. ¡Ah, qué bien lo comprendo ahora que tengo mujer e hija! Pero escuchen el resto de la historia… Después de convertirse en mi amante, Kisochka contemplaba la situación de forma diferente a mí. Ante todo, me manifestó un amor apasionado y profundo. Lo que para mí no era más que una simple conquista, para ella constituía todo un giro en su existencia. Recuerdo haber pensado que se había vuelto loca. Feliz por primera vez en su vida, parecía cinco años más joven y tenía una expresión de arrobamiento y de éxtasis; ebria de felicidad, no sabía qué hacer; tan pronto lloraba como reía, y no paraba de soñar en voz alta con que al día siguiente nos marcharíamos al Cáucaso, y luego, en otoño, a Petersburgo, y con el modo en que organizaríamos nuestra vida…

»—¡No debes preocuparte por mi marido! —me tranquilizaba—. Está obligado a concederme el divorcio. La ciudad entera sabe que vive con la mayor de las Kostóvich. Conseguiré el divorcio y nos casaremos.

»Las mujeres enamoradas se aclimatan y se acostumbran enseguida a la gente, como los gatos. Kisochka apenas había pasado hora y media en mi habitación y ya se sentía como en casa, y disponía de mis cosas como si fueran suyas. Colocó mi ropa en la maleta, me riñó por no colgar de un clavo mi costoso abrigo nuevo en lugar de dejarlo tirado sobre una silla como si fuera un trapo, etcétera.

»Yo la miraba, la escuchaba y sentía cansancio e irritación. Me molestaba pensar que una mujer decente, respetable y desdichada se hubiera entregado tan fácilmente, en tres o cuatro horas, al primer hombre con el que se había topado. Fíjense, esa idea hería mis sentimientos de hombre honrado. También me desagradaba que mujeres como Kisochka, superficiales y poco serias, amasen demasiado la vida y cifraran en algo tan trivial como el amor a un hombre su felicidad, su sufrimiento, la transformación de su vida… Además, ahora que había obtenido lo que quería, estaba enfadado conmigo mismo por haber sido tan estúpido como para enredarme con una mujer a la que, lo quisiera o no, estaba obligado a engañar… Debo señalar que, por muy desordenada que fuera mi vida, no podía soportar la mentira.

»Recuerdo que Kisochka se sentó a mis pies, apoyó la cabeza en mis rodillas y, mirándome con ojos brillantes y llenos de amor, me preguntó:

»—¿Kolia, me amas? ¿Mucho? ¿Mucho?

»Y reía de felicidad… Todo eso me pareció sentimental, empalagoso y poco inteligente; además, me encontraba en esa disposición de ánimo en que se busca “profundidad de pensamiento” en todo y ante todo.

»—Kisochka, deberías irte a casa —le dije—. De otro modo, tus familiares se darán cuenta de tu ausencia y te buscarán por la ciudad. Además, sería violento que llegaras a casa de tu madre al amanecer…

«Ella se mostró de acuerdo conmigo. Al despedirnos quedamos en encontrarnos a las doce del día siguiente en el parque de la ciudad, y al otro marcharnos juntos a Piatigorsk. Salí con ella y me dispuse a acompañarla; recuerdo que por el camino le prodigué caricias tiernas y sinceras. Hubo un momento en que su ciega confianza en mí me hizo sentir de pronto una pena insoportable, hasta el punto de que casi me decidí a llevarla conmigo a Piatigorsk, pero recordé que solo tenía seiscientos rublos en la maleta y consideré que en otoño sería mucho más difícil romper con ella, así que me apresuré a ahogar mi pena.

»Llegamos a la casa en la que vivía su madre. Tiré de la campanilla. Cuando se oyeron pasos detrás de la puerta, Kisochka adoptó de pronto una expresión seria, miró al cielo, se apresuró a hacer varias veces sobre mí la señal de la cruz, como si fuera un niño, y a continuación cogió mi mano y la apretó contra sus labios.

»—¡Hasta mañana! —dijo, y desapareció al otro lado de la puerta.

