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Madre e hija

[Cuento - Texto completo.]

D. H. Lawrence

Virginia Bodoin tenía un buen trabajo: era jefa de departamento en una oficina estatal, tenía una posición de responsabilidad, y ganaba, para imitar a Balzac y ser preciso, setecientas cincuenta y cinco libras al año. Esto ya era algo. Raquel Bodoin, su madre, tenía una renta de unas seiscientas libras al año, de las que había vivido en las capitales de Europa desde la desaparición de su nunca importante marido.

Ahora, tras algunos años de separación virtual y de “libertad”, madre e hija de nuevo pensaban establecerse juntas. Habían llegado a ser, con el paso del tiempo, más una pareja de casados que madre e hija. Se conocían muy bien la una a la otra, y cada una tenía un poco de miedo a la otra. Habían vivido juntas y se habían separado en varias ocasiones. Virginia ahora tenía treinta años, y no parecía que fuera a casarse. Durante cuatro años había estado casi como casada con Henry Lubbock, un consentido joven aficionado a la música. Después Henry la dejó: por dos razones. No podía soportar a la madre. La madre no podía soportarlo a él. Y la señora Bodoin se las arreglaba para poner en su sitio a quien no podía soportar, desafortunadamente. Por esto Henry había sufrido enormemente, sintiendo cómo su suegra le bajaba continuamente los humos, y Virginia, después de todo, con una desvalida suerte de lealtad familiar, se puso al lado de su madre. Virginia no quería realmente poner en su sitio a Henry. Pero cuando su madre la incitó, no pudo evitarlo. Finalmente su madre había influido en ella con su poder; un extraño poder femenino, nada que ver con la autoridad parental. Virginia hacía tiempo que había arrojado la autoridad parental al viento. Pero su madre tenía otra forma de dominio mucho más sutil, femenina y escalofriante, y cuando Rachel dijo ¡Aplastémosle!, Virginia tuvo que lanzarse con maldad y alegremente a ese deporte. Y Henry sabía muy bien cuándo estaba siendo aplastado. Esa era una de las razones para volver a Vinny, para el monumental disgusto de la señora Bodoin, que siempre le corregía: mi hija Virginia.

La segunda razón era, para ser de nuevo balzaquiano, que Virginia no tenía ni un céntimo. Henry tenía unas lamentables doscientas cincuenta libras. Virginia, a la edad de veinticuatro, ya estaba ganando cuatrocientas cincuenta. Pero se las ganaba. Sin embargo, Henry se las arreglaba para ganar doce libras al año con su preciosa música. Él se había dado cuenta de que le sería muy difícil ganar más. Por eso el matrimonio, excepto con una esposa que pudiera mantenerlo, estaba fuera de duda. Vinny heredaría el dinero de su madre. Pero por entonces la señora Bodoin tenía la salud y el equipamiento muscular de la Esfinge. Viviría siempre, buscando a quien devorar y devorándole a él. Henry vivía con Vinny desde hacía dos años, en el sentido marital de la palabra: y Vinny sentía que estaban casados, excepto por una mera ceremonia. Pero Vinny tenía a su madre siempre al fondo; a menudo en París o Biarritz, pero aun así, al alcance de una carta. Y nunca se daría cuenta de la sonrisita burlona que se instalaba en su mágico rostro cuando su madre, incluso por carta, se levantaba la falda y se sentaba sobre Henry. Nunca se daría cuenta de que en espíritu, ella, con rapidez y maldad, también se sentaba sobre él: no podría haberlo evitado, como las corrientes no pueden evitar cambiar con la luna. Y ella ni soñaba que él lo notase, y que estuviese totalmente mortificado en su vanidad masculina. Las mujeres, a menudo, se hipnotizan una a otra, y entonces, hipnotizadas, proceden suavemente a apretar el cuello del hombre al que creen que aman con todo su corazón. Entonces lo llaman perversidad por su parte si a él no le gusta que le aprieten el cuello. Ellas creen que él está rechazando un amor sincero. Porque están hipnotizadas. Las mujeres se hipnotizan unas a otras sin saberlo.

Al final Henry se volvió atrás. Se veía a sí mismo simplemente reducido a la nada por las dos mujeres, una vieja bruja con músculos como la Esfinge, y una joven bruja encantada, pródiga, mágica y débil, que le mimaba pero que le absorbía el tuétano.

Rachel escribiría desde París: “Mi querida Virginia, como he tenido unas ganancias inesperadas por unas inversiones, las voy a compartir contigo. Encontrarás mi cheque de veinte libras adjunto. Sin duda lo estarás necesitando para comprarle a Henry ropa, porque la primavera se está acercando, y el sol puede tentarle a sacar a la luz todo lo que vale. No quiero que mi hija vaya por ahí con lo que presumiblemente es un músico callejero, pero por favor paga al sastre tú misma, o tendrás que hacerlo de nuevo posteriormente”. Henry se hizo un traje pero fue, como la camisa de Neso, devorándole con veneno sutil.

Por eso él se volvió atrás. No saltaba, ni se largaba ni se abría camino en esta coyuntura. De algún modo desaparecía, alargando su marcha un año o más. Él quería a Vinny, y difícilmente se las arreglaba sin ella, y lo lamentaba por ella. Pero finalmente no podía considerarla aparte de su madre. Ella era una joven bruja, débil y derrochadora, cómplice de la bruja de su madre.

Henry estableció otras alianzas, consiguió un buen asidero en otra parte y gradualmente se fue librando. Salvó su vida, pero había perdido —él lo sentía así— gran parte de su juventud y de su médula esencial. Ahora tendía a ponerse gordo, un poco hinchado, un tanto insignificante. Y había sido guapo y bien parecido.

Las dos brujas aullaban cuando él se les perdió. La pobre Virginia estaba realmente medio loca, no sabía qué hacer consigo misma. Tuvo un violento rechazo respecto a su madre. La señora Bodoin estaba llena de absoluto desprecio hacia la hija: haber dejado escapar de las manos a ese pez con anzuelo. ¡Haber permitido a una persona semejante que la rechazase! “No veo a mi hija seducida y abandonada por un gorrón como Henry Lubbock”, escribió ella. “Pero si ha sucedido, supongo que es el error de alguien”.

Se produjo un rechazo mutuo, que duró casi cinco años. Pero el hechizo no se rompió. La mente de la señora Bodoin nunca abandonó a su hija, y Virginia era incesantemente consciente de su madre, en alguna parte del universo. Se escribían y se veían a intervalos, pero se mantenían alejadas.

El hechizo, sin embargo, existía entre ambas, y gradualmente funcionó. Se fueron sintiendo más amistosas. La señora Bodoin fue a Londres. Se quedó en el mismo tranquilo hotel con su hija: Virginia había tenido dos habitaciones en un hotel durante los tres últimos años. Y finalmente pensaron coger un apartamento juntas.

