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Luna de miel

[Cuento - Texto completo.]

Guy de Maupassant

Personajes:

La señora Rivoil, cincuenta años

La señora Bevelin, sesenta años

Un salón. Sobre el velador, un libro abierto: La canción de los recién casados, por la señora Juliette Lamber.

La señora RIVOIL: Este libro me ha producido un efecto singular. El que acabo de leer es mi poema, el poema del cual he sido la protagonista hace treinta años. Me nota los ojos enrojecidos, querida amiga: es que lloro a lágrima viva desde hace dos horas; lloro por todo ese pasado, tan corto, y terminado, terminado… terminado.

La señora BEVELIN: ¿Por qué añorar tanto las cosas desaparecidas?

La señora RIVOIL: ¡Oh! Sólo añoro mi luna de miel. Y esta es la razón por la que este libro, La canción de los recién casados, me ha conmovido tanto.

Sólo he cumplido en mi vida un sueño, y es ese. Piense pues. Me voy, sola con él, sea quien sea. Me voy, sola con él, siempre, a todas partes, unida a él, llena de una placentera e inolvidable ternura. En nuestra existencia sólo tenemos una verdadera hora de poesía, esa, una única ilusión, tan completa que el regreso a la realidad se produce meses después, una única embriaguez, tan grande que todo desaparece, todo, excepto Él. Me dirá que a menudo no queremos de verdad. ¿Qué importa? En ese momento, no lo sabemos, creemos amarlo; y es el amor que queremos. Él es el amor, es todas nuestras ilusiones visibles, es todas nuestras expectativas realizadas, es la esperanza alcanzable, es la persona a la que vamos a poder dedicarnos, a la que nos hemos entregado, es el Amigo, nuestro Amo y Señor, lo es todo.

El sueño de todas las mujeres es amar, y tener para nosotras solas, del todo para nosotras, incesantemente a solas, al que adoramos, y que nos adora también, eso creemos. Durante ese primer mes, todo esto se cumple. Pero sólo existe ese mes en nuestra existencia, ¡no hay otro… no hay otro!

Yo lo he hecho, ese clásico viaje de amor que canta la señora Juliette Lamber; y esta mañana mi corazón se estremecía, palpitaba, fallaba al encontrar ahí, en ese libro, todos esos lugares que aún me son gratos, los únicos en los que realmente fui feliz; y al releer, treinta años más tarde, las cosas que él me decía antaño, me parecía revivir ese dulce pasado…

Oía su voz, veía sus ojos.

¡Oh! Cuánto daño me ha hecho desde entonces.

Sí, sí, toda mi verdadera alegría está encerrada en mi luna de miel. Lo recuerdo como si fuese ayer.

En vez de hacer como todos, de irnos esa misma noche para disipar en cualquier posada esas primeras gotas de felicidad, y para colmar, cerca de los mozos de hotel con delantal blanco y de los empleados de ferrocarril, ese primer frescor de intimidad, esa cuna de amor, nos quedamos a solas, encerrados y abrazados, en una pequeña casa solitaria en el campo.

Luego, cuando mi ternura, vacilante, inquieta y turbia al principio, creció en sus besos, cuando esa chispa que tenía en el corazón se convirtió en llama y me quemó por completo, me llevó a través de ese viaje que fue un sueño.

¡Oh! ¡ Sí, claro que lo recuerdo!

En primer lugar, sé que me quedé seis días cerca de él, en una silla de posta que circulaba por las carreteras. De vez en cuando percibía partes del paisaje por la portezuela; pero lo que ciertamente vi fue un bigote rubio y rizado que se acercaba en todo momento a mi rostro.

Entré en una ciudad de la que no distinguí nada, luego me sentí en un barco que al parecer iba hacía Nápoles.

Estábamos de píe, uno al lado del otro, sobre ese suelo que se balanceaba. Tenía mi mano sobre su hombro; y fue entonces cuando empecé a darme cuenta de lo que pasaba a mi alrededor.

Veíamos pasar las costas de Provenza, ya que era Provenza la que acababa de cruzar. El mar inmóvil, estancado, como endurecido por el pesado calor que caía del sol, se mostraba bajo un cielo infinito. Las ruedas golpeaban el agua y perturbaban su sueño tranquilo. Y, detrás de nosotros, un largo rastro espumoso, un gran reguero pálido donde la ola agitada hacía espuma como el champaña, alargaba hasta perderla de vista una estela del navío.