»Crucé a la acera de enfrente y desde allí contemplé la casa. Primero las ventanas estaban oscuras, luego en una de ellas parpadeó la débil lucecilla azul de una vela recién encendida; la luz creció, emitió rayos y empezó a desplazarse de una habitación a otra en compañía de unas sombras.

»—No la esperaban —pensé.

»De vuelta en mi habitación, me desvestí, bebí un vaso de santorin, tomé un poco de caviar fresco que había comprado ese mismo día en el mercado, me acosté sin prisas y me quedé dormido con el sueño profundo y sereno del turista.

»Por la mañana me desperté con dolor de cabeza y de mal humor. Algo me preocupaba.

»“¿Qué me pasa? —me preguntaba, tratando de explicarme esa inquietud— ¿Qué es lo que me desasosiega?”.

»Atribuí esa intranquilidad al temor de que Kisochka se presentara en cualquier momento, me impidiera marcharme y me obligara a mentir y a fingir ante ella. Me vestí deprisa, hice las maletas y salí del hotel, no sin antes ordenar al portero que enviara mi equipaje a la estación a las siete de la tarde. Pasé todo el día en casa de un amigo médico y ya por la tarde abandoné la ciudad. Como ven, mis profundas meditaciones no me impidieron emprender una fuga ignominiosa y traidora…

»Todo el tiempo que pasé en casa de mi amigo y mientras me dirigía a la estación, me atormentaba la inquietud. Me daba cuenta de que temía encontrarme con Kisochka y que me montara una escena. Una vez en la estación, me quedé deliberadamente en los lavabos hasta la segunda llamada; luego, de camino a mi vagón, tenía la impresión de ir cargado, de pies a cabeza, de artículos robados. ¡Con qué inquietud y temor esperaba la tercera llamada!

»Por fin sonó esa campanada salvadora y el tren se puso en marcha; pasamos junto a la cárcel y los cuarteles, salimos al campo, pero para gran asombro mío, la inquietud no me abandonaba; seguía sintiéndome como un ladrón obsesionado por la necesidad de la huida. ¡Qué cosa más rara! Para distraerme y tranquilizarme, empecé a mirar por la ventana. El tren bordeaba la orilla. El mar estaba en calma y en él se miraba, sereno y alegre, el cielo azul turquesa, teñido casi en su mitad por los delicados tonos áureos y purpúreos del crepúsculo. En las aguas, aquí y allá, surgía la mancha negra de una barca de pescadores o de una almadía. La ciudad, pulcra y hermosa como un juguete, se alzaba en la alta orilla, cubierta ya de la bruma del atardecer. Las cúpulas doradas de sus iglesias, las ventanas y las frondas reflejaban el sol poniente, ardían y se fundían como oro derretido… El olor de los campos se mezclaba con la delicada humedad que se levantaba del mar.

»El tren avanzaba veloz. Se oía la risa de los pasajeros y de los revisores. Todos estaban alegres y animados, pero mi incomprensible inquietud no dejaba de crecer… Contemplaba la ligera bruma que velaba la ciudad y me imaginaba que en medio de esa bruma, cerca de las iglesias y de las casas, una mujer iba de un lado para otro con una mirada embotada e inexpresiva, me buscaba y gemía con voz de niña o con la entonación cantarina de una actriz ucraniana: “¡Ah, Dios mío, Dios mío!”. Recordé su rostro adusto y sus ojos grandes y preocupados cuando la víspera hizo la señal de la cruz sobre mí, como si fuera un deudo, e instintivamente me miré la mano que ella había besado.

»“¿Estaré acaso enamorado?”, me pregunté, rascándome la mano.