Virginia tenía ahora unos treinta años. Todavía era delgada y rara y élfica, con un ligero estrabismo en uno de sus ojos castaños, y todavía tenía una sonrisa rara y torcida, y una voz lenta y profunda que acariciaba a un hombre como la caricia de unos dedos. El cabello era todavía una maraña natural de rizos, un poco despeinados. Todavía vestía con una elegancia natural que tendía a ser incorrecta y un poco ordinaria. Todavía podía llevar un agujero en medias nuevas y caras, y todavía podía quitarse los zapatos en el comedor, si llegaba para la cena, sentada allí con los pies descalzos. Verdaderamente tenía los pies elegantes: estaba moldeada elegantemente. Pero no era eso. No era ni coquetería ni vanidad. Era simplemente que, tras haber ido a un zapatero bueno y haber pagado cinco guineas por un par de zapatos sencillos y de piel natural, hechos para sus pies, los dichosos zapatos le hacían un daño atroz cuando había caminado media milla con ellos y simplemente se los quitaba, aunque tuviera que sentarse en el bordillo de la acera para hacerlo. Era una fatalidad. Era un toque de gamin para sus pies, una cierta ordinariez que no le permitía permanecer adecuadamente con sus preciosos zapatos. Casi siempre se calzaba los zapatos viejos de su madre. “Por supuesto que voy por la vida con los zapatos viejos de mi madre. Si ella se muriese y me dejase sin suministros, supongo que tendría que ir en silla de ruedas”, diría ella, con su sonrisa rara y torcida. Ella era tan elegante y tan ordinaria… Ese era realmente su encanto. Justo lo contrario a su madre. Ambas podían intercambiar las ropas y los zapatos, lo cual era notable ya que la señora Bodoin parecía mucho más grande. Pero los hombros de Virginia eran más anchos, aunque estaba delgada; tenía una constitución fuerte incluso cuando parecía un frágil trapo.

La señora Bodoin era una de esas mujeres de sesenta años o así, con una terrible energía interior y una especie de violenta vitalidad. Pero se las arreglaba para ocultarlo. Se sentaba en perfecto reposo, y con las manos cruzadas. Uno pensaba: ¡Qué mujer tan tranquila! Igual que uno puede mirar al atardecer la cima nevada de un volcán inactivo y pensar: ¡Qué paz! Era una extraña energía muscular la que poseía a la señora Bodoin, del mismo modo que poseía a muchas mujeres por encima de los cincuenta años, y esa energía es normalmente desagradable en sus manifestaciones. Quizá corresponde a la lasitud del joven.

Pero la señora Bodoin reconocía el mal gusto en sus energéticas coetáneas, por eso cultivaba el reposo. Su modo de pronunciar la palabra de tres sílabas, re-po-so, prolongando la última sílaba en el crepúsculo, mostraba cuánta energía contenida tenía. Enfrentada al problema del pelo gris metálico y las cejas negras, era demasiado inteligente como para teñirse. Estudió su rostro, su figura completa, y decidió que era positiva. No la rechazaba. No había suavidad, ni falsedad, ni débiles florecitas en su inclinado talle.

Su figura, aunque no robusta, era plena, fuerte y cambré. Su rostro tenía una aristocrática nariz arqueada, unos ojos grises endemoniados, y las mejillas bastante alargadas pero rellenas. Nada atractivo o juvenilmente caprichoso.

Como una mujer independiente, utilizaba su ingenio y decidió no ser ni juvenil, ni caprichosa ni atractiva. Mantendría su dignidad porque le gustaba. Era positiva. Le gustaba ser positiva. Estaba acostumbrada a ser positiva. Por lo tanto sería tan solo positiva.

Volvió al período positivo; al siglo dieciocho, a Voltaire, a Ninon de Lenclos y a los Pompadour, a la señora duquesa y al señor marqués. Decidió que no estaba mucho en la línea de la Pompadour o la Duquesa, sino casi más en la línea del señor Marqués. Y estaba bien. Con el cabello plateado tirando a blanco, peinado hacia atrás desde su frente y sus sienes positivas, con el pelo corto, pero sobresaliendo un poco por detrás, con un rostro rosa y pleno, y sus espesas cejas negras depiladas en dos lunas finas y superficiales, la nariz arqueada y sus casi insolentes ojos, era perfectamente del siglo dieciocho. Era más el señor Marqués que la señora Marquesa y esto la hacía realmente moderna.

Su aspecto era perfecto. Vestía con delicadas mezclas de gris y rosa, quizá con un toque gris plata oscuro, y sus joyas eran de estrás suave y coloreado. Su porte era como de reposo en alerta, muy tranquilo pero muy firme. Tenía un par de miles de libras a las que echar mano. Virginia, por supuesto, siempre estaba en deuda. Pero después de todo, Virginia no iba a despreciarla. Ella tenía setecientas cincuenta al año.

Virginia era extrañamente inteligente y no inteligente. No sabía realmente nada porque nada y todo era interesante para ella en el momento, y lo cogía al instante. Balbucía lenguas con extraordinaria facilidad, y las hablaba con fluidez en quince días. Esto la ayudaba enormemente en su trabajo. Podía parlotear con jefes de la industria viniesen de donde viniesen. Pero no “sabía” ninguna lengua, ni siquiera la suya propia. Cogía las cosas al vuelo para hablar sin saber nada de ellas.

Y esto la hizo muy popular entre los hombres. Con toda esta curiosa facilidad, no se sentían pequeños ante ella porque era como un instrumento. Pero tenía que estar preparada. Algunos hombres tenían que cogerla en movimiento y entonces trabajaba de modo realmente inteligente. Podía coleccionar la más valiosa información. Era muy útil. Trabajaba con hombres, pasaba la mayor parte del tiempo con hombres, todos sus amigos prácticamente eran hombres. No se encontraba a gusto con las mujeres.

Sin embargo no tenía ningún amante, nadie parecía interesado en casarse con ella, nadie parecía querer un trato estrecho con ella. La señora Bodoin decía: “Me temo que Virginia es mujer de un solo hombre. Yo soy mujer de un solo hombre. Así fue mi madre y así fue mi abuela. El padre de Virginia fue el único hombre de mi vida, el único. Y me temo que Virginia es lo mismo, tenaz. Desafortunadamente, el hombre fue lo que fue y la vida de ella se quedó ahí”.

Henry había dicho, en el pasado, que la señora Bodoin no fue mujer de un hombre, fue mujer de ningún hombre, y que si hubiese podido hacerlo a su modo, todo lo masculino hubiese sido borrado de la faz de la tierra y solo hubiese quedado el elemento femenino.

Sin embargo, la señora Bodoin pensó que ahora era el momento de hacer un cambio. Por eso ella y Virginia tomaron un bonito apartamento en una de las plazas antiguas de Bloomsbury, lo equiparon y lo amueblaron con cuidadoso esmero y con algunas cosas preciosas, cogieron a un buen hombre, un austríaco, para cocinar, y comenzaron una nueva vida de casadas, madre e hija.