De repente, hacía la parte delantera, a sólo unas brazadas de nosotros, un pez enorme, un delfín, saltó fuera del agua, luego volvió a sumergirse, la cabeza primera, y desapareció. Tuve miedo, grité y me lancé sobrecogida a los brazos de René. Luego me eché a reír de pavor y miraba ansiosa por si el animal volvía a aparecer. Al cabo de unos segundos, saltó de nuevo como un gran juguete mecánico. Luego volvió a bajar, salió de nuevo; luego fueron dos, luego tres, luego seis que parecían dar saltos alrededor del pesado barco, escoltar a su monstruoso hermano, al pez de madera con aletas de hierro. Pasaban por la izquierda, volvían por la derecha del buque, y siempre, unas veces juntos, otras uno tras otro, como en un juego, en una persecución alegre, se lanzaban al aire con un gran salto que trazaba una curva, luego se sumergían en fila india.

Y aplaudía, encantada de cada aparición de los enormes y ligeros nadadores. ¡Oh! ¡ Esos peces, esos grandes peces! He guardado un grato recuerdo de ellos. ¿Por qué? No sé, no sé nada. Pero han permanecido ahí, en mis ojos, en mi mente y en mi corazón.

De repente desaparecieron. Los vi una vez más, muy lejos, en alta mar, luego ya no los vi más, y me sentí, durante un segundo, triste por su marcha.

Llegó la noche, una noche tranquila, suave, llena de luz, de paz. Ni un escalofrío en el aire o en el agua; y esa tranquilidad ilimitada del mar y del cielo se extendía a mi alma entumecida, donde tampoco había ningún escalofrío. El gran sol se desvanecía lentamente allá a lo lejos, hacía la África invisible, ¡África! La tierra ardiente cuyos ardores ya creía sentir; pero una especie de fresca caricia, que sin embargo ni siquiera tenía aspecto de brisa, rozó mi rostro cuando el astro ya había desaparecido.

Fue la noche más hermosa de mi vida.

No quise entrar en nuestro camarote, donde se respiraban todos esos horribles olores del buque. Nos acostamos sobre la cubierta, envueltos en abrigos, y no dormimos. ¡Oh! ¡Cuantos sueños! ¡Cuantos sueños!

El monótono ruido de las ruedas me acunaba, y miraba sobre mi cabeza esas legiones de estrellas tan claras, con una luz aguda, titilante y como mojada, en ese cielo puro del Sur.

Sin embargo, cuando estaba a punto de amanecer, me adormilé. Me despertaron unos ruidos, unas voces. Los marineros cantaban mientras limpiaban el buque. Y nos levantamos.

Bebía el sabor de la bruma salada, me llegaba hasta la punta de los dedos. Miré el horizonte. En la proa había algo gris, confuso aún en el alba naciente, una especie de acumulación de nubes extrañas, puntiagudas, desmenuzadas, parecía estar colocada sobre el mar.

Luego apareció más clara, las formas se dibujaron más sobre el cielo claro: una gran línea de curiosas montañas con picos se erguía ante nosotros. ¡Córcega!… envuelta en una especie de ligero velo.

El capitán, un viejo hombre pequeño, curtido, seco, de pocas palabras, duro, encogido por los fuertes vientos salados, apareció en la cubierta y, con voz ronca por treinta años de mando, gastada por los gritos lanzados en las tormentas, me preguntó:

-¿Aprecia este curioso olor?

Y, en efecto, había un fuerte, un extraño, un poderoso olor a plantas, a aromas salvajes.

El capitán prosiguió:

-Es el olor de Córcega. Tras veinte años de ausencia, la reconocería a cinco millas mar adentro. Soy de aquí, señora. Aquel que estaba allá, en Santa Helena, hablaba siempre del olor de su país. Era de mi familia1.

Y el capitán, quitándose el sombrero, saludó a Córcega. Saludó, en lo desconocido, al Emperador que era de su familia.

Tenía ganas de llorar.

Al día siguiente estaba en Nápoles; e hice, etapa a etapa, ese viaje de felicidad que cuenta el libro de la señora Juliette Lamber.

Vi, del brazo de René, todos esos lugares que aún me son gratos, con los cuales el escritor hizo un marco para sus escenas de amor: es el libro de los recién casados, el libro que deberán llevar y guardar, como una reliquia, y cuando regresen, el libro que ella volverá a leer siempre.

Cuando regresé a Marsella tras ese mes pasado en el mar, una inexplicable tristeza me invadió. Sentía vagamente que había acabado; le había dado la vuelta a la felicidad.

FIN


1. Napoleón Bonaparte




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