»Solo cuando cayó la noche, los pasajeros se durmieron y yo me quedé a solas con mi conciencia, se me hizo evidente lo que antes no había sido capaz de comprender. En la oscuridad del vagón la imagen de Kisochka se alzaba ante mí, no me dejaba ni un momento, y entonces fui plenamente consciente de que había cometido un crimen tan horrible como un asesinato. Me atormentaban los remordimientos. Tratando de ahogar ese sentimiento insoportable, me dije que todo era polvo y vanidad, que tanto Kisochka como yo moriríamos y nos pudriríamos, que su dolor no era nada en comparación con la muerte, etcétera, etcétera… Que, a fin de cuentas, no existe el libre albedrío y que por tanto yo no era culpable, pero todas esas consideraciones solo conseguían irritarme y se esfumaban con singular prontitud en medio de otros pensamientos. En la mano que había besado Kisochka percibía una sensación de tristeza… Tan pronto me tumbaba como me levantaba, bebía vodka en las estaciones, me forzaba a comer emparedados y trataba de convencerme otra vez de que la vida carecía de sentido, pero nada de eso me ayudaba. En mi cabeza hervía una actividad extraña o, si lo prefieren ustedes, ridícula. Las ideas más heterogéneas se amontonaban en desorden una tras otra, mezclándose y estorbándose, mientras yo, el gran pensador, con la vista en el suelo, no comprendía nada y no veía el modo de orientarme en medio de ese cúmulo de pensamientos necesarios e innecesarios. Resultaba que yo, el gran pensador, no había asimilado siquiera la técnica del pensamiento y era tan incapaz de utilizar mi cabeza como de reparar un reloj. Por primera vez en mi vida traté de pensar con aplicación y tesón, y la experiencia me pareció tan extraña que llegué a creer que me estaba volviendo loco. Un hombre cuyo cerebro no trabaja siempre, sino solo en momentos de tensión, suele verse acosado por la idea de la locura.

»Ese sufrimiento se prolongó toda la noche, y también el día y la noche siguientes; cuando por fin me convencí de lo poco que me ayudaban mis reflexiones, se me abrieron los ojos y me di cuenta de la clase de pájaro que era. Comprendí que mis ideas no valían un céntimo y que, antes de mi encuentro con Kisochka, no solo no había empezado a pensar, sino que ni siquiera tenía idea de lo que significa pensar con seriedad; ahora, después de tanto sufrimiento, me daba cuenta de que no tenía convicciones ni un código moral definido, ni corazón, ni juicio; toda mi riqueza intelectual y moral consistía en conocimientos especializados, fragmentos, recuerdos inútiles, ideas ajenas; mis procesos mentales eran tan poco sofisticados, elementales y primitivos como los de un yakutio… Si no me gustaba mentir, robar, asesinar y, en general, no cometía faltas demasiado graves, ello no se debía a la fuerza de mis convicciones —de las que carecía—, sino simplemente a que estaba atado de pies y manos por cuentos de niñeras y por una moral convencional que habían llegado a formar parte de mi sangre y de mi carne y que, sin que yo mismo me diera cuenta, habían gobernado mi vida, por mucho que considerara absurdos unos y otra…

»Comprendí que no era un pensador, ni un filósofo, sino un simple diletante. Dios me había concedido un cerebro ruso sano y poderoso, con algún atisbo de talento. Imagínense ahora a ese cerebro a los veintiséis años de vida, sin domesticar, libre de toda traba, exento de cualquier carga, solo ligeramente rozado por unos cuantos conceptos de ingeniería; ese cerebro joven se muestra fisiológicamente ávido de ocupaciones, las busca; de pronto y de forma totalmente fortuita le llega de fuera esa idea atractiva y jugosa del sinsentido de la vida y de las tinieblas de ultratumba. El cerebro la absorbe con avidez, le asigna todo el espacio disponible y empieza a jugar con ella de todos los modos posibles, como el gato con el ratón. El cerebro carece de erudición y de sistema, pero no importa; con sus propios recursos naturales, a la manera de un autodidacta, maneja esa idea de altos vuelos, y antes de un mes el poseedor de ese cerebro es capaz de preparar centenares de platos suculentos compuestos solo de patatas, y se considera un pensador…

»Nuestra generación ha llevado ese diletantismo, ese modo de jugar con ideas serias, a la ciencia, a la literatura, a la política y a cualquier otro campo donde su pereza no le ha impedido entrar, y junto con ese diletantismo ha introducido su frialdad, su aburrimiento y su tendenciosidad; a mi modo de ver, ya ha conseguido inculcar en la masa una nueva actitud, hasta ahora desconocida, respecto a las ideas serias.