Al principio era bastante emocionante. Las dos salas, dominando los viejos y sucios árboles del jardín, eran de proporciones espléndidas, y cada una con tres ventanas hasta el suelo, casi al nivel de las rodillas. La chimenea era de finales del siglo XVIII. La señora Bodoin amuebló las habitaciones con un ligero recuerdo al estilo Luis fusionado con el Imperio, sin predominar ninguno en particular. Pero tenía, salvada de su propia casa, una destacable alfombra Aubusson. Parecía casi nueva, como si hubiese sido tejida hacía solo dos años, y era asombrosa y bastante espléndida, cuando extendía sus bordes rosas y rojos y sus maravillosos atavíos floridos de rosas doradas y gris plata, azucenas y cisnes magníficos y volutas en forma de trompeta esparcidas por el suelo. La gente ascética la encontraban bastante llamativa, preferían la alfombra Aubusson desgastada y amarillenta del dormitorio principal. Pero la señora Bodoin amaba su alfombra del salón. Era positiva pero no vulgar. La alfombra tenía un cierto aire de grandeza en su exuberancia. Sentía que le daba una adecuada pisada. Y le iba muy bien a sus vitrinas pintadas y a las sillas con brocado en dorado y gris y a los grandes jarrones chinos que le gustaba llenar con grandes flores: sencillas peonías chinas, grandes rosas, grandes tulipanes, azucenas naranjas. La oscura habitación de Londres, con todo su colorido atmosférico, mantendría sus flores grandes, libres y chillonas.

Virginia, por primera vez en su vida, tenía el placer de crear un hogar. De nuevo estaba bajo el embrujo de su madre, y barría emocionada hasta el tuétano. No tenía ni idea de que su madre tuviese aquellos tesoros como las alfombras y las vitrinas pintadas y las sillas con brocado, aquellos tesoros como sacados de la manga: muchos de ellos de los escombros de la casa Fitzpatrick en Irlanda; la señora Bodoin era una Fitzpatrick. Casi como una niña, como una novia, Virginia se lanzó a la tarea de arreglar las habitaciones. “Por supuesto, Virginia, yo considero que este es tu apartamento”, decía la señora Bodoin. “Yo no soy nada más que tu dame de compagnie, y cumpliré todos tus deseos con tan solo expresarlos”.

Por supuesto, Virginia expresaba unos cuantos pero no muchos. Introdujo algunos cuadros estrafalarios comprados a pobres artistas a los que ella patrocinaba. La señora Bodoin pensaba que eran cuadros positivos acerca de cosas incorrectas, pero, siempre que fuera posible, se los dejaba colgar: los miraba como el elemento necesario de la fealdad moderna. Pero por ese elemento de fealdad moderna, deliberadamente, era fácil ver las cosas que Virginia había introducido en el apartamento. Quizá nada se sube tanto a la cabeza como montar una casa. Uno se puede emborrachar. Se siente que se está creando algo. Actualmente ya no es “la casa”, el nido doméstico. Es “mis habitaciones” o “mi casa”, las prendas que revelan y visten “mi personalidad”. Planificando para Virginia deliberadamente, la madre se mantenía moderadamente fría, pero incluso ella estaba emocionada hasta el tuétano, y con una intensidad y una ferocidad sorprendentes con los decoradores y ebanistas. Pero Virginia estaba todo el tiempo como algo achispada, como si hubiese tocado algún botón mágico en la pared gris de la vida, y con un “Ábrete Sésamo”, sus preciosas y coloreadas habitaciones habían comenzado a montarse fuera del país de las hadas. Era más vívido y maravilloso para ella que si hubiese heredado un ducado.

La madre y la hija, la madre en un carmín desvaído y la hija en plata, comenzaron a recibir amigos. La mayoría de ellos eran hombres. La señora Bodoin se llenaba de una especie de salvaje impaciencia si recibía a mujeres. Además, la mayoría de conocidos de Virginia eran hombres. Así, había cenas y tardes con citas.

Todo iba bien, pero faltaba algo. La señora Bodoin quería ser amable, por eso se mantenía un poco aparte. Permanecía un poco distante, estaba tranquila, reposada, como en el siglo XVIII, y determinada a ser un contraste con la inteligente y levemente mágica Virginia. Era una pose, y hete aquí que eso interrumpió algo. Ella era muy agradable con los hombres, no importaba su desprecio hacia ellos. Pero los hombres estaban incómodos con ella: miedo.

Lo que todos ellos sentían, los invitados, era que por ellos mismos nada sucedía realmente. Todo lo que sucedía era entre madre e hija. Todo el flujo era entre la madre y la hija. Un suave e hipnótico encanto acompasaba a las dos mujeres, e intentaban como podían que los hombres permanecieran fuera. Más de un joven, algo deslumbrado, comenzó a enamorarse de Virginia. Pero era imposible. No solo era dejado al margen, sino que de algún modo era aniquilado. La espontaneidad era asesinada en su pecho. Mientras que las dos mujeres estaban sentadas, brillantes y bastante maravillosas, en una conexión magnética a cada extremo de la mesa, como dos brujas, una doble Circe convertía no en cerdos —eso les hubiese gustado— sino en imbéciles. Era trágico. Porque la señora Bodoin quería que Virginia se enamorara y se casase. Realmente lo deseaba, y atribuía a Virginia una falta de cercanía al delincuente Henry. Nunca se daba cuenta del encanto hipnótico que, por supuesto, la acompañaba a ella tanto como a Virginia, y creaba en los hombres una imposibilidad respecto a ambas, tanto de la madre como de la hija.

En esos momentos, la señora Bodoin escondía su humor. Ella tenía una maravillosa facilidad de imitación humorística. Podía imitar a los sirvientes irlandeses de su antigua casa, o a las mujeres americanas que la visitaban o a los hombres modernos que parecían mujeres, los asfódelos, como ella los llamaba. “Por supuesto ya sabes que el asfódelo es un tipo de cebolla. ¡Oh, sí, una cebolla sobrecriada!”: los que querían con sus voces murmuradoras y sus miradas furtivas hacerla sentir muy pequeña y muy burguesa. Ella podía imitarlos a todos con un humor que estaba realmente tocado de ingenio. Pero era devastador. Demolía los objetos de su humor tan absolutamente, los destrozaba en tantos pedazos con un martillo cruel, reduciéndolos a nada tan terriblemente, que asustaba a la gente, particularmente a los hombres. Eso espantaba a los hombres.