»Para comprender y ponderar mi aberración y mi ignorancia absoluta tuve que padecer una desgracia. Hoy considero que no empecé a pensar normalmente hasta que me dediqué a aprender el alfabeto, es decir, hasta que la conciencia me llevó de vuelta a N. y, dejándome de sofismas, le dije a Kisochka cuánto lo sentía, imploré su perdón como un niño y lloré con ella…

Anániev describió en pocas palabras su última entrevista con Kisochka y guardó silencio.

—Ya… —murmuró entre dientes el estudiante cuando el ingeniero concluyó—. ¡Qué cosas pasan en este mundo!

Su rostro expresaba la misma pereza mental de antes; por lo visto, el relato de Anániev no lo había conmovido lo más mínimo. Solo cuando el ingeniero, después de una pausa, volvió a desarrollar los mismos argumentos y a repetir lo que había dicho al principio, el estudiante frunció el ceño con enfado, se levantó de la mesa, se acercó a la cama, arregló el lecho y empezó a desvestirse

—¡A juzgar por su aspecto se diría que acaba de convertir a alguien! —dijo con irritación.

—¿Que he convertido a alguien? —preguntó el ingeniero—. ¿Acaso pretendía yo eso, mi querido amigo? ¡Quédese con Dios! ¡A usted es imposible convertirlo! ¡Solamente mediante la experiencia personal y el sufrimiento podrá usted llegar a convertirse…!

—¡Además, su lógica es sorprendente! —gruñó el estudiante, poniéndose la camisa de dormir—. Los pensamientos que tanto le disgustan son funestos para los jóvenes, pero, como usted mismo reconoce, constituyen una norma para los viejos. ¡Como si fuera una cuestión de canas…! ¿Por qué deben disfrutar los ancianos de ese privilegio? ¿En virtud de qué principio? Si esos pensamientos son venenosos, deben serlo para todos en igual medida.

—¡Ah, no, mi querido amigo, no diga esas cosas! —replicó el ingeniero, con un guiño malicioso—. ¡No hable así! En primer lugar, los ancianos no son diletantes. En su caso, el pesimismo no les viene de fuera ni por accidente, sino de las profundidades de su cerebro y solo después de haber estudiado a los Kant y a los Hegel, de haber sufrido mucho y de haber cometido infinidad de errores; en una palabra, solo después de haber subido toda la escalera, desde el primer peldaño al último. Su pesimismo es el resultado de la experiencia personal y de una sólida formación filosófica. En segundo lugar, el pesimismo de esos viejos pensadores no consiste en huera palabrería, como el de usted o el mío, sino que procede del dolor y del sufrimiento universal; tiene una base cristiana, porque surge del amor a la humanidad y de una reflexión sobre el hombre exenta por completo de ese egoísmo que se observa en los diletantes. Usted desprecia la vida porque su fin y su sentido se le ocultan precisamente a usted y solo teme su propia muerte, mientras que el verdadero pensador sufre porque la verdad se oculta a todos y teme por la humanidad en su conjunto. Por ejemplo, no lejos de aquí vive el funcionario de Montes Iván Aleksándrich, un vejete encantador que en otro tiempo fue profesor y escribió algunas cosas; el diablo sabe qué pasó con él, el caso es que es un hombre de una inteligencia extraordinaria y conoce la filosofía al dedillo. Leía mucho y ahora está siempre con un libro en la mano. Me encontré con él hace unos días en el sector de Gruzovo… precisamente cuando estaban poniendo las traviesas y los raíles. Es un trabajo sencillo, pero a Iván Ivánich, al no ser especialista en la materia, le pareció poco más o menos arte de magia. Para colocar una traviesa y fijar a ella un raíl un obrero experimentado necesita menos de un minuto. Los obreros estaban animados y trabajaban en verdad con gran destreza y rapidez, especialmente un granuja que tenía la virtud de acertar con el martillo en la cabeza del clavo y lo hundía de un solo golpe; no olvide usted que el mango de ese martillo mide casi un sazhen y cada clavo tiene un pie de largo. Iván Aleksándrich contempló largo rato a los trabajadores, se emocionó y dijo con lágrimas en los ojos: «¡Qué pena que estos magníficos hombres tengan que morir!». Puedo comprender ese pesimismo…

—Todo eso no demuestra ni explica nada —dijo el estudiante, cubriéndose con la sábana—. Es lo mismo que llevar agua en un cesto. Nadie sabe nada y no se puede demostrar nada con palabras —retiró un poco el embozo, levantó la cabeza, frunció el ceño con enfado y dijo atropelladamente—: Hay que ser muy ingenuo para conceder crédito e importancia capital a la lógica y al discurso humanos. Mediante la palabra se puede demostrar y refutar cualquier argumento que uno quiera; pronto los hombres perfeccionarán la técnica del lenguaje hasta el punto de demostrar de forma matemáticamente convincente que dos por dos son siete. Me gusta escuchar y leer, pero, con el debido respeto, ni sé ni quiero creer. Solo creo en Dios; en cuanto a usted, aunque estuviera hablándome hasta el día del Juicio Final y sedujera a otras quinientas Kisochkas, no le creería, a menos que hubiera perdido la razón… ¡Buenas noches!

El estudiante se cubrió la cabeza con la sábana y se volvió de cara a la pared; con ese gesto daba a entender que no deseaba seguir hablando ni escuchando. Así terminó la discusión.

Antes de irnos a la cama, el ingeniero y yo salimos del barracón; de nuevo vi las luces.

—¡Le hemos fatigado con nuestra charla! —dijo Anániev, bostezando y mirando el cielo—. Pero ¿qué quiere usted, amigo? La única satisfacción que nos queda en medio de este aburrimiento insoportable es beber vino y filosofar… ¡Qué terraplén, Señor! —dijo conmovido cuando nos acercamos a él—. Más que un terraplén, parece el monte Ararat —guardó silencio durante un rato y al cabo añadió—: Al barón estas luces le recuerdan a los amalecitas, pero a mí me parece que se asemejan a los pensamientos humanos… Fíjese, los pensamientos de cada individuo tienen también una forma caótica y desordenada, se arrastran en fila hacia algún objetivo, en medio de las tinieblas, y, sin iluminar nada, ni aclarar la noche, se desvanecen en algún lugar lejano, más allá de los límites de la vejez… No obstante, ¡basta de filosofar! Es hora de acostarse…

Cuando regresamos al barracón, el ingeniero insistió en ofrecerme su propia cama para que durmiera en ella.

—¡Tenga la bondad! —dijo con voz suplicante, llevándose ambas manos al corazón—. ¡Se lo ruego! No se preocupe por mí. Puedo dormir en cualquier sitio; además, aún tardaré en acostarme… ¡Hágame el favor!

Acepté, me desvestí y me tumbé, mientras él se sentaba a la mesa y volvía a ocuparse de sus planos.

—Los hombres como nosotros no tienen tiempo de dormir, amigo —dijo con voz queda, una vez que me hube acostado y cerrado los ojos—. Quien tiene mujer y un par de hijos no puede gozar de un instante de sueño. Hay que alimentarlos y vestirlos, y además ahorrar algo para el futuro. Yo tengo dos, un niño y una niña… El chico, el muy granuja, es bastante guapo de cara… Aún no ha cumplido los seis años, pero ya da muestras de unas aptitudes extraordinarias, se lo aseguro… En algún lugar tenía unas fotografías suyas… ¡Ah, hijitos, hijitos míos!

Revolvió los papeles, encontró las fotografías y se puso a mirarlas. Yo me quedé dormido.

Me despertaron los ladridos de Azorka y unas voces muy fuertes. Von Stenberg, en paños menores, descalzo y con el pelo alborotado, estaba en el umbral de la puerta y discutía a gritos con alguien. Amanecía… La sombría y azulada claridad del alba se filtraba a través de la puerta, de las ventanas y de las rendijas del barracón, iluminando tenuemente mi cama y la mesa con los papeles de Anániev. Tendido en el suelo sobre un capote de fieltro, hinchando su pecho fornido y peludo, un cojín de cuero bajo la cabeza, el ingeniero dormía y emitía tales ronquidos que me compadecí con toda mi alma del estudiante, obligado a compartir la habitación con él todas las noches.

—¿A santo de qué vamos a quedarnos con ellos? —gritaba Von Stenberg—. ¡No es asunto nuestro! ¡Vete a ver al ingeniero Chálisov! ¿Quién envía esos calderos?