Por eso lo escondía. Lo escondía. Pero estaba ahí, escondido en la manga, su humor despiadado como un martillo, que golpeaba a su objeto en la cabeza y le rompía la crisma. Ella intentaba repudiarlo. Intentaba fingir, incluso ante Virginia, que ya no tenía ese don. Pero en vano; el martillo escondido bajo la manga se cernía sobre la cabeza de cada invitado, y cada invitado sentía saltar su cuero cabelludo y Virginia lo sentía dentro saltar con una pequeña mueca malévola e idiota, como si otro hombre loco fuese místicamente golpeado en la cabeza. Era un tipo de deporte extraño.

No, el plan no iba a funcionar: el plan de hacer que Virginia se enamorase y se casase. Pero los hombres eran tan imbéciles, tan muermos… Había uno, al menos, en el que la señora Bodoin tenía puestas las esperanzas. Era un muchacho bien parecido, normal y saludable, de buena familia, sin dinero, ¿cómo no?, pero empleado en la Cámara de los Lores, muy prometedor y no muy inteligente, y simplemente enamorado de la inteligencia de Virginia. Él era justamente con el que la señora Bodoin se habría casado. Tenía solo veintiséis años respecto a los treinta de Virginia. Pero había remado en Oxford, y adoraba los caballos, hablaba de caballos adorablemente y estaba chiflado por la inteligencia de Virginia. Para él Virginia tenía la mente más aguda de la tierra. Ella era tan maravillosa como Platón, pero infinitamente más atractiva porque era una mujer, y encantadora. Imagina a un Platón encantador con rizos desordenados y unos pequeños ojos castaños y bizcos y una patética necesidad de mujer de ser protegida, y puedes imaginarte el sentimiento de Adrian respecto a Virginia. Él la adoraba arrodillado y sentía que podía protegerla.

—Por supuesto, es un magnífico muchacho —decía la señora Bodoin—. Es un chico, y es todo lo que puedes decir. Y siempre será un chico. Pero ese es el mejor tipo de hombre, el único tipo de hombre con el que puedes vivir: el eterno muchacho. Virginia, ¿no te atrae?

—¡Sí, madre! Pienso que es un muchacho terriblemente estupendo, como tú dices —replicó Virginia con su voz lenta, musical y caprichosa. Pero el pequeño encrespamiento de mofa en la entonación remató el tema de Adrian. ¡Virginia no iba a casarse con un muchacho estupendo! Ella también podía ser malévola, contra el gusto de su madre. Y la señora Bodoin dejó escapar un ligero gesto de impaciencia. Porque ella había estado planeando su propia retirada, planeando dejar a Virginia el apartamento completo y la mitad de sus ingresos si se casaba con Adrian. Sí, su madre estaba tramando cómo podría vivir con dignidad con trescientas libras al año, una vez que Virginia estuviese felizmente casada con ese atractivo aunque ligeramente descerebrado muchacho.

Un año más tarde, cuando Virginia tenía treinta y dos, Adrian, que se había casado con una acaudalada chica americana y se había trasladado a una delegación en Washington mientras tanto, fielmente fue a ver a Virginia tan pronto como estuvo en Londres, fielmente arrodillado a sus pies, fielmente la creía el ser más maravillosamente espiritual y fielmente sentía que ella, Virginia, habría hecho maravillas con él, cuyas maravillas nunca serían hechas, porque se había casado entretanto.

Virginia estaba ojerosa y desmejorada. El plan de ménage à deux con su madre no había resultado. Y ahora el trabajo estaba afectando a la joven. Es verdad que ella era asombrosamente fácil. Pero la facilidad no le allanaría el camino. Tenía que ganar su propio dinero y ganarlo con esfuerzo. Tenía que ir hacia delante. Y tenía que concentrarse. Mientras que pudiese trabajar con una rápida intuición y sin gran responsabilidad, el trabajo la emocionaba. Pero en cuanto tuvo que ponerse a trabajar a brazo partido, como un negro, como ellos decían, y concentrarse, con una posición de responsabilidad, eso la agotó terriblemente. Tenía que hacer todo con nervios. No tenía el mismo poder de lucha que un hombre. Donde un hombre puede evocar a su antiguo Adán para pelear por su trabajo, una mujer tiene que recurrir a sus nervios, tan solo a sus nervios. Porque la antigua Eva en ella no tiene nada que hacer con tal trabajo. Por eso la responsabilidad mental, la concentración mental, el proceso mental desgasta a una mujer enormemente, especialmente si es jefa de un departamento y no trabaja para nadie.

Por eso la pobre Virginia estaba desmejorada. Estaba delgada como un palo. Tenía los nervios atacados. Y no podía olvidar nunca su bestial trabajo. Volvía a casa, a la hora de la cena, silenciosa y agotada. Su madre, al verla así, deseaba decir: “¿Pasa algo, Virginia? ¿Has tenido algo particularmente molesto en la oficina hoy?”. Pero había aprendido a contener la lengua y no decía nada. La pregunta hubiera sido el colmo para los pobres sobreexcitados nervios de Virginia y hubiese habido una escenita, que, a pesar de la calma y la paciencia de la señora Bodoin, hubiese ofendido a la mujer mayor hasta la médula. Había aprendido, con amarga experiencia, a dejar a su hija sola, como se debe dejar solo un delgado tubo de veneno. Pero, por supuesto, no podía apartar su mente de Virginia. Eso era imposible. Y la pobre Virginia, bajo el agotamiento del trabajo y el agotamiento de la terrible e incesante mente de su madre, estaba al límite de sus fuerzas y de sus recursos.

A la señora Bodoin siempre le había disgustado el hecho de que Virginia tuviese trabajo. Pero ahora lo odiaba. Odiaba la oficina estatal con un odio virulento. No solamente era poco digno para Virginia estar atada allí, sino que estaba convirtiendo a la hija de la señora Bodoin en una solterona delgada, gruñona y espantosa. ¿Podía ser algo más humillante y más inglés para una bien nacida irlandesa?

Tras un largo día atendiendo el apartamento, zurciendo con destreza una de las sillas con brocado, limpiando los espejos venecianos, seleccionando flores, realizando algunas compras y algunos asuntos domésticos, atendiendo a todo con esmero, después recibiendo a los invitados por la tarde, con una energía interminable, la señora Bodoin subiría del salón tras el té y escribiría unas cuantas cartas, se bañaría, se vestiría con gran cuidado —disfrutaba cuidando de su persona— y bajaría a la cena tan fresca como una margarita pero bastante más energética que esa quieta flor. Ahora estaba preparada para una noche plena.

Ella era consciente, con una punzante ansiedad, de la presencia de Virginia en la casa, pero no veía a su hija hasta que no se anunciaba la cena. Virginia se deslizaba dentro y fuera de su habitación sin ser vista, sin ir a tomar el té al salón. Si la señora Bodoin veía la llave de su hija en la cerradura, rápidamente se retiraba a una de las habitaciones hasta que Virginia se ponía a salvo. Era demasiado para los nervios de la pobre Virginia ver a cualquiera por la casa cuando llegaba de la oficina. Y lo suficientemente desagradable oír el murmullo de las voces de las visitas tras las puertas del salón.

Y la señora Bodoin se preguntaría: ¿Cómo estará? ¿Cómo estará esta noche? Me pregunto qué día habrá pasado. Y este pensamiento rondaría la casa, hasta donde Virginia estuviera tumbada descansando en su habitación. Pero la madre tendría que consumir su ansiedad hasta la hora de la cena. Y entonces Virginia aparecería, con las líneas negras alrededor de los ojos, delgada, tensa, una joven fuera de la oficina, el estigma sobre ella: mal vestida, con un humor un poco ácido, con mala digestión, no interesada en nada, frustrada por su trabajo. Y la señora Bodoin, humillada ante la visión de esta, se controlaría, no diría nada sino meras fruslerías de charla casual y se sentaría de forma perfecta presidiendo una cena cuidadosamente cocinada, pensada solo para agradar a Virginia. Pero Virginia difícilmente se daba cuenta de qué comía.

La señora Bodoin suspiraba por una tarde con vida. Pero Virginia se tumbaba en el sillón y se ponía los altavoces. O ponía un disco gracioso en el gramófono y se divertía, y lo escucharía de nuevo seis veces, y seis veces se divertiría con un disco divertido, disco que ahora la señora Bodoin se sabía de memoria. “Porque, Virginia, yo podría repetirte ese disco, si lo deseas, sin preocuparte de volver a poner el gramófono”. —Y Virginia, tras una pausa en la que parecía no haber escuchado lo que su madre decía, respondería: “Estoy segura de que podrías, madre”. Y esa simple charla expresaría tal cantidad de desprecio hacia todo lo que Rachel Bodoin era, o podía ser, o había sido siempre, desprecio por su energía, su vitalidad, su mente, su cuerpo, su entera existencia, que la mujer mayor se encresparía. Era como si el espíritu de Robert Bodoin hablase por la boca de la hija, con veneno mortal. Entonces Virginia ponía el disco por séptima vez.

Durante el segundo terrible año, la señora Bodoin se dio cuenta de que el juego se había terminado. Era una mujer golpeada, una mujer ya sin un objeto o significado. El martillo de su terrible humor femenino, que había golpeado a tanta gente en la cabeza, a todo el mundo, de hecho, con el que había estado en contacto, se había vuelto del revés y la había golpeado a ella misma en la cabeza. Para su hija, era su otro yo, su álter ego. El misterio y el sentido de toda la vida de la señora Bodoin era aquel martillo, el de su vívido humor que a todos y todo golpeaba en la cabeza. Ese había sido su anhelo y su pasión, golpear a todo el mundo y a todo humorísticamente en la cabeza. Se había sentido inspirada con eso: era una especie de misión. Y había esperado pasarle el martillo a Virginia, su inteligente, poco sólida, pero su hija de hecho, Virginia. Virginia era la continuación del propio yo de Rachel. Virginia era el álter ego de Rachel, su otro ser. Pero he aquí que esto era media verdad. Virginia había tenido un padre. Este hecho, que había sido completamente ignorado por la madre, era gradualmente traído hasta ella por el curioso retroceso del martillo. Virginia era la hija de su padre. ¿Podía algo ser más impropio, horrible y perverso en el orden natural de las cosas? Porque Robert Bodoin había sido completa y merecidamente golpeado en la cabeza por el martillo de Rachel. ¿Podía algo ser, pues, más desagradable que el hecho de que él resucitara de nuevo en la persona de la propia hija de la señora Bodoin, Virginia, su propio álter ego, y comenzara a golpear con un malévolo martillo, que era la piedra de David contra el hacha de Goliat?

Pero la piedra era mortal. La señora Bodoin la sintió hundirse en la frente, en la sien, y estuvo acabada. El martillo cayó de su mano sin fuerza.

Las dos mujeres estaban ahora casi siempre solas. Virginia estaba demasiado cansada para tener compañía por las tardes. Por eso había un gramófono, o unos altavoces, o el silencio. Ambas mujeres habían comenzado a odiar el apartamento. Virginia presentía que era el último acto de intimidación por parte de su madre, se sentía acosada por la perentoria alfombra Aubusson, por los malditos espejos venecianos, por las grandes flores sobrecultivadas. Se sentía incluso intimidada por la excelente comida, y anhelaba ir a un restaurante en el Soho, y a sus dos cuartuchos en el hotel. Odiaba el apartamento: odiaba todo. Pero no tenía energía para moverse. No tenía energía para hacer nada. Se arrastraba hacia el trabajo, y el resto del tiempo yacía tumbada e ida.

Fue la inercia agotada de Virginia lo que acabó con la señora Bodoin. Fue la piedra que rompió el hueso de sus sienes: ¿Tener que asistir al funeral de mi hija y aceptar el consuelo de todos sus compañeros de la oficina?, no, esta es una humillación final que tengo que ahorrarme. ¡No! Si Virginia tiene que ser una funcionaria, tiene que serlo de ahora en adelante bajo su propia responsabilidad. Me retiraré de su existencia.

La señora Bodoin trató en vano de persuadir a Virginia para que dejase el trabajo y se fuese a vivir con ella. Le ofreció la mitad de sus ingresos. En vano. Virginia siguió en la oficina.

¡Muy bien! ¡Que sea así! El apartamento era un fiasco, la señora Bodoin estaba deseando, anhelando romper todo en pedazos. ¡Un último y final golpe del martillo!

—Virginia, ¿no crees que sería mejor deshacernos del apartamento y marcharnos a vivir por ahí como solíamos hacer? ¿No crees que sería mejor?

—Pero ¿y todo el dinero que has metido en él? ¿Y el contrato por diez años? —le gritó Virginia con una especie de inercia.

—¡No importa! Tuvimos el placer de hacerlo. Y hemos tenido tanto placer como el que no tendremos nunca. Ahora mejor nos deshacemos de él rápidamente ¿no crees?

Los brazos de la señora Bodoin estaban arrancando los cuadros de las paredes, enrollando la alfombra Aubusson, sacando la loza china de la vitrina con el interior de marfil en ese preciso momento.

—Espera al domingo antes de que decidamos —dijo Virginia.

—¡Hasta el domingo! ¡Cuatro días! ¿Tanto? ¿No lo hemos decidido ya en nuestro interior? —dijo la señora Bodoin.

—Esperaremos hasta el domingo de cualquier modo —dijo Virginia.

A la tarde siguiente llegó el armenio a cenar. Virginia le llamaba Arnold, con la pronunciación francesa Arnault. La señora Bodoin, que apenas le toleraba, y que nunca podía decir su nombre, que parecía tener un montón de trabas, le llamaba indistintamente el Armenio o el Rahat Lakoum, tras el nombre de “Caramelo” o simplemente “la Delicia Turca”.

—Arnault viene a cenar esta noche, madre.