—Nikitin… —respondió una lúgubre voz de bajo.

—Bueno, pues vete a ver a Chálisov… Esa mercancía no es de nuestra incumbencia. ¿Qué diablos haces ahí parado? ¡Largo!

—Excelencia, ya hemos tratado de hablar con él —dijo la voz de bajo con acento aún más lúgubre—. Ayer nos pasamos todo el día buscándole por la línea férrea, y en su barracón nos dijeron que se ha marchado al sector de Dimkovo. ¡Haga el favor de quedarse con la mercancía! ¿Hasta cuándo vamos a estar cargando con ella? No hacemos más que llevarla de un lado a otro de la línea; no vamos a acabar nunca…

—¿Qué pasa? —preguntó con voz ronca Anániev, que se había despertado y había levantado bruscamente la cabeza.

—Han traído unos calderos de la fábrica de Nikitin —dijo el estudiante— y nos piden que nos quedemos con ellos. Pero ¿acaso es de nuestra incumbencia?

—¡Mándelos a paseo!

—¡Haga el favor de arreglar el asunto, excelencia! Los caballos llevan dos días sin comer y nuestro jefe se va a enfadar. ¿Cómo vamos a llevárnoslos? El ferrocarril ha encargado estos calderos, así que debe quedárselos…

—Pero ¿es que no entiendes, zoquete, que eso no es asunto nuestro? ¡Vete a ver a Chálisov!

—¿Qué pasa? ¿Quién está ahí? —volvió a decir Anániev con voz ronca—. ¡Que se vayan al diablo! —rezongó, incorporándose y dirigiéndose a la puerta—. ¿Qué sucede?

Me vestí y al cabo de un par de minutos salí del barracón. Anániev y el estudiante, ambos en paños menores y descalzos, trataban de explicar algo con acaloramiento e impaciencia a un muzhik que, de pie delante de ellos, con la cabeza descubierta y una fusta en la mano, daba muestras de no comprenderlos. En el rostro de ambos se reflejaba ese aire de preocupación por las menudencias de todos los días.

—¿Para qué necesito yo tus calderos? —gritaba Anániev—. ¿Quieres que me los ponga de sombrero, o qué? ¡Si no has encontrado a Chálisov, busca a su ayudante y déjanos en paz!

Al verme, el estudiante probablemente recordó la conversación de la noche, y de su rostro soñoliento desapareció el aire de preocupación, sustituido por esa expresión de pereza mental. Hizo un gesto de desaliento dirigido al muzhik y, sumido en sus propios pensamientos, se apartó del lugar.

La mañana era desapacible. A lo largo de la línea férrea, donde por la noche brillaban las luces, pululaban obreros que acababan de despertarse. Se oían voces y el chirrido de las carretillas. Había empezado la jomada de trabajo. Un caballejo con arreos de cuerda avanzaba ya penosamente por el terraplén, estirando el cuello con todas sus fuerzas y arrastrando un carro con arena…

Me despedí… Se habían dicho muchas cosas por la noche, pero no me llevaba conmigo ni una sola respuesta; de toda la conversación, el filtro de la memoria solo conservaba por la mañana el recuerdo de las luces y la imagen de Kisochka. Al montar en mi caballo, dirigí una última mirada al estudiante y a Anániev, al perro histérico con los ojos turbios de borracho, a los obreros que se vislumbraban en la bruma matinal, al terraplén, al caballejo que estiraba el cuello, y pensé: «¡No hay modo de entender nada en este mundo!».

En el momento en que arreaba a mi caballo y partía al galope a lo largo de la línea, y algo después, cuando solo veía ante mí una llanura infinita y sombría y un cielo frío y encapotado, recordé las cuestiones que se habían planteado por la noche. Mientras meditaba, la llanura abrasada por el sol, el cielo inmenso, el oscuro robledal que se columbraba en lontananza y el nebuloso horizonte parecían decirme: «¡Sí, no hay modo de comprender nada en este mundo!».

Empezaba a despuntar el sol…

*FIN*


“Огни”,
El Mensajero del Norte, 1888


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