—¿De veras? ¿La Delicia Turca viene a cenar aquí? ¿Debo preparar algo especial? —Su voz sonó como si sugiriera caracoles en gelatina.

—No lo creo.

Virginia había visto a menudo al armenio en la oficina, cuando tenía que negociar con él en nombre del Ministerio de Comercio. Era un hombre de unos sesenta años, comerciante, y había sido millonario, se arruinó durante la guerra, pero ahora se estaba recuperando y llevaba representaciones en Bulgaria. Quería negociar con el gobierno británico y el gobierno británico negociaba razonablemente con él: al principio por intermediación de Virginia. Ahora las cosas iban satisfactoriamente entre el señor Arnault, como lo llamaba Virginia, y el Ministerio de Comercio, de tal modo que un tipo de amistad había seguido a las relaciones oficiales.

La Delicia Turca tenía setenta años, el pelo canoso y estaba gordo. Tenía muchos nietos criándose en Bulgaria, pero era viudo. Tenía el bigote canoso cortado como a cepillo, y le brillaban vidriosos los ojos castaños sobre los que colgaban los pesados párpados con pestañas blancas. Su ademán era humilde, pero en su porte había una obstinada presunción. A veces se nota esta combinación en los judíos. Había sido muy rico y reverenciado, se había arruinado y había sido humillado, terriblemente humillado, y ahora, con obstinación, estaba saliendo a flote, sus hijos le apoyaban, en Bulgaria. Se notaba que no estaba solo. Tenía a sus hijos, su familia, su tribu tras él, allí en el Este.

Hablaba un mal inglés, pero un francés gutural fluido. No hablaba mucho, sino que permanecía sentado. Se sentaba, con sus piernas cortas y gordas, como si fuera para toda la eternidad. Había una potencia extraña en su forma de sentarse gorda e inmóvil, como si su trasero estuviese conectado con el mismo centro de la tierra.

Y su cerebro, dando vueltas al punto en cuestión, los negocios, era muy ágil. Los negocios le absorbían. De algún modo se presentía tras él a la familia, a la tribu. Los negocios eran para la familia, para la tribu.

Con los ingleses era humilde, porque a los ingleses les gusta que sus aliados sean humildes, y él había tenido una larga enseñanza de los turcos. Y él era siempre un forastero. Nadie le tomaba en cuenta en sociedad. Era tan solo un forastero, sentado.

—Espero, Virginia, que no llamarás a ese caballero de las alfombras turcas cuando recibamos a otras personas. No puedo soportarlo —dijo la señora Bodoin—. A algunas personas les puede importar.

—¿No es duro no poder elegir la compañía en tu propia casa? —se mofaba Virginia.

—¡No! A mí no me importa; yo puedo recibir cualquier cosa; y estoy segura de que, en cuanto a la venta de alfombras turcas, tu relación es muy buena. Pero me imagino que no le consideras un amigo personal.

—Sí. Me gusta bastante.

—Bien. Como quieras. Pero considera a tus otros amigos.

La señora Bodoin estaba realmente mortificada esta vez. Ella consideraba al armenio como se considera al gordo levantino con gorra que intenta vender un horrible tapiz en Port Said, o en la playa en Niza, como si fuese un ser fuera de la especie humana y en la de los insectos. Que él hubiese sido millonario, o pudiese volver a serlo, solamente añadía veneno a su sentimiento de repugnancia por el hecho de estar forzada a tener contacto con tal escoria. Ni siquiera podía aplastarle o aniquilarle. En la escoria no hay nada que aplastar, porque la escoria es solo el residuo desagradable de lo que nunca fue nada sino algo ya aplastado.

Sin embargo, ella no era lo suficientemente justa. Era verdad que él era gordo y que se quedaba sentado con sus piernas cortas, como un sapo, como si estuviese sentado en una eternidad de sapo. Tenía el color oscuro de una especie de masa, con sus negros ojos brillando bajo los pesados párpados. Y nunca hablaba hasta que no se le hablaba, esperando en su silencio de sapo, como un esclavo.

Pero el espeso pelo canoso que tenía en la cabeza como un suave cepillo era extrañamente viril. Y sus curiosas manos pequeñas, de la misma suave y oscura masa, tenían el peculiar porte masculino, suave y gordo, que él tenía. Y sus oscuros ojos podían brillar con la sutilidad de las serpientes bajo el pequeño cepillo blanco de las pestañas. Él estaba cansado pero no estaba derrotado. Había luchado, y ganado, y perdido y de nuevo estaba peleando, siempre en desventaja. Pertenecía a una raza de vencidos que acepta la derrota pero consigue retomar su propio ser con astucia. Era el padre de sus hijos, el cabeza de familia, una de las cabezas de una tribu derrotada pero indestructible. No estaba solo, y por eso no se le podía alzar la mano. Toda su consciencia era patriarcal y tribal. Y de algún modo, era humilde, pero indestructible.

Durante la cena permanecía sentado casi desapercibido, humilde pero con la vanidad de los humildes. Sus ademanes eran buenos, casi franceses. Virginia charlaba con él en francés, y él respondía con esa peculiar tranquilidad de los bulevares que era el único modo que conocía cuando hablaba francés. La señora Bodoin entendía, pero era lo que podía decirse una lingüista torpe, por eso, cuando decía algo, era intensamente en inglés. Y la Delicia Turca contestaba en su inglés torpe, apresuradamente. No era su culpa que se hablase en francés. Era culpa de Virginia.

Él era muy humilde, conciliador, con la señora Bodoin. Pero algunas veces le lanzaba a ella ese destello rápido de mirada reptílea como si dijese: ¡Sí! Te veo. Eres una figura hermosa. Como un objet de vertu, eres casi perfecta. Así su ojo conocedor y de tratante de antigüedades la tasaría. Pero entonces sus grandes ojos negros parecían añadir: Pero ¿qué, bajo el cielo santo, eres tú como mujer? No eres ni esposa, ni madre, ni amante, no tienes el perfume del sexo, eres más espantosa que un soldado turco o un oficial inglés. Ningún hombre en la tierra te abrazaría. Eres un espíritu, un extraño genio del submundo. Y secretamente invocaría los nombres santos para protegerse.

Sin embargo estaba enamorado de Virginia. Él veía, lo primero y principal, la niña que había en ella, como si estuviese perdida en el bosque, una niña abandonada con un ligero y fascinante encanto en sus ojos castaños, esperando que alguien la recogiera. ¡Una niña abandonada sin padre! Y él era un padre tribal, padre a través de los años.

Además, por otra parte, él conocía su inteligencia desinteresada y peculiar en los negocios. Eso también le fascinaba: esa rara y astuta inteligencia acerca de los negocios y completamente impersonal, completamente al aire. Le parecía muy raro. Pero eso le sería de gran ayuda en sus planes. Él no comprendía a los ingleses. Se sentía confuso con ellos. Pero con ella tenía la clave para todo. Porque ella era, finalmente, alguien entre esos ingleses, esos oficiales ingleses.

Él tenía unos sesenta años. Su familia estaba establecida, en el Este, sus nietos iban creciendo. Era necesario para él vivir un tiempo en Londres. Esta chica le sería útil. Ella no tenía dinero, excepto el que iba a heredar de su madre. Pero él arriesgaría eso: ella sería una inversión en sus negocios. Y además, el apartamento. Le gustaba mucho el apartamento. Reconocía el cachet, y las azucenas y los cisnes de la alfombra Aubusson le gustaron. Virginia le dijo: “Madre me dio el apartamento”. Entonces se consideraba salvado. Y finalmente, Virginia era casi virgen, probablemente una virgen, y, por lo que a un hombre oriental y paternal concernía, totalmente virgen. Él tenía poca idea de la estúpida sexualidad de cachorros que tenían los ingleses, tan diferente de la prolongada voluptuosidad masculina de sus propios placeres. Y al final de todo, él estaba físicamente solo, haciéndose viejo, y cansado.

Virginia por supuesto no sabía porqué le gustaba estar con Arnault. Su inteligencia era terriblemente estúpida en lo tocante a la vida, a vivir. Ella decía que él era “pintoresco”. Decía que su tranquilidad francesa de los bulevares era “divertida”. Ella encontraba sus negocios astutamente “misteriosos”. Y el brillo de sus ojos oscuros, bajo las densas y blancas pestañas, “seductor”. Le veía con bastante frecuencia, tomaba el té con él en su hotel, y un día fue con él en coche hasta el mar.

Cuando él tomó su mano entre las suyas, suaves y tranquilas, hubo algo tan acariciador, tan posesivo en su tacto, tan extraño y positivo en su propensión hacia ella, que, temblando de miedo, se sintió algo indefensa.

—¡Pero eres una cosita tan delgada, querida, necesitas reposo, reposo, para que la flor se abra, pobre florecita, para que se convierta en grande! —dijo él en su francés.

Ella temblaba y estaba desvalida. ¡Era atractivo! Era tan extraño y positivo que parecía tener todo el poder. En el momento en que él se dio cuenta de que ella sucumbiría a su poder, se hizo cargo de la situación y perdió toda su duda y su humildad. No quería hacerle el amor: quería casarse con ella, por todas sus múltiples razones. Y tenía que convertirse en su señor.

Llevó la mano de ella hasta sus labios, y parecía atraer la vida de ella hacia él al besarle la delgada mano.

—La pobre niña está cansada, necesita reposo, ella necesita ser acariciada y cuidada —le dijo en francés. Y se acercaba cada vez más.

Ella le miraba con pavor a sus oscuros y brillantes ojos cansados bajo las pestañas blancas. Pero él usaba todo su poder mirándola largamente y calculando que tenía que someterla. Y llevaba su cuerpo muy cerca del de ella, y ponía suavemente su mano en el rostro de ella y hacía que apoyase su rostro contra su pecho, mientras que dulcemente acariciaba el brazo de ella con la otra mano. “¡Mi querida cosita! ¡Querida cosita! ¡Arnault la quiere tanto! ¡Arnault la ama! Quizá ella se case con Arnault. Mi querida niñita, Arnault pondrá flores en su vida, y perfumará su vida con dulzura y alegría”.

Ella se inclinaba contra su pecho y le dejaba que la acariciara. Envió un fugaz, casi intenso, casi vengativo pensamiento a su madre. Después sintió en el aire el sentido del destino, el destino. Oh, es tan hermoso no tener que pelear. Dejar paso al destino.

—¿Se casará ella con el viejo Arnault? ¿Eh? ¿Se casará con él? —preguntó con una voz dulce y acariciadora al mismo tiempo que coercitiva.

Ella levantó la cabeza y le miró: las cejas blancas y espesas, sus brillantes ojos oscuros y cansados. ¡Qué extraño y cómico! ¡Qué cómico estar en su poder! Y él parecía un poco desconcertado.

—¿Sí? —dijo ella con la maliciosa contorsión de una mueca.

—Mais oui! —dijo él con la sangre fría de sus viejos ojos—. Mais oui! Je te contenterai, tu le verras.

—Tu me contenteras —dijo ella, con una sonrisa vacilante de verdadera alegría ante su afirmación—. ¿De veras me contentarás?

—¡Por supuesto! Te lo aseguro. Y tú, ¿te casarás conmigo?

—Se lo tienes que pedir a mi madre —dijo ella, y se escondió pícaramente tras su chaleco mientras el orgullo masculino triunfaba en él.

La señora Bodoin no tenía ni idea de que Virginia había intimado con la Delicia Turca: ella no se inmiscuía en los movimientos de la hija. Durante la famosa cena, estaba tranquila y un poco apartada, pero completamente serena. Cuando, tras el café, Virginia la dejó sola con la Delicia Turca, ella no se esforzó en entablar conversación, solamente miraba al hombre bajo y resuelto en un traje correcto, y pensó cómo esa gordura exigía un gorro y unos pantalones de muselina de mercader de bazar en El ladrón de Bagdad.

—¿No prefiere fumar un narguile? —le preguntó con una voz cansina.

—¿Qué es un narguile?

—Una de esas pipas de agua. ¿No las fuman todos ustedes en el Este?

Él parecía despistado y humilde, y el silencio se reanudó. Ella apenas sabía lo que estaba a punto de estallar bajo su quietud.

—Señora —dijo él—, quiero pedirle algo.

—¿Sí? Entonces ¿por qué no lo hace? —llegó su voz melancólicamente cansina.

—Sí, bueno, es esto: Desearía tener el honor de casarme con su hija. Ella está de acuerdo.

Hubo un momento de pausa. Entonces la señora Bodoin se inclinó hacia él desde la distancia, con prodigiosa curiosidad.

—¿Qué es lo que ha dicho? —preguntó ella—. Repítalo.

—Desearía tener el honor de casarme con su hija. Ella está de acuerdo en tomarme como esposo.

Sus ojos brillantes y oscuros la miraron, después miraron a otra parte. Todavía inclinada hacia delante, ella le miraba fijamente, como hechizada y convertida en piedra. Llevaba puestos unos adornos de topacio rosa, pero él apreció que eran de pasta, moderadamente buenos.

—¿He oído que ella está de acuerdo? —llegó su remota, lenta y melancólica voz.

—Señora, eso creo —dijo él con una inclinación de cabeza.

—Creo que esperaremos hasta que ella llegue —dijo ella inclinándose hacia atrás.

Se hizo un silencio. Ella miraba al techo. Él examinaba detenidamente la habitación, los muebles, la cerámica dentro de la vitrina forrada de color marfil.

—Puedo disponer de cinco mil libras para la señorita Virginia, señora —llegó su voz—. ¿Estoy en lo correcto al asumir que ella aportará este apartamento y su inmobiliario a la dote?

Absoluto silencio. También podría haber estado en la luna. Pero era una persona paciente. Permaneció sentado hasta que llegó Virginia.

La señora Bodoin todavía estaba mirando al techo. El hierro le había penetrado en el espíritu, por fin y absolutamente. Virginia la miró pero dijo:

—¿Quieres whisky con soda, Arnault?

Él se levantó y se acercó a los decantadores, y se quedó de pie a su lado: un robusto y rechoncho hombre con el pelo blanco, silencioso y receloso. Se oían las burbujas del sifón; después se sentaron en las sillas.

—¿Ha hablado Arnault contigo, madre? —dijo Virginia.

La señora Bodoin se levantó y miró fijamente a Virginia con ojos grandes, serios y ojerosos. Virginia estaba aterrada aunque algo emocionada. Su madre estaba derrotada.

—¿Es verdad, Virginia, que estás dispuesta a casarte con este caballero oriental? —preguntó despacio la señora Bodoin.

—Sí, madre, es verdad —dijo Virginia con su suave voz burlona.

La señora Bodoin parecía seria y atontada.

—¿Podría ser excusada de no tener nada que ver con ello, o de no tener nada que ver con tu futuro marido; quiero decir de no tener ningún tipo de negocio con él? —preguntó con aire atolondrado y con su voz lenta y clara.

—¿Por qué? Por supuesto —dijo Virginia, asustada y sonriendo con extrañeza.

Se hizo una pausa. Entonces la señora Bodoin, sintiéndose vieja y ojerosa, se serenó de nuevo.

—¿Debo entender que a tu futuro marido le gustaría tener este apartamento? —llegó su voz.

Virginia sonrió rápida y sinuosamente. Arnault permanecía sentado, plantado en su parte posterior, y escuchaba. Ella descansaba en él.

—¡Bueno… quizá! —dijo Virginia—. Quizá le gustaría saber que lo poseo. —Ella le miró.

Arnault movió la cabeza gravemente.

—¿Y a ti te gustaría tenerlo? —llegó la lenta voz de la señora Bodoin—. ¿Es tu intención habitarlo con tu marido? —Ella interpuso eternidades entre sus largas y acentuadas palabras.

—Sí, creo que sí —dijo Virginia—. Ya sabes que dijiste que el apartamento era mío, madre.

—Muy bien. Así será. Enviaré a mi abogado a este caballero oriental si dejas escritas las instrucciones en mi mesa de despacho. ¿Puedo preguntarte cuándo piensas casarte?

—¿Cuándo crees, Arnault? —dijo Virginia.

—¿Podría ser dentro de dos semanas? —dijo él, colocándose rígido, con los puños sobre las rodillas.

—Dentro de unos quince días, madre —dijo Virginia.

—¡Lo he oído! ¡Dentro de dos semanas! ¡Muy bien! Dentro de dos semanas todo estará a tu disposición. Y ahora, por favor, excúsame. —Se levantó, hizo una ligera inclinación y salió calmosa y vagamente de la habitación. La estaba matando el hecho de no poder gritar y echar a ese levantino de la casa. Pero no podía. Se estaba controlando.

Arnault se puso en pie y miraba con ojos brillantes por la habitación. Sería suya. Cuando sus hijos viniesen a Inglaterra los recibiría allí.

Miró a Virginia. Ella también ahora estaba blanca y ojerosa. Y se apartaba de él como con resentimiento. Ella sentía la derrota de su madre. Todavía era capaz de acabar con él para siempre y volver con su madre.

—Tu madre es una señora maravillosa —dijo él yendo hacia Virginia y cogiendo su mano—. Pero no tiene un marido en el que cobijarse, es desgraciada. Lamento que esté sola. Yo sería feliz si quisiera quedarse aquí con nosotros.

El viejo zorro sabía de qué trataba.

—Me temo que no hay esperanza para eso —dijo Virginia volviendo a su antigua ironía.

Ella se sentó en el sillón y él la acariciaba suave y paternalmente, y la incongruencia de todo ello, allí en el salón de su madre, le divertía. Y porque él veía que las cosas eran elegantes y valiosas, y ahora eran suyas, la sangre le hacía sonrojarse y acariciaba con pasión a la niña delgada que estaba a su lado, porque ella representaba ese valioso ambiente, y se lo daba a él como posesión. Y él dijo:

—Y conmigo estarás muy cómoda, muy contenta, oh, te haré feliz, no como Madame tu madre. Y engordarás y florecerás como una rosa. Haré que florezcas como una rosa. Y digamos que la próxima semana, ¿eh?, ¿será la próxima semana, el próximo miércoles, cuando nos casemos? El miércoles es un buen día, ¿de acuerdo?

—Muy bien —dijo Virginia, acariciada de nuevo por una cierta lujuria del destino, descansando en el hado, sin hacer ningún esfuerzo, sin más esfuerzos, toda su vida.

La señora Bodoin se trasladó a un hotel al día siguiente, y volvió al apartamento para empaquetar y sacar sus objetos personales inmediatos solo cuando Virginia estaba necesariamente ausente. Ella y su hija se comunicaban por carta, tan solo cuando era necesario.

Y en cinco días la señora Bodoin estaba libre. Todos los asuntos que pudieron hacerse se hicieron, todos sus baúles fueron trasladados. Tenía cinco baúles, y eso era todo. Despojada y rechazada, saldría hacia París para vivir allí el resto de sus días. El último día esperó en el salón hasta que Virginia regresara a casa. Se sentó allí con su sombrero y vestida de calle como una extraña.

—He esperado para decirte adiós —dijo—. Por la mañana salgo hacia París. Esta es mi dirección. Creo que todo está arreglado, si no me lo dices y lo arreglaré. Bueno, adiós, y espero que seas muy feliz.

Arrastró las últimas palabras de un modo siniestro, lo cual restituyó a Virginia, que estaba comenzando a marearse.

—Yo creo que puede ser —dijo Virginia con la mueca de una sonrisa.

—No me sorprendería —dijo la señora Bodoin con mordacidad y porfiada—. Creo que el abuelo armenio sabe muy bien qué se trae entre manos. Después de todo, eres una mujer del tipo harén. —Las palabras llegaron cadenciosas, goteando, cada una con un plaf de profundo desprecio.

—¡Supongo que sí! ¡Es divertido! —dijo Virginia—. Pero me pregunto de dónde lo habré sacado. Desde luego no de ti, madre —arrastró las palabras con malicia.

—Desde luego que no.

—Quizá las hijas transcurren al contrario, como los sueños —replicó Virginia con mala intención—. Todo el harén se quedó fuera de ti, quizá por eso todo él se cargó a mis espaldas.

La señora Bodoin le lanzó una breve mirada.

—Tienes toda mi compasión —dijo.

—Gracias, querida. Tú tienes solo un poco de la mía.

*FIN*


“Mother and Daughter”,
New Criterion, 1929